—Y cuando tus abuelos te dijeron, en la mesa, que estaban pensando en internarte en un colegio, ¿tú respondiste a gritos que si hacían eso te matabas, subiste las escaleras corriendo, te encerraste en el cuarto, y te clavaste la punta del lapicero en el brazo? —preguntó el Juez de Instrucción mientras guardaba sobres, fotocopias y sumarios en una carpeta abierta sobre la mesa, mientras el mecanógrafo, con las manos en las rodillas, esperaba una señal del Ilustrísimo para continuar escribiendo—. Yo estaba ayudando a mi padre en el arriate de las dalias y oíamos a tu abuela golpear la puerta con los puños, Qué escena es ésta, abra inmediatamente, idiota, tú gritando, poseído, Ya he hecho lo que querían, verse libres de mí, me he metido el lapicero en una vena, tu abuelo que llamaba al chófer, entre grititos y sollozos de criadas, Derriba esa puerta, Ernesto, pasos a todo correr, un estruendo de maderas, Levántese de la cama, por qué se ha envuelto con la manta, qué idiotez, y tú, con un lamento moribundo, He perdido casi toda la sangre, siento que me desmayo, llévenme deprisa al hospital. Mi padre y yo, con las botas encima de los tallos, olvidados de las dalias, mirábamos fijamente las ventanas de la primera planta por donde asomaban cabezas preocupadas, la cocinera que dirigía una tropa de delantales, la laca platinada de la Señora de la que pendían, tintineantes, unos aros enormes, los gestos de mando del patrón, surgiendo ya en una vidriera ya en otra, telefoneando al dueño de la farmacia a cien metros de distancia para que tomase la tensión arterial del niño y lo untase con mercuro cromo, y tú al día siguiente, muy orgulloso del suicidio, explicando Me enterré el lapicero hasta el capuchón, no me he muerto de pura casualidad, despegaste la venda para mostrarme el tajo y apenas se notaba, en la corva del brazo, un rasguño de nada, del tamaño de un lunar a lo sumo, ya con una pequeña costra endurecida en la piel, que para que no se infectase te apresuraste en cubrir de nuevo con varias tiritas.
—Rasguño de nada una mierda —dijo el Hombre, despechado, desabrochándose el puño de la camisa—. Aún tengo aquí la cicatriz, ¿quieres verla?
—Pasado mañana, a más tardar, nuestro Guevara sale de la cárcel —previno el caballero apuntando el lapicero definitivo al Juez de Instrucción—. Allí tiene el plan con los próximos pasos, cójalo, quédese tranquilo que nos mantendremos en contacto a cada minuto: el señor doctor es el cebo ideal para que cacemos a esa banda.
—Fíjese, fíjese —pidió el Hombre al mecanógrafo, exhibiendo una piel blanca y blanda como el vientre de las ranas—. Mire bien, no le haga caso a este imbécil, ¿es verdad o no que se nota la cicatriz?
—¿Cebo, yo? —lo miró fijamente el Juez de Instrucción, sorprendido—. ¿Qué historia es ésa del cebo?
—Tal vez esa cosita ahí, entre los pelos —asintió el mecanógrafo abandonando la máquina e inclinándose ante el brazo—. Tampoco la luz del despacho ayuda y me he pasado toda la noche esforzando la vista con las letras.
—No se alarme porque lo tendremos siempre protegido —aseguró el caballero con una sonrisa amistosa, alisándose el pelo con los dedos demorados—. Claro que cebo es una palabra excesiva, la única maniobra que haremos es poner a su amigo a que convenza a la pandilla de montar una emboscada contra usted. Hemos infiltrado a agentes en la célula de ellos y hace semana, por lo menos, que los terroristas reciben fotocopias que prueban que el Gobierno ha nombrado al señor doctor para desmantelar su Movimiento, con la ayuda de uno o dos arrepentidos que confesaron en la cárcel a cambio de unos puestos en embajadas distantes. Casualmente uno de ellos apareció muerto ayer, con un tiro en la oreja, cerca de la carretera de la Arrábida.
