Mi marido, hasta su muerte, nunca conversó mucho conmigo, ni siquiera los domingos después de comer cuando cogíamos el coche para sacar de paseo a los niños. Salíamos de la finca de Miratejo donde todos los vecinos martillaban estantes, tiraban la cadena, blacandequerizaban paredes y arrastraban muebles desde las seis de la mañana, paseábamos un rato, a veinte por hora, en sollozantes filas de escapes, por el Barreiro, por Alcochete, por el Montijo, a lo largo del río en que gemían gaviotas, nos sentábamos, para una naranjada y un pastel de arroz de tres días atrás, en la explanada vuelta hacia el humo de las fábricas de una pastelería de la Cruz de Pau, con el urinario siempre ocupado, apiñados con otras familias, otras naranjadas y otros pasteles de arroz, y volvíamos a casa con mi marido, en zapatillas de tenis, recomendando a los hijos que no se moliesen a golpes, que no se diesen puntapiés ni estregasen las manos pegajosas en los asientos, y cuando los pequeños comenzaban a pedir, cada cinco minutos, hacer pipí, yo, ya sin lugar en el asiento, con la espalda hecha una pena, respondía Ya falta poco, esperad un ratito, es un instante, mi marido, buscándolos por el espejo retrovisor, participaba a gritos Quien moje el tapizado se queda castigado en la despensa toda la noche, y llegábamos al apartamento al anochecer con los niños lloriqueando de sueño en el ascensor, para el pollo asado y las patatas fritas de paquete de las cenas de fin de semana, oliendo los menús de los vecinos de rellano en rellano. El gas se acababa invariablemente en el momento en que, con la mesa puesta y las batatas en la pírex, acercaba un fósforo al quemador de la cocina, de modo que comíamos porquerías, rumiando furia, en una cervecería de Almada frecuentada por adeptos del marisco con palillo entre los labios, apoyados en un acuario gigantesco en cuyo fondo de limos y de piedras se arrastraban, tanteando el agua, langostas con artrosis.

