El jefe no tardó cinco, ni siete, ni siquiera diez minutos en llegar: como ya sé qué es lo que gastan tuve tiempo de mandar poner silenciadores en las pistolas, de vestir a algunos agentes con camisas con flores y de pedir que me trajesen de la sede prospectos, insignias y unos rifles checoslovacos de la Organización con la idea de desparramarlas, por aquí y por allá, en la Casa de Reposo, a fin de convencer a los periodistas y a los imbéciles de la televisión, que si se les muestra sangre enloquecen de alegría y no quieren saber nada más. Mi adjunto, un bruto que respeta las jerarquías, llegó a preocuparse ¿Y si el tío llega ahí y nos ve a la puerta, y si el tío llega ahí y nos pilla con la radio quién le impedirá gritar? pero yo le dije No te agobies, Serrano, que no me duelan las espaldas hasta que el tipo aparezca, de modo que estreché en calma el cerco al hogar, coloqué en una esquina con menos interferencias el carrito de las escuchas telefónicas, mandé a los refuerzos que se fueran a los cafés cercanos, y había anochecido por completo, es decir, no existía casi ningún movimiento en la calle y las ventanas del comedor de los viejos se habían encendido, tiempo atrás, para las pipetas de belladona de las que los infelices se alimentan, cuando el jefe acomodó el automóvil a veinte metros de mí y salió, como de costumbre, renegando por la complicación del tráfico y los sentidos prohibidos que cambian todos los días con el fin de enloquecer a los ciudadanos, seguido de un sujeto pequeñito y delgaducho, con gafas y traje raído, que avanzaba hacia nosotros con la actitud avergonzada de los intrusos.
—Finalmente el doctor juez, que gusta de la acción de vez en cuando en lugar de firmar papeles en un despacho, prefirió acompañarme para enterarse de nuestros métodos, ¿quién no aprecia las aventuras de la policía? —informó el jefe que continuaba enfadado con el alcalde por obligarlo a media hora de espera en un semáforo averiado—. ¿Ha distribuido silenciadores a los muchachos, Tavares, les ha explicado que quiero todo muy despacio?
No era sólo noche: era noche, luna nueva y lluvia, un agua inesperada, un fermentar de gotas, un velo de lluvia meona que envainaba con otra luz las farolas. El neón, huérfano, lloraba en la acera gruesas lágrimas verdes, Serrano puso el cuello de la chaqueta hacia arriba y yo pensé Listo, la he liado, con esta humedad mañana me las veré moradas con la sinusitis, y la patrona, que disfruta afligiéndose, pidiendo turnos por mí al médico e insistiendo para que yo respire agua salada como si fuese un pez, dándome besos en la frente y tratándome de amorosito, a mí que odio los besos y los diminutivos y prefiero buscarla por detrás en las tinieblas de la cama, apartando los volantes del camisón y debatiéndome con sus nalgas enormes, vaciadas por los partos, para unos amores instantáneos de novio pelele. Los hombres pueden no ser gran cosa pero si las mujeres sólo existiesen a partir de las once, echadas en la cama y durmiendo, sin fastidiarnos con solicitudes, ternuras, exageraciones y carmín, aseguro que sería muy fácil vivir.
—Según he podido comprobar, señor doctor, nuestra profesión es un incordio, sólo en este invierno me pillé dos pulmonías dobles por trabajar a pleno frío —exageró el jefe que no tuvo ni paperas, no se constipa nunca y sólo nos visita con traje almidonado, sin peligro de recibir un tiro, para el rescoldo de las emboscadas, complacido con las entrevistas por la radio—. Y todavía hay malvados que insinúan que ganamos mucho, no perdemos vidas y recibimos recompensas de los ladrones, fíjese. ¿Han traído panfletos e insignias de la Organización, una impresora manual y unas bayonetas para mostrar a los reporteros?
—Un poco de heroína daba el toque —sugirió el Juez de Instrucción, que tal vez padecía de sinusitis como yo, en busca de un portal para protegerse de la lluvia—. Terrorismo y heroína combinan bien, tenemos que pintarlos lo más canallas posible, unas bolsitas para que las filme la televisión sería un éxito.
