—Un día de éstos cruzo la calle y voy derecho allí a arreglarme un dedo que se me encarama en los otros —dijo el caballero mirando la ventana de la callista donde el paciente de los juanetes, extendido en la silla al borde del desmayo, suplicaba con gestos que le tomasen el pulso—. Siempre es un pretexto para conversar, puede ser que no le disguste pasear hasta el Guincho conmigo, paramos el coche junto a unas matas, cerca del mar, y hablamos de mi pie durante una o dos horas.

Una carretera separada del agua por arbustos y rocas, pensó el Juez de Instrucción mientras la callista, buscando una vena con el índice, cotejaba el pulso del paciente con las agujas del reloj, un faro de ladrillos que encendía y apagaba una luz roja, el viento que empujaba la arena contra los cristales, automóviles estacionados en la faja de tierra contigua al asfalto, la Delegada del Ministerio Público fea y yo dándonos besos en el asiento de atrás, y en esto una manita delicada que golpea la ventanilla, una reverencia y el policía que inclina el casco hacia mí al lado de una moto enorme, Documentos, por favor.

—El otro día la vi tan cerca como de aquí a allí saliendo de la finca a la hora de cenar, para su gobierno le digo que es una gran mujer —clasificó el caballero, con el cigarrillo olvidado en la boca, atento a la ventana en la que el de los juanetes recobraba el color poco a poco, aún asustado por una batería de limas—. Treinta y siete, cuarenta años a lo sumo pero bien conservada, señor doctor, un par de piernas de dar envidia a cualquier chica de quince.

—Soy magistrado, he venido con una colega a descansar del tribunal —gimió el Juez de Instrucción seguro de tener marcas de carmín en la camisa, en busca de la cartera al mismo tiempo que un segundo policía, también de casco, se acercaba a ellos. El mar, invisible, se confundía en la oscuridad ahogando las palabras, se distinguía una especie de pinar del lado opuesto a las olas, y más alejadas, en la dirección de Malveira, las nubes de la sierra de Sintra y las luces de una casa o de un hotel—. Tome mi carné, vea, lea, aunque quisiese no podría detenerme.

La Delegada del Ministerio Público, recordó el Ilustrísimo, nos acechaba arrinconada en el asiento, abrochándose, tirando la falda hacia abajo, componiendo la presilla del sostén, enderezándose el cinturón, y yo me arreglé la corbata y pasé la palma por el pelo pensando en la reacción de mi esposa si la telefoneasen de la comisaría, en los gritos, en los llantos, en las recriminaciones, en las amenazas de divorcio, en el cuerpo malhumorado que me daba codazos, escapándose de mí, en la cama, hasta salir finalmente rezongando, con la almohada bajo el brazo, para dormir en el sillón de la sala, envuelta en una de las mantas del armario.

—El problema con las tías es tratarlas como se debe —aclaró el caballero siempre vuelto hacia la ventana de la callista, que intentaba convencer al paciente de la inocencia de las limas exhibiéndolas una a una ante el rostro presa del pánico—. Tocando el punto justo se enamoran enseguida, es un incordio después librarse de ellas.

—Súbase la cremallera del pantalón y cállese —ordenó el primer policía estudiando el carné, inclinado ante el conductor de la moto inmensa y dejando que el colega rodease el automóvil con pasos comedidos y tomase nota de la matrícula— ¿Dónde están los documentos de la señora?

Si mi mujer se entera estoy frito, se dijo el Juez de Instrucción imaginándose en un cuarto de hostal decrépito, en una tercera planta cualquiera de la Rua do Ferragial, con tres perchas en un armario deteriorado, un lavabo con un cubo por debajo, un balcón hacia las claraboyas y zaguanes de hostales idénticos, y un único cuarto de baño al final del pasillo, en cuyo inodoro atascado gorgotearan, a pesar de la tapa, gases de pantano. Los soplos del viento del Guincho le introducían arena en los oídos y en los bolsillos de la chaqueta, y el brillo de la luz del faro mostraba de vez en cuando una popa de trainera.