Después de su muerte, que junto con la avería de la lavadora y con la desgracia de la perra un tiempo antes me hundió más todavía, en camisón y con un frasco de tranquilizantes en el bolsillo, en el sofá frente a las telenovelas, fue cuando mi marido comenzó a hablar y a interesarse por los hijos, por la casa y por mí, sobre todo a partir del momento en que la portera de una amiga de la portera de mi bloque, una señora que vivía dos edificios más arriba, frente a los contenedores de basura, en un sótano con cortinitas de plástico y un cartel colgado de un clavo que afirmaba en mayúsculas YO SOY LEO Y POR TANTO SOY: INTELIGENTE ARREBATADO DOMINADOR SOCIABLE APASIONADO VIOLENTO SINCERO ALEGRE GENEROSO CAPRICHOSO OPTIMISTA TIERNO IRRESISTIBLE, me llevó en autobús a la parte trasera del Feijó, subió conmigo los escalones de una tienda de flautines y acordeones iluminada por una lámpara polvorienta, y me invitó a sentarme, en medio de unos saxos, alrededor de un escritorio donde un viejo con perilla, un mulato de pasas canosas y tres viudas de luto hacían girar un plato con la punta de los dedos, hasta que se detenía en una de las letras escritas en círculo en una hoja de papel. El mulato, con las órbitas nubladas de apariciones y fantasmas, me cobró doscientos escudos que es lo que cuesta un billete de ida y vuelta al país de los difuntos, se concentró con el auxilio de un traguito de licor, rezó, bendiciendo a la asistencia, unos avemarías veloces, Posó las falanges en el platillo y declaró que mi marido mandaba preguntar si el electricista había reparado la tostadora, si le había planchado los pantalones del traje marrón y por qué motivo no compraba yo un acordeón para los niños. Una de las viudas observó que su fallecido padre, viajante vendedor de cubiertos y menudencias, que nunca había gustado de la música durante su existencia terrena, la obligaba a comprarle al mulato una gaita gallega por semana. El viejo de la perilla comentó que no existe nada como la muerte para alterar los gustos de las personas: la esposa, por ejemplo, finada hacía tres meses, que odiaba el ruido hasta el punto de que desplegar el periódico le provocaba una crisis, no cesaba de exigir un trombón de varas, y el mulato advirtió que quien no cumplía la voluntad de los difuntos enfermaba de cáncer. Intenté explicar que la tostadora funcionaba muy bien y que mi marido no soportaba el color marrón y sólo usaba casimires grises o azules, pero el mulato, distribuyendo folletos gratis de iniciación al violonchelo, respondió, definitivo, que lo importante era el acordeón y que no me preocupase por la tostadora ni por los pantalones, dado que los espíritus errantes, como cualquier persona sabe, confunden los colores todo el tiempo y pierden el sentido de los objetos domésticos, preocupados como andan por la educación artística de la familia. De manera que transcurrido un mes de visitas al establecimiento de las zanfonías, mi marido, obcecado por la clave de sol y olvidado de la tostada y del traje marrón, me recordaba constantemente que vendiese los libros de Derecho y ofreciese los beneficios a la Academia Republicana Extra-Sensorial de la Margen Sur y al Centro de Estudios Psíquicos de Feijó de los que el mulato era fundador, presidente, secretario general y tesorero, y me obligó a transportar a casa un órgano, cuatro pianos verticales, dos trompas de caza, un juego para flauta de lengüetas y cuatro docenas de castañuelas sevillanas. Como consecuencia de su fervor melómano le fue atribuido el título y el diploma de Alma en Pena de la Semana, con un friso de tibias cruzadas y su nombre bajo una calavera terrible, que enmarqué y puse en la sala entre una fotografía en colores de la perrita y un cartel que la portera de la amiga de la portera de mi bloque me regalo para el cumpleaños, y que aseguraba en mayúsculas YO SOY CAPRICORNIO Y POR TANTO SOY: SOCIABLE APASIONADO VIOLENTO SINCERO ALEGRE GENEROSO CAPRICHOSO OPTIMISTA TIERNO IRRESISTIBLE. El mulato, obediente a las instrucciones de mi marido a quien, según el plato, le preocupaban las finanzas del Centro de Estudios Psíquicos de Feijó, me ayudó a cargar los libros, en una furgoneta lamentable, para un librero de viejo de Setúbal, parlamentó en el mostrador con un empleado con gorrita de seda en la calva, guardó los billetes prometiéndome un segundo diploma y la placa de bronce de Benemérita del Ocultismo, me acompañó a un café de jubilados para una croqueta y un tecito de limón, preguntó, acariciándome un mechón con el índice, por qué razón una mujer tan