Si usted quiere saber lo que ocurrió en realidad mande que su mecanógrafo apunte que conocí a Venancio en la Caja General de Depósitos de S. Joáo do Estoril, adonde voy a buscar el sueldo desde que los médicos me hicieron jubilar por culpa de los sobrehuesos de la columna. Cuando se viaja de Cascáis hacia Lisboa se gira a la izquierda en los semáforos, se pasa la vía del tren, y después basta con seguir subiendo, por las fincas, casi hasta allá arriba, entre un centro comercial y el salón de té Doce Meigo, en el cual me sentaba con una amiga viuda llamada Lurdes, diez veces más vieja que yo, mi compañera de despacho en el Ministerio de Agricultura y Pesca, en el Cais das Colunas, donde nos entreteníamos sumando eucaliptos y congrios, calculando con los dedos la riqueza del Estado. Lurdes vive en un piso de dos dormitorios casi enfrente del banco, y gasta las tardes, vestida con saris extravagantes, haciendo tortitas rodeada de millares de miniaturas de la Torre dos Clérigos del marido cartero, añorante de Oporto, uno con bicicleta a quien un buen día se le partió el manillar y acabó en Alcabideche abrazado a un árbol con la médula aplastada pero aún Pedaleando, obstinado, sus hierros deshechos.

Por tanto, a primeros de mes yo venía de Linhó en el Citroen viejo, equivocándome con las palancas y los pedales porque nunca me aclaré con los automóviles y el ruido del motor me asusta, bamboleaba en los carriles del paso a nivel, trepaba la colina, haciendo mal los cambios, hacia la casa de Lurdes sintiendo el mar a mis espaldas, color de primavera de jardín y el barco grande que se dio con las rocas en el invierno, de lado, en un ramillete de viviendas, y que yo imaginaba cubierto de yedras y de berro de huerto. De ahí nos íbamos las dos a la Caja, ella tintineante de pulseras, hablando muy alto y fumando cigarrillos egipcios larguísimos, y yo presa en la falda ajustada que sólo me permitía un andar cortito de grillo. Nos acomodábamos en la cola de la ventanilla de los pagos, protegida por una cristalera de acuario donde peces sin prisa, en mangas de camisa, conversaban unos con otros, se inclinaban ante los escritorios a hojear papeles, atendían teléfonos, sonreían, gritaban apodos, llenaban impresos y entregaban de vez en cuando, por diversión, cuatro o cinco billetes a una palma extendida que se cruzaba con nosotras, camino de la calle, con la unción de quien regresa de una eucaristía pascual. Y luego por nuestra parte tomábamos pasteles secos con una taza de tila en el salón de té Doce Meigo, antes del par de besitos de despedida en el paseo junto al coche, a la hora en que el mar se coloreaba de lilas y las gaviotas se colaban, para dormir, en los camarotes del barco encallado, posadas en los planisferios, en los compases y en los instrumentos náuticos. Y hasta el mes siguiente me quedaba en Linhó tejiendo para mis sobrinos jerséis y bufandas que no usarían nunca pero que aceptaban con una sonrisa cohibida, mirando los árboles enormes que el sol pintaba en la veranda y que por la noche cubrían la casa de un ciclo de hojas.

A Venancio, vamos ya al grano que si usted me mete prisa me lía toda la historia, lo encontré por primera vez hace cosa de año y medio a lo sumo, y me acuerdo que era septiembre porque había regresado hacía poco de un mes de vacaciones con Lurdes en una pensión de Sesimbra, ella y yo extendidas sobre toallas en la arena, con sombrero de paja con lazo, relucientes de cremas, en medio de las traineras de los pescadores y de los perros que olisqueaban, en las estrías de alquitrán y petróleo de la marea baja, las tripas del pescado, y por haber vuelto a Linhó con una alergia en la piel de la cara de tanto cenar mariscos, comidos en la barra de las cervecerías con martillo de madera en puño y una jarra de cerveza que escurría espuma por los dedos. Las pastillas que el doctor de la unidad me recetó me alteraban las menstruaciones y me agriaban el carácter y la boca, y me quedaba escuchando, despierta, el murmullo de las tinieblas, entre la mortaja de las sábanas. De nuevo en Linhó, con la ropa ordenada en los armarios, cuando me miré al espejo al ir a darme un baño tenía arrugas inesperadas en los párpados, el pecho caído, los muslos me parecían extraños y comprendí finalmente que envejecía por debajo del peinado muy compuesto y de las máscaras de pintura.

