En Benfica, los sábados, dijo el Juez de Instrucción, que era el día de la semana en que su abuelo llenaba la mesa de la cena con curas, canónigos y tacitas de almendras para conversaciones de santísimo sacramento en torno de la ternera asada, solíamos trepar, por el plátano mayor, al tejado del cuarto de baño de las criadas, que debía de haber sido un antiguo almacén construido por detrás de la casa principal y oculto del jardín por franjas de viña virgen, y nos apretábamos contra el rectángulo de la claraboya sofocando la risita excitada en las manos. Los cristales reflejaban un pedazo de los gallineros y el inicio de la quinta, y justo debajo de nosotros quedaba el patio para matar al cerdo, en octubre, sangrándolo, colgado del cogote, en cubetas de roble, rodeado de sirvientes de delantal y botellones de vino tinto. La vivienda de las lecciones de violín, de estores oblicuos, a los que nadie se asomaba, naufragaba en una mata de abandono: una de las cercas, derruida, caía al patio de recreo de la escuela que cada hora badajeaba una campanilla mustia. Y cuando escuchábamos, más o menos a las cinco de la tarde calculadas por el vuelo de las cigüeñas, los gemidos de afinación del instrumento, intentábamos sin éxito localizar la veranda de donde provenía el sonido y nos imaginábamos recorriendo con miedo salas y más salas irrespirables de polvo, pesadas de muebles enormes y de relojes antiguos hasta encontrarnos, en una mecedora, un esqueleto de mujer de falda larga, con hebras de pelo agarradas al cráneo, irguiendo el arco del violín dispuesta a un vals espectral cuyas notas empañaban las teteras y marchitaban las corolas de los geranios.
—Si eran así de amigos de pequeños —dijo el caballero de la Brigada Especial mirando la ventana de la callista del edificio de enfrente, encima de la entrada a una juguetería—, apuesto a que el señor doctor debe de conocerlo bien.
Se encontraban en el despacho del Juez de Instrucción, entre procesos de gallineras y un olor de rehogado frío, y muy pronto desde el escritorio, en el cual se rellenaban intimaciones y se secreteaban ficheros, llegaba un ruido de conversaciones y la fricción de los cajones alabeados. La callista, de bata junto a un estante de limas y de pinzas, se inclinaba ante los pies de una señora rubia que le señalaba un defecto en las uñas.
—¿Amigos? —se asombró el Juez—. Nos tratamos hasta la época de la mili, nada más. Desde entonces hasta hoy me casé, anduve de un punto al otro del país trabajando, a veces lo encontraba en el jardín de su abuelo, siempre preocupado, siempre solo, de paseo con la nariz apuntando al suelo por la hilera de los narcisos.
Agachados en el tejado, acechando por una cicatriz de la claraboya, esperaban entre carcajadas y cigarrillos que la criada nueva, llegada semanas antes de Alcobaça, que se equivocaba con los cubiertos y derramaba las lonchas doradas de la fuente, entrase en el almacén, colgase el uniforme en una percha, se sujetase el pelo en la nuca con una multitud de horquillas y abriese el grifo del agua caliente primero y el del agua fría después palpando la temperatura con el brazo: una flor líquida se abría del tallo de la ducha, los pétalos se transformaban en espiras de vapor apenas tocaban las paredes, y los azulejos se turbaban al rato como las gafas con lágrimas de los viejos.
—Sea como fuere —dijo el caballero interesado en la callista que, blandiendo una especie de alicate, discutía con la dama rubia un pormenor del tobillo—, las personas no cambian tanto con el paso del tiempo.
Y realmente, pensó con envidia el Juez de Instrucción, mientras yo me gastaba en comarcas olvidadas, Ourique, Loulé, Vila Viçosa, matriculando a los pequeños de escuela en escuela y conversando por la noche, en los fondos de la farmacia, con las amarguras del notario y las desilusiones del presidente de la Cámara, el Hombre, señores, no se alteró casi nada: a pesar de unas arruguitas aquí y allá, de unos pelitos blancos y de la cara un poco más redonda, era fácil imaginarlo todavía, con pantalones cortos, estirado sobre hojas secas y excrementos de palomo, buscando distinguir el cuerpo de la criada que se enjabonaba en medio de una neblina tibia, percibiendo su pubis diminuto, sus hombros gruesos, sus muslos oscuros, el desagüe donde el agua se precipitaba espumajeante, los hongos ocres del techo. Yo sudando en los cachemires, en los rubores del Alentejo, de regreso del tribunal para sufrir la lata de mis hijos y los no-aguanto-más de mi mujer, y el gandul en Lisboa dándose a la buena vida, terrazas, cines, ligues, teatros, quién sabe si encaramado los sábados en el tejado del depósito, espiando con un cigarrillo en el morro la desnudez de las sirvientas. La callista acomodó un foco pequeño y se curvó, atareada, con el talón de la otra en sus rodillas.