guapa y de tantas cualidades físicas y morales como yo no iba de vez en cuando a la peluquería ni me preocupaba por la ropa, que unas nalgas como las suyas, doña Clotilde, no se encuentran todos los días, y telefoneó esa noche para invitarme a comer, el sábado, cerdo agridulce y una jarra de cerveza en un restaurante chino lleno de cuencos, farolas y dragones. Nos quedamos en una mesa junto a la puerta de la cocina donde un bebé oriental, sentado en las baldosas, golpeaba con una cuchara en una lata, y distinguíamos, más allá de botellas de vino y de cajas de cartón, a una mujer de toca removiendo sartenes bajo una campana oxidada. A partir de la mitad de la cerveza compré por veinte mil ducados el puesto de Miembro de Honor de la Academia Republicana Extra-Sensorial de la Margen Sur, el cuerpo se liberó de la ropa, me sentí capaz de volar, el disgusto de la perra se atenuó y desapareció, la rodilla del mulato se me arrimaba, insistente, al muslo, su boca me susurraba al oído, blandiendo una vinagrera, ¿Te gusta la salsa de soja? los camareros se aguzaban, las conversaciones crecían para mí en tempestuosas olas de frases, la mano del mulato se apoderaba de la mía, me subía por el brazo, me exploraba, demorada, el cuello, los labios me calentaban la oreja ¿Te gusta la salsa de soja? sujeté su anular en el mío para no levantarme, flotando, en la sala, boyando cerca del techo con las espirales de humo que un ventilador empujaba, el mulato, que me metía trocitos de plátano frito en la garganta, me sacó el monedero de la cartera para pagar la cuenta y me guió en dirección a la salida a través de un laberinto de sillas y de mesas que me golpeaban las caderas, ¿Le gusta la salsa de soja? pregunté yo riendo a un cliente que se acercaba a mirarme, nos besamos en la furgoneta, en el intervalo de sombra entre dos farolas, con el pulgar del mulato que me estremecía, en el interior de las bragas, la horquilla de las piernas, mientras los dedos restantes me desabrochaban, cuchicheando entusiasmos, el escote de la blusa, los árboles y los arbustos de un jardín respiraban al final de la calle, insuflados por el viento, con sus pulmones de tinieblas. El mulato hizo arrancar el motor y los faros sacaron de pronto de la oscuridad verandas, canalones, escalerillas, portales en ojiva, viajamos por el interior de Setúbal, alejados del río, cruzando urbanizaciones pardas y terrenos de césped nominales, en dirección a los edificios desconchados de Miratejo, la evaporación de la cerveza me devolvía la melancolía, el disgusto de la vida y las saudades de la perra, adelantamos bicicletas de obreros y carros de gitanos, apiñados de gente, con luces que se balanceaban en los varales, giramos a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, siempre con el pulgar del mulato acariciándome las piernas con una obstinación paciente, y allí estaban en el rocío de marzo, la lavandería, las moreras que el Ayuntamiento plantaba y no crecían nunca, los automóviles de los vecinos con los cristales opacos de humedad, la claridad de sala de operaciones del vestíbulo, el mulato que me musitaba en el ascensor, sin soltarme el vientre, Hay un peluquero aquí cerca, no te hace falta taxi, quiero que te tiñas de rubia y que te arregles las uñas, le pedí que entrase en casa callandito, con los zapatos en la mano para no despertar a los pequeños, lo despedí deprisa apenas acabó de resollar, extendido de lado en la sábana, como una foca moribunda, permanecí horas sin dormir, sin pensar en nada, sin angustiarme con nada, vacía, mirando la ventana hasta que el cielo se coloreó con esa especie de blancura que precede a la mañana, y los objetos de la habitación (el reloj, los anillos, las muñecas de paño en la cabecera, el pierrot de loza, la caja de las pulseras en la cómoda, y el espejo del armario que no reflejaba a nadie) ganaron la densidad inerte y la ausencia de misterio habituales, yo me levanté de la cama y me recosté en el sofá de la sala, en camisón, con una pastilla de tranquilizante en la palma, asistiendo al regreso del día bajo el cartel que me aseguraba que era inteligente arrebatada dominante sociable apasionada violenta sincera alegre generosa caprichosa optimista tierna irresistible, de forma que cuando la primera cisterna sacudió la casa y el primer martillazo me hirió las sienes encontré en la alfombra, al bajar los ojos, un expediente del difunto que el mulato olvidara y del cual cayó, al recogerlo, el retrato de dos chicos de pantalones cortos y con flequillo sentados juntos en un banco de azulejos.