—Tranquila que para cincuenta años estás estupenda, los hombres siguen volviéndose para mirarte las nalgas —me consoló Lurdes, en la cola del banco, quemando la nuca del jubilado de delante con la brasa del cigarrillo—. Un poco de músculos y una pequeña dieta sin calorías te ponen los huesos en su lugar, y si no te casas otra vez es porque no te da la gana.

Pero hablando de lo que a usted le interesa, porque seguro que no me han mandado un policía a casa para hablar de barrigas, ese verano de las alergias fui atendida por un empleado diferente, delgaducho y pequeño, con traje completo a pesar del calor, que de cerca me recordaba a un finado salido del cajón para asustar a los vivos, pálido, engurruñado, solemne, con órbitas rojas y humildes, casi sin pelos en la cabeza, manoseando el dinero con patas microscópicas de gorrión, sordo a los colegas y a un intercomunicador llorando a gritos en un gancho, y que al entregarme la pensión se me abismó, por unos instantes, en el escote de la blusa rameada, con unas pupilas que se retrajeron de inmediato para sellar afanosamente unos rectángulos de papel.

—¿Doña Berta? —preguntó él adelantando la nariz hacia mis abalorios del Lobito y comprobando el nombre sin una mirada a Lurdes, que estallaba en un parpadeo fosforescente, y aplacaba los sofocos con un abanico sevillano lleno de flecos, lentejuelas y varillas plateadas, entretenida en comerse al gerente con las gafas, un moreno altivo, de bigote gris, pipa y poses ducales, instalado en un escritorio de ministro despachando documentos.

Desde el salón de té Doce Meigo no se distingue el mar, sólo fincas y más fincas, entradas de garajes, restos de muros de pequeñas huertas antiguas de las que quedaban un cedro y una pared calcinada, pero la luz del agua se refleja en las fachadas con una ondulación continua como si las crecientes del equinoccio muriesen en los pasteles de nata y en las teteras metálicas, y algas coloridas bogasen en la claridad de los apliques, esparciendo sus membranas en los manteles ajedrezados. En las mesas en torno, grupos de señoras sin cintura, con anillos y alianzas enterradas en la carne, sujetaban las tazas con el meñique erguido y se limpiaban las migajas del carmín, como si enjugasen lágrimas, con vértices de servilleta.

—En una de ésas al idiota del gerente le gustan las muchachas así, nunca he visto nada más grosero que un hombre —se entristeció Lurdes, con el cigarrillo encendido, en busca de sacarina para la tila en la bolsita de torzal—. Un tipo de mujer como yo, inteligente y libre, los asusta un montón.

Y sin embargo me obligaba a aguardar hasta el crepúsculo, con una galleta de arrurruz en la mano, que el último enjambre de pensionistas abandonase el banco, que un funcionario cerrase las puertas con un gesto de alivio, que el gerente, pomposo como un duque y humeando como un carguero, entrase en el salón de té Doce Meigo trastornando con el bigote gris a las señoras de los anillos que desfallecían a su paso sobre las tartas de cereza, y se apalancase en un rincón a resolver crucigramas del periódico de la tarde frente a una batería de cafés.

—Le mandamos una tarjeta con tu nombre invitándolo a nuestra mesa —afirmó Lurdes, decidida, cerrando el abanico de la menopausia con un ruido de persianas que se encogen-Apártate un poco, crúzate de piernas, súbete la falda y a ver.

