Trece

 

 

 

—Genevra, ¿te gustaría recorrer la hacienda conmigo esta mañana? Hace un tiempo mejor de lo que presagiaba anoche.

Genevra se quedó con el tenedor a medio camino de la boca y el revuelto de huevos colgando peligrosamente en el aire. ¿Algún hombre en la historia había dicho esas palabras después de una noche de pasión? «¿Te gustaría recorrer la hacienda...?»

—Tengo que ver a los campesinos arrendatarios y evaluar sus necesidades antes de que llegue el momento de plantar —siguió Ashe mientras se servía un plato de huevos y salchichas en el aparador.

Conseguía fingir mucho mejor que ella que la noche anterior no había existido. Pero, claro, él no se había despertado en el sofá de la biblioteca. Se había marchado cuando ella se despertó, pero no podía reprochárselo, era lo que había que hacer. Los ingleses tenían un protocolo para todo y no podían descubrirlo dormido en el suelo con ella. Era mucho más fácil que Genevra explicara que se había quedado dormida en el sofá si una doncella entraba a primera hora de la mañana para encender la chimenea.

—Genni es la persona indicada, Ashton —intervino Leticia desde su sitio en la mesa—. Conoce a todo el mundo y te los presentará. Todos se alegrarán de saber que las cosas marchan como siempre en Bedevere.

—Iré encantada —contestó Genevra porque no podía decir otra cosa sin parecer antipática.

Leticia tenía razón, era la persona indicada. Había ido por allí muchas veces durante la enfermedad del conde, pero no le apetecía pasar la mejor parte del día al lado de Ashe. Recordaría demasiadas cosas de la noche anterior. Incluso en ese momento, le costaba mirarlo sin recordar todo lo que había despertado en ella. Probablemente, se lo tenía merecido. La curiosidad mató al gato. Ella había satisfecho su curiosidad y sabía lo que se sentía al estar con Ashe Bedevere. Esos momentos fascinantes quedarían grabados en su mente y en su cuerpo el resto de su vida, para bien o para mal.

—¿Qué vas a hacer tú, Henry? —le preguntó Genevra para intentar pensar en otra cosa.

—Tengo una reunión —contestó él sin dar detalles y mientras sacaba el reloj del bolsillo—. Es más, estoy retrasándome. Si me excusáis, tengo que marcharme.

—Nosotros también tenemos que salir —comentó Ashe dejando a un lado la servilleta—. Pediré que nos preparen la calesa para dentro de veinte minutos.

Genevra se fijó en que las tías se sonreían mientras ella iba a cambiarse. Evidentemente, les parecía una magnífica ocasión para que Ashe y ella pasaran un rato juntos. Quizá pensaran que Ashe estaba dando indicios de interés al invitarla a que lo acompañara. Las pobres se quedarían aterradas si supieran la verdad.

 

 

—Deberíamos hablar de anoche.

Acababan de entrar en el camino y Bedevere todavía se veía detrás de ellos.

—Los dos sabemos qué pasó anoche —replicó Genevra sin dejar de mirar al frente.

—¿Qué pasó? —preguntó Ashe con frialdad.

—Que dos personas satisficieron la curiosidad que tenían el uno por el otro, me parece.

—Una curiosidad que podría haber acabado con un hijo. No creo que pasaras por alto que no tomamos precauciones... —insistió Ashe.

—Lo dudo mucho. Antes de que mi marido muriera, nos habíamos resignado a no tener hijos. Es poco probable que yo conciba un hijo.

—Me encanta la franqueza americana —dijo Ashe en un tono ligeramente cortante.

Pasaron por un bache y la calesa se ladeó mucho. Ella se agarró al brazo de Ashe para sujetarse.

—Bueno, no tiene sentido disimular la verdad y no voy a llevarte por un camino que sé que es un callejón sin salida.

—Aun así, creo que habría que tenerlo en cuenta. La infertilidad no siempre es culpa de la mujer. A los hombres no les gusta reconocerlo, claro. Si tu hipótesis resultara estar equivocada, me gustaría saberlo, Neva.