—Yo y el hijo del guardés de Benfica, un idiota que no pasó de quinto año y trabaja de recadero en nuestra compañía de seguros —mostró mi marido, en el comedor de la universidad, entregándome una fotografía en la que él, ya delgado, ya pequeño, ya oscuro, pero aún sin gafas y con raya en el pelo, apoyaba el brazo en los hombros de un rubio de mandíbulas anchas con un párpado más bajo que el otro, mirándome desde la película con la asimetría de las órbitas—. En las vacaciones de navidad, si mis abuelos van a Badajoz de compras, te llevo a visitar el jardín, los gallineros, el pomar y los cerdos que tenemos en el linde, junto al muro, engordando en la pocilga.

Eramos novios desde hacía cinco o seis semanas a lo sumo, y yo lo había aceptado porque él me había asegurado que sería juez al terminar la carrera y mi padre, oficial de investigaciones en el Tribunal de Sintra, me había hablado, durante toda mi infancia, de magistrados y consejeros con el embeleso con que los curas se refieren a los santos, de manera que me imaginaba paseando por Lisboa con un señor de toga, dueño de los destinos del mundo, que dejaba tras sí, saliendo de Chiado, un rastro de admiración amedrentada. Mis compañeras de Románicas, que sufrían pasiones turbulentas por jugadores de balonmano musculosos destinados a un futuro estrecho de amanuenses avinagrados, lo hallaban feo, callado, raquítico, mal vestido, con caspa en la nuca, y se burlaban de él por masticar con la boca abierta, estudiar en libros de segunda mano y expresarse con el acento de provincia común a los canónigos y a los policías de ronda. Detestaba el cine pero me esperaba, aun en invierno, en un banco de la Avenida, aguardando el final de la sesión, indiferente al frío, bajo un paraguas de abad, del mismo modo que al salir de casa hacia clase lo encontraba, minúsculo, ojeroso, muy serio, plantado en la parada del autocar, nadando en una chaqueta vieja, demasiado grande, que parecía ofrecida por la caridad del prior, explicando, muy aturullado, que mi calle le quedaba de camino para ir a la facultad, que no existía nada más cerca de Marvila que Benfica, que por el Alto de Sáo Joáo era un paseíto, y yo pensando que se había levantado seguramente hacía un montón de horas y que había tomado por lo menos tres transportes diferentes para atravesar toda Lisboa a fin de viajar conmigo, insistiendo en pagarme el billete, haciendo girar el bastón del paraguas en la mano.

Lo acepté porque me daba pena su porfía y su silencio humilde, sus pupilas que no se atrevían a mirarme y los dedos que no me tocaban nunca, la prontitud con que me abastecía de fotocopias y la solicitud con que me conseguía bolígrafos y agendas de la compañía de seguros de la familia, con hojas de plátano y papeles de plata de chocolates entre las páginas. Lo acepté porque ningún jugador de balonmano se interesaba por mí o me iba a buscar para los bailes de los viernes por la tarde en la Asociación de Estudiantes, para dejarme abandonada en mi silla, golpeando el tacón al compás de los boleros, royendo desilusiones con el vestido de volantes y previendo una existencia solitaria de profesora de chicos en un liceo suburbano, condenada a cenar en la cocina con una revista pedagógica apoyada en la jarra de agua, poblando la menopausia con garitos de cristal y pierrots de porcelana. Lo acepté y paseaba con él, los festivos, avergonzada de sus pantalones fruncidos y de sus zapatos sin betún, en el jardín del Campo Grande, contemplando el tiovivo de las motocicletas de alquiler que daban vueltas bajo los árboles, contemplando los patos, los cisnes y los barcos con remos del lago y al hombre con traje de nanquín y silbato en la boca que amarraba las argollas de la proa a postes de cemento, contemplando a los grupos de gitanos, acuclillados en el césped, con iris oblicuos como los de los lobos debajo de sombreros de fieltro. Bebíamos grosellas inocentes en la explanada frente al agua, verde de limos, de sombras de arbustos y del reflejo de los troncos, él posaba solemnemente, sin hablar, su palma sudada sobre la mía, y me fastidiaba la idea de que me viesen en compañía de aquel enano servicial y raquítico que lamía la pajita al final del refresco y cuyo pelo comenzaba a ralear en la coronilla y en las sienes, descubriendo las cicatrices de tiña de la piel. De regreso a Marvila, con el juez en embrión buscando las zonas más elevadas del asfalto para disminuir unos centímetros nuestra diferencia de altura, yo fingía no sentir su brazo torpe y angustiado alrededor de mi cintura, lo obligaba, después de un casto apretón de manos, a bajar del tranvía en las cercanías del Beato, y entraba en el barrio sola, saludando a los tenderos, soñándome elegida por el Magistrado ideal, de hombros tremendos y pecho de discóbolo, que corría hacia mí con los brazos abiertos, desnudo bajo la toga, indiferente a la admiración y a la envidia del curso de Literatura Francesa, distraída de los versos de Baudelaire y de los jugadores de balonmano del Ateneu.