—El señor doctor —dijo el caballero despegándose una película del labio— sin duda lo convence de colaborar con nosotros. Porque si el fulano no nos ayuda, el resto de la pandilla continuará por ahí a tiros y el Secretario de Estado es capaz de pillarse una furia de mil demonios contra usted.
—Allí está ella, allí está ella —susurró el Hombre pellizcando al Juez ocupado en limpiar con la manga, aprisa, un trozo de cristal—. Apenas aparece una nueva, pumba.
—Una palabrita oportuna —sugirió el caballero—, una patada en el momento justo y me temo que cantará como un canario.
Una rama de plátano rozaba el canalón, sombras de sombras bailaban por el muro. La criada, envuelta en la toalla, con hombros radiantes, miraba a la cocinera de brazos cruzados bajo el pecho en el marco de la puerta, plantada en sus chinelas deformes. Una mancha de sol o el reflejo de las hojas oscilaban en la pared en el instante en que la callista desviaba el foco, se enderezaba, la señora rubia se estudiaba las uñas, indecisa, antes de sumergirlas en una palangana, y en la esquina de la Rua Gomes Freire con Conde Redondo, un policía de ronda se irritaba con un vendedor de lotería en andrajos, amenazando con la porra a un camionero que había tomado el partido del mendigo.
—¿Piensa que ver a una pareja de cocineras a besos es suficiente para conocer a una persona? —preguntó el Juez enrollando y desenrollando en el puño una goma elástica—. A los niños siempre les da vergüenza asistir solos a ese tipo de cosas. En el cuarto de baño desierto quedaba un copo de jabón que cristalizaba en las fracturas del cemento, el trapo de la toalla en la percha, la marca embarrada de un tacón de zapato y los últimos vapores que resaltaban en volutas tenues bajo la alcachofa de la ducha. En la vivienda deshabitada de las lecciones de música una claridad sin peso se deslizaba de cortina en cortina, navegando en las ripias de las persianas astilladas por las espinas de los arbustos. La tijera del guardés afeitaba el césped del jardín, las fincas de la Pontinha anochecían, y el caballero de la Brigada Especial hizo restallar las articulaciones de los dedos y elevó hacia el Ilustrísimo un párpado cansado de lagarto:
—Como ha de suponer, esta misión no le ha sido asignada por casualidad, nos convenía alguien que conociese al tipo, lo conmoviese, lo hiciese hablar con argumentos de infancia. (Y el Juez se acordó del dueño del mico, un cojo frenético y colero, corriéndolos a palos un martes de Pascua en que saltaron los vidrios del muro a fin de observar de cerca las aflicciones del animal). En estas cosas no hay como la ternura y unos golpes en medio para llevar a una persona a simpatizar con nosotros.
Con la prisa me he lastimado, me está saliendo sangre de la rodilla, ¿qué hago? —lloró el Hombre mostrando la pierna, aferrándose a un tronco de parra, mientras el dueño del mono, que hasta corriendo, encorvado y entre chillidos se parecía al animal, los insultaba por encima de los fragmentos de cristal que chispeaban al sol—. No te vayas, no me dejes, ayúdame, quiero desinfectarme esto con yodo.
—Nunca he visto a nadie tan cagueta, tan melindroso, se caía por todo y por nada, no se tenía en pie —dijo la voz del Juez, venida de los limbos del pasado, al mismo tiempo que reaparecía la callista con una nueva cliente, esta vez una vejancona que engordó en la silla como las gallinas en los nidos, cacareando reumas.
—No consigo moverme —sollozó el Hombre—, apuesto a que me he partido un hueso, que me he hecho daño en la rótula, que van a escayolarme en el hospital. Si no me sostienes le cuento a mi abuela que trepas a la claraboya para espiar el baño de las criadas.
