Cuando llegué a casa le dije enseguida a Céu Mañana, porque desahogarse ayuda aunque sea con mujeres y hasta me conviene que ella cuente mi vida a los vecinos y telefonee en secreto a sus cuñadas: me gusta que las personas me saluden con respeto y me dejen lugar para el coche justo en la puerta, como me gusta que la familia me regale prendas caras en Navidad por miedo a que les ponga las esposas en las muñecas o saque la pistola del bolsillo y les prohíba comer pavo. Nunca me olvidaré de que en los primeros años de casado, era yo furriel en Mafra, apenas conversaban conmigo, se negaban a visitarnos y oraban a todos los santos con la esperanza de que mi mujer se divorciase de mí, una subnormal que estudió medicina y desistió de ser médica por quedarse preñada de un vulgar soldado, como nunca me olvidaré de que los hermanos se quejaron a coro al comandante de la unidad de que yo les había deshonrado a la niña, ni del coronel, con un cigarrillo entre los dientes, que me llamó a su despacho para anunciarme, siempre subiéndose los pantalones, que existen preservativos en las farmacias y que yo era la vergüenza de la compañía, los militares en serio hacen las cosas como debe ser y sin dejar rastro, qué cojones, ¿dónde tienes tú la cabeza, Bernardino? Nadie fue al juzgado de Arroios, quitando a mi madrastra que se encontraba en Lisboa debido a un quiste en el pecho, no hubo vestido de novia ni fotógrafo y Céu lloró la tarde entera, afligidísima, abrazada a la almohada, ya arrepentida de haber abandonado los microscopios y los cadáveres. La consolé con un par de bofetadas y le ordené plancharse la falda para cenar conmigo en los Caracóis da Esperança, moqueando restos de disgusto y sonriendo tras un velo de lágrimas, con miedo de un puntapié educativo bajo la mesa. En mi opinión conozco una única forma decente de lidiar con las mujeres: un sopapo para ponerlas en orden, una sopa de mariscos después y poca confianza para evitar abusos.

Claro que al entrar en la Brigada las cosas comenzaron a cambiar poco a poco: mi nombre apareció algunas veces en los periódicos, ligado a artículos sobre la policía especial, y los hermanos pararon la oreja y no tardaron en invitarnos, muy amables, para cumpleaños, fines de año y bautizos, a los que llegábamos, muy chic, en un automóvil conducido por un chófer de uniforme, un tipo de gorra y pistolera lustrada que acababa invariablemente en la despensa, derribando paquetes de galletas y latas de atún, mientras ahogaba con la palma los grititos de placer de la cocinera. Instruido por este fructífero ejemplo arrastré a mis cuñadas, una tras otra, hasta el dormitorio en que se acumulaban, sobre la cama, las chaquetas de las visitas, y de donde regresaba oliendo a un arco iris de perfumes diversos, con pelos de chamarra en la boca, abrochándome ostentosamente la bragueta, para darles palmaditas en los hombros a los maridos aterrados, que mostraban, con labios trémulos, muecas de una palidez angustiosa. Céu, con visones acrílicos, con una croqueta en la punta de un palillo en una de las manos y una copa de naranjada en la otra, triunfaba, instalada entre parientes viejas, en el sofá principal, con el negro cardenal del bofetón de la noche anterior cubierto de polvo de arroz y cremas de belleza, y mi hijo, niño animado y bullicioso, zurraba a los primos o aplastaba pasteles de nata en el papel pintado sin que se atreviesen a reprenderlo, prefiriendo felicitarme, con cautela, mientras él rasgaba enciclopedias, por la vivacidad del heredero. Uno de mis cuñados, que estaba en el negocio inmobiliario, nos ofreció, ya con electrodomésticos, muebles y alfombras de Arraiolos, este apartamento de la Avenida de los Estados Unidos de América después de un problemita con un ingeniero civil malhumorado, que acabó aceptando sus argumentos luego de una charla discreta conmigo y tres amigos más de la policía en un descampado por la zona de Alverca, un fulano gordo, de mejillas fofas, que comenzó protestando, vaya uno a saber por qué, cincuenta millones de escudos de cheques sin fondo, y cambió de actitud en un instante, dispuestísimo a garantizarle al muchacho una cuota mayoritaria en el barrio económico que a esa altura construía en Camarate. Como suelo decirle a Céu, acariciándole la nuca, cuando le pido que se quite todo menos las medias negras y los zapatos de tacón, para hacer el amor conmigo después de haberle sacudido unas bofetadas al cenar por calentarme la cabeza, las personas, si se las estimula como es debido, cambian más deprisa de estado de ánimo de lo que en rigor se supone. Una falda bien ceñida o un revólver alteran en un segundo un berrinche, y aquí entre nosotros, en Alverca, con el ingeniero civil, no utilizamos falda alguna.