—No sé si he entendido bien: ¿una cosita, ha dicho usted, una cosita? Ahora acérquese a la lámpara, no se quede ahí, y toque esta mancha, por favor —insistió el Hombre tirando del mecanógrafo, sujetándole el índice, obligándolo a palpar, a la fuerza, la textura de la piel—. ¿No siente un bulto, un nudo, una diferencia? Llamar cosita a un corte enorme, gilipuertas.
—¿Qué? —farfulló el Juez de Instrucción con dificultad, incrédulo, en busca de un vaso de agua en la mesita de los teléfonos—. ¿Usted está insinuando que la Organización me persigue, me vigila? Yo tengo mujer, oiga, tengo hijos, me faltan siete cuotas de la casa, no soy un escolar para que jueguen conmigo.
—Un nudo, vale, un nudo —asintió el mecanógrafo intentando librarse de la insistencia del otro para regresar en paz a su asiento—, nunca he sido muy ducho en cuchilladas.
—Tantos temores sin motivo, qué exageración, señor doctor, tenemos todo previsto, todo programado, todo prevenido, cálmese —prosiguió el caballero echando el humo del cigarrillo hacia el estuco del techo—. Por ahora quédese tranquilo, aún están discutiendo, deliberando, en espera, pero su amigo va a introducir en la banda, poco a poco, informaciones coincidentes con las que les hemos dado, y los terroristas comenzarán a alborotarse, a preocuparse, a vigilarlo, a hacerle la cama. Y nosotros, a partir de ahí, entramos con cautela a fin de lograr el mayor número posible de pruebas, a medida que buscamos la manera, como los perros de pastores, de cercar la manada, y antes de que los tipos empiecen a disparar, pumba. Con nuestra experiencia en estos casos, disculpe la inmodestia, eso para la Brigada es un juego de niños.
—No se trata de ser ducho en cuchilladas, sólo le pido un poco de imparcialidad, caramba —argumentó el Hombre remangándose más la camisa y acercando el brazo desnudo a la lámpara—. Que me parta un rayo si no es un agujero tremendo.
—¿Antes de que los tipos empiecen a disparar, dice usted? —preguntó el Juez temblando de pavor en la silla—. Hasta hoy, que yo sepa, sus policías llegan sistemáticamente tarde, bajan del coche ya con las víctimas difuntas, vacían sus cargadores en las sombras, con una eficiencia nunca vista. Gracias a sus métodos, sólo de los arrepentidos, por ejemplo, desaparecieron cinco, sin contar a aquel enfermero de Mafra que por mi parte nunca entendí lo que hacía. Y ahora sueltan a unos locos con ametralladoras detrás de mí y me avisan a último momento, qué bonito. Mañana por la mañana lo primero que hago es quejarme por escrito al Secretario de Estado, no admito que me hagan jugar a los cowboys con la familia.
—Si el señor Marqués me asegura que la tensión arterial está bien —juró la abuela—, el chico no se libra de un par de azotes como mínimo.
—Intento ser imparcial, vaya historia, ¿para qué iba a mentirle? —se lamentó el mecanógrafo con la nariz indagadora en el codo del Hombre—. Ahora, para ser franco, perdóneme, notar una cicatriz no noto.
—Escriba lo que quiera, señor doctor —consintió amablemente el caballero estirándose para apagar el cigarrillo en una concha de cobre—. El autor de la idea fue el propio Secretario de Estado, como es de suponer no avanzamos un palmo sin la aprobación del Gobierno, en cuestiones delicadas hay que respetar las jerarquías, ¿no es así? En cuanto al enfermero de Mafra no era importante ni nos servía para nada, cantó lo que tenía que cantar y se acabó, ¿para qué protegerlo? Es bueno que se dé cuenta de que llegamos tarde cuando queremos: por un lado, comprenda, existen determinados individuos, absolutamente superfluos, que no nos interesan por este o aquel motivo, que no es su caso, y por otro nos conviene que los terroristas se sientan eficaces antes de que el grupúsculo se desmembre y se disperse en facciones sin importancia sobre las cuales no tenemos control y que de un momento a otro saltan a la palestra a envenenar el agua de las tuberías o a llenar la guardería de la Judicial con toneladas de dinamita: el señor doctor no se imagina hasta qué punto llega la inconsciencia humana. Pero tranquilícese que nadie le hará daño y dentro de tres meses despierta designado para un cargo importantísimo en Bruselas.