Garabateó en el reverso de una tarjeta de visita con el lápiz de los ojos, se lo dio al camarero con inmensas recomendaciones bisbiseadas, y se echó para atrás aireando la abundancia de los hombros con el abanico nuevamente abierto, vigilando al mensajero con la bandeja en el brazo que rodeaba, obediente, un laberinto de sillas, de jarras de sangría, de cuencos con mousse de chocolate y de mechones rubios, fundiéndose por fin en un racimo de sexagenarias que hacían chispear pulseras en torno a una jarra de limonada con una cuchara de madera clavada a pique en el hielo.

—El fulano no tardará un minuto en estar aquí —afirmó Lurdes casi de pie en la silla, buscando en todas direcciones, con el cuello como un telescopio, las palabras del crucigrama del gerente—. Anda, recoge un poco la falda que si yo no llevase pantalones ya ibas a ver.

Debe de haber sido a esa altura cuando las farolas de la calle se encendieron, había gente que se amontonaba en la estación, carritos de compras salían desordenadamente del supermercado, los muros y los cedros de las huertas desprendían los primeros murciélagos, y yo me acordé de haber pasado la infancia allí cerca, en las inmediaciones de un descampado donde pastaban cabras, escuchando el gorgoteo del agua que espumajeaba entre matas de cañas, y despertando en un cuarto iluminado de escamas como el interior de las cebollas. En casa de mis padres, a pesar de las cortinas, un oratorio flotaba en el polvo de la tarde con sus santos trágicos, y un rosario de cuentas de marfil pendía de los hierros de la cama, ardiendo como velas de iglesia sobre la blancura almidonada de las sábanas.

—¿No se ha olvidado de la tarjeta? —preguntó Lurdes al camarero, preocupada en busca del bigote del gerente.

Y yo, a quien no le entusiasman las pipas y le asquea el tabaco, pensé que iba a llegar tarde a casa, que el gato se frotaba hace horas, famélico, después de rondar la escudilla vacía, en el frigorífico de la cocina, en espera de la bolsa de plástico con el pescado que el hielo endureciera, de modo que luego de estacionar el coche, con los faros encendidos, en el cobertizo que prolonga la parte trasera de la vivienda, con el suelo descantillado por las raíces de un chopo, y de ofrecer a la impaciencia del animal, enroscándose en mis piernas, una cola de caballa, me sentaría en la sala, descalza, a comer chocolate dietético, con el propósito de disolver la celulitis de las caderas que me obliga aun en agosto, al martirio de las fajas, cuando articularon por encima de nosotras, con una vocecita de muñeca, Gracias por la amabilidad de la invitación, Doña Berta. El abanico de Lurdes se abrió crepitando lentejuelas con una furia inflada de pavo, la boca se le dilató de rabia y di con el insignificante funcionario engurruñado del banco, con la tarjeta de visita en una mano y el vaso de grosella en la otra, apartando una silla con la suela, tomando asiento entre nosotras dos, alisándose las mangas lamentables de la chaqueta, acercando el encendedor al cigarrillo desdeñoso de Lurdes que tamborileaba en el mantel, sin mirarlo siquiera, con las uñas de esmalte fosforescente, mientras el galán de la pipa, con el periódico bajo el brazo, se cruzaba con nosotras, imperial, sin vernos, en dirección a la salida, soplando volutas de locomotora por la comisura de los labios.

—¿Les apetece a las señoras beber un jarabe de grosella? —propuso el hombrecito con una simpatía sumisa. Un libro forrado con papel marrón le deformaba uno de los bolsillos, y del de la chaqueta le salía en desorden un cartucho de plumas—. Fresquita, con azúcar, no hay nada mejor para el calor.

