Pedí permiso para llegar más tarde a Almada por ser día de cena en el Bairro das Colónias, en el apartamento de mis padres. Converso un rato en la sala con ellos, mi hermana y mi cuñado, hasta que mi tía grita desde la cocina que tiene la sopa lista y nos sentamos todos a la mesa, quitamos las servilletas de los aros, debajo de esa lámpara de hierro forjado, con brazos que simulan velas, con telas de araña entre las cadenas aunque la limpien a cada minuto, y donde hubo siempre, nunca entendí por qué, una o dos bombillas fundidas, lo que hace que la noche de la calle se prolongue dentro de la casa y se distingan apenas, en la penumbra, los rostros, los muebles y las espinas del pescado. No conozco en Lisboa otra zona tan gris y triste, que infiltra en las mañanas de agosto un invierno perpetuo en el que las personas transitan, con el paraguas abierto, por el silencio de los cuartos, con los hombros caídos bajo el peso de sucesivos febreros. El año pasado, cuando cumplí los dieciocho y entré en la facultad, me di prisa en alquilar, con unos dineritos que mi madrina me dejó, el pisito de la Estrada das Laranjeiras, un par de dormitorios para los árboles y los animales del Jardín Zoológico, con la idea de escapar de los hongos del moho que suben de los sillones y de los cajones de la ropa, y de la nubes que sustituyen a las cortinas y mi madre cuelga, antes de que llegue el invierno y se las lleve lejos, de varas de latón. De lo que me acuerdo mejor, de pequeño, es de las tardes de gripe en la cama de mis padres, hojeando revistas atontado por la fiebre, y del apósito de tintura de yodo que el doctor, armado de una linterna de minero, sacaba del maletín para curarme la inflamación de las amígdalas. O del momento en que descubrí que los dientes de las personas mayores se podían extraer de las encías para ser frotados con el cepillo en el lavabo del cuarto de baño, y les dejaba el mentón arrugado como los pachones y los viejos de las residencias. A partir de ese momento comencé a medir la edad no por el número de velitas de la tarta de cumpleaños sino por la resistencia de mis incisivos a desprenderse de los alvéolos, decidido a no crecer por miedo a volverme una criatura desmontable, formada por una colección de piezas que se articulan y encajan, resolviendo, lapicero en mano, los crucigramas del periódico. Consideraba a los adultos como modelos para armar que usaban gafas, bronquitis y se indignaban con el precio de la fruta, y me negué a ponerme pantalones largos, durante meses, con el pánico de que los mechones de pelo abandonasen mi cabeza, los colmillos se me cayesen de la boca, el médico me diagnosticase dioptrías terribles y llegase a casa con cartera y corbata a lunares quejándome de la tiranía del jefe de sección, como vi que mi padre hacía desde que tengo uso de razón hasta que la angina de pecho lo cambió y entonces pasaba el tiempo de silla en silla, metiéndose grageas bajo la lengua en las pausas de sus cabreos con todo el mundo.
Si antes me sorprendían las personas mayores, ahora, pensándolo bien, son los viejos los que me espantan. Mi madre, por ejemplo, que recuerdo erguida, elegante y con el pelo negro es hoy una señora gorda, descuidada, con rodete canoso, instalada en un ángulo del sofá masticando bizcochos de chocolate, que frecuenta a una médium con la idea de llamar a gritos, las manos sobre un velador, a fantasmas extraños que se manifiestan de modo tortuoso haciendo caer los adornos de los anaqueles. En una época de la vida en que yo dormía mal, preocupado por los últimos exámenes del liceo y la indiferencia de una gimnasta aeróbica, me obligó a acompañarla a una segunda planta del Arco do Cegó donde una mujer muy pintada, envuelta en un chal con planetas y estrellitas, me palpó con solemnidad las sienes y previno que un primo sargento, fallecido en la Póvoa do Varzim antes de la guerra del catorce, me ocupaba el lado izquierdo del cerebro, condenándome a insomnios cuya única posibilidad de cura consistiría en trescientas cincuenta salves diarias durante los ocho meses siguientes, más ochocientos escudos por el precio de la consulta. La espiritista se dio prisa en meter los billetes en un cerdito y regresamos al Bairro das Colonias en tranvía con mi madre pidiendo protección con oraciones a Santa Filomena y un collar de ajos alrededor del cuello para ahuyentar los humores malignos de los finados, que poseen por lo menos el buen gusto suficiente como para odiar los pebetes. En cuanto a mi tía, simpatizante de los Testigos de Jehová que trabajaba en una tienda de piernas y brazos artificiales de la Rua da Madalena, iba aumentando cotidianamente en acrimonia lo que perdía en carne, insultando a la ropa de la vecina de arriba que chorreaba gotas perversas en el tendedero y ocupando los fines de semana en tocar los timbres del barrio, blandiendo la Biblia, amenazando a los moradores soñolientos con las parrillas del infierno.
