—La banda comienza a rendirle cuentas a la vida, a afilar las uñas, a agitarse, esta semana acabó con otro arrepentido cerca de Sintra —se alegró el caballero mostrando fotografías del cadáver al Juez de Instrucción, retratos en blanco y negro de un cuerpo semicubierto por un pedazo de manta en lo que semejaba una perspectiva del pinar: raíces, brezo, policías, el temblor del magnesio que desenfocaba a la víctima—. El señor doctor está de parabienes, su amigo les ha hecho llegar los papeles a sus manos y colabora que es una maravilla.
—¿Qué es esto? —preguntó el Estudiante mostrando una página impresa—, ¡explícame sólo qué es esto!
Habían viajado a las once de la noche, desde Lisboa, sofocándose en un Austin antiguo, con la calefacción averiada, que los obligaba a bajar las ventanillas hacia el frío de las tinieblas, y que debido a la ausencia del faro izquierdo daba la sensación de percibir la Marginal con un estrabismo confuso, agravado por el olor a alfombra quemada de las bielas. El río se adornaba de frisos de espuma y de las luces de Cacilhas balanceándose en la superficie del agua, y las casas del lado derecho de la carretera, con terrazas acastilladas, crecían como las mansiones de los sueños. Una voluta de vapor diluía las farolas, los aforos, el jardincito de Oeiras en el que se adivinaba un restaurante o un café. El Artista, que conducía con la nariz pegada al volante, se desvió antes de Estoril camino de Sintra, y en un instante las viviendas desaparecieron en una negrura de eucaliptos que sólo los carteles de tráfico del arcén y la claridad de los surtidores de gasolina interrumpían.
—¿Ah, sí? —respondió el Juez de Instrucción con un timbre neutro, examinando al arrepentido tumbado de bruces en la pinocha, con la espalda del jersey remangada, con un mojón a centímetros de la boca abierta—. Hasta aquí va todo sobre ruedas, el Secretario de Estado debe de estar contentísimo y menos mal, vamos a ver qué pasa ahora.
Pasaron Alcoitáo, el autódromo, muestras que surgían a duras penas de los arbustos, y ya casi en Sintra, poco después de cruzar un camión cisterna, el Banquero ordenó Afloja, presta atención al poste, gira, y dieron con un portón con rejas, un letrero fijado en la chapa de la cerradura, Cuidado con los perros, un candado de cadena, Enciende las luces altas tres veces, dijo el Banquero con su gravedad mansa, apoyando los carrillos tumbados en el asiento delantero como un San Bernardo soñoliento, y notaron, más allá de las rejas, una lámpara en el porche, la Dueña de la Casa de Reposo, con pantalones de nanquín y botas de goma rojas, que se dirigía al encuentro del faro, que vencía, inclinada hacia atrás como los pescadores que traen los barcos a la playa, la resistencia de los goznes y les hacía señas de que entrasen, y después de siete u ocho metros de una vereda de bulbos enanos encontraron una perra Serra da Estrela, de pelo maltratado, que les lamió las puntas de los dedos, y el relieve de una vivienda entre cuyos estores se movían siluetas en los filamentos de luz que separaban las ripias de madera.
—Si no ven inconveniente entramos por la otra puerta —dijo ella desplazándose sin ruido por un pequeño atajo, guiándolos entre un rumorear de sombras—. No tengo mucha confianza en el perro que se ha extendido como un sapo en las baldosas del patio.
Ladearon un pilar y se encontraron en una especie de cobertizo con un futbolín protegido por un plástico grueso, una silla alabeada y quitasoles amarillos y castaños contra un ángulo de la pared. La mujer empujó el batiente que daba acceso a la cocina, un segundo batiente hacia un pasillito que formaba un codo, decorado con grabados que ya no recuerdo, y un mueble con una colección de vasos de plata de bautismo encima, y llegaron a una habitación con chimenea y hierros enarenados para atizar los leños, un juego de sofás, marcos, el busto de un señor con gafas y labios apretados, libros de arte, ventanas protegidas por cortinas de esterilla desenrolladas, un tipo retorciéndose las manos, sentado en una silla en medio de la sala, y el Estudiante dando vueltas a su alrededor, con una copa de whisky y pistola, avanzando con el contoneo de los pájaros de río, anunciando, con una exultancia cruel, Han nombrado a un juez cualquiera para liarnos la vida y este gandul, leed esos papeluchos, decidió colaborar con él.