Mi padre y yo, dijo el Juez de Instrucción, deshacíamos los bultos del viaje, mi madre, en la cocina, con la radio muda bajo el brazo, abría el armario con reja de los platos y el cajón de los cubiertos y se extasiaba con los interruptores eléctricos, y en esto la Señora se nos apareció en la barraca, Buenas tardes, una sonrisa, falanges llenas de anillos, un perfume intenso que alteró de inmediato la suciedad, el moho y el carbón de las paredes, Estoy segura de que nos llevaremos bien, Aurelio, antes de meteros en el tren, me habló muy bien de vosotros. Y sólo varios años después, ya en la Facultad, cuando el anís acabó con la vesícula del viejo, entendí que Aurelio era el patrón anciano de Nelas, el que conversaba desde el comedor con el níspero del patio y caminaba por las terrazas, en las vendimias, con sombrero de paja en la cabeza, en un vagar asmático de buey, oliendo a flores de fieltro y a insomnio.
—Yo soy Don Juan, emperador de todos los reinos del mundo —dijo el caballero avanzando a grandes pasos, rodeado de lobos, por un pinar desierto.
Apenas descubrió las gafas en el bolso, la Señora se puso a pasear por las habitaciones, con el cuello estirado, avizorándonos a nosotros y a los muebles con la curiosidad con que se visitan rescoldos de incendio. Prometió un lavabo en condiciones y periódicos para forrar los armarios, dobló un billete ostensiblemente discreto en la palma de mi padre, afirmó Me gusta mucho la Beira, en cuanto surja una semana tranquila me meto en el coche y voy ahí arriba, pero las devociones, la caridad, los anticuarios y el bridge la ocupaban por entero, el chaquete y la iglesia la extenuaban, la elección de los menús le aumentaba la tensión. Su marido regresaba ya de noche de la compañía de seguros, atravesaba la cocina, con el abrigo sobre los hombros, elegante como un ilusionista, ciego a los saludos de las criadas y a los hervores de las ollas, y el patrón anciano, por fin con corbata y sin sombrero de paja, viajó a su muerte solo, abandonado de los amigos, en la sacristía de una iglesia helada, escuchando el rezongo del viento en los álamos de la plaza.
—¿Estás seguro de que no me he roto nada? —se asombró el Hombre palpando el arañazo—. ¿Y no hace falta desinfectarlo con yodo, que se deja debajo del grifo y pasa? En ese caso trepamos otra vez el muro y le tiramos piedras al mono.
—Un histérico —garantizó el caballero—, con un pellizcón en serio nos dice todo. La verdad es que en esta tierra hasta los que ponen bombas son unos miedicas.
Pero el cojo aún estaba allí, al cuidado del mico, rumiando indignaciones armado de una azada enorme, de modo, contó el Juez de Instrucción, que nos entretuvimos en los gallineros incitando a la pelea a dos gallos de sitios diferentes hasta que mi madre me gritó desde el parral Zé, le has dado el maíz a los palomos, Zé, y yo haciéndome el sordo y recordando el día tremendo en que ella acabó de lustrar la radio con una pomada especial que costó como mínimo la mitad del sueldo de mi padre, acomodó el aparato sobre el mantel del ajuar, con figuritas y pájaros, de la mesa del comedor, lo tocó con un tapete almidonado y la fotografía del padrino en la época en que sentó Plaza en Viseu, con las piernas cruzadas en un banco de jardín delante de un telón de la Torre Eiffel, y giró el botón de las voces y de la música amordazadas por la falta de electricidad de Nelas, y dispuestas a empujarse para salir de la caja de resonancia en un flujo feroz de anuncios de grageas para la tos y de marchas militares. El dial se iluminó, mudó del negro al rosa y del rosa al dorado vivo de las aureolas de los santos, un aullido de faro creció de las entrañas de la emisora anunciando neblinas hertzianas, mi padre y nosotros nos sentábamos frente a la radio como en la platea del cine, el macaco se hizo más alto acompañado de ronquidos y escupitajos, mi madre, roja de decepción, movió la antena en busca de un punto más benigno, una tráquea enferma silabeó un discurso incomprensible y naufragó en un vendaval de graznidos, pronto sustituida por un fragmento de vals y una segunda garganta que parecía dialogar con la primera y que un ruido de fritura o de leche derramada sumió en un desorden de chispas.