—Dame los papeles, Noémia —pidió el Ilustrísimo, chasqueando los dedos, a la Delegada fea que, con la luz del tejadillo que amarilleaba los asientos, componía su maquillaje en el espejito retrovisor, subrayando los párpados con trazos de lápiz—. Dame los papeles que mañana mismo informaré de esta insolencia a los superiores.

—Su amigo, por ejemplo, disculpe que le diga, es muy desgraciado con las muchachas —se apiadó el caballero desviándose de la ventana para enfrentar al Ilustrísimo, con el cigarrillo consumiéndosele entre las uñas del índice y del pulgar—. Por lo que sabemos va de rechazo en rechazo, pobre, y esta novia de ahora, que huyó con él de la Gomes Freire, le adorna la frente a más no poder. Mirándolo bien, señor doctor, es una obra de caridad impedirle que huya con la chica a España, al cabo de un mes nos ponía el nombre del país por los suelos.

—¿Informe, informe? —se alegró el segundo policía, con el pecho casi arrimado al del Ilustrísimo, garabateando notas en un bloc—. Quítales los carnés, Januário, y los llevamos a la cárcel, por lo menos que aguanten una noche entera en el Gobierno Civil con los borrachos vomitándoles encima.

—De manera que lo mata para ahorrarle los cuernos, su bondad, palabra de honor, me conmueve —se burló el Juez de Instrucción, aburrido del paciente y de la callista, ordenando las plumas, las gomas y los rotuladores en un bote de loza—. Y Para evitar que yo abra la boca donde no debo, ¿cuántos tiros manda que me disparen después?

Unas camionetas de carga se dirigían hacia Cascáis, aclarando de manera vacilante las peñas y las dunas, unos reflejos anaranjados centelleaban en el mar, y la luz se alzó por el lado de Alvide, desembarazada de las copas de los pinos. La Delegada, ya con chaqueta de cuello de conejo, remataba el contorno de los labios y el Ilustrísimo pensó Si mi mujer se pelease conmigo, con ésta no viviría ni loco, tal vez consiga alquilar un apartamento en Carnaxide y con unos pocos muebles y una criada en condiciones me las arreglo. El problema es la comida y la cena y los fines de semana con los niños, odio comer en restaurantes.

—Calma, colega, calma, éste es un carné del Ministerio de Justicia, si los encerramos son capaces de llamarnos de la Jefatura y no me apetece tener problemas con ellos —decidió el primer policía mostrando la fotografía del Juez de Instrucción al compañero, que comparaba el retrato con las facciones del Ilustrísimo, enrojecidas por la luz del faro—. Lo mejor es dejarlos tranquilos y escribir un informe a su jefe. Meten a los otros en chirona y éstos son los que hacen todas las trampas, ¿vivimos en Brasil o qué?

—El señor doctor no da su brazo a torcer, pero qué paranoia la suya, qué insistencia, ahora somos unos asesinos sin ética, imagínese —sonrió el caballero, desviándose de la teoría de las mujeres, sacudiendo la cabeza como ante los caprichos de un enfermo—. Nadie los toca y ha de tener su promoción, tranquilo, el Secretario de Estado quiere nombrarlo juez de cámara en Evora.