Y tres años antes de casarnos, en el invierno en que lo presenté a mis padres, los abuelos del enano fueron a Badajoz de compras (lo que aún hoy me sorprende porque no veo en España más que gasolina, anís y caramelos) y él me propuso gravemente, con una urbanidad de castellano, que conociese la Propiedad de Benfica para habituarme poco a poco a mis futuros dominios, o sea un muro alto con un portón en cada Punta, casi pegado a la Venda Nova, un molino y un caserón de grabado holandés que exhibía tiestos de geranios que la lluvia de diciembre pudría.

—Si estuviésemos en verano verías a las cigüeñas en la chimenea del granero —informó el enano indicando distancias imprecisas—. Cuando vivas aquí ponemos un sillón de lona y una sombrilla en la terraza y te puedes quedar todas las tardes observándolas alrededor de los nidos.

Pero no estábamos en verano, las nubes, naufragadas en los porches de las fincas, escurrían lágrimas por los canalones, las trepadoras se desgarraban al viento, en la facultad encendían los globos de las lámparas a partir de las once de la mañana y los estudiantes, empapados, se parecían a los grumetes que salen de los camarotes de las traineras. Tronaba por el lado de la Amadora, donde mi padrino habitaba con la hermana sorda en un sótano atiborrado de arcones de alcanfor y floreros con begonias, y el enano, protegido por el paraguas de abad, me señalaba, con una minuciosidad de cicerone, un patio, dos arriates de bojes, ventanas con persianas corridas y un garaje con neumáticos amontonados en un rincón y una mancha de gasolina que brillaba en el cemento, todo inmóvil bajo la lluvia, todo lejos de Marvila, todo triste del invierno, de tal modo que supuse a los dormitorios del chalé de grabado holandés repletos de caballeros vestidos de negro, con golas de encajes bajo el mentón, inclinándose, en medio de un olor venenoso de pintura al óleo, ante cadáveres de lecciones de anatomía. Me faltaba la voz de mi madre en la cocina, me faltaba mi sobrino pequeño desbocado en el corredor, me faltaba el río desde la veranda de la sala, enmarcado por moreras y guindastes, y los barcos que penaban, con el escalofrío de la marea, en dirección al muelle.

—¿En fin de cuentas es éste el palacio? —pregunté yo, con los zapatos empapados, tirando hacia mí el bastón del paraguas cuyas varillas me caían en la nuca y me escurrían por la espalda gotas de pleuresía—. Si éste es el palacio no cuentes conmigo, me voy inmediatamente, sólo la idea de andar sola de noche en este sitio me da un miedo que no veas.