Por el espanto hacia las personas mayores llegué tarde a Almada: me quedo a la mesa callado oyéndolas hablar sin escucharse unas a otras ni preguntarse si las escuchan, sin escucharse a sí mismas siquiera, oyendo a mi hermana y a mi cuñado, latosos como enciclopedias sin grabados, que abrieron una farmacia naturista de hierbas, raíces y tisanas antidiabéticas, aconsejar a mi padre, que comulga con un comprimido por cada bocado, pepitas de pepino para fortalecer el corazón, mientras que una noche más espesa que la noche de Lisboa nos viste los gestos de crespones que acrecen su volumen con las lámparas que simulan cirios, y las voces se asemejan a las que conversan en las tinieblas, después de un primer instante de sorpresa, cuando los fusibles se queman. Hace meses, cansado de tropezar con sillas y muebles, les regalé una lámpara decente, la puse con pompa en la repisa, busqué un enchufe, a gatas, encendiendo fósforos de cocina que me quemaban los dedos hasta que acerté en los agujeritos con la clavija, un cono de luz iluminó de súbito la sopera y ellos emprendieron la fuga, despavoridos, como murciélagos que se erizan con una aurora inesperada. Me quedé con los codos sobre el mantel observando cómo se encerraban, en medio de una prisa de alas y de gritos, en la guarida de la despensa como en un refugio de ladrillos, agitando un follaje de objetos con el susto de las patas. Antes de apagar la lámpara aproveché para repetir un plato de sopa.
Pero en la noche del golpe, en cambio, apenas toqué la comida. Mi tía dijo verme más delgado, mi padre me preguntó, sacando las pastillas del bolsillo, si sentía palpitaciones en el corazón, mi cuñado sugirió cápsulas de polen de gardenia para despertar el apetito y retener los intestinos, y mi madre quiso ir a buscar el termómetro para controlarme la fiebre.
—Merendé tarde —expliqué a un círculo de espectros que se cernían en la penumbra de la sala mientras mi madre comprobaba la temperatura de la frente con el dorso de la mano, me desabrochaba la camisa y me introducía un tubito de cristal en la axila—. Y la cerveza debía de ser de barril porque el estómago me arde a rabiar.
—Una cerveza de barril pega enseguida —se burló mi padre protegiéndose la tetilla con el índice cuidadoso—. Siempre que me han servido un mejunje de ésos he obligado al camarero a tragárselo.
—Treinta y seis y seis —dijo triunfante mi madre consultando el termómetro, sacudió la mano con fuerza para que bajase el mercurio y lo guardó en una especie de estuche de metal—. Por lo menos gripe no es.
—Sabe a óxido y a agua estancada, hasta el color es diferente —precisó mi padre recordándome los tiempos paradisíacos en que llegaba tarde por andar de juerga con los colegas—. La primera vez que me eché un trago de golpe anduve varias semanas con la tripa revuelta.
—Espera, ¿qué pasa, a dónde vas ahora? —llamó mi madre que se ponía de nuevo la servilleta al cuello para seguir comiendo—. Ahora viene el cordero asado, qué bicho te ha picado, a ver si todavía te pillas una úlcera con la prisa.