—Se piden unos polvillos a la Judicial, apenas la operación acaba los almacenamos en la despensa de la Casa de Reposo y los exhibimos, junto con los cadáveres, a los corresponsales extranjeros —se entusiasmó Serrano, deseoso de hacerse notar, girando a nuestro alrededor, a pesar del agua, con pequeños saltos alegres de perrito de circo—. Si el jefe quiere telefoneo al piquete de la Gomes Freire, mi cuñado está de servicio, y tenemos aquí las bolsas en un santiamén.
El Juez de Instrucción nos miraba desde el vestíbulo de un edificio al lado de una joyería, limpiando la lluvia de las gafas con el pañuelo, el jefe miró a Serrano, indeciso, rascándose la nariz, y yo descubrí, furioso por las opiniones del adjunto, Si no tengo cuidado el idiota es promovido antes que yo, si no presto atención lo nombran subinspector, le ofrecen una oficina alfombrada con balcón corrido hacia la entrada principal y tengo que despachar con el tipo, los martes, obedeciendo sus órdenes y encontrándole gracia a sus bromas, respetuoso y humillado.
—Ya he resuelto ese asunto —mentí yo al jefe pensando Como no era poco con mi mujer, la humedad y la sinusitis, ahora aparece éste para hacer la pelota e incordiarme—. Mi tarea es cuidar de que los agentes no se distraigan.
—Unos siete u ocho kilos de droga, no es mala idea —aprobó el jefe observando las ventanas del hogar de ancianos, las cortinas corridas, los bultos inmóviles en los cristales, los agentes que se introducían uno a uno, con los bolsillos hinchados de granadas lacrimógenas, en las escaleras de la finca—. Guárdelos en el coche de apoyo, Tavares, que después de los tiros adornamos el piso. ¿Ha recomendado al personal que no dispare sobre los internos? Es que queda bien ante los periodistas que abatamos a los comunistas sin tocar a los viejos.
—De cualquier modo —expuso el Juez de Instrucción desde su vestíbulo con un timbre de voz que me alertó—, siempre serían balas de ellos, ¿no es verdad?
La lluvia aumentó de intensidad y comenzó a tronar por el lado del Parque Eduardo VII, relámpagos que descarnaban a los árboles moldeando esquinas, tejados y sombras fosforescentes con una claridad mineral. El jefe se encogió en la chaqueta abotonada y corrió hacia debajo de un toldo de cafetería, Serrano, con el pelo pegado a la frente, lo siguió de inmediato con su andar de mastín, y yo, trémulo de escalofríos, preocupado por la garganta y la sinusitis, fui al coche de apoyo, estacionado mucho más lejos de lo que debía, parlamentando a gritos, por la radio, con el jefe de brigada de servicio en la Judicial hasta lograr, después de horas de persuasión, juramentos, amenazas y promesas de colaboración futura, unos miserables paquetitos de hachís que el avariento quedó en reforzar con envases de greda y polvo de tiza, incautados la víspera, en el Cais do Sodré, a un pelotón de marineros finlandeses a quienes la cerveza evaporara la timidez incitándolos a romper botellas en un barcito de angoleños. Mientras el policía, a quien parecía que le gustaba oírse, iba devanando argumentos, estornudé una o dos veces y pensé en la patrona cuando hervía complacida tisanas de limón y miel que me transformaban la lengua en un torrezno doloroso, poseída por esa inexplicable tendencia que conduce a las mujeres a martirizarnos con mercuro cromo, colutorios, ácido bórico, termómetros y supositorios, seguras de salvarnos de la muerte con sus tormentos absurdos. La especialidad de la mía, por ejemplo, es pegarme vendajes rápidos en las zonas con pelos y asombrarse por mis aullidos de dolor cuando me quita las tiritas. Desde mi punto de vista se trata de algo que nace con ellas como la celulitis, la manía de las compras o el bigote después de los cuarenta: mi hija, que acaba de cumplir dieciséis años, me considera un cursi total por atreverme a sostener que los comprimidos de aspirina resultan algo ácidos en la boca. Y siempre me ha impresionado el hecho de describir una ida al dentista, esos mongoloides que nos agujerean las encías con una alegría perversa, como un acontecimiento normal, y en contrapartida salir del cine bañadas en lágrimas, sacando pañuelos de papel del bolso, trastornadas por dramas indianos que no conmueven a nadie.