Ella estuvo a punto de decirle que así podría atraparlos en un matrimonio que ninguno de los dos quería, pero la intuición hizo que se callara. ¿Acaso era eso lo que él quería? ¿Quería tanto el control de Bedevere que se había arriesgado a tener un hijo para forzar el matrimonio? ¿Se condenaría él a una relación que no quería? Naturalmente, tampoco sería tan grave para él. Se casarían, la dejaría en Bedevere y volvería a Londres con sus amantes y sus juergas.

—Prometiste que anoche no significaría nada más que placer —dijo ella en un tono de leve acusación.

—Efectivamente.

Sin embargo, llegaron a la primera casita de campo y Genevra pensó que esa era una promesa que Ashe Bedevere podría no cumplir.

 

 

El día pasó deprisa y lleno de caras y nombres. Ashe estrechó manos de campesinos, recorrió sus campos y conoció a sus esposas e hijos. Hizo lista tras lista abrumado por las cosas que se necesitaban. Había que arreglar tejados y cercas y había que sustituir aperos de trabajo. Todo el mundo que conoció le pareció cortés, pero se quedó con la sensación de que nadie se había ocupado de esos asuntos desde hacía mucho tiempo. El remordimiento volvió a adueñarse de él. Había sido su culpa. Tenía que enmendarlo de alguna manera y empezaba a sospechar que para conseguirlo tendría que tragarse su orgullo. No había suficientes partidas de billar en el condado para pagar esas mejoras. Iba a necesitar el dinero de Genevra.

La visita a los tenderos del pueblo fue mejor. Ashe se colocó delante de la posada, puso un tablón encima de dos barriles y pidió cerveza para todo el que quisiera sentarse a hablar.

Un tema salió repetidamente en esas conversaciones. La actividad había decaído desde que los campesinos tenían menos dinero para gastar y los comerciantes estaban preocupados. También tenían presente el festival anual por San Bertram. Algunos pensaban que serviría para que el pueblo consiguiera algunos ingresos más y otros creían que había que suspenderlo en señal de respeto por el fallecimiento del conde. Ashe sonrió. El festival de San Bertram se había celebrado en el pueblo de Audley desde tiempos casi inmemoriales. Alex y él acudían de niños.

—¿Sigue celebrándose en junio? —preguntó Ashe apaciguando la acalorada discusión.

—Sí. Además, sigue siendo la feria más grande de los alrededores —intervino el dueño de la posada mientras llevaba más cerveza.

Ashe miró por encima de las cabezas de los hombres que se habían reunido alrededor de la mesa improvisada. Vio a Genevra con un grupo de mujeres y tenía el hijo pequeño de una en el regazo. Nunca estaba muy lejos. Ella levantó la mirada al oír la conversación sobre el festival. Ashe se rio para sus adentros. Seguramente estaría calculando cuántos pañuelos y frascos de mermelada podría vender. Era admirable su sentido empresarial americano.

—Creo que el festival debería celebrarse según lo previsto —afirmó Ashe—. El verano es un momento de renovación y Bedevere está preparado. Ha llegado una época nueva.

Aunque él solo tuviera el cuarenta y cinco por ciento de esa época. Nadie tenía por qué saberlo, salvo Genevra, quien lo miró a los ojos y sonrió. Era gratificante y sorprendente sentirse complacido por haberse ganado su aprobación. Hacía mucho tiempo que no le importaba lo que los demás pudieran pensar de él, pero en ese momento le importaba y era una sensación desconocida.

 

 

—Has tomado una buena decisión —comentó ella cuando terminaron las visitas y se dirigían hacia Bedevere en la calesa—. El festival es importante para ellos y es justo después de que hayan plantado.

Ashe asintió con la cabeza aunque no estaba prestando mucha atención a la conversación. Parecía como si la calesa se inclinara ligeramente hacia un lado, pero también podía ser que él hubiera bebido demasiadas cervezas. ¿Demasiadas cervezas? La idea era ridícula. Era Ashe Bedevere. En Londres podía beber toda la noche sin notar los efectos. No creía que eso se debiera a que hubiese bebido cuatro cervezas por la tarde. Quizá fuese el camino. Había muchos baches por las lluvias y nevadas del invierno.