—Nosotros curamos la úlcera infectada con aplicaciones de tomate en las costillas —le confió mi cuñado a mi padre, que alzaba los codos en ademán de masaje—. Enfermos esmirriados, desahuciados por los hospitales, que vomitan sangre a toda hora.
Venía en efecto olor a cordero asado desde la cocina, se sentía el aroma del laurel y de los cilantros en la bandeja a fuego lento del horno, y era fácil imaginar las patatas rojas, la salsa y la ensalada, pero ya estaba en el pasillo, camino de la puerta, pensando si encontraría un taxi para llegar al Cais das Colunas a tiempo de tomar el barco de las nueve, de modo que bajé las escaleras furioso por la falta de tacto del Banquero al fijar emboscadas una noche de cena de cordero, aun comido en un primero derecha del Bairro das Colonias, aun bajo las lámparas acabadas en lágrima y las telas de araña, aun en medio de una reverberación de mochuelos en que sólo las órbitas de los retratos y de las personas fosforescían, atormentadas por un luto cruel.
Un taxi que circulaba a la deriva por la Rua de Angola, un Mercedes en el que todo rechinaba como si estuviese construido con latas de caramelos llenas de piedras, atadas unas a otras con nudos flojos, me dejó en el Terreiro do Paço cinco minutos antes de la salida del barco según el reloj antiguo, de números romanos, de la estación. Los marineros soltaban las cuerdas, enseguida aceleraban las hélices, revolviendo la tinta de escribir de la espuma, el casco se apartaba del apeadero, y busqué un banco fuera, de espaldas a la proa, para ver disminuir las luces de la ciudad, que danzaban como llamas de cirio cuando una pequeña ola moría rompiendo en la muralla. Las gaviotas dormían en los almacenes de las dársenas, ningún pájaro de río sollozaba junto al timón, el castillo semejaba un pedazo de corteza en el extremo de una cuesta sembrada de comas de luz, mi padre, que había terminado de cenar, andaba a tientas de regreso a la sala atento a los achaques del corazón: no lo vi en el juicio, ni a él ni a mi madre ni a mi tía, y en cierto sentido preferí que no estuvieran, pero desde el lugar de los reos era casi imposible distinguir una cara conocida en el público, con tantas cabezas que nos miraban en los bancos de los asistentes, más la televisión, los periodistas, la radio, los testigos, los oficiales de diligencias, los tipos de toga muy dignos en sus púlpitos, los policías uniformados apoyados en las paredes, y los de paisano que se paseaban en las crujías, a no ser tal vez mi cuñado que es pecoso y rubio y cuya piel parece arder de continuo en una combustión de manchas que se encienden y se apagan como los carbones de los braseros. No sólo no los vi en el juicio sino que nunca me escribieron ni buscaron cuando por fin nos dieron permiso para recibir visitas dos domingos al mes, pero me agrada pensar que siguen en el Bairro das Colonias, como antes, cenando cordero asado a oscuras y conversando de tisanas y de jarras de cerveza.
El Artista me esperaba a la salida del barco, entre los autobuses de línea bien alineados en espera de la mañana, royendo cacahuetes de un cartucho comprado a un vendedor en triciclo y escupiendo las cáscaras por encima del hombro, sin dejar de mover las mandíbulas, con los ojos fijos en el barco de Cacilhas que volvía a Lisboa y en las traineras de pesca que se deslizaban hacia el muelle. Un olor a petróleo quemado y a bajamar subía de los cascos de las canoas, y las fachadas de las construcciones próximas, impregnadas de los vapores del Tajo, navegaban también, libres de amarras y raíces, hacia la desembocadura. Un grupo de indios empujaba un carro con retales y los automóviles deslizaban en el pavimento del puente los nódulos centelleantes de los faros.