—Yo no colaboro con burgueses —argumentó el arrepentido dirigiéndose al Banquero, tomándolo como testigo de su inocencia absoluta—. Sin duda hay un malentendido, un error, un engaño, eso del juez es rarísimo, nunca he hablado con ninguno en mi vida.
—Por una vez tenía razón, pobre —se condolió el caballero que se detenía, curioso, en un pormenor de las fotografías del cadáver—. El fulano y el señor doctor no llegaron a verse nunca.
—Tú calladito —dijo el Estudiante exhibiendo el arma—, tú sólo abres la boca si yo te dejo hablar. Fijaos en las fotocopias que Antunes consiguió, para mí está muy claro, se le quita el pellejo a este pelmazo y al propio juez.
—¿Qué vivienda era ésa, dónde estaba? —preguntó el Ilustrísimo fingiendo que se interesaba para agradar al caballero, estudiando los pantalones mal planchados, con dos rayas paralelas en lugar de una.
En Linhó, contó el Hombre, no en la villa, o en la aldea, o en lo que demonios fuera, sino justo a la salida de la carretera, una casa de dos chimeneas y la mesa de comer en una plataforma colocada un escalón por encima del suelo. La sala se prolongaba, por uno de sus lados, en una bahía encristalada donde un desconocido de bigote leía una revista, y aumentaba, por el otro, por un arco al fondo del cual se distinguía un pedazo de dormitorio iluminado, cortinas, una colcha rameada, una cómoda, y no obstante lo que recuerdo mejor es el viento tocando la flauta en las maderas de la chimenea, avivando el fuego en pequeñas llamas agudas, y una Ultima Cena circular, de barro, en la cual apóstoles de belén, graves como tentetiesos de feria, comían jureles y pan de molde en un festín de San Antonio en Alfama, en el que no faltaban albahacas, globos de papel esponja de las marchas en la Avenida y la concertina de Judas Iscariote, con el saquito de las treinta monedas a la cintura, bailando una muñeira para delicia de los mártires.
—Que nunca habló con ningún juez, dice él, fijaos en el desplante del tío —bromeó el Estudiante ante sus colegas, separando las sílabas, señalando al de la silla con el mentón—. ¿Y el informe, eh, qué significa el informe, pedazo de animal?
La mujer del hogar de ancianos fue a la cocina a calentar agua para el café, el Sacerdote cruzó las piernas en un sillón, ya con el vodka en ristre, dispuesto a amoratarse con el alcohol, el Artista, distraído de la charla, observaba los grabados enmarcados de las paredes con una arruga crítica. El Banquero posó las nalgas en el brazo del sofá, frente a la silla de la víctima que se debatía entre argumentos confusos:
—Sabemos que cantaste en la cárcel, Alfredo, no merece la pena negarlo, todos tenemos momentos de debilidad —dijo él con la amigable dulzura habitual, acariciando la corbata del otro con los dedos gruesos manchados de tabaco—. Le ocurre a cualquiera, hoy te sucedió a ti, mañana será a mí, lo que hay que hacer es mirar de frente, no vamos a marginar a nadie por causa de eso, Marx, por ejemplo, y era Marx, de vez en cuando, zas, se desanimaba. El Comité Central suele ser bastante comprensivo en estos casos.
—Quien vive aquí, sea quien sea, sólo colecciona cagadas —afirmó el Artista señalando los jureles de los apóstoles—. Nunca he visto tanto mal gusto junto, palabra, no hay una pieza que valga la pena.
En Sintra, pensó el Hombre, hay siempre una burbuja de agua sobre cada objeto, aun los más recónditos e íntimos, y por la mañana nos desplazamos a través de la casa, en busca de la tostadora y del hervidor de leche, con una aureola de nubes cayendo sobre la frente. De pequeño pasaba con la abuela un verano lluvioso en Seteais, entre cielos bajos que ocultaban la sierra y sus chalés desiertos, y se acordaba de las escalinatas majestuosas que la bruma estrangulaba, de criados de librea sirviendo té y pasteles de nata en salones donde la abuela jugaba enfadosas partidas de cartas con señoras de edad apretadas en mantillas de torzal, que imprimían, a cada sorbo, huellas de carmín en las tazas. El arrepentido, animado por la comprensión del Banquero, se quejó de los puntapiés de los policías, de la prohibición del sueño, de la ferocidad de los interrogatorios continuos, de las amenazas de chantaje con la madre enferma, internada en una clínica en Coimbra, vertiendo jirones de estómago en un orinal de esmalte.