El mentón mal afeitado, con una fisura blancuzca en el labio, se doblaba en pliegues sucesivos hasta el cuello poco limpio de la camisa, que se asemejaba a los restos de ropa de navidad del prior, el margen de los párpados, pardusco por alguna infección, le devoraba la mitad de las órbitas, el cuero de los zapatos estaba rayado de verdugones y cicatrices, usaba un anillo con iniciales entrelazadas en el dedo cordial y poseía un esqueleto delicado y tenue de pájaro capaz de alzar el vuelo hacia la barra y los muebles del salón de té, en busca de un sauce para la noche.

—A esta hora una grosella cae bien —afirmó el Banquero, siempre con la misma entonación obsequiosa, agitando el liquido con la punta de la pajita—. He leído en una revista médica que perdemos infinidad de líquidos en verano.

Aún sujetaba la tarjeta entre el índice y el pulgar, muy serio, huyéndome del escote para fijarse, cuando hablaba, en un punto impreciso del rostro entre la nariz y la boca. El pelo sobrante se erizaba en las sienes, las pecas de las mejillas se consumían de timidez y osadía. No me habría asombrado que hubiese vendido décimos de lotería en las horas libres de su empleo, con un hijo en harapos tropezando con sus rodillas.

—La tarjeta no era para usted, idiota, el camarero se ha equivocado, no le pagaré —dijo Lurdes cerrando el abanico, indignada, guardando los cigarrillos en la bolsa de torzal, haciendo caer el plato de las tartas, contoneándose camino de la puerta—. Estaré en casa haciendo tortitas, si quieres pasa por allí después.

A usted puede parecerle extraño pero no pasé, señor, tanto más raro porque pierdo la cabeza por las tortitas con compota de cereza y desistí por lo menos de tres médicos para adelgazar que me prohibieron de entrada las compotas al pesarme, con sujetador y bragas, secundados por unas ayudantes de toca, en balanzas con un ventanuco cromado donde los números remolineaban. En el salón de té Doce Meigo, casi desierto, ahora servían de cenar cocido a caballeros solitarios que resollaban con las narices en la sopa o se escarbaban los dientes con las mangas enterradas en la boca hasta el codo. La luz de los automóviles aparecía y desaparecía en las vidrieras, Lurdes me esperaba jurándomelas y quemando palitos de incienso frente a las tortitas ya frías, y yo, royendo un bizcocho de vainilla, olvidada del gato que desgarraba con la desesperación de las patas los cojines del sofá, oía al hombrecito engurruñado explicarle que lo habían trasladado hacía poco tiempo de la sucursal en Azeitáo y que vivía en un cuarto alquilado cerca de la bahía de Cascáis, donde despertaba sobresaltado, de madrugada, con las maniobras de las camionetas de la venta de pescado y el vocerío de los pescadores, despertaba con el halo de claridad del mar que le paralizaba los episodios de los sueños y le alborotaba la sangre con el vaivén de las olas. Yo, olvidada del dulce de cereza y de las mohínas de Lurdes, tirando por despecho las tortitas al cubo, farfullando enojos, oía un discurso infinito acerca de la responsabilidad de trabajar con dinero, del sueldo ínfimo, de la incomprensión de los clientes, de querellas con compañeros poco atentos a su oficio que se equivocaban en la numeración de los cheques o en el recuento de los billetes, habituándome poco a poco a su fealdad descuidada, a la raya torcida de los pantalones, a la corbata suspendida de la garganta como una cuerda de ahorcado, habituándome al cráneo pelado y a los gestos de recién nacido de sus manitas de gorrión yo, hija de un abogado de Mirandela y de una señora con varios cortijos de olivos y con fincas en las aldeas próximas, me escuchaba decir, sorprendida, confundida por el sonido de los cubiertos alrededor, Es tarde, no quiere venir a cenar a mi casa, le preparo una tortilla rápida y luego lo dejo en Cascáis, yo pagaba mi tila y las grosellas de él, marchaba a saltitos de insecto, con la falda muy ceñida, con el deseo del banquero pegado a mis nalgas, y aquí fuera miré hacia arriba, en la oscuridad, y Lurdes nos vigilaba desde el cuarto de baño de su quinta planta, asomada en silencio por el alféizar como una luna obesa, crepitando odios, coronada por un pañuelo estampado y con rulos de pelo. Los últimos clientes se retiraban del supermercado con las bolsas de la compra en la mano, y yo recordé, viajando hacia los semáforos de Estoril, que a esa hora mi madre abría la veranda hacia las tinieblas a fin de sentir el olor de los peñascos, de los manzanos y de las hayas que entraban, con los escarabajos del crepúsculo, derribando los sofás de mimbre cubiertos de mantas y sábanas.