—Ojalá tuviera yo una tensión así que me librase de la dieta —suspiró el farmacéutico guardando la manga de lona del aparato—. Como no ha perdido sangre le pongo ahí una venda y listo, no hay chaval al que no le guste adornarse con tiritas.
—Una de dos —gruñó el Hombre sacudiendo al mecanógrafo por la chaqueta—: o es un subnormal o está ciego o ambas cosas a la vez, y si me vuelve con la tontería de que no nota nada le doy una patada en los huevos que lo deshago.
—Deja al pequeño en paz, Matilde, que le haces daño con las uñas, vete a representar tu teatro a otro lado —ordenó el abuelo con un tono helado—. Ya es suficiente que te aguante burradas y poca vergüenza, no te extrañes si muy pronto la que recibe un par de azotes eres tú.
—¿Ajá? ¿Conque la idea fue del Secretario de Estado? —rumió el Juez de Instrucción, amargo, fermentando odios despechados—. Primero palmaditas en la espalda y a continuación una traición del zascandil. ¿También querría que me tragase esa patraña del puesto en Bruselas?
—Zé —gritó la mujer del guardés desde el palomar—, tráeme el maíz de los palomos, Zé.
—A veces las marcas desaparecen a medida que la gente crece —acotó el mecanógrafo preocupado por el nudo de la corbata, conciliador—. A mí, de pequeño, me abrieron una raja en la frente que se borró con los años, quizás le ha ocurrido lo mismo, no se exalte, mire que me descose el forro.
—Daría todo lo que tengo por una tensión arterial de niño —soñó el farmacéutico mientras le ponía el vendaje—. Veintitrés años privado de alcohol, comiendo y cenando sin sal, es un martirio.
—Zé —chilló la mujer del guardés que debía limpiar, de rodillas sobre el suelo de madera, con gran dispendio de jabón, las plumas sueltas y las cagarrutas de los pájaros—. ¿No te he dicho que trajeses el maíz, pasmarote?
—Por amor de Dios, señor doctor —se ofendió el caballero—, he puesto las cartas sobre la mesa, le he mostrado los triunfos, los ases, los comodines, ¿qué más quiere? Si le aseguro que hay protección es porque hay protección, vigilancia veinticuatro horas al día, conocimiento de las intenciones del enemigo, ningún riesgo. Y si le quedan dudas en lo que respecta a Bruselas, el Secretario de Estado se ocupa inmediatamente de los papeles y listo.
—Puede ser que en usted haya desaparecido con el tiempo —aceptó el Hombre sin soltar al mecanógrafo—, pero mi marca está ahí, sólo un mal intencionado no la ve. Mire cómo en este ángulo se dibuja perfectamente el contorno, forma una especie de gancho y todo.
El palomar, pensó el Juez de Instrucción a medida que el señor Marqués terminaba el vendaje y el caballero se deshacía en explicaciones y argumentos, En su casa de Miratejo procedemos de este modo, en el trayecto a la Judicial lo siguen cuatro coches no muy lejos del suyo, sin contar con los puestos de intervención fijos a lo largo del recorrido, en el restaurante donde come la mitad de los empleados y de los clientes nos pertenece. El palomar, pensó él recordando un cubo de maderas pintadas de verde, por detrás de la punta en forma de sombrero del corral de las gallinas. Se trepaba una escalera a la que le faltaban escalones, y allí dentro, en la luz que se colaba por los pequeños ventanucos de la red, se suspendían, entre los aseladeros, las cajitas con virutas para incubar los huevos y las pupilas sin expresión, azules o rojas, de las aves. Olía a germinado y a tibio como los colchones de la infancia, y el Ilustrísimo, ahogado de alas, sacudido por un espasmo que lo obligaba a toser, acechaba los limoneros y los nísperos de la quinta viendo cómo las hojas disminuían al viento con las nubes de la tarde, cuando la tierra se eleva, trémula, al encuentro de las copas, con un suspiro de hierbas que cualquier estrella enciende. El palomar donde nadie los buscaba y donde el Hombre y él se masturbaban a escondidas después del baño de las criadas, bajo una fiebre de arrullos, acuclillados en una alfombra de excrementos, recordando hombros desnudos por los que el agua se escurría.