—La historia de la madrecita —bromeó el Estudiante pidiendo más hielo a la Dueña de la Casa de Reposo—, no hay quien no pretenda conmovernos con patrañas así, en cuanto le metemos el culo en el brasero vale todo. Tu madre ya estiró la pata hace mucho, tío, acaba con tanto lloriqueo, pareces esos gitanos que piden limosna en el semáforo en rojo, mostrando un certificado de tuberculosis falso.
—¿Qué dices? —reprochó enseguida el Banquero, ofendido como si le insultasen a su familia—. Alfredo es de los nuestros, ¿por qué no lo dejas en paz? A propósito, Antunes, ¿de dónde sacaste las fotocopias del juez?
—¿Alguien quiere café? —interrumpió la del hogar de ancianos, con delantal, avanzando desde la cocina con un jarro de hojalata que el Sacerdote rechazó, murmurando rezos sin sonido, con un gesto blando de galleta.
—Las conseguí gracias a un amigo simpatizante de la Organización que trabaja en la Judicial —despertó el Hombre que cabeceaba boca arriba apuntando a la campana de la chimenea, con un libro de reproducciones de esculturas en sus rodillas—. Me habló del asunto por casualidad, lo fui apretando despacito como si tal cosa, el individuo prometió ayudar en lo que pudiese y ahí está el resultado.
—¿Me he metido en esta faena y nadie bebe? —se indignó la mujer exhibiendo el jarro en torno, sujetándolo por el asa de hojalata con una pegatina de ajedrez—. ¿Se van a pasar la noche entera bebiendo ginebra?
—Ahora bien —continuó el Banquero hacia el arrepentido que se retorcía las manos en la silla—, las fotocopias, las cosas son así, Alfredo, encara el problema como debe ser, no dejan duda alguna, te chivaste y el resultado está a la vista: seis camaradas presos, un cargamento de municiones incautado en Faro, la Brigada Especial al acecho esperando que ocurra lo que ya saben, un juez nombrado por el ministro para coordinar un despacho destinado a perseguirnos, ¿te parece eso agradable? Si acaso tenemos los contactos vigilados, si acaso pidieron auxilio a especialistas franceses, si acaso cada uno de nosotros tiene un enjambre de secretas en los talones, ¿has pensado lo que nos va a costar en términos de reestructuración, Alfredo? ¿Has pensado en lo que tendremos que simular, que alterar, que transformar, que dejar fuera? ¿Seis camaradas con riesgo de veinte años de chirona porque aflojaste en la comisaría y le vomitaste lo que sabías al juez ése, Alfredo? ¿Quién me garantiza que a esta hora no hay una tropa armada con fusiles oculta entre los arbustos?
—La pintura del Capital es un bodegón —sentenció el Artista tumbándose en el sofá, disgustado, junto al Sacerdote que bebía su vodka ya con los párpados dorados, sin mirar a nadie, en una inmovilidad tensa de emboscada—. Y todavía compran porquerías así, fijaos, siempre he dicho que los ricos son cretinos hasta el hartazgo.
—Juro que no entiendo cómo lo aguantas —se admiró el Estudiante ante el Banquero que sonreía, beatífico, como un cura después de la absolución—. Yo le habría dado un tiro en la mollera hace ya tiempo.
—Voy a tirar el café en el fregadero, chicos —se enfureció la mujer subiendo el escalón de la cocina—, y después pídanme patatitas que se quedarán chupando el dedo que se ensucian.
—Calla —dijo el Banquero al Estudiante, mientras seguía acariciando con ternura la corbata de la víctima—. Hazme el favor, ve fuera a darte un paseíto a ver si llueve, ¿vale?
—Mi amigo me prometió más pruebas, documentos, casetes, cintas grabadas, negativos, una lista de nombres —dijo el Hombre observando, distraído, las botas de goma de la Dueña de la Casa de Reposo, que se ajustaba el pelo en la nuca con un elástico—. No sé por qué me huele que ese socio le sopló nuestros secretos al juez.