Y no obstante acabé volviendo para las vacaciones de la Pascua, cuando los abuelos de él viajaron en tren a la Beira a visitar a unos parientes: no llovía, asomaban hojas verdes en los arriates del patio, un conductor uniformado lavaba automóviles delante del garaje, las criadas sacudían alfombras en el piso de arriba, y un soplo lento empujaba las aspas aceitadas del molino. A esas alturas ya se había presentado a mi familia, en Marvila, durante una cena silenciosa y agreste, hecha de suflé de merluza, desconfianza, monosílabos y pausas que mi abuela intentaba animar en vano con su simpatía tensa. Fue una comida tormentosa, subrayada por los silbatos de los remolcadores que entraban por las rendijas del mirador, y que el enano aprovechó para comunicar con pompa que sería juez en un instante. Mi hermano Nelson le midió ostensiblemente los trajes de mendigo y las uñas roídas, y el pigmeo, imperturbable, describió la casa de Benfica, el número de criadas y de cuchillos de plata, la muerte de sus padres en un accidente automovilístico en España, la quinta, el invernadero, la rosaleda, los gallineros, las empresas financieras del abuelo que había rechazado innúmeras veces el puesto de ministro. Mi hermano Edgar preguntó, observándole el brillo de la corbata, ¿Es él quien te viste, por casualidad? y el enano, sonrojado y escondiendo los puños de la camisa en la manga, Somos personas discretas, odiamos exhibirnos, y mi hermano Nelson que insistía, perverso, Lo que es difícil es no reparar en tu chaqueta, da para tres personas al mismo tiempo y aún sobra tela, y el enano, espetando el suflé de pescado con el tenedor, No me gustan las cosas ajustadas, uno apenas se puede mover, y además es lo que se usa ahora, la ropa muy pegada al cuerpo ha pasado de moda hace mucho tiempo. Mi padre, separando las espinas y destapando el palillero preguntó ¿Con que entonces juez, eh, con que entonces ocupado en mandar a los oficiales de investigación, usted sabe cuál es mi empleo, muchacho? Un paquebote mugía en el Tajo, cerca de nosotros, llamando a las iglesias, las dársenas, las grúas, Los oficiales de investigación son el pilar de la Justicia, señor Macedo, farfulló el enano inclinando el cuello deferente hacia la cabecera de la mesa, si no fuese por los oficiales de investigación ¿quién hacía entrar y salir a los testigos, eh, dígame? mi abuela se revolvió asustada en el respaldo, mi hermano Belarmino cerró los párpados con fuerza, como antes de un estampido de fusil, mi madre corrió hacia atrás la silla con un sobresalto de miedo, y mi padre bebió un traguito de vino, apoyó los puños en las rodillas, estiró el pecho, y sugirió, separando las sílabas, con una especie de gruñido de cólera, ¿Usted cree que yo soy ujier o qué? El paquebote se deslizaba por la veranda, estremeciendo los almacenes del muelle, y se distinguían las boyas, el perfil de los salvavidas y las siluetas de los pasajeros en la amurada, el reloj de la capilla dio las nueve, mi padre, desabrochándose el cuello, con un palito de fósforo en la boca, insistía Déjese de disculpas, dígame si tengo cara de criada de alguien, por casualidad, tan blanco de furia que ni la fuente de arroz con leche, con sus iniciales en canela, lo calmó, el paquebote deshilaba vigías y más vigías y chimeneas gigantescas en dirección a la desembocadura, el manzano del huerto rumoreaba, el perro del sargento aulló, y ninguno de nosotros se atrevió a acompañar al enano a la puerta de la calle preocupados por que una vena reventase en el cerebro del viejo, que lo atacase una trombosis, que el corazón cediese, y tuviéramos que llevarle vasos de agua y abanicarle los calores con la servilleta, mientras él, sin fuerzas, gemía, con tiradores, medio tumbado hacia delante, con mi madre que le sujetaba la nuca desfallecida, He tenido que llegar a los sesenta y tres años para que me traten mal, nunca más quiero a ese grosero insultándome en mi casa, los ricos son todos iguales, te prohíbo que lo vuelvas a ver, Clotilde. Mi hermano Edgar pidió al vecino de abajo autorización para telefonear al médico con quien jugaba a las damas, después del trabajo, en un café del Beato, lo acostamos en la cama aflojándole el cinturón para que saliesen mejor los gases, ¿Qué pasa, tarzán, qué pasa, Macedo? preguntó el doctor tomándole la tensión, quédate quieto con las piernas que si revientas por un aneurisma pierdo al único compañero de juego a quien consigo ganarle, aconsejó, después de tomarse un digestivo y el arroz con leche de mi abuela, que llamásemos al enfermero para una inyección en el brazo, pero en cuanto le remangaron la camisa mi padre, que yacía como muerto en la almohada, se puso a gritar como un lechón que la cura le costaba más que la enfermedad y que todos deseaban su muerte para ir corriendo a coger los treinta mil escudos que poseía en la cuenta a plazo fijo del banco, de tal suerte que se hizo necesario sujetarlo a la fuerza contra el colchón para clavarle la aguja en la piel, bajo un crucifijo posmoderno y un cartel que afirmaba YO SOY CÁNCER Y POR TANTO SOY: INTELIGENTE ARREBATADO DOMINANTE SOCIABLE APASIONADO VIOLENTO SINCERO ALEGRE GENEROSO CAPRICHOSO TIERNO IRRESISTIBLE, y sólo lo soltamos cuando comenzó a roncar, boca arriba, en la colcha, enorme como un hipopótamo en coma, y tuvimos, mis hermanos y yo, que desvestirlo para meterlo en las sábanas de donde se levantó, tambaleante, dos madrugadas después, seguido por la preocupación de la familia, para orinar océanos en el retrete y registrar los armarios de la cocina, derribando cacerolas, con la esperanza de un resto de arroz con leche en el rincón de la fuente. Y sólo en ese momento el paquebote gigantesco acabó de pasar.