Pero como estaba diciendo al principio salí del ascensor, metí la llave en la puerta, observé con satisfacción las alfombras, los jarrones chinos, el surtidor que se eleva en el vestíbulo, encima de una fuente de mármol e iluminado por focos intermitentes, que el padre de un traficante de droga me regaló hace meses agradecido por no meterle en chirona al hijo, besé al pequeño, sentado en el suelo, entretenido en partir a martillazos una cómoda de caoba, entré en el dormitorio donde mi mujer, doblada sobre la colcha como un camarón, se pintaba las uñas de los pies con esmalte plateado, dejé la cartera, me quite la chaqueta y le anuncié Mañana, mientras ella, sin levantar siquiera el mentón hacia mí, se retocaba el dedo meñique con los gestos con que los relojeros afinan las microscopios ruedas dentadas que empujan las manecillas, a lo largo del día, rumbo al silencio ansioso de la noche, donde el ruido de la tempestad de las cisternas se cuadruplica y se percibe, cinco plantas más abajo, la respiración de las flores, que absorben nuestro aire con sus corolas enormes.

—Mañana a las ocho y media de la mañana termina la historia de los terroristas —dije yo desanudándome la corbata y fijando mis ojos en su espalda, vestida con un sostén de volantes de encaje y margaritas de tul y con un salto de cama transparente: se conserva delgada y casi sin celulitis en las nalgas, y sólo alrededor de los párpados se le nota la erosión del tiempo, en un abanico de arrugas que el flequillo teñido de rubio disimula. El resto del pelo le cae sobre los hombros, suelto, brillantes los matices de muselina de los mechones—. Y con el fin de los terroristas —añadí desabrochándome la camisa—, dejo de soportar al pelmazo del juez hablando de la infancia.

Ordené la billetera, la navaja de madreperla, el manojo de las llaves y el dinero de los pantalones al lado de un marco de piel con el retrato de ella hecho en Málaga el último verano, cuando se le ocurrió enamorarse de un arquitecto italiano a quien tuve que romperle un codo para persuadirlo con buenas maneras de que regresase callandito al país de los papas, y me instalé en el puf lidiando con los cordones que me desobedecen cuando más necesito que se suelten, y con los zapatos que aumentan de tamaño como los de los payasos de circo y me obligan a caminar en el parqué levantando exageradamente las rodillas, a la manera de los buceadores con patas de rana que se desplazan por la playa, como si evitase, a cada paso, montoncitos de bosta invisible desparramados en la arena por vacas que no hay.

—¿Sí? —respondió Céu, distraída, recogiendo la pierna y abordando el pie que faltaba, provista de una batería de instrumentos diversos. Se había puesto pestañas postizas, una penumbra de tejadillo le borraba la mitad inferior del rostro como a los ángeles en éxtasis o los sastres cosiendo ropa, y calzaba las chinelas de seda que le regalé en Pascua, a ella y a las cuñadas, ya que desde mi punto de vista no hay nada como las chinelas de seda para volver deseable a una mujer por encima de los treinta años y ayudarla a olvidar las arrugas de la tripa y las varices de los partos.

—¿Sí qué? —dije yo irritado, en busca de una tijera para destruir los cordones, y acabé yendo al cuarto de baño con la idea de acuclillarme en el bidé y cortarlos con la hojilla de afeitar—. Si estuvieses desde hace un mes oyendo embustes de cigüeñas le agradecerías a Dios, con las manos juntas, que todo se resolviera dentro de doce horas hasta con unos tiros si hiciese falta.

Encontré el interruptor del cuarto de baño y fui derecho al lugar del after-shave, de la espuma de afeitar, de la piedra pómez y del estuche de las hojillas, a la izquierda del dentífrico y del desodorante con que me froto las axilas y entre las piernas los días en que no me apetece lavarme, monté en el bidé donde nadaban, en remojo, calzoncillos y calcetines, y me ensañé en serrar los cordones con la hojilla, odiando a Ofelia, una morena gorda y pesada, que no dejaba de hablar en ningún momento, casada con el hermano menor de Céu, la cual me acompañaba los martes y jueves a un hostal de Graça, me llamaba Fofinho, le encantaba vestirme y me ajustaba los zapatos con nudos de explorador que sólo una aguja de ganchillo, manejada con paciencia varios semestres, lograba desatar.

—Cigüeñas, ¿qué es eso de las cigüeñas? —preguntó Céu desde el dormitorio, preocupada por las uñas, con la voz de fantasma con que se conversa en los sueños—. Que yo recuerde nunca me has dicho nada de ninguna cigüeña.