—Estoy aquí esperándote desde las siete, ya pensaba que no vendrías —dijo el Artista ofreciéndome el último cacahuete del cartucho, y yo recordé las mañanas de sábado en el Jardín Zoológico, con mi tía, echándoles algarrobas a los mandriles. Recordé cómo me columpiaba debajo de los árboles enormes y de los leones que suponía inofensivos y tristes, rugiendo, desanimados, detrás de una empalizada de cactos. Un día pedí en la biblioteca de la cárcel un libro con fotos de animales y me quedé tardes enteras pasmado ante las jirafas y las cebras, acordándome de la infancia.
—Los jueves son un incordio para desembarazarme de los viejos —suspiré intentando saber, por la densidad de las nubes, si había hecho mal en no haber traído el paraguas: bastan unas gotas para provocarme bronquitis y padecer un mes, con los párpados hinchados, con los bolsillos cargados de pañuelos de papel. Sin embargo, el color del cielo era idéntico al de la noche, o sea, tonalidad de ausencia como en las capillas, antes de que se enciendan las lámparas, en las que no se distinguen los santos, los altares y los cuadros de los mártires, y los huesos de los difuntos crepitan cuchicheando en las losas del suelo. Una mariposa giraba en torno de un farol solitario, a la vera del río, haciendo señas con el crespón desesperado de las alas, y yo pregunté ¿Los otros? mientras caminaba por Armada junto al Artista, sintiendo el sabor del cordero asado en la lengua, probando la grasa de la salsa y chupando las hojas de laurel, con un agujero de hambre en el estómago. En el escaparate de una farmacia un sujeto inmaculado preparaba jarabes con una majestad de diácono.
—No hay otros, chaval, éste es un trabajo para nosotros dos y basta —dijo él internándose en una calle secundaria, con un trozo de alambre en la mano—. El Banquero quiere que vayamos, muy tranquilos, a la rotonda del Pao de Acuçar a ver si la Brigada está allí, y de ahí a la Gomes Freire a informarle.
Introdujo el alambre en la cerradura de la puerta de un Morris estacionado en el paseo, frente a ventanas de planta baja iluminadas, intentó pillar la lengüeta, falló, lo intentó de nuevo, me hizo señas para que controlase si venía alguien, rodeó el automóvil para probar del otro lado, el alambre se partió en una sacudida más fuerte, surgió un bulto en una esquina con una bolsa de arpillera a cuestas y el Artista se alejó de inmediato del coche, silbando. El bulto de la bolsa revolvía los contenedores de basura a diez metros de nosotros, en busca de huesos y de sobras de comida: era un vagabundo aún joven, con una gabardina rota, de espantapájaros, puesta al descuido sobre los hombros, pantalones de disfraz atados con una cuerda a la altura del ombligo, botas desanudadas y un sombrero sin ala encajado en la escoba sucia de sus pelos, que extrajo un cazo de la bolsa y comenzó a llenarlo con restos de yantares, medusas de espárrago, torreznos de arroz quemado, pieles de pollo, una cabeza de pescado de mandíbula feroz, mientras reservaba para la arpillera pedazos de cartón, portadas de revista, papeles, páginas rasgadas de periódico. La calle terminaba una manzana después, en una plazoleta bordeada de fincas modestas y de arbolitos que alzaban las ramas con una alegría inmóvil. Las traineras del Tajo mugían más allá de los tejados, y si yo dejase de respirar lograría advertir el ínfimo corazón de agua, oculto bajo una corteza de barro como el de las anguilas y el de las ranas. De niño me llevaban de vacaciones a la aldea de mi madre, en los alrededores de Alenquer, mis padres, ocupados en visitar a la parentela, se olvidaban de mí, y yo me acuclillaba en una piedra a observar el movimiento del sol y los renacuajos que nadaban bajo los musgos del río y asomaban a la superficie sus boquitas redondas.
El vagabundo se olvidó de su trabajo para mirarnos: llevaba un bigote largo, con las guías hacia arriba, y gafas de director de teatro de provincia que destellaban de tiempo en tiempo con un haz de luz inesperado, como cuando uno de mis primos de Alenquer se echaba a reír de pronto y un diente de oro le aparecía en el labio y le absorbía toda la cara con la sorpresa de su brillo.