El de la Judicial, sujeto desconfiado que encendió un fósforo para examinar mi carné de la Brigada, allí apareció por fin, sin escolta, en un Austin microscópico, con un maletín de viaje repleto de paquetes de papel marrón y un recibo para que yo lo firmase responsabilizándome por la droga de los nórdicos, en un momento en que la tormenta se deslizaba en nuestra dirección sacudiendo fincas y elevando de las tinieblas un surtidor de gasolina apagado, pormenores inesperados de cantería, un busto de poeta en un rectángulo de margaritas municipales y la silueta del Juez de Instrucción en un vestíbulo de marmolita, muy erguido en su trajecito gastado.
—¿Ése no trabaja en la Gomes Freire, por casualidad? —se interesó el de la Judicial que se había olvidado de los faros encendidos del automóvil y a quien la lluvia no le molestaba, comprobando la firma del recibo con un segundo fósforo—. El Director dice que pasado mañana, a más tardar, quiere toda la heroína, sin falta, en el almacén.
—Tavares —me gritó el jefe desde su refugio bajo el toldo de la cafetería—, ¿qué es lo que anda conspirando ahí en el coche? |Vamos a lo nuestro antes de que los pájaros echen a volar, Serrano acaba de ver a la directora de los viejos mirando por la ventana.
—Estaba recibiendo el material de la Judicial, estaba pesando el hachís en la balanza —me disculpé yo haciéndole señas al meticuloso del Austin para que se apartase de mi vista en su cochecito de juguete—. Lo tenemos todo preparado, todo en condiciones, ocho francotiradores especiales en el rellano, la manzana bloqueada, el personal de reserva en aquella pastelería, en cuanto el jefe dé luz verde avanzamos.
Los relámpagos se instalaron sobre nosotros, en una masa de nubes pardas que estallaban en las claraboyas de las construcciones vecinas. El de la droga no conseguía hacer arrancar el automóvil cuyo motor se sobresaltaba y sacudía al borde de un ataque de nervios, y yo ordené al policía que pusiese la segunda y aconsejé a dos agentes que empujasen un poco al Austin hasta la plaza del fondo: lo cierto es que se volatilizaron los tres en una esquina, es decir, el cochecito pertinaz, con el coleccionador de recibos al volante y el par de soldados resbalando, desequilibrados, detrás del parachoques, extendiendo la mano derecha abierta hacia los faros, y a esta hora, transcurrida una semana, en que ya me he curado la sinusitis y me he transformado definitivamente en una foca con las inhalaciones de agua salada y la dieta de pescado de la patrona, los imagino, sin afeitar, corriendo en los múltiples barrios de la ciudad, uno aturullado con el embrague y la palanca de cambios y los otros, con los tendones salientes de la nuca, penando con el Austin por una cuesta de Santa Catalina, aureolados de palomos, gritando Apriete ahora el pedal que es fácil, apriete ahora el pedal que es fácil, con un tono desfallecido. Y si imagino eso es porque no volvieron a aparecer más en el trabajo, ni siquiera el día veintitrés por el sueldo, las familias nos telefonean todos los días o entran en la Brigada, angustiadísimas, preguntando si conocemos su paradero, si los hemos enviado a Ecuador o a Liberia en una misión secreta, y yo me limito a responderles que compren un mapa de la ciudad y busquen un Austin pequeñito con un meticuloso al volante circulando por las calles de Lisboa, porque darán con sus maridos (o hijos, o cuñados, o yernos), jadeantes, agarrados a él, Apriete ahora el pedal que es fácil, por una rampa de la Ajuda o una travesía de Alfama, con el pelo por los hombros, las uñas inmensas y pantalones que se les escurren, a tiras, por las caderas. La verdad es que en el fondo estoy rezando para que nadie los encuentre porque he firmado el recibo de la droga, tengo la heroína en casa y vendo unos gramos aquí y unos gramos allí a unos mozos amigos que los encajan después a muchachos emprendedores, con ojo para el negocio, del Casal ventoso, y a las alumnas de un internado de monjas.