Recomendé al hombrecito que se quedase en el coche mientras yo abría el portal, a fin de que mi cuñada o mi hermano no lo viesen desde la vivienda justo al lado de la mía, até a los Serra da Estrela, las hembras y el macho, para que no le rasgasen los fondillos, metí el automóvil en el garaje y entramos por el vestíbulo de la cocina donde se amontonaban galochas, paraguas, flotadores y otros pertrechos de catástrofe destinados al invierno de Linhó, idéntico a una cubierta batida por aguas incesantes que transforman los árboles en corales sumergidos.

—Bonita casa, sin duda —elogió el Banquero que caminaba despacito por las baldosas del suelo como por un terreno minado, observando las santas talladas y los retratos de las cómodas, curioseando grabados, libros y encajes, e instalándose por fin, como en un trono, en un sillón con brazos y una venera de caoba en la punta del respaldo—. Bonita casa, claro que sí, hasta da gusto de lo limpia que está.

Puse la mesa con un mantel bordado de pájaros y flores, la vajilla nueva y los cubiertos de cristofita de mi padrino de quien recuerdo que, siendo yo pequeña, abría un cajón de una rinconera, sacaba de allí un tenedor de pescado, me lo mostraba, volviéndolo hacia uno y otro lado, para ensalzar el brillo y el arte de los orfebres, y afirmaba, guardándolo de nuevo, Es todo tuyo, pequeña, cuando yo muera será todo tuyo más los bosques y la arena de la Formosa, traje una botella de vino añejo cuyo tapón se rompió en el gollete en mil migajas de corcho que tuve que empujar hacia abajo con el dedo, le di el pescado al gato, que huyó de mí mohíno, escondiéndose en el cesto de la ropa de la lavadora, volqué dos tortillas de queso en la pírex, las decoré con perejil, mahonesa y rodajas de tomate, y al empujar con el tacón la puerta que da a la sala sentí una pequeña garra cartilaginosa que me sujetaba la cintura, un aliento adusto, árido de tabaco suelto, en la garganta, una segunda garra que me apretaba desmadejadamente el pecho, la vocecita humilde que ordenaba, a borbotones, Olvídate de las tortillas, Berta, ¿dónde está el dormitorio?, de modo que dejé la pírex sobre el mantel, corrí la colcha de la cama, guardé los anillos en la concha de nácar de las pulseras y de los collares, cogí del vestidor una almohada con volantes para él, y en el momento en que el hombrecito, desnudo, comenzó a besarme, paseando sus palmas sudadas entre mis muslos y mordiéndome los Pendientes, cerré los ojos, rodeé con mis brazos su cuerpo delgadísimo, y cuando él entró en mí, gemebundo, me vinieron a la cabeza, no sé por qué, los días de la infancia, mi padrino en el caserón de la plaza abarrotado de exvotos, gordo, melenudo, con bigote y reloj de bolsillo en el chaleco, abriendo el cajón de la rinconera para exhibir, con orgullo, ante mis padres y ante mí, un tenedor de cristofita, y anunciar con una solemnidad de circo Es todo para la pequeña, Abílio, todo, ha quedado escrito ante notario que hereda las viñas, el trigo, el maíz, las tierras arrendadas y hasta la capilla