—Aquel Peugeot es fácil —propuso el mendigo señalando con un dedo vendado con un trapo inmundo una sombra estacionada en la plazoleta—. Tiene los neumáticos desinflados y un agujero en el carburador pero marcha.
Debajo de la gabardina vestía una camisa de rombos y una corbata de rayas, y yo pensé Es un payaso que empeñó la caravana o se fue del circo, pensé Es un policía loco disfrazado de pordiosero de carnaval, los cachondos de la Brigada se divierten burlándose de nosotros, pensé Es un imbécil cualquiera que se bebe la pensión del Estado en una taberna del muelle, escuchando, a través de las brumas del vino, el chillar de las gaviotas de la mañana, y sin embargo el Artista, indiferente al vagabundo, me ordenó Espera un poco, avanzó hacia los árboles raquíticos, clavó en el hueco de la cerradura el alambre que quedaba, abrió la puerta, la luz del tejadillo iluminó los asientos, la cabeza y el cuello desaparecieron mientras conectaba y desconectaba cables en el salpicadero, y el Peugeot, con un solo faro encendido como los enfermos de trombosis, vino rodando hacia nosotros, es decir, hacia el mendigo y hacia mí, con las llantas cojeando, mientras mi camarada me llamaba desde dentro, con gestos frenéticos del brazo.
—Un coche estupendo —elogió el vagabundo levantando el cazo a la altura de la frente, en una especie de brindis que hacía alzar el vuelo de su gabardina—. Y no hacía falta ningún alambre porque basta con tirar un pelín para que cedan los goznes. El año pasado lo usé para dormir todo el invierno, si llegan a encontrar una manta en el asiento es mía.
Las gafas se empañaron sin que, no obstante, le cayeran del entrecejo, ya que las órbitas permanecían enormes y, de perfil, la nariz se torcía como el mango de una cuchara en un vaso. El Artista me abría la puerta inclinado sobre la palanca de cambios, y yo, instalado en el asiento, me volvía hacia atrás y veía al mendigo, cada vez más lejos, apoyado en las cajas de basura del callejón, agitando adioses con el cazo esmaltado. No es un policía ni un payaso que empeñó la caravana, pensé, es un ángel de alas enfermas escondidas en el forro ajedrezado en espera de que le crezca la cola para levantarse sobre los tejados como los patos que migran en el otoño, un ángel miope, de gafas con cinta en la solapa, cuyas facciones, meses más tarde, cuando los guardias me llevaban hacia mi silla de acusado, en el tribunal, creí encontrar en medio de decenas de rostros que se extendían como tentáculos hacia mí, entre los destellos de las máquinas fotográficas de los reporteros, las cámaras de televisión y los periodistas que micrófono en ristre me gritaban preguntas desde las crujías, en un tipo aún joven que se limpiaba las gafas con la punta del pañuelo, mirando a través de la ventana el cielo sin nubes donde debía de flotar un cardumen de serafines invisibles.
—Si este cascajo aguanta apuesto a que en cinco minutos estamos en la rotonda del Pao de Acuçar —dijo el Artista preocupado por el nivel de gasolina en el tanque, por los fallos del motor y por la aguja de la temperatura que no dejaba de subir. El Peugeot se apoyaba en el hierro de los largueros como si caminase con muletas, la suspensión del lado izquierdo, partida, adornaba el coche y nos empujaba a los dos hacia el rincón del volante, el tubo de escape estallaba en temblores febriles y Almada era un torbellino de semáforos y de fluorescentes, ahora distante del Tajo y del lamento de las traineras.