—Deje allí el hachís, que no pienso chuparme este calabobos toda la noche —ladró el jefe extendiendo el brazo hacia fuera del toldo para enterarse de la intensidad de la lluvia—. Dentro de cinco minutos entramos en la Casa de Reposo, y liquidamos todo a balazos, ¿no le parece al señor doctor?
—Es la única solución —apoyó Serrano moviéndose entre el toldo y los colegas de la radio para mostrarse en acción, desembarazando el caño de la pistola del cinturón de los pantalones—. El asalto se hace en un minuto, no hay problema técnico alguno, y hasta me gustaría ir al frente de los francotiradores si el jefe me diese permiso.
—¿Piensan que es francamente necesario disparar, que no basta con pillarlos por la espalda y listo? —preguntó el Juez de Instrucción saliendo de su vestíbulo hacia el temporal que se alejaba hacia el Tajo e iluminaba las manzanas de la Baixa, los guindastes de las dársenas y el arco de la Rua Augusta abierto a la plaza, mientras los palomos del Largo do Camóes, asustados por la tormenta, se ocultaban en las barbas de bronce de las estatuas. Pronto los mástiles de las traineras y las mil sombras de los muelles surgirían a cada relámpago de las tinieblas, con sus mendigos empapados, como ángeles enfermos junto a los contenedores de los cargueros—. Se los detiene, se los interroga, se cargan las tintas del sumario, se los lleva al tribunal y con las peripecias de los testigos los periódicos olvidan el clamor de la Oposición durante meses.
—¿Y si su amigo decide abrir la boca, y si su amigo se larga a hablar de nuestras promesas y de las garantías que le dimos, por ejemplo? —respondió el jefe observando las nubes, siempre con la palma hacia el cielo, contando en voz alta las gotas que le caían en los dedos—. Me da mucha pena, señor doctor, pero le ofrezco aquí a Tavares como compinche suyo con las cigüeñas si no encuentra un socio capaz de entretenerse con los pájaros.
—Incluso pueden hacer colección de bicharracos en la prisión de la Brigada, en medio de los rifles y de los cuchillos de monte —recordó Serrano postulándose, apenas entrásemos en el hogar de los viejitos, para una ráfaga de ametralladora por la espalda—. Para las tórtolas, señor doctor, es ideal, en la tienda de enfrente venden un maíz de primera.
Pero no eran sólo guindastes, traineras y contenedores de la vera del río los que nacían de la oscuridad con la tormenta: eran los soplos del lodo del margen, casitas dispersas que la pleamar llevaría, el insomnio de las gaviotas y los barquitos de los pescadores de mariscos, caídos de lado en la rampa de cemento hacia el Tajo. Eran las luces de los restaurantes de Cacilhas que bailaban sobre la piel de las olas, farolas de canoas, el crujir de cuerno del puente y un paquebote que un remolcador llevaba de la mano hacia el puerto. Si la patrona estuviese conmigo en lugar de quedarse en Belas cabeceando en el sofá, sería capaz de permanecer horas a hilo, con un rosario en la mano, extasiada con la vista, del mismo modo que se abisma frente a los grabados de estarcido de los libros de cocina y de los concursos de reinas de belleza, con los ojos desorbitados ante muchachas con treinta kilos menos que ella. Hay ocasiones, no sé por qué, en que me dan ganas de abofetearla con todas mis fuerzas, a ella y a mi hija, por encima de la sopera. Puede ser que nunca lo haga pero no he perdido la esperanza de encontrar un pretexto cualquiera para golpear a ambas en las nalgas enormes con el matamoscas de plástico.