—Dadme un whisky con agua que el vodka me mata —pidió el Sacerdote, con el vaso en el aire, masajeándose con la palma el estómago dolorido—. Este alcohol de farmacia que huele a hierbas me hace estallar los bofes en un instante.
—Cualquier chimpancé bosqueja cuadros mejores —afirmó el Artista, irritadísimo—. Ahora llaman pintura a eso, sinceramente me cabrea.
—Alfredo —dijo el Banquero al arrepentido que se estremecía de miedo, sin un sonido, apretándose los hombros encogidos con los brazos—, te doy una última oportunidad en nombre de la sarta de años que hemos trabajado juntos. ¿Qué juez es ése, qué despacho es el que coordina en contra de nosotros?
—No llueve nada —dijo el Estudiante de regreso del jardín junto con el frío y el viento, soltando con fuerza una puerta encristalada que hizo tambalear una colección de elefantitos de cristal en el aparador y atrapó las cortinas, de lado, con un arrebato de trombosis—. Hasta se ve la luna, redonda, llena de sombras, en el gobelino de las nubes.
—¿Luna? —repitió el Sacerdote, contrariado, probando el whisky con la punta de los labios como si el líquido le hirviese en la encías—. Si hay luna estamos apañados con las zarzas, vamos a tener dificultades con el servicio.
—¿Servicio? —saltó el arrepentido de la silla, muy rápido, mirando desvaído al Hombre—. ¿De qué tipo de servicio estáis vosotros hablando? Ésta es una conjuración contra mí, joder, una intriga, un compadreo constante, forjan documentos e inventan a un juez cabrón para destrozarme la vida. Por la salud de mi madre que es verdad lo que digo.
—Venidme con zalamerías, Hortense unas tostaditas, Hortense unos huevos revueltos, Hortense un tecito —rezongó la del hogar de ancianos instalándose a la mesa, despechada, golpeando una baraja de naipes contra la tabla—, que os mando al cuerno en el acto. ¿Un litro de café en la pila os parece normal, señoritos?
—Los perros están tumbados en el cobertizo del futbolín y ni la cabeza levantan —prosiguió el Estudiante oliendo aún el viento—. Se distinguen los bojes, los arriates y los árboles como si fuese de día, las hojas nítidas, las corolas cerradas, una barraca de trastos, otra casa separada de ésta por un vallado de alambre. Lo que molesta es la humedad que suspende algas de la niebla, cintitas estrechas y azules colgadas de una burbuja de agua.
Y el Hombre se acordó de las madrugadas de insomnio, cuando niño, de la claridad del cuarto que entristecía los muebles y los gestos, de las manecillas fosforescentes del despertador descuartizadas en señales absurdas, de la tos de la cocinera en las antípodas de la despensa, de la forma como los objetos se desprendían de las tinieblas para comenzar lentamente a respirar, despojados del aura de misterio de la oscuridad. Sepultado en la cama miraba por la ventana las aspas del molino que giraban en el jardín y el escarbar de las primeras gallinas tal como veía ahora, en aquella vivienda desconocida de Linhó, al Banquero que aumentaba de volumen y decepción al quejarse de la falta de coherencia, de camaradería, de amistad, al quejarse, Alfredo, que honestamente, y no existe exageración alguna en lo que te digo, nunca supuse que fueses un Judas con nosotros.
—En mi opinión —murmuró el Sacerdote concentrado en el whisky—, cuando este amigo entró en el Movimiento ya venía mandado por la policía.