Noémia vivía en Mem Martins, recordó el Juez de Instrucción mientras la callista, acuclillada de nuevo en el banquito, desinflamaba los juanetes del paciente con compresas de agua tibia, en una vivienda al borde de la carretera, con una fachada que pedía revoque, que perteneciera a los padres, poblada de gatos y de muebles antiguos, con un cuarto de baño vetusto parecido a los laboratorios de química del siglo pasado y un reloj de cocina cuyas agujas eran un cuchillo y un tenedor que giraban en una tapa de olla. Yo la visitaba los martes por la tarde, después de comer, y pasaba del sol de la calle hacia una penumbra de damascos y de fuentes chinas sujetas con tres ganchitos a la pared. Conversábamos de derecho en una salita con tapetes de ganchillo en los brazos de los sofás y dos gansos de loza, de tamaño natural y pico abierto, amenazándome desde la consola, y acabábamos subiendo, discutiendo sentencias, la escalera de pasamanos ancho que conducía al piso superior hasta apalancamos en el dormitorio de los difuntos, con una gran cama incómoda y sin estilo rodeada de envases de válium y de armarios de espejo empañado, donde hacíamos, encima de la colcha, un amor desaborido entremezclado con divergencias sobre dictámenes, viendo la luz de Mem Martins atenuarse en las persianas. La había conocido cinco años antes, en el Tribunal de Oeiras, en una audiencia en la que nos enfadamos acerca de una multa por exceso de velocidad, y me asombró desde el comienzo su delgadez tajante, las pasas, teñidas de un ocre ofensivo de picaporte o girasol, la sonrisa extraña que descubría las encías y la prontitud con que aceptó comer conmigo, en el comedor, espetando el meñique al coger la tetera para un té aguado y una tarta cuya nata era el lodo donde naufragaban las moscas. El martes de la semana siguiente me esperaba en Mem Martins, en la vivienda dificilísima de encontrar en medio de una maraña de callejones, vestida con una falda de volantes, con los párpados cargados de azul y anillos suplementarios en los dedos como para un baile de embajada, rodeada de revistas de jurisprudencia y de manuales anotados, y el escote de la blusa revelaba los arcos de las costillas y la raíz muerta de los senos. Si mi mujer se pelease a gritos conmigo, insultándome y rompiendo platos, nunca soportaría vivir con la Delegada mezclada con sus fuentes, sus gansos y sus tapetes, los trenes de la línea de Sintra y que me agitase los sueños el espectro de su madre, señora con bandos enmarcados en plata, buscando en el anaquel una tijera perdida. Si los policías me hubiesen llevado a la comisaría aquella noche del Guincho, pensó el Juez de Instrucción, y Clotilde, sin una palabra, me hubiese puesto las maletas en el rellano de Miratejo, lo más seguro habría sido telefonear al Hombre a la compañía de seguros, instalarme con él en una habitación cualquiera de la casa grande, y fumar juntos, los domingos, tumbados boca arriba en el césped de un arriate bajo el humor de los agapantos, viendo el cielo de septiembre en los intervalos de las acacias.

—Identificación, nombre y número —solicitó la Delegada a los guardias, sin abandonar el automóvil, bajando la ventanilla del coche y escribiendo afanosamente con el lápiz de los ojos en una agenda—. Vais a ver cómo se pagan caro las insinuaciones malignas sobre la magistratura, vais a ver la sanción que os aplican.

—Por fin, Tavares —suspiró el caballero al teléfono pidiendo con la mano abierta una estilográfica para golpear con ella en el reborde de la mesita—. No puedo disculpar nada, las órdenes son las órdenes, llevo una hora y veinte sin noticias suyas, ahórrese la broma de que más vale tarde que nunca.

—Con tanto delincuente suelto, ¿cómo podíamos saberlo, señora? —argumentó el segundo policía devolviendo los carnés y retrocediendo hacia la moto con venias y reverencias sucesivas—. Nos mandan vigilar el Guincho y nosotros cumplimos, y como por la noche todos los gatos son pardos, nos topamos con una parejita magreándose y comprobamos los papeles, no hemos faltado el respeto a nadie.