—El palomar —dijo el Magistrado con una voz que se emparentaba con el eco de otra voz—, ¿cuánto hace que no entro en el palomar?
—¿Perdón? —preguntó el caballero inclinado con una afabilidad de tallo.
—Si yo no fumase tanto tal vez recobraría la salud —tosió el señor Marqués, desanimado—. Me paso las noches en blanco, con dolores de cabeza y el corazón que me falla, mi mujer, asustadísima, me pone el termómetro en la boca, y el médico que piensa en otra cosa, se ríe diciendo que no es nada, me da palmaditas en la espalda y me receta calmantes.
—El palomar —dijo el Juez de Instrucción—, los dos hemos pasado más de la mitad de nuestra vida de muchachos en el palomar. Deberíamos escondernos ambos por allí ahora, en pantalones cortos, en medio de los animales, con el retrato de una actriz desnuda para poder empalmarnos.
—No te imaginas lo que ocurrió ayer, no me he muerto sólo de milagro —dijo el Hombre sacando los fósforos de la cocina del bolsillo—. Los viejos querían internarme en un colegio y yo me clavé el lapicero en las venas para acabar conmigo. Seguramente he perdido unos doce litros de sangre, por lo menos.
Los palomos salían y entraban, se demoraban rascándose las plumas en el aseladero, se desplazaban al sobrado, con la cola en levita, en espera de que el Ilustrísimo abriese la bolsa de plástico donde guardaba las cortezas, robadas a los cerdos, para conquistarles la estima. Fuera, las rosas desenvolvían los pétalos con un murmullo de campanitas de papel, la vivienda de la música desaparecía tras las trepadoras que impedían la flotación del violín, el dueño del mico, cojeando con su pierna tullida, cambiaba el agua de la escudilla del mono. El guardés escardaba en la quinta, resucitando verduras, con una botella en el canal del riego. El Juez de Instrucción, que tendría en esa época doce o trece años y era delgaducho y oscuro, con el pelo rapado, se sonó la nariz en la camiseta, echó una ojeada rápida al vendaje, y llamó al Hombre para que observase un nido de cigüeñas que se ovillaba como un tirabuzón en la chimenea del granero:
—Mañana por la mañana vamos allí —propuso él apartando una tórtola que le picaba el tobillo—, a ver si por casualidad ha nacido ya alguna. Con la escalera de mi padre es cosa fácil.
Pero la escalera sólo llegaba a la mitad de la pared cubierta de viña virgen, telas de araña y lagartijas, de modo que intentaron alcanzar el tejado del granero por dentro, un caserón enorme impregnado de un olor a heno húmedo, con latas de tinta y arcas antiguas, con tachas, en un rincón, y por encima una galería de marcos polvorientos, a la que se subía a través de escalones torcidos de hierro, que vibraban como cuernos bajo el peso de las vigas. El suelo de la galería, asentado en tornillos flojos, bailaba, descoyuntado, amenazando con venirse abajo.
—Por aquí podremos lograrlo —dijo el Hombre, distraído de las vendas, señalando una raja de la madera que se asemejaba a la aureola antigua, mugrienta de las imágenes piadosas—. Metemos la escalera en esta tabla y trepamos al tejado en un instante.