A las seis de la mañana el guardés salía al jardín, con gorra tirantes caídos, orinaba contra un nogal, lavaba la jaula de los pastores alemanes, se perdía en las sombras de la quinta para ver las zanahorias, y yo, oculto bajo libros de estampas, seguía el rectángulo de su camiseta que acababa desvaneciéndose, al rato, entre el pozo del pomar y los cañizos de la huerta. Adivinaba los pasos soñolientos de las criadas a través de la vibración de la tarima, una cisterna lejana que se desbocaba en el silencio, chinelas en los peldaños de la escalera, el fogón de leña que comenzaba a chispear, y tú, vestido con la ropa de las clases del liceo que mi abuela ofrecía en Navidad a tu madre, jerséis pequeños de sisa, pantalones cortos que necesitaban ser zurcidos, calzoncillos de botones que ya no se usaban, tú con un cubo de lavado en cada mano que subías por el parral camino del corral de los cerdos, regresando hacia el maíz del palomar, componiendo una mazorca de tela que servía de espantajo para los pájaros golosos de los rosales, tú saliendo finalmente al portón, con mi cartera vieja, hacia la parada del tranvía, serio, compenetrado, responsable, minúsculo, demasiado adulto para los años que tenías, con un vigor de barba precoz que despuntaba en el mentón y una antigua boina de tu padre enterrada en la cabeza, tú que olías a pan con margarina y a café de cebada, subiendo al interior del coche confundido con una multitud de obreros, mientras yo faltaba puntualmente a las clases sin culpabilidad ni remordimiento, rondando bajo las lámparas como un fantasma aburrido, y el arrepentido, dándose puñadas en el pecho, le gritaba al Banquero Dónde fuisteis a buscar esa sarta de patrañas, puedo haber flaqueado pero fue en cosas sin importancia, no comprometí a nadie, tú me conoces hace la tira de años, Venancio, tú sabes de memoria cómo soy yo, hicimos juntos muchos operativos de la Organización, éramos media docena a lo sumo tomando las armas por el proletariado, esa chorrada del juez, por ejemplo, es un invento absurdo, sólo he hablado con agentes y jefes de brigada que me daban unas tortas para animar la memoria.
El Banquero se irguió con un suspiro y comenzó a desempañar un cristal con la manga (ni árboles se veían, sólo nuestros reflejos y la repetición de las luces), el Sacerdote, con la pierna cruzada en el sofá, envolvía un objeto en una arpillera o en una toalla, la Dueña de la Casa de Reposo, enfurruñada, distraída, indiferente, barajaba las cartas para un nuevo solitario, Además cómo podía estar al tanto de esos papeles, Venancio, argumentó el de la silla, si ni siquiera he asistido a una reunión prolongada del Comité Central, y apenas acababa las clases, pensó el Hombre, el Ilustrísimo iba a ayudar a su padre a quitar el lodo del estanque con un gancho y a desinfectar los limoneros, el Artista contemplaba la Ultima Cena con odio, ansioso por romper a martillazos las sardinas y a los apóstoles, Cómo fue no lo sé, dijo el Banquero estudiando la luna llena con la nariz en el cristal, pero que está ahí, Alfredo, es imposible negarlo, el Sacerdote se apartó de la chimenea con su envoltorio de felpa, abandonó el whisky en una mesa, se inclinó, esbozó, sin destinatario cierto, una bendición vaga y rápida de final de misa, el arrepentido vociferó aún Mira que te están engañando, Venancio, el Hombre avistó una estrella en el fleco de la cortina, y el Sacerdote, con la tripa apoyada en el respaldo de satén de la silla de la vitrina, le apretó la toalla en la nuca y disparó.
—Una maravilla, señor doctor —comentó el caballero, zumbón—, de continuar así va a ocupar su puestito en Bruselas bastante más pronto de lo que piensa.
—Por vuestra pachorra se veía que esto duraría hasta mañana por la mañana como mínimo —dijo la de los ancianos cubriendo un caballo de copas con un diez de espadas—. Vosotros conversáis, conversáis, y os olvidáis de la hora, en mi reloj son las tres y veinticinco, siento que me caigo de sueño.
—Tres y catorce —corrigió el Estudiante tanteando con el zapato el cuerpo extendido en las baldosas con un coágulo de sangre en el pelo—. Tu reloj adelanta, yo en tu lugar lo reparaba en vez de fastidiar a los demás. Ya hace rato que nos has dado la vara con la porquería del café.
—Llevadlo deprisa al coche —ordenó el Banquero pasándose el pañuelo por las sienes—. No podemos comprometer a la amiga que nos prestó la casa, así que lo soltamos por ahí, en una playa, antes de que comience a aclarar en serio y algún pescador de invierno nos descubra.
—Tres y dieciocho —corrigió el Sacerdote guardando la toalla y la pistola en el bolsillo—, puse en hora el mío, durante el camino, por la radio del Austin, es una ganga de los parroquianos, lo trajeron de Suiza, debe de haber sido carísimo, no falla nunca.