en ruinas. No sé si entiende, señor, el banquero que se movía hacia atrás y hacia delante, resoplando y sorbiéndome en la cueva del cuello y yo, tumbada de espaldas, con los párpados vacilantes en el techo, no allí, entre los espasmos del tipo, sino con botitas y trenzas como en algunos retratos que guardé en el álbum, apoyada en el piano vertical de una sala en penumbra, cuyas ventanas de guillotina daban a sierras y más sierras donde llovía siempre y campos de olivares corcovados a la distancia, separados por pequeños muros geométricos de piedra, yo atenta a los adultos que conversaban, enormes, alrededor de una bandeja de tisanas. Y mientras el banquero, después de lavarse, jadeaba de cansancio, con la cabeza en mi vientre, vi a mi padrino difunto en la capilla, el olor de los cirios, muchas mujeres de negro, hombres aglomerados que fumaban en el atrio bajo las moreras, mi padre que me alzaba por las axilas para besar al finado, coronas de flores, cuadros de mártires, y un cura calvo, con sienes protuberantes, que rociaba agua bendita a lo largo del cajón. A partir de esa noche Venancio comenzó a visitarme los martes y los viernes, después de que la Caja General de Depósitos cerrara, siempre con las cuerdas de un paquetito para la cena que le estorbaban los dedos, elefantes y panteras de chocolate, cajas de huevos que goteaban sobre la alfombra, buñuelos de bacalao empapados en aceite, berlinesas pegajosas de crema. Yo me esmeraba en los tocadores, acortaba las faldas, alargaba los tacones, ampliaba los escotes, desnudaba las clavículas a pesar de la falta de vigor de los músculos y de la piel, adornaba el pecho con collares mexicanos que hacían sonar cascabeles, y cocinaba, con el delantal sobre los satenes de las blusas de fiesta, las tortillas de queso, engalanadas con hortalizas, como de costumbre, que el banquero, con cubiertos de cristofita en mano y las órbitas hundidas en las escarpas de mi pecho, dejaba a medias, palpándome los ríñones con sus deditos de ave y señalando el cuarto con el mentón imperativo, Vamos allí dentro, Berta, que no aguanto más. Casi me destrozaba los vestidos a encontrones, me estropeaba la laca del pelo, me mordía la base de la garganta con chupeteos ruidosos, me obligaba a quedarme con las joyas y los zapatos, se desembarazaba del traje inmundo, de la tira de momia de la corbata, de la camisa con faldón hasta las rodillas y de los calzoncillos sin elástico, se zambullía, con calcetines, a mi lado, derribando cisnecitos de porcelana y la caja de polvos de arroz de carey que Lurdes me regaló en Navidad, yo suspiraba Venancio en tono de censura, con temor de que por ese camino me destruyese la casa, el hombrecito redoblaba sus ímpetus acariciándome los pies y yo buscaba la lámpara del techo con la vista y me encontraba en Mirandela, acabado el liceo, despidiéndome de mis padres en la plataforma del tren de Lisboa, con un novio farmacéutico junto a los viejos, afligido y discreto, envuelto en una neblina de vapor que me impedía advertir su disgusto.