—A Alex y a mí nos encantaba el festival y jugábamos a todos los juegos. Alex era un fenómeno disparando con la pistola. Creo que no perdió ni un concurso desde que tenía catorce años. Nuestro padre estaba muy orgulloso.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿También eras buen tirador?

—No, yo utilizaba el puñal —contestó él con una sonrisa presumida.

Era la primera vez desde que volvió que hablaba con agrado del pasado y de su familia. No se había dado cuenta de lo poco que habló de ellos durante los años que pasó solo en Londres.

—Lo que Alex podía hacer con una pistola, yo podía hacerlo lanzando un puñal. No me extrañaría que todavía hubiese alguna caja con escarapelas en el desván. Nuestra madre lo guardaba todo.

—¿Vuestra madre?

—Sí, teníamos una aunque no te lo creas —bromeó Ashe.

—Es que nadie habla de ella.

—Bueno, falleció hace mucho —habían llegado a los recuerdos más tistes. Era más divertido hablar del festival—. Murió en un accidente con una barca cuando yo tenía diecisiete años. Alex tenía diecinueve. Ella había ido a visitar a unos amigos en Trentham y salieron al lago.

Su muerte fue el principio de sus problemas con su padre. Sin ella de amortiguador entre los dos, su padre y él no consiguieron conciliar sus discrepancias. Ni siquiera la presencia de sus tías pudo mitigar esas peleas.

—No quería rememorar ese momento tan triste.

Entonces, la calesa se inclinó hacia un lado y Genevra se agarró al brazo del banco para no caerse.

—Hemos debido de pasar por un bache —dijo ella irguiéndose otra vez.

—No. Habríamos visto un bache tan grande. ¿No te parece que la calesa va ladeada?

Acababa de terminar de decirlo cuando el pequeño carruaje se hundió por un costado y los tiró al suelo. Él solo pensó en Genevra. Fuera lo que fuese lo que había pasado, había pasado en el lado de ella. La agarró para intentar rodar con ella y alejarlos del peligro, pero el caballo era grande y evitó que la calesa volcara encima de ellos.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó Ashe mientras se levantaba.

—Nada grave, te lo aseguro —contesto ella con voz temblorosa.

Sin embargo, Ashe se dio cuenta de que le costaba levantarse.

—No te muevas. Voy a ocuparme del caballo.

Afortunadamente, el caballo se había quedado quieto después del nerviosismo inicial por el accidente.

—Tranquila...

Ashe agarró el arnés del caballo y miró hacia atrás. La rueda trasera se había salido y estaba en el camino al lado de la calesa destrozada. Ya no podrían usarla más. Soltó a la yegua y la alejó un poco.

—¡Tengo medio de transporte! —le gritó a Genevra intentando quitarle hierro a la situación—. ¿Puedes ocuparte del caballo mientras echo una ojeada a la calesa?

Ella le sonrió, consiguió levantarse y se acercó al caballo. Ashe se agachó para mirar de cerca la calesa. No había ningún motivo para que se hubiese salido la rueda y quería mirar el eje antes de que oscureciera.

—Neva, ¿mis tías o tú habéis utilizado la calesa?

—Sí. La utilizamos para ir a las ferias de verano y otoño, pero no hemos vuelto a sacarla desde diciembre.

—¿No tuvisteis ningún problema? —preguntó separándose del carruaje.

—No. ¿Qué ha pasado?

—Se ha salido la rueda.

Eso no era algo raro en sí, pero sí era raro que le pasara a un vehículo que llevaba dos meses sin utilizarse y que antes no había tenido ningún incidente. Las ruedas no se salían si no se las ayudaba un poco. Se preguntó qué tipo de ayuda habría necesitado la rueda para salirse del eje y no le gustaron las conjeturas que se le ocurrieron ni lo que podrían significar.