Al cabo de esos cinco minutos, cuando los relámpagos abandonaron el río, alcanzaron las lagunas hediondas de Alcochete, y dejó de llover en Lisboa, donde los árboles permanecieron milenios goteando disgustos antiguos, nos dirigimos a la finca de la Casa de Reposo junto a Serrano con el arma apuntada a las cortinas de ganchillo del comedor, y a medida que subíamos las escaleras íbamos encontrando guardias armados, con cartucheras en la cintura, de rodillas en los rellanos, que el Juez de Instrucción, insistiendo en la cárcel, contemplaba con un pánico fulminante, estudiando sus posturas bélicas en medio de un malestar creciente. El jefe, que se considera a sí mismo un especialista de guerrilla urbana y posee veleidades y fantasías tácticas, había mandado vigilar la puerta principal y la puerta de servicio, y como estaban las dos lado a lado, separadas por el cubo de basura justo a la izquierda del ascensor, había una piña de soldados que se empujaban unos a otros en el felpudo, obstruyendo el rellano con sus trabucos naranjeros de modelo anticuado y su olor de cuartel, y el furriel de la radio, en cuclillas, susurrando mensajes cifrados a un teléfono que escupía ronquidos, espasmos, silbidos, chispas eléctricas y ataques de bronquitis convulsiva. Los vecinos, en camisón, se inclinaban desde el pasamanos observando las armas, los niños pedían a los soldados que les prestasen un mortero, uno en albornoz comunicó con solemnidad que había sido teniente de caballería en India, un señor a quien le intrigaban las bazucas me trabó el brazo para preguntarme dónde estaba el director de la película, la vecina del piso inferior bramaba Lo que quiero saber es quién va a limpiar todo esto, un pequeño nos rociaba con una pistola de carnaval mientras el padre lo amonestaba Quédate quieto, Nelinho, que estropeas el trabajo de los actores, un pertinaz empujaba una silla de ruedas con una inválida de chal dentro, solicitando Permiso, apártense, permiso, que mi madre quiere ver, la del piso inferior, provista ahora de una escoba y de un marido tímido, que nos pedía disculpas con las cejas y repetía Cuidado con la tensión, Adelina, mira que el médico te ha prohibido que te pongas nerviosa, amenazaba Si no me explican quién va a lavar los escalones llamo a la policía y presento una queja, quiero saber si es cine, quiero saber si son artistas, no soporto chirimbolos que quitan el estuco del techo, Si me consiguen un uniforme y un casco comando un pelotón gratis, se ofreció el teniente de la India, sólo basta con que me indiquen el blanco, que esperen un poco hasta que yo instruya al personal en mi casa y luego atacamos. ¿Y ésta, doctor? se alarmó el jefe ante el Juez de Instrucción a quien la rueda de la silla de la inválida había atropellado y que saltaba a la pata coja agarrado al zapato, sacudiendo la muñeca libre como si los dedos le ardiesen, ¿matamos también a estos palurdos o qué? Ciérreme la puerta, Serrano, ordené yo, antes de que el puesto policial de la Praça da Alegría aparezca en bloque exigiendo la identificación de toda la gente, ¿ha pensado qué decir a esos tipos sin comprometer a la Brigada? El furriel de la radio sollozaba Hola Rómio Alfa Delta, hola Rómio Alfa Delta, aquí Hotel Charlie Golf, aquí Hotel Charlie Golf, pido auxilio, stop, pido auxilio, stop, paso a la escucha, over,
de modo que más de doscientos militares en tanques blindados, armados de misiles y cañones como para un ataque nuclear, atravesaban Lisboa, bajo la lluvia, con el flúor de los escaparates extendido en el asfalto mojado, en medio de un ruido insoportable de orugas. Serrano retrocedió un paso, ahuyentando mirones, lanzó el hombro contra la cerradura, gimió Ay Jesús que se me ha roto un hueso y cayó, sentado en la tarima, palpándose la clavícula, mientras la inválida aplaudía, encantada, los del pasamanos se reían, inclinados desde la balaustrada, de lo que suponían un intermedio cómico de la película, y el Juez de Instrucción insultaba al hijo de la enferma