Pasadas unas semanas Lurdes cortó relaciones conmigo por teléfono, furibunda de celos, previniéndome de que las tortitas de compota de cereza habían terminado para siempre y anticipando que si llegaba a encontrarme, en compañía del banquero, en el salón de té Doce Meigo, le derramaría la tetera de tila calva abajo por no admitir traiciones en veinte años de amistad, y como en ese momento Venancio se afanaba intentando desabrocharme el sujetador colgué sin responderle siquiera, preocupada por las falanges que me hacían daño en las costillas, por el resuello de bicho minúsculo que me recorría la espalda, por la hebilla del cinturón que me dañaba la columna, en espera del pedido habitual Vamos al cuarto, Berta, que de un momento a otro no respondo de mí, y yo que diría sí con la cabeza, me levantaría, caminaría hacia la cama sobre los tacones vertiginosos, con el hombrecito, a rastras, abrazado a mis piernas, y era domingo y los crisantemos del arriate junto al garaje espigaban frágiles hojitas claras, manchas de sol iban oblicuas de los árboles a la casa en una fulguración de milagro, la Última Cena circular, comprada en Mafra, resplandecía en la pared, y Venancio, observando a los apóstoles, Tengo que traer aquí al padre Dimas para que lo vea, el arte religioso lo vuelve loco, no te imaginas, el padre Dimas, sí, estoy segura, ¿por qué me pide que repita el nombre, lo conoce?, uno alto y delgado, con alzacuello y sotana, cuarenta y pocos años, prior en una parroquia de Queluz, que trata a toda la gente de hijo mío, no, no es ese del retrato, éste es más delgado, con gafas, peinado para atrás, y se quedó no sé cuánto contemplando los santitos antes de dar una vuelta por la casa y examinar los alrededores, seguido por los Serra da Estrela que se le arrimaban a las faldas, Hay aquí una vivienda muy aislada, señora, quitando esa otra casa allí por detrás de los bojes, y el banquero, muy rápido, Pertenece al hermano y a la cuñada, Dimas, son personas muy recatadas, discretas, incluso los sobrinos sólo la visitan si ella los llama y en cien metros a la redonda no vive nadie más, aquí hay una paz inmensa y si no quieres que te vean enfilas enseguida hacia el portal y listo. A primera vista sirve, admitió el padre Dimas bendiciendo en latín un níspero consumido, pero yo que tú mandaba al estudiante o a alguien del Comité Central a olfatear con cuidado la zona por un tiempo, y yo, sorprendida, enderezando una margarita, ¿De qué habláis que no entiendo una palabra? Estamos pensando en montar una obra de caridad por estos lados, explicó el padre Dimas posando su mano en mi hombro, el país necesita urgentemente, con tanto comunista suelto, un trabajo pastoral en serio, ya tenemos un pequeño grupo de fieles que se reúne para comentar las Escrituras y las enseñanzas de Dios, Lurdes volvió a telefonear transcurrido un mes, ya más serena, proponiéndome un encuentro en el salón de té Doce Meigo para hacer las paces entre pasteles de arroz y lenguas de gato humedecidas en las tazas de tila, pero Venancio me ocupaba ahora por entero, le compraba jerséis decentes, le lavaba la ropa, le cambiaba los calzoncillos con botones, lo obligaba a ducharse y a cepillarse los dientes, a echarse desodorante en las axilas, a usar agua de colonia y a cortarse las uñas como es debido, los perros, familiarizados con él, no levantaban la cabeza del cobertizo, a su regreso, cuando iba a Mirandela, en tren, a recibir los encajes de Formosa, le prestaba la llave de la puerta para que el banquero pudiese dormir sin el tormento de los motores de las traineras y el griterío de la venta de pescado, y a veces, al llegar, encontraba a un grupo de barbudos que bebían sin ceremonia mi whisky y discutían de religión en torno a la mesa de la cena. Unos sujetos extraños, señor, uno de ellos, dicho sea de paso, parecido al de esa fotografía de ahí, casi todos mal encarados y con gafas, tomando notas en agendas, y me sentaba frente al televisor, sacaba el tejido del cesto, y aguardaba a que se fuesen, acabando un chaleco de punto, hasta quedarme sola con Venancio, hablando de tortillas y de cheques, en espera de que me empujase hacia el cuarto, derribando chucherías y tropezando con los muebles, para que yo pudiera mirar la lámpara del techo y acordarme de los olivares de Trás-os-Montes, por la noche, vistos desde la salita que fuera de mi padrino y que me pertenece ahora, escuchando los toques del reloj, el trote de las ratas por el artesonado del techo y el desorden ruidoso de las ramas de los árboles, mientras el viejo, muerto, me mostraba un tenedor de cristofita del cajón de la rinconera, girándolo ante mí, hacia un lado y hacia el otro, con una sonrisa satisfecha.