—Si reñía con mi esposa lo que me venía enseguida a la cabeza era huir a Benfica —contó el Ilustrísimo, con el mentón en la palma, en el tono adormecido de quien conversa solo, entregando una estilográfica al caballero—. Desde que despidió a las criadas y los abuelos de él murieron había lugar de sobra en la primera planta, camas y más camas invadidas por las trepadoras, por las telas de araña, por los ratones. Y podía pasear en la quinta como antes, disparar a los gorriones como antes, acechar por el muro, como antes, la vivienda del médico, con la esperanza de una cola de caballo rubia que se había ido tiempo atrás del barrio. Tal vez comprase unos periquitos para la jaula desierta, tal vez consiguiésemos poner la quinta en condiciones.

—Nosotros olvidamos que los vimos, ustedes olvidan que nos vieron y queda todo en orden —concluyó el primer policía, acelerando la moto e iluminando arbustos, hierbas rastreras y el cono de arena del faro. Las tinieblas se poblaban de raros navíos inmóviles, fragatas o barcos de guerra enraizados en el viento—. Pero por qué los señores doctores no eligieron un sitio mejor para descansar del tribunal, lo que no falta aquí son ladrones.

—Decididamente su amigo no anda bien de la cabeza, ahora y quiere convencer al loco del violín de que lo acompañe a Galicia —informó el caballero, de pie junto a la mesita, tapando el micrófono del teléfono con la manga—. Aguante allí si es posible, Tavares, lo mejor es pillarlos directamente apenas se escapen por la parte de atrás, ponerse a disparar en Benfíca es muy evidente, hay asuntos que es mejor resolver con recato.

—Déjalos ir, Noémia, ha sido un malentendido, se acabó, no pienses más en el asunto —pidió el Juez de Instrucción a la Delegada que continuaba escribiendo en la agenda con el lápiz de los párpados—, acabarás gastando toda la pintura, acabarás dejando la sombra de los ojos en las páginas.

—El loco, imagínese, tocando tangos en Vigo, pero qué idea tan disparatada —se admiró el caballero, aún de pie, dejando el teléfono y rascándose la mejilla con las uñas perplejas, al mismo tiempo que el paciente, avergonzado, se estiraba los calcetines y se calzaba gesticulando disculpas—. Si yo quisiera pirármelas en serio no cargaba al estorbo de un viejo conmigo.

Y el Ilustrísimo imaginó al Hombre empujando a su padre, en pijama, camino de la frontera, haciendo autoestop, con el pulgar estirado, en las carreteras del norte, ladeadas de abetos y de palacios desfallecientes. Los imaginó comiendo en una pequeña taberna de Braga, atontados por los carillones de la Sé, subiendo a Viana y a las mimosas que se inclinaban hacia las olas, los imaginó parlamentando con un contrabandista reticente en una colina a la vista de España, refugiados en un pedazo de muro entre olivos y becerros con el loco agarrado al violín, ajeno a la conversación, a la del hogar de ancianos que se apartaba para orinar en las jaras y a la discusión acerca del precio del viaje, los imaginó, de noche, resbalando hacia el río, con el viejo que perdía las zapatillas y tropezaba con piedras, imaginó el pasto alto, los árboles y los esquistos del margen, imaginó aullidos de perros y navegaciones sigilosas de lechuzas, los guardias españoles, lejos del agua, jugando a las cartas en el puesto, imaginó la canoa que los aguardaba, arrimada a un peñasco, con un sobrino del contrabandista que manejaba los remos, y en esto el viejo que se inmovilizaba bajo la luna, rechazando sin una palabra la prisa del Hombre, a fin de encajar el instrumento entre el cuello y la mandíbula, y en esto el viejo que alzaba el arco, a treinta metros del río, y comenzaba una de sus músicas absurdas a las que respondía, de inmediato, un coro de perros vagabundos.

—¿Qué broma es ésta, joder, estamos en el circo, amigo? —susurró el contrabandista al oído del hombre—, si no hace callar a ese payaso le meto la navaja en el lomo.