Sin embargo, al volver a Benfica ya mi padre se había reconciliado con el enano y no sólo no se oponía al noviazgo sino que lo invitaba de vez en cuando a una partida de damas en la casa, principalmente después de que el enano le asegurase un empleo de gerente en la compañía de seguros del abuelo, con derecho a una vivienda en el Réstelo, mayordomo y tres reinas de belleza, con banda y corona en la cabeza, como secretarias particulares, y el enano, que continuaba perdiendo el pelo y adelgazando y usaba ahora gafas de miope, pero persistía en sus andrajos de mendigo, dejaba que él le ganase por temor a los aneurismas. El júbilo de la victoria ablandaba su severidad y consentía entonces, risueño por el triunfo, después de guardar en la caja las fichas más el botón de pijama que sustituía a la que faltaba, que conversásemos en la sala, ambos callados y sin tocarnos frente al aparador de las copas escuchando las horas del reloj de la capilla y la despedida de los petroleros que navegaban hacia la desembocadura, oyendo a mi madre y a mi abuela que conversaban en el mirador, él pensando en nidos de cigüeña y yo imaginándome al lado de un jugador de balonmano que me ofrecía terrones de menta, bombones de crema y declaraciones de amor.

Al volver a Benfica encontré el barrio menos triste y la quinta más pequeña de lo que él me asegurara, un jardín vulgar con arriates de flores y orlas de césped, avenidas de grava y una jaula de periquitos pegada al muro de una vivienda de fantasmas, bancos de azulejos y figuras de loza, con túnica y pecho al aire, que representaban las estaciones del año, un palomar asentado en estacas torcidas, gallineros, un invernadero de cristales blanqueados, y finalmente unas parras suspendidas de alambres y arcos herrumbrosos, un pomar y una huerta con espantapájaros, el corral de los cerdos y la chimenea del granero donde el pigmeo garantizaba que las cigüeñas se posaban en mayo, después de varios días de vuelos concéntricos sobre las copas de las higueras.

—El mes que viene mi abuelo compra aquella propiedad y extiende todo esto hasta las colinas del fondo —dijo el enano señalando con modestia un horizonte de solares y de casas distantes, con cabras amarradas a espigones entre olivos perdidos—. Y yo construyo una vivienda con piscina para nosotros, de aquéllas en las que el portón se abre sólo apenas se acerca el automóvil.

Estábamos junto a un pozo, no el del molino, al pie de la carretera, sino otro, menor, cubierto por una trampa de metal, con una roldana y un balde para echar agua a las coles de la huerta, y desde donde se notaba un lago de peces en una pérgola de trepadoras y los tejados de Santa Cruz subiendo hacia los cañaverales que cercaban la vía del tren. Las tórtolas del palomar se espulgaban el vientre en las cornisas, los pavos parecían hacer gárgaras con elixir para las amígdalas, un hombre con delantal de hule y gorra en la cabeza, con una perra que le olisqueaba los tobillos, pasó con una tijera de podar por la senda del invernadero.