—No aguanta. Dentro de nada explota, se niega a arrancar y tendremos que hacer el resto del camino a pie —dije yo e imaginé a los dos pateando en dirección al puente, a él cargando la pistola y a mí, que no había llevado siquiera la navaja, recordando muerto de hambre el cordero asado de mis padres. Nunca tuve el valor de confesarle esto al Banquero por miedo a que me respondiese con tres horas de adoctrinamiento político cerrado, pero el olor de las patatas rojas siempre ha sido más importante para mí que las obras completas de Lenin, esa ridícula momia calva tumbada en un ataúd como una pescadilla en una bandeja pero sin limón en la boca. Una pescadilla de cuello postizo y uniforme mohoso, y los jueces condenándome a dieciocho años de cárcel por sospechar que simpatizo con un ruso muerto.
—Tiene que aguantar —insistió el Artista, imperturbable, agarrado al volante como a la rueda de un timón, intentando guiar el automóvil hacia el desvío del Pao de Acuçar, que se nos aparecía con las letras de neón color naranja engordando en el extremo de la fachada—. Tiene que cruzar el puente y llegar a la Judicial, no me importa cómo, aunque se haga pedazos en el camino.
Pasamos el edificio del supermercado vacío, donde una que otra máquina registradora sollozaba una pesadilla de señales $ y el vigilante roncaba, junto a los anaqueles con frisos, recostado en la puerta del frigorífico de los jamones, rodeábamos la rotonda con el tubo de escape que se arrastraba por el asfalto en medio de una pirotecnia de explosiones, y en la curva inmediata el Artista apagó el motor y los faros, arrimó el Peugeot al arcén, movió el freno de mano y recostó la nuca en la almohada del asiento, sin una mirada al Cristo Rey en su columna de cemento.
—Es mejor que hagamos el reconocimiento andando —suspiró él quitándose un zapato para rascarse el talón—. Con los ojos bien abiertos pero despacito, en calma, como un par de amigos que hacen la digestión del rosbif.
—Espera, oye, tranquilo, ¿los tipos dónde lo alcanzaron? —preguntó el Banquero, nerviosísimo, apuntando con el mentón al Artista desfalleciente en el sofá, muy pálido, sudando, mientras la Dueña de la Casa de Reposo, de rodillas, con un cazo de agua al lado, le apretaba una toalla contra la mancha de sangre de la camisa. El Hombre miraba la Judicial justo enfrente por un lado de la cortina, probando el gatillo de la bazuca—. ¿Dónde lo alcanzaron, coño, había o no había tipos de la Brigada en Almada?
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén —dijo el Sacerdote, rezando con un librito en la mano, una trenza de granadas en bandolera, echando bendiciones al herido—. Por lo menos no se muere sin extremaunción.
Poco tráfico había en la rotonda, sólo uno que otro autobús cuyas luces se intensificaban o disminuían según los caprichos del motor, raros automóviles escabullándose hacia Lisboa o Setúbal, la finca del Pao de Acuçar diluida en la oscuridad, hierbas y matas rastreras en los repliegues de un seto, y en el interior del ruido el silencio de la noche que supongo siempre espiándonos, como un gato encaramado en la calavera de la luna.
—Hasta ahora no me he topado con nada extraño —dije yo al Artista admirado con el tamaño de nuestras sombras en el asfalto, ondulando, agudas, pegadas a las suelas, como ondulan las rayas en los guijarros—. ¿Qué espera el Comité Central que encontremos a esta hora en una plaza?
—¿Cómo fue, quién os atacó, qué sucedió en Almada? —insistía el Banquero con una ametralladora en cada brazo, vacilando entre el Artista, el Hombre y un balcón de claveles hacia la Rua Gomes Freire, de la cual casi podía tocar con los dedos el Archivo de Identificación, separado de nosotros por los tiestos de loza de las plantas—. ¿Vieron en la rotonda algunos toyotas, al menos?
—Agua —pidió la Dueña de la Casa de Reposo, retorciendo la toalla en el cazo—. Y una sábana y una tijera para hacerle un vendaje mientras vosotros seguís con la manía de los tiros y conseguimos un médico que se ocupe de él.
—Tal vez uno o dos, no puedo precisarlo, cómo quieres que sepa si no entiendo un comino de automóviles —confesé ya en la cocina, con el jarro de lata bajo el grifo del fregadero—. Los coches son todos iguales, como los chinos, ni el vendedor más entendido podría responderte.