acusándolo de romperle el pie en mil pedazos, de modo que acabé gritando, girando la mira en torno, Apártense, alguien cogió a un niño en brazos afirmando Todo es en broma, Bruno Miguel, no te asustes, es exactamente como los bandidos en las cintas. Al que no veo es al tío de la cámara, repuso una voz intrigada, ¿dónde han escondido al de la cámara, oiga? apreté el gatillo, el caño hizo pum e hice estallar el picaporte, esquirlas de lozas y de madera desaparecieron en todas direcciones, Qué realismo, se excitó el teniente de la India, parece que la puerta se ha roto de verdad, vaya, estas técnicas modernas consiguen cosas extraordinarias, la del piso inferior, que había subido un tramo de escalones, apretaba el cuello del marido, indignada, Y no mueves un dedo, Arsénio, y no le das una torta a alguien, debía de estar loca el día en que me casé con un blandengue como tú, el jefe movió lo que quedaba de la puerta con un puntapié en los goznes al mismo tiempo que el hijo de la inválida clamaba, empujando la silla hacia el vestíbulo, Mi madre tiene derecho a ver, caramba, en esta tierra no se respeta a los enfermos, y allí entramos de golpe detrás de la inválida, el jefe, el Juez de Instrucción, yo, unos treinta soldados como mínimo, el teniente de la India que no había desistido del casco y de sus propósitos bélicos, el marido de la vecina indignada y los de la finca chancleteando alegremente detrás de nosotros, convencidos de que figuraban en la película, hacia una sala desierta con un divancito y una lámpara en un rincón, de la sala pasamos a un corredor en el que un viejo amarillísimo, con las mejillas chupadas, yacía, en un relente de orina pútrida, sobre una camilla, y del corredor a una especie de comedor con mesas de mantel de hule y un aparato de televisión ladeado por dos cuadros píos en un vértice de la consola, en el cual un pájaro, perseguido por un coyote con párpados mañosos, corría graznando Bip bip por caminos desiertos.
—Atención a los balcones y tirar sin reparo a lo primero que se mueva —advirtió el jefe sacando una granada del bolsillo—. Mientras estos estúpidos creen que esto es cine nosotros limpiamos a los terroristas, nos piramos y se acabó.
Pero sólo encontramos a viejos, nonagenarios en las últimas instalados en mesas de hule, indefensos, delgados, calvos, con huesos esponjosos y manos como garras de gorrión, caminando despacito, apoyados en bastones, en dirección a las camas deshechas, a bidés barrocos, a grifos que no funcionaban, a retretes atascados y a puzzles a los que les faltaban piezas, o tumbados en colchones descosidos, sobre tablas casi sueltas, con un crucifijo espetado a martillazos en la pared y sujeto a la caza con un gancho en forma de anzuelo, vejestorios desmigajando pedazos de corteza con las encías o jugando a las damas contra nadie desorientados por la ausencia de memoria, decenas de viejos, centenares de viejos, millares de viejos que la falta de dientes y las escamas de la edad hacían semejantes unos a otros, igualmente frágiles, igualmente mudos, igualmente feos, y esto mientras el jefe, empuñando una granada, ayudado por el Juez de Instrucción, registraba las habitaciones una por una seguido por la enferma de ojo vivaz en su silla, por Serrano que se recomponía de la fractura masajeándose la clavícula con la mano de la pistola y por el teniente de la India que confiaba, añorante, Faltan aquí los monzones, faltan aquí las palmeras, el mar de Goa, los dioses secretos de la floresta y aquella muchacha de pelo negro, que no hablaba nunca, calentándome sopas de tortuga en una cabaña de adobe, falta el viento, los lagartos, las serpientes y los túmulos de los marineros descubridores de Japón devorados por las trepadoras, por el pasto, por el silencio de la noche, devorados por el salitre de las olas y por los gritos de los cangrejos en la playa buscando huevos de rana en los peñascos, tengo allí arriba un arca con alcanfor y un retrato de la pequeña que ya os mostraré apenas termine el rodaje.