—Apágala —pidió mi padre, inquieto, mirando la radio que sobresalía de la mesa—. Dentro de poco te cargas los fusibles de la ciudad.
—Ha llegado otra cocinera —dijo el Hombre, exaltadísimo, pellizcando al Juez que limpiaba la jaula de los periquitos del jardín—. El sábado que viene estamos de fiesta.
Y realmente al atardecer allí estábamos ambos, dijo el Juez de Instrucción al caballero, con el párpado en la claraboya observando el pelo corto de una adolescente regordeta, y frotábamos los cristales con el pañuelo para distinguir mejor los senos, la piel del vientre, los dedos de los pies separados como los de los sapos, los gestos que el vapor de agua borraba, la ropa en la percha, el picaporte de la puerta. Allí estábamos en espera de la cocinera de delantal, con los brazos trazados en el umbral, que caminaba sin prisa por el suelo mojado librándose de la blusa y de la falda, sonriendo como una planta carnívora, ofreciendo uno de los pechos a la boca de la criada al mismo tiempo que la apretaba contra la barriga con la tenaza del codo, sólo que aquella vez no fue la cocinera quien entró, dijo el Juez al caballero distraído con los manejos de la callista y los utensilios de retocar talones que nacían bajo el foco, fue la Señora con abrigo de zorro, con el peinado compuesto y las uñas largas y rojas, la Señora, con zapatos de tacón alto de charol, arrodillada en el cemento, imagínese, delante de la criada, echando la cabeza hacia atrás, exhibiendo el escote, las perlas, los tendones arrugados del cuello, la Señora arrimando el cuerpo a las piernas de la muchacha que le clavaba los dedos en la laca de los cabellos, la obligaba a rozarle el ombligo con el carmín morado de los labios, la sujetaba, casi rasgándolo, por el forro del vestido para sentir la piel de las axilas en las caderas, y yo, dijo el Juez, moviéndome incómodo, apagando el cigarrillo en las tejas, susurrando Vámonos, intentando empañar los cristales con el aliento y nada, ya que él permanecía inmóvil, con la mandíbula caída, agarrado con tanta fuerza al tejaroz que los pulgares se le ponían blancos, y yo insistiendo Vámonos y él Déjame en paz, vete tú si quieres, déjame en paz, él que no acertaba con el bolsillo de los fósforos, que encendía cigarrillos, que se olvidaba de fumar, que veía, con un empecinamiento dolorido, a la criada y a la Señora que rodaban, desnudas, en la toalla, que veía las caricias de ellas, los besos de ellas, los movimientos de émbolo de ellas, y se deslizaba al fin plátano abajo murmurando Te odio, puedes irte al carajo, nunca he sido tu amigo, a mí que no hice nada, Señor, salvo acompañarlo porque él me invitó, porque me calentó la cabeza toda la semana, trastornado, Es medio rubia, chaval, ¿sabes acaso lo que es una rubia desnuda? a mí que necesitaba estudiar Geografía, saber Australia de memoria para la prueba del martes, y el idiota caminando sobre las ramas secas, con sus espaldas cóncavas, hacia la vivienda de la música, Te odio, vete de mi vista, no te atrevas a hablarme, el pelma cayendo de bruces en el césped, mirando sin una lágrima en una extraña expresión distraída, el estanque de los peces, y levantándose, minutos después, con hierbas y hojas pegadas al jersey, como si yo no hubiese existido todo ese tiempo Mostrándole mi preocupación allí a su vera, y trotando hacia casa, ahuyentando avispas con las mangas, sin ofrecerme siquiera la miseria de un cigarrillo de despedida.
—Como ve lo tiene en sus manos, es un hecho —dijo el caballero sonándose, doblando el pañuelo por las rayas, guardándolo con cuidado en el interior de la chaqueta, como los sacristanes guardan los paramentos—. Nada más lejos de mí, señor doctor, que tener que molestarlo en su vida personal, yo qué sé, el traslado de su mujer a Monçáo, problemas complicados con el fisco, aquella secretaria viuda lenguaraz que quedó preñada de usted y que se niega al aborto, ese tipo de cosas que desarmonizan las familias. Menciónele al hombre su abuelita lesbiana, sugiera testigos, e insinúe una noticia en los periódicos que suele tener mucho efecto y da que hablar para rato.