—Debía de haber previsto esta posibilidad y haber traído los santos óleos —se culpó la voz del Sacerdote, arrepentida—, el Domingo de Ramos mis feligreses me ofrecieron una bolsa de ante para guardar el algodón y los frasquitos, y hoy, después de la misa, la puse encima de la cómoda de los paramentos con la intención de metérmela en el bolsillo pero me surgió un bautizo y me la olvidé en la sacristía, vaya mierda.
—Hay más personas a la entrada de la Judicial —informó el Hombre, preocupado—, distinguir al Juez en medio de la confusión será un milagro.
—¿El agua es para hoy o para mañana? —gritó la Dueña de la Casa de Reposo, impaciente—. Soltad de una vez las pistolas y conseguid una sábana y una tijera que no logro parar la hemorragia.
—Debía de haber pensado en esta posibilidad, debía de haberme acordado de una posibilidad así —repetía el Sacerdote, consternado, en una especie de eco—. Espero que Dios sea suficientemente sagaz para no sumar mi falta a los pecados del agonizante.
Habíamos cruzado el desvío de Setúbal y regresábamos al Peugeot, en dirección contraria al Pao de Acuçar y a los neones de Almada que transformaban el cielo en una pasta cremosa donde navegaban tejados, letras y lámparas, cuando una moto pasó despacio, rodeó el lago, volvió a pasar, un foco se encendió de repente justo al borde de la carretera, una bala saltó al asfalto como saltan las truchas del río, a cuatro o cinco metros de nosotros, el Artista dijo Deprisa y comenzó a correr hacia el Peugeot, decenas de disparos estallaron desde los taludes, desde la moto, desde un triciclo de inválido que se escapó por el camino de Cacilhas, desde francotiradores invisibles y desde los escondrijos de la noche encaramada como un gato en la calavera de la luna, se encendían y se apagaban hogueras en una pila de andamios, de herramientas y de bloques de cemento, el Artista alcanzó el automóvil, encendió el motor, los limpiaparabrisas arrojaron flecos de goma, me acomodé en el asiento, agachado, con la frente a ras de las ventanillas, para protegerme de las hogueras que se iluminaban ahora por todo el círculo de la plaza, trepamos traqueteando la curva que conducía al puente, las ráfagas de los fusiles se callaron, Lisboa centelleaba, sumergida en el Tajo, justo debajo de los yates y de los barcos anclados, con las calles, los monumentos, las iglesias y las casitas de Belém hundidas en el agua porque encima del río sólo quedaban las colinas desiertas y el campo de lápidas de un cementerio que las olas se negaron a llevar, de modo que bajamos hacia la estatua del Marqués de Pombal liberándonos de escualos y de pulpos que nos mordían la nariz, y al detenernos en un semáforo, cerca de una corbeta holandesa con estandartes rasgados por los cangrejos, tripulada por un marinero de pelo largo enganchado al balcón de la amurada, el Artista apoyó el mentón en el volante y me comunicó sin emoción, sin sorpresa, sin alarma, Creo que me han dado en el Pecho, tienes que ayudarme a conducir hasta la Gomes Freire.
—El jarro —dijo la Dueña de la Casa de Reposo desabrochando al herido—, ¿ni para darme un simple jarrito servís? Vosotros formáis un ejército formidable, mi enhorabuena, no habéis comenzado la guerra y ya existen bajas en las tropas.
—Bendito sea el fruto de tu vientre Jesús —farfulló el Sacerdote girando el tornillo que regulaba la inclinación del mortero—. Con setenta y seis grados y un poco de suerte, queridos cristianos, puede ser que las granadas exploten en el centro del tejado.
—Afina el cañón sin retroceso que no tienes tiempo para darte un baño ahora —me dijo el Banquero cerrando el grifo de la cocina y posando el jarro en un vasar de piedra—. Concéntrate en las bombas y deja al Artista en paz, muchacho: sea como fuere ya ha hecho el trabajo que le correspondía.