—¿Y quién le garantiza a usted que él quiere escapar, quién le garantiza que no pretende que lo detengan? —preguntó el Juez de Instrucción al caballero que observaba al paciente que se despedía de la callista, avanzando por la tarima como si los tobillos le ardiesen—. Yo creo que el tío ya ha visto de sobra lo que le espera, creo que tal vez ya ha dado con su grupo y se desplazó a Benfica para despedirse de su padre.

—Y además lo llama aquí para decirle adiós —se divirtió el caballero extendiendo el brazo desde la silla hasta cerca del teléfono e instalándose de espaldas a las fincas de enfrente que ennegrecían con la llegada del crepúsculo—. Siguiendo su razonamiento el señor doctor bien se merece una palabra de nostalgia de un compinche de infancia.

—Gasto toda la pintura pero doy una lección de educación a esos salvajes —insistió la Delegada sin alzar los ojos de la agenda—. Identificación, nombre y número deprisa, que no pienso quedarme aquí toda la noche.

—Tiene la manía de la música, señor —se disculpó el Hombre extendiendo los dedos hacia el violín del padre—, desde que mi madre murió en un accidente quedó así embobado con los sonidos. Pero yo lo hago callar, tranquilo, estese quieto con la navaja que yo lo hago callar en un instante.

O si no, pensó el Ilustrísimo, no lo lleva consigo y abandona al viejo en la vivienda de Benfíca, rondando de habitación en habitación por la casa desierta, con sus hojas de pautas sin corcheas, su metrónomo averiado y su atril de metal, el viejo que bajará las escaleras a la cocina, a la hora de cenar, aguardando la tartera que no llega, el viejo que permanecerá, hasta la mañana, entre el fregadero y la mesa con tapa de mármol, con cuchillo y tenedor empuñados, ante su plato vacío. Abandona al padre y a la Dueña de la Casa de Reposo como me abandonó a mí cuando el novio de la hija del médico nos pilló agujereándole los neumáticos del automóvil con un clavo, y él se escabulló corriendo hacia la Rua Emilia das Neves mientras el de la perilla me agarraba por un hombro para quejarse ante el abuelo, Este mocoso me ha reventado las cámaras de aire, me gustaría saber quién las paga, y el Señor Profesor, muy sereno, convocando a mi padre que entró en el despacho con chaqueta y corbata, con los cuellos torcidos, ya borracho, retorciendo la gorra, Tu pequeño anduvo por ahí haciendo travesuras en el coche de este joven, yo pago los gastos y te los descuento después del sueldo, y el Hombre, pensó el Juez de Instrucción, apareciendo como si no tuviese importancia, como si la idea de los clavos no hubiese sido suya, con la mirada abúlica, indiferente, neutra, el de la perilla, mi padre, el abuelo detrás del escritorio, yo, sentado con las piernas cruzadas en el sofá con una revista de aventuras, mirando al novio que sumaba los estragos en un papel, Son cuatro mil escudos, y el Señor Profesor, imperturbable, Este mes recibirás cuatro mil escudos menos, Óscar, espero que enseñes a tu hijo a acabar con sus tonterías, y mi padre, con las pupilas flotando en vino, En cuanto llegue allá arriba ya me escuchará, patrón, y el de la perilla, señalando al Hombre, Es gracioso pero la cara de aquél no me resulta extraña, hasta tengo la sensación de que eran dos los que estaban junto al automóvil. ¿Has salido de casa, António? le preguntó el Señor Profesor llenando un cheque, y el Hombre, mirándome de soslayo, marcando la revista con el dedo, No he puesto un pie en la calle, abuelo, me duele la tripa un montón, me levanté de la cama porque oí voces aquí, de modo que mi viejo, apenas el patrón nos mandó fuera con un gesto fastidiado, me sacudió con el cinturón, por el jardín, hasta tropezar con la rosaleda y quedarse rumiando odios, agarrado al tobillo, debajo de las estatuas con los senos al aire que resplandecían en las tinieblas.