Caminaba a lo largo de una faja de peonías recién regadas, cerca del muro del granero, y una cigüeña se irguió desde la chimenea con su altivez de paquebote, rasó las acacias, con el pescuezo hecho un dardo, y partió finalmente, derecha al sol, hacia la parte de los tojos de las Pedralvas. En la quinta, la mastina del guardés ladraba a un gato o a un conejo de monte, con las pupilas tímidas, orejudas, espiando desde la hierba.
—Sujeta esa punta —pidió el Hombre mientras arrastraba, aplastando flores, la escalera por el travesaño superior—. Este chisme pesa un montón, qué asco,
y el Juez de Instrucción se acordó del gorgoteo del agua en los estanques, del niño de barro que orinaba hacia el lago en el que los peces se movían muy al fondo, en una noche perpetua, bajo una capa de lodo, del silbido del molino y de la enceradora que una criada guiaba en el despacho, mientras las otras, con batas de rayas, armadas con raquetas de mimbre, golpeaban alfombras en las verandas. En Miratejo, pensó, sólo hay indias ordinarias, con melena grasosa, sacudiendo esteras hacia la calle, y la mujer acongojada en el sofá, entre libros jurídicos y chirimbolos cromados, en luto perpetuo por la perra obesa.
—Todos los días —dijo él en voz alta con una desilusión penosa—, tardo por lo menos cuarenta y cinco minutos en llegar a aquel infierno.
El puente, luces de barcos, la carretera de Setúbal en la cual toco la bocina de impaciencia, exaltado por el humo de los escapes, detrás de las luces de los autocares, el desvío hacia la izquierda en los surtidores de gasolina de la Galp, la flecha casi invisible que indica el barrio, y enseguida las fincas de negros donde vivo, contenedores de basura abollados para los restos de la cena, los baratos, chillones, horribles vestíbulos pretenciosos, la lata de sardinas del ascensor, puertas huecas, picaportes feísimos, mis hijos dándose golpes entre alaridos, y tú, indiferente y exhausta, sentada frente a la novela de la tele, con el frasco de los comprimidos para los nervios en el sofá, despegando en mi dirección, sin moverte, sin hablar, un párpado lloroso y moribundo.
—¿Cebo por qué no, en fin de cuentas? —concordó el Juez pensando en el hijo que partía la mesa de vidrio soplado con un tren de juguete, en el que le rayaba los discos al dar un codazo al brazo de la aguja con un grito ofendido, en el apartamento destruido por esos duendes perversos que manchaban la alfombra y las sábanas con tubos de aguada, que dibujaban trazos de lápices de color y pasaban las rebanadas de pan con mantequilla en el papel de las paredes, que a las tres de la madrugada exigían acostarse en mi cama dándome puntapiés sin piedad, que rasgaban fotografías, que taponaban las espitas del gas con plastilina, que me enloquecían al alterar el orden de los objetos, que un domingo de carnaval lanzaron por la ventana todos los sumarios que encontraron, entonando al unísono Bien hecho bien hecho bien hecho, que atascaban el inodoro con cáscaras y huesos de frutas, que untaban la colcha con el betún de los zapatos, que esgrimían los cubiertos de pescado ante la indiferencia de la mujer en bata, que estrechaba el cajón vacío de las saudades de la perra en el regazo. ¿Cebo por qué no, en fin de cuentas?
—Espera, déjame descansar un poco —dijo el Hombre soltando la escalera, sacudiendo las muñecas—. Cómo lastima la madera, me parece que tengo una ampolla en este dedo.
Llegaron a la galería, en equilibrio en los escalones de hierro, después de un demorado esfuerzo de maniobras y de peonías pisadas. Las voces y los sonidos repercutían en las paredes musgosas del granero, la luz, más alta, revelaba ristras de cebollas, granos de cereales, el naufragio de una cómoda Imperio y de una escribanía sin linaje con paquetes de semillas encima, pilas de cestos de mimbre, unas crías de gatos siameses que chillaban, y el Juez de Instrucción temió que hubiese murciélagos durmiendo, con los hombros encogidos, suspendidos de la viga del techo, temió sus uñas largas y la crueldad acerada de los dientes, avistó a su padre con el faldón de la camisa fuera que cortaba, de puntillas, las ramas muertas del níspero. La enceradora calló y transportaron la escalera hacia debajo del agujero entre las vigas, en el cual el cielo de marzo parecía hormiguear de alegría.