—Esa amiga tuya es muy simpática pero en materia de pintura tiene un mal gusto siniestro —aseveró el Artista, alzando del suelo los tobillos del cadáver y arrastrándolo hacia el cobertizo del futbolín, donde los perros olfatearon sin interés los miembros tumefactos del arrepentido, lanzado en el maletero del coche sobre desperdicios y una cámara de aire desinflada. La luna se paseaba por sargazos de nubes y agujas de pinos, en la vivienda, abajo, una luz de balcón se asemejaba al farol de una galera olvidada, anclada como por milagro en una mecha de dalias. Una perra les mordisqueó las gabardinas, orinó por diversión contra el capó, desapareció sin ruido en las tinieblas. El Banquero apagaba las luces de la casa, cerraba la puerta, caminaba a nuestro encuentro con la mujer, el viento traía, tenues, los llamamientos ritmados de un océano improbable.
—Se libraron del cuerpo en Galamares, bajo la vera de un cañaveral, junto a la línea del tranvía —informó el caballero sacando un nuevo mazo de fotografías del bolsillo—. Trabajo hecho deprisa, se nota enseguida, se sobresaltaron sin motivo.
—Nuestra idea era meterlo en las escarpas de la Aguda —dijo el Hombre—, si lo encajábamos entre las rocas el agua lo disolvería en un instante, lo que podía dar a la arena era uno que otro pedazo de tela, nadie se preocuparía por eso. Pero teníamos miedo de que no alcanzase la gasolina, perdíamos combustible por un tubo del depósito, el coche apestaba a petróleo y el Banquero, en un momento dado, tocó en el hombro al Artista y le pidió, con la manga del jersey en la nariz, Para este cascajo que no aguanto más, tiradlo entre las cañas en la curva.
Y regresaron a Lisboa, discutiendo planes, a veinte, treinta por hora a lo sumo, con los faros que oscilaban en las laderas de Sintra, rozando las frondas mojadas de árboles gigantescos donde se sospechaban lechuzas redondas como frutos, guiñando las pupilas a las sombras. Regresaron los seis, contó el Hombre, apretados en los asientos del Austin, preocupados por una lucecita intermitente en el tablero que anunciaba una avería desconocida, el Artista tocaba los botones, desconectaba el motor en las bajadas, abría y cerraba la palanca del aire, se pegaba al volante en las rampas, una segunda luz se puso a brillar, chalés ocultos en los ramajes, o por detrás de picas de rejas, remolineaban con sus ventanucos escondidos y sus barandillas de espectros y se apagaban en la bruma, El coche no tardará en calarse, dijo el Sacerdote al Artista, fíjate en la aguja de la temperatura, fíjate en esa llamita en el radiador, arrima el rolróis donde puedas que si no abro la puerta y salto, que no me apetecen torreznos.
Entonces, contó el Hombre, el Artista giró hacia la plaza desierta de la feria de Sao Pedro, donde una gardenia de tul amanecía en los tejados asustando a los pequeñísimos pájaros de la aurora entre las estacas sin lona y los anaqueles de las hortalizas, el Estudiante, transido de frío, bailoteando sobre sus mocasines, levantó el capó para airear los cilindros, el agua del motor hervía a chisguetes, silbando, el Austin desfallecía, agarrotado, inútil en medio de tablas desiertas, el Banquero, soplando sus palmas, decía a nadie Hay aquí algo que no funciona, a Alfredo no le da la cabeza para tanto, camionetas de carga pasaban hacia Tercena disparando un carbón de locomotora por los escapes cansados, el Estudiante, empuñando el destornillador, batallaba con una medusa de cables, y acabamos, entre toses, cogiendo la carretera en Rio de Moura, y acabamos separándonos, entre rezongos, muertos de sueño, muertos de hambre, muertos de gripe, con el Banquero que repetía, mientras se sonaba, Estoy seguro de que hay bronca, voy a hablar con el Comité Central para decidir qué hacer, no creo que esto haya sido idea sólo de Alfredo. El caballero sacó pecho, cerró los párpados, sonrió, y asestó un puñetazo suave en la mesa:
—Como ve ya los tenemos charlando, doctor, la operación es mucho más fácil de lo que al principio parecía. El arrepentido marchó como una seda y ahora, y espero que no se tome a mal que lo diga así, es usted el cliente que sigue.