La callista, con la lámpara del techo encendida, se quitaba la bata, se cepillaba el pelo, buscaba la gabardina y al rato surgía en la calle en medio de los clientes del fotomatón, de carrerilla, con el paraguas cerrado, hacia la parada del tranvía. Un Renault estacionó en el patio de la Policía Judicial y tres agentes de paisano le dieron puntapiés a un negro rumbo al mostrador de la entrada. El caballero, que desenvolvía un caramelo destinado a los espasmos de los pulmones (una brisa de bosque impregnó la sala), miraba la ventana oscura chupando la medicina entre chasquidos:
—La lesbiana —dijo él—, la lesbiana es la clave, joder. Investígueme a fondo lo de la lesbiana y ya está.
—Oiga, madre —dijo la hermana mayor del Juez de Instrucción—, que está saliendo humo de la radio.
—Le ando diciendo desde el principio que no se salva ni un fusible —dijo mi padre desde su rincón, tanteando una botella de tinto en el sofá.
Y entonces, explicó el Ilustrísimo, mi madre corrió hacia la radio con idea de mover la aguja del dial por el Tedeum de la emisora católica, que con el auxilio de la Virgen le salvaría el tesoro de las llamas, mi padre derribó un hipopótamo niquelado lamentándose Nunca hay vino en esta casa, qué mierda, quiero ver qué pasa aquí con esas patatas y esas judías que no alimentan a nadie, y en eso una bobina o una resistencia cualquiera explotó en los intestinos del aparato, mis hermanas revolotearon a gritos hacia fuera de la sala, y una segunda resistencia fulminó las lámparas en el instante en que los deditos indagadores de mi padre alcanzaban un gollete de aguapié oculto detrás del frigorífico. Un pasodoble torero irrumpió con una majestad litúrgica y falleció en claridades de magnesio, y de súbito, dijo el Juez, la caja se transformó en una pirotecnia de centellas, de cohetes de lágrimas, de relámpagos, de petardos, de zigzags de muelles, de madera quemada, de metales que se derretían, mi madre, armada de una almohada de paja, apagaba las llamas que surgían sobre la mesa, soplaba un tapete en torreznos, vaciaba una cafetera de agua en la radio deshecha, pisaba el retrato de la Torre Eiffel que había caído al suelo con un centellear de yodo, y al volver la luz la vimos juntar en el delantal los pedazos calcinados de lo que durante tantos años, en la Beira, la hiciera soñar, inviernos e inviernos, con fox-trots de cenador y fandangos de verbena, y colocar los carbones en el croché agujereado, la vimos lanzar por la ventana las cenizas de la fotografía, y la vimos sentarse en la platea, con la mano a guisa de concha en el oído, al lado de mi hermana mayor, escuchando embelesada a los inaudibles locutores de siempre, que desde su boda musitaban, sólo para ella, un impetuoso amor hecho de noticias de descarrilamientos de trenes en Polonia, de tifones en las Antillas y de escándalos financieros en Japón, mientras mi padre, de bruces en la tarima, peroraba, con las nalgas al aire, en la gruesa paz del vino, poblada de vez en cuando por sustos de arañas y de ratones. El caballero, semejante a un huérfano de internado al ver que la ventana de la callista se había oscurecido, extendió la palma en la rodilla, observando una verruga, para decir con mansedumbre:
—El problema de mi viejo era que no aguantaba una copa más. Pasé mis años de chaval llevándolo a cuestas al hospital de Faro.
El Juez de Instrucción abrió y cerró un cajón, apiló expedientes, mudó un pisapapeles de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la derecha, acomodó la goma al borde del papel secante, Conde Redondo se animaba de sexagenarios alunados, el escaparate de una pastelería destellaba constelaciones geométricas de aristas de cristal, y él y el caballero se me figuraban, a mí, a quien mandaban en autocar, desde el Ministerio, a taquigrafiarles los diálogos, instalado en una silla sin brazos junto a la mesilla de los teléfonos, una pareja de adolescentes serondos, de tristes niños viejos que caminaban solos, tras las camillas de sus padres, por pasillos de enfermerías, llantos y desgracias, hasta desaparecer en una confusión de biombos donde una señora con abrigo de zorro y pendientes largos extendía las uñas rojas y los vértigos del escote a un pubis de criada.