—Si me permite una opinión personal, señor doctor, considero su anuencia como un acto profundamente patriótico —aprobó el caballero, aliviado, ofreciéndole un puro al Ilustrísimo—. Y puede estar seguro del reconocimiento del Gobierno por la forma con que desde el primer instante expresó su deseo de colaboración. El Secretario de Estado no dejará de tener eso en cuenta, por propuesta nuestra, en el informe que presentaremos al Consejo Superior de Defensa.
—Francamente no sé de quién heredó este enano el carácter endiablado que tiene —dijo la abuela al señor Marqués, comprobando sus pendientes con los pulgares cautelosos—. A mi familia seguro que no sale.
Levantaron la escalera hasta las planchas de la galería y subieron uno tras otro hacia el tejado, desarticulando las tejas que les impedían pasar y rompiendo un eje de madera en el que nacía una pelusilla de líquenes. Desde esa altura el jardín, los árboles, los arriates, las pérgolas, los lagos que se achataban al sol, aparecían, como miniaturas, a una distancia vertiginosa que sólo el grito de un cuerpo en caída, trastornado de angustia, llenaría. Las aspas del molino giraban a la altura de los ojos, la rueda, insignificante, perdía su condición de acimut del viento, proclamando reumas en las bisagras sin aceite. Palomas y tórtolas nadaban en cardumen, más bajas que nuestros pies, escapándose en el sentido de la Amadora y de sus torres de cemento gótico, de un mal gusto feroz. Ninguna de las cigüeñas, ni la hembra ni el macho, se encontraban en el nido despeinado de ramas, heno, tierra, papeles, restos de higuera, basuras petrificadas, pedazos de caliza, un capullo decrépito segregado por picos pacientes. El Hombre se agarró a la chimenea y con el mentón al aire, a ciegas, como quien busca un objeto perdido en un bolsillo del equipaje, arqueó el brazo, tanteando, hacia el nido de los pájaros. Mi madre conversaba con las gallinas recogiendo los huevos en un cubo, mis hermanas vestían una muñeca, con cara de plástico y cuerpo de tela, en las viñas del parral.
—La estima del Secretario de Estado me deja muy complacido —dijo el Juez de Instrucción, sin ironía alguna, reviendo las fincas encabalgadas de Miratejo, los indios de túnicas extrañas que viajaban con él en el ascensor, el espejo del ropero que le mostraba un cuarentón desalentado y calvo, las voces brasileñas en el televisor de la sala, la expectativa, ya con los niños acostados, del aburrimiento sin cura de la noche, puntuado por los suspiros de la mujer—. En las condiciones actuales, sabe, servir de cebo, le doy la razón, es un deber.
—Cállate la boca, Matilde —silbó el abuelo, soltando chispas—, no hay quien no sepa que en tu familia son unos imbéciles.
—Zé —triunfó el Hombre a horcajadas sobre las tejas, vuelto hacia mí, con las manos en jarra, amparando a un animalito cartilaginoso y pelado, cuya garganta rosada piaba de ansiedad, intentando escapársele, agitando un esbozo de alas, del temblor de los dedos—. Éste ya ha nacido, puede que haya uno o dos más en el nido.
Pero no reparé ni unos segundos en el bicho, preocupado como estaba con el vértigo que aún hoy me acomete si me asomo por una barandilla, y con el miedo de que una de las cigüeñas surgiese de repente, furiosa, a nuestras espaldas, con pistola ametralladora en el sobaco, y él o yo nos despeñásemos del granero, sin un sonido, con el peto de la camisa, arrugado, turbio de la sangre de las balas.