—Sinceramente no creo que él telefonee —dudó el Ilustrísimo ante el caballero que colocaba el cenicero en el ángulo de la mesita a su alcance, mirando el aparato con una mueca sardónica—. Pasamos la vida engañándonos el uno al otro, pero con la casa cercada de soldados ¿quién se acuerda de la infancia?

—¿Por qué no me dejaste informar sobre ellos? —se irritó la Delegada sepultando en el bolso el lápiz de ojos y la agenda—. ¿Te dieron pena los insolentes o tuviste miedo de que tu mujer se enterase? Lo que tú no quieres es dejar Miratejo, confiésalo, no tienes ninguna intención de vivir conmigo, te sirvo para los martes por la tarde y para ayudarte con los dictámenes, no me mientas.

—Puede que sí y puede que no, señor doctor —respondió el caballero, sin prisa, rasgando el sello del paquete de cigarrillos—. A veces, ya sabe, les dan impulsos extraños a las personas, a mí, por ejemplo, me convendría que su amiguito llamase, acabaría conociéndole mejor las intenciones.

—Si estoy contigo es porque me gustas —argumentó el Ilustrísimo, azorado, acelerando el automóvil y pensando He perdido una ocasión estupenda para acabar con ella, dejaba que la discusión creciese, la provocaba un poco, le alimentaba la furia, fingía enfadarme y listo, punto final a la historia a diez por hora hacia Mem Martins—. Claro que quiero irme de Miratejo —dijo a la Delegada—, dame unos meses para resolver la situación con Clotilde y ya verás.

Y con todo no resolvería nada, se dijo el Juez de Instrucción observando el fósforo del caballero que se acercaba al cigarrillo y una voluta de humo brotaba de los labios estirados, indeciso, vacilante, nervioso, con miedo del cuarto de pensión, con miedo de que le diese un achaque solo, en medio de la noche, con miedo de no tener quien se ocupase de su ropa, quien le cocinase, quien lo cuidase durante las gripes, con miedo de vivir con la Delegada en Mem Martins en una casa con olores desconocidos y con fantasmas que no le pertenecían, haciendo solitarios de naipes, el domingo, junto a una ventana hacia el huerto de la parte trasera, oyendo el cortejo de los automóviles de los días festivos, al mismo tiempo que la del Ministerio Público, descalza, con una taza de manzanilla al lado y gafas con cadenita de plástico, escribía a máquina los incidentes y las peripecias de un crimen cualquiera.

—La situación con Clotilde se ve enseguida que no termina nunca ni tú estás interesado en que termine —replicó la Delegada apretando un alfiler de la blusa—, ese discurso te sirve para ganar tiempo y mantener las cosas como están, la esposa en el hogar y la querida para cuando te da la gana, eres el mayor cobarde que conozco.

Recomenzar todo en Mem Martins con una persona que se pasa el día gritando Dios me libre, pensó el Juez de Instrucción parado frente a los semáforos de la rotonda de Cascáis, después de la Praia do Peixe sembrada de barcos de pesca y de un olor de algas y vísceras iluminadas por los balcones corridos del Hotel Baía, acostarme con gritos, despertar con gritos, sentir un cuerpo demasiado delgado junto a mí, presenciar la depilación de las piernas y los camisones, semejantes a pijamas de presos, que me apagaban el deseo, oler el aroma horrible de la crema para las arrugas, tocar un pecho que se balanceaba en mis dedos, desentenderme con la espesura de la almohada y los huecos del colchón, soportar a sus amigas que compartían disgustos con sus maridos e ir, soñoliento, hacia la Judicial, con las mejillas apenas afeitadas, después de tres o cuatro horas de cansancio pedaleando sueños en las sábanas, y todo esto hasta envejecer demasiado para preocuparme por ello, fastidiado con el aumento de la próstata y el corazón que falla, y acabar, jubilado, en el sofá, con una manta en las piernas, aguardando, entre envases de medicamentos, la trombosis redentora.