Registramos cuarto a cuarto en busca del Hombre siempre tropezando con viejos, siempre empujando a viejos, siempre oliendo a viejos, siempre escuchando gemidos de viejos, siempre estorbados por viejos, siempre volcando orinales de viejos, bandejas de dieta de viejos, tazas de café con leche de viejos, bastones de muletas de viejos, chaquetas, gabardinas y bufandas de viejos colgadas de perchas carcomidas, viejos que se multiplicaban, claudicando, delante de nosotros, o nos aguardaban, sentados en el vano de una ventana, en su inmovilidad turbadora, viejos que se dirigían a nosotros babeando discursos, palabras si nexo, incisivos postizos y migajas de galleta, viejos que huían de nosotros con un trotecito alarmado, con una página rasgada de revista o un sobrecito de azúcar que se balanceaba entre los dedos,
viejos y vecinos que se arreglaban el pelo para aparecer más compuestos en la película, viejos y la voz sin reposo de la inquilina de abajo bramando, incansable, desde las profundidades de la escalera, Ya he telefoneado a la policía dando parte de ustedes, ordinarios, no seré yo la mora que os friegue el suelo,
cuarto tras cuarto a la caza de los terroristas y sólo tropezando con almohadas destripadas, objetos inútiles de galeones náufragos, cómodas a la deriva, cestos de ropa sucia, platos con cartílagos y espinas, cojines olvidados, botas sin cordones disueltas por el tiempo como las de los ahogados en las playas, hasta que el jefe abría por abrir una última puerta asegurándome Si por casualidad los perdemos otra vez puede llamar a un cura y encomendar el alma, Tavares, y yo respondiendo Eso si es que han conseguido esfumarse, señor, que hasta en los canalones y en las bocas de incendio tengo personal armado,
abría por abrir una última puerta jurándome, poseído, Han escapado y por la salud de mi hijo que usted ya no volverá a ser persona, Tavares, que me quede ciego si no pasa el resto de su vida en una silla articulada,
abrió una última puerta, entró por una especie de despacho con un escritorio, ficheros, un jarrón de flores de tela en una mesita, una botella de vino Oporto y copas polvorientas en una bandeja de alpaca y un armario de libros románticos con parejas finolis besándose en la portada, y la cara de él se modificó, sonrió, murmuró Ah, ah, el Juez de Instrucción se quedó inmóvil de golpe, muy afligido, el teniente de la India pidió, sin que nadie lo oyese, alegando su experiencia asiática, un arma prestada, una mujer que yo conocía de los retratos de la Brigada alzó los brazos abiertos ascendiendo por detrás de un sillón y Serrano le disparó el cargador pum pum pum pum pum pum en el pecho al mismo tiempo que los inquilinos se interrogaban, curiosos, ¿Cómo hacen para que parezca sangre, cómo hacen para que parezca auténtico? Esto no es cine, esto no es broma, gritó el Juez de Instrucción hacia los pijamas que aplaudían, estos cabrones están matando a personas de verdad, y cuando el comunista, saliendo de detrás de una cortina, se desplomó con los ojos abiertos sobre las copas y la finca estalló de entusiasmo, el teniente de la India pidió autorización al jefe para felicitarlo por esa escenificación perfecta, el Ilustrísimo se inclinó ante el Hombre sujetándole la cara y llamándolo Antunes, los vecinos, al rojo vivo, aplaudieron aún más, embriagados con el desempeño de los artistas, de forma que me volví al técnico de sonido que no existía y al operador de imagen invisible y dije Corta. La enferma de la silla de ruedas solicitaba al hijo que la acercase a los cadáveres, un fan preguntó a un soldado en qué sala era el estreno, los niños, divertidísimos, recogían casquillos de bala de la alfombra.
—No me dé la enhorabuena que ha sido un trabajo tremendo —agradeció modestamente el jefe al teniente de la India, metiendo la pistola en la pistolera de la camisa—. Le aseguro que no se puede imaginar, amigo, la cantidad de veces que hemos ensayado esta escena.