—Es el guardés, trabaja para nosotros hace veinte años, el único fallo que le encuentro es que se pasa un pelín con los martinis —aclaró el enano, que se agachaba para no ser visto mientras yo me sorprendía con la semejanza de las facciones de los dos, la misma nariz, la misma boca, la misma curva de la frente, el mismo oblicuo, vacilante, modo de andar—. Vino de Nelas, pobre, no encuentra forma de habituarse a la ciudad, fue en una ocasión al Jardín Zoológico y le aterra salir de aquí por causa de los elefantes, se ha convencido de que andan sueltos por las calles.

—En cuanto dirija la compañía de seguros os meto a vosotros allí dentro y compro para las vacaciones un piso de seis habitaciones en Caxias —decidió mi padre rechazando el arroz con leche y encendiendo el puro colombiano que mi hermano Nelson le comprara, para celebrar, en la Havaneza de Marvila—. Y voy a buscar a mi primo al sanatorio, pobre, el muchacho tiene una mano estupenda para conseguir acciones.

Pero el nuevo empleo de mi viejo se evaporó antes de comenzar precisamente la tarde de ese día, en marzo, en el momento en que el pigmeo acechaba la aparición de las cigüeñas, es decir, un aspa de alas muy arriba del granero o sobre las antenas de Monsanto, rodeando la quinta en hipérboles planeadas. Se evaporó cuando llamaron de los gallineros Zé, ayúdame con el maíz, Zé, y el enano cuchicheando, preocupado, cada vez más pequeño en el pomar, Es la mujer del guardés que llama a su hijo, te das cuenta, todas las tardes la misma escena en la quinta, y ahora no era sólo la voz sino un sonido desarticulado de violín, difícil de localizar, que se elevaba del granero sin pájaros o de la vivienda más allá del muro y despeinaba a los árboles como una caricia a contrapelo. El nuevo empleo de mi padre se evaporó en el instante en que el enano me hablaba con todo detalle de las instalaciones de la compañía, de las tapicerías del vestíbulo, de los mármoles del corredor y de los bustos romanos de las escaleras, y un muchacho rubio y blanco, de mandíbulas anchas, un necio de la familia del guardés, según el enano, que paseaba con las manos en los bolsillos por el parral, gritó desde las vides Te quieren en el palomar, Zé, deja de esconderte en la hierba que tu padre ya te ha visto y si demoras te sacude con la tijera de podar en el lomo.

—¿Qué, era todo una ruina, era todo mentira, la compañía de seguros es de los patrones de su viejo y el raquítico un desgraciado sin blanca? —se abismó mi padre, con una sonrisita amarga, apartando el arroz con leche con un gesto—. Tu novio se hizo humo, Clotilde, puedes prevenirle que si lo pillo en Marvila lo mato con el cuchillo del pan. Y telefoneadme deprisa al doctor que siento que el corazón me falla.

Sin embargo, sólo le falló de verdad hace cinco años, en el tribunal, al derrumbarse con los brazos abiertos sobre la mecanógrafa que protestaba, avergonzada, Por favor señor Macedo, por favor señor Macedo, y que apareció en el entierro, con gafas ahumadas y vestida de negro, para acomodarse del otro lado del cajón mirando con rabia a mi madre, también con gafas oscuras y de negro, por encima de la tapa de caoba del ataúd. Mi padre, no obstante, nunca se comunicó conmigo, en el establecimiento de las concertinas, por intermedio del platillo, mientras que mi marido, muerto hace seis meses de todos aquellos tiros, sólo dejó de pedirme violonchelos y banjos cuando el mulato se instaló en Miratejo, con un par de maletas, para vivir en mi casa y robarme las sábanas durante la noche. Parece que el enano se desinteresó de la música porque me ordenó que devolviese los instrumentos a la tienda, y si pregunto al plato cómo se siente me responde que basta con que me tiña el pelo, me arregle las uñas, interne a mis hijos en la Mitra, obedezca al presidente del Centro de Estudios Psíquicos de Feijó y me case con él en comunidad de bienes para sumergirse por fin en la divina serenidad que durante cuarenta y siete años de existencia terrena desesperadamente buscó. Con el propósito de hacer su voluntad y en contra de la opinión de mis hermanos fijé la ceremonia para el día seis del mes que viene en el Juzgado de Arroios.