Siendo así, pensó el Ilustrísimo entrelazando sus dedos en los dedos de la Delegada, Te quiero, es obvio que no recomienzo nada en Mem Martins, es obvio que me quedo en Miratejo sufriendo las travesuras de mis hijos y la desdicha de la perra, muriendo de claustrofobia en la salita, irritado con la alfombra y con el color de las cortinas, es obvio que me quedo en medio de las chucherías que detesto, de los grabados que odio, de los libros que no leo y de las discusiones de los vecinos, es obvio que voy a comprar el pan, que voy a comprar el pescado, que voy al minimercado, que voy al policlínico a que me den inyecciones para la columna, que voy a jugar a la calle con los niños porque te duele la cabeza, que los llevo a la escuela porque ni siquiera despiertas, que los llevo solo a la playa porque el yodo te hace daño, y un buen día me equivoco de camino y voy a parar al caserón de Benfica, golpeo la puerta de la cocina hasta que la llave gira en la cerradura trabada, anunciando Soy yo, Antunes, ¿te ha quedado algún colchón en la despensa? y nos quedamos conversando horas a hilo sobre melocotones verdes y micos deprimidos.

—Puede que sí y puede que no, señor doctor —repitió el caballero apagando el fósforo con un soplido—, si el Hombre no echa al loco de la música de la vivienda seguramente telefonea, ¿a quién más podría recurrir el tío a esas alturas?

—Déjame en la estación de trenes que la hipocresía me asquea —exigió la Delegada señalando tinieblas, cogiendo el bolso del asiento trasero y plantándolo con fuerza en las rodillas—. Ya he creído en ti demasiado tiempo.

—Y si el chiflado no se calla con el violín ¿qué pasa? —interrogó el contrabandista desenganchando el cuchillo de la cintura y avanzando un paso hacia el viejo que, con el arco levantado en la cumbre de una cuesta, sacudía la cabellera blanca por las emociones del arte—. ¿Esperamos aquí, armados como tontos que la guardia fiscal aparezca, explicamos que no podemos vivir sin boleros y formamos una orquesta en la cárcel?

—No veo ninguna estación, cálmate, te dejo en tu casa en un instante —la tranquilizó el Juez de Instrucción que conducía ahora por una carretera bordeada de árboles y de construcciones oscuras, con el castillo de los moros en la cima de la sierra—. Haces una tragedia por nada, antes de diciembre me mudo a Mem Martins, ¿qué más quieres?

—Usted me jode el negocio, animal, cómo se ve que no es asunto suyo que mi familia coma —se enfureció el contrabandista derribando al loco de un encontronazo y tirando el violín hacia una mata de retamas—. No sé cuál de nosotros tres es el mayor chalado, coño, su padre, usted, o yo que soy un ignorante y he aceptado este trabajo.

—Estoy hasta aquí de tus promesas, estoy hasta aquí de tus juramentos, ¿te parece normal aguantar esto tantos años? —se lamentó la Delegada que se calmaba poco a poco, volviéndose para colocar de nuevo el bolso en el asiento—. Te espero el martes después de comer, no me vengas con disculpas para aparecer a las tantas.

El Ilustrísimo comenzó a frotar suavemente, con la palma, en el despacho de la Rua Gomes Freire, la rodilla de la gota afectada por un dolor que crecía, y sin embargo, cuando el teléfono llamó de repente, se estiró de un salto y agarró el aparato mientras el caballero, con las piernas cruzadas, le sonreía desde su silla, esfumado en una gasa de humo.

—¿Zé, eres tú, Zé? —preguntó la voz del Hombre con la vacilación de otrora, al contemplar la matanza del cerdo o el baño de las criadas, empujando las palabras con una angustia intensa—. No hace falta que te comprometas, no hace falta que respondas, me dieron ganas de hablarte para decirte hola.