Otra de las características típicas de las mujeres, por lo menos de la mía, es que no pasa una semana en que no me den ganas de estrangularlas, es decir, aplastarles la rodilla en la tabla del pecho, lanzarles el tenedor a los collares y ver sus órbitas enrojecer de sangre y la lengua espumajear saliva hasta que acaban de decir tonterías, y aun engurruñar la sábana, con uno de los senos fuera y el pelo desparramado en la almohada, Rededor de la cara, como una especie de marco de estopa semejante a la pelambre de las muñecas. Le he hablado no sé cuántas veces del Juez de Instrucción y del amigo de infancia que circula por ahí con fusil en la entretela, le he hablado no se cuántas veces de coches bomba y de asaltos a baileos, le he escrito miles de esperas a ricachones y he disertado acerca de sapos y cigüeñas, y ella, la muy tonta, sin oírme, pensando en las sugerencias de la modista o en la verruga que le ha salido en la muñeca, mientras su hijo avanza con el martillo hacia los jarrones chinos, dispuesto a reducir el piso a un montón de escombros. La verdad es que Ofelia y las otras, igualmente estúpidas e incapaces de dedicación, tampoco escuchan una palabra ni por asomo, preocupadas con el sarampión de los pequeños y la forma de eludir los celos de sus maridos, de manera que tengo rachas, sabe, en que sólo aspiro a pillar el primer autobús, volver al Algarve de donde he venido, y tocar el timbre de casa de mi tía o ir a la playa a ver la partida de los barcos para la pesca con farol, a la hora en que oscurece, en que el agua se tiñe de violeta y de púrpura y en que los mochuelos cruzan el tejado de las casas hacia un bosquecillo de pinos. Ir a la playa seguido por la jauría de perros vagabundos del otoño, olfateando en los talones su esperanza de huesos, acercarme a las olas, bajo el calor de octubre, frente a los pabilos de las traineras en el horizonte, y aspirar el olor del viento a ras de tierra, hecho de una putrefacción de algas y de cadáveres de marineros antiguos, aprisionados entre peñas en la campana de la espuma. Rasgué los cordones y tiré los zapatos, una mariconada inglesa que me costó veinte mil escudos, contra los azulejos de la ducha, jurando que habría de encontrar un pretexto para mandar cerrar la tienda que me estafó con esos objetos perversos, provistos de hebillas enormes como las botas de los príncipes de los dibujos animados que bajan del caballo para besar en la frente a princesas que roncan en cajas de cristal.

—Mi vida no te preocupa un comino siempre que el dinero caiga a fin de mes —me lamenté volviendo a entrar en el dormitorio en calzoncillos, calcetines y camiseta, rascándome el eccema del ombligo—. Ya te he dicho hasta el cansancio que mi trabajo ahora consiste en aguantar a un juez chiflado que me responde a las preguntas que le hago con la descripción de las borracheras de su padre.

Fue en ese momento cuando el pimpollo debió de pulverizar uno de los jarrones a martillazos, a juzgar por la tempestad de loza que se desató en la sala, pero ni Céu ni yo hicimos caso a la broma inocente del chaval, niño divertido y enérgico al que, en el garaje de la finca, por ejemplo, con nuestro consentimiento complacido, le gusta rayar con un clavo la pintura de los automóviles de los vecinos: mi mujer se concentraba en los dedos, con la lengua fuera, idéntica a los alumnos de la escuela básica preocupados por no traspasar con el lápiz amarillo el círculo del sol, y yo me quitaba los calzoncillos y los calcetines mirando el sostén de volantes y el salto de cama transparente, con cuello de plumas, que la asimilaba a las vencedoras de los concursos de belleza en las portadas de las revistas, que crecen hacia nosotros con diadema en la frente, tan reales, señores, que el perfume nos punza el interior de la nariz y una rodilla se insinúa entre las nuestras, mientras el escote del pecho, cubierto de bálsamos de incienso y lentejuelas, nos sube despacito hacia la boca. A esa hora, pensé, Fortunato, mapa en ristre, distribuía a los hombres por la zona de la Judicial, llenaba de ametralladoras y de francotiradores especiales los pisos vacíos, plantaba policías disfrazados de mendigos en las escaleras, albañiles fingidos en andamios y borrachos con pistola en el bolsillo en las esquinas y nuestros toyotas, con las luces bajas, patrullaban el coso del Pao de Açucar de Almada, en el cruce para la carretera de Lisboa, a medida que tropas de camuflaje se refugiaban en las balsas y en las tiendas de los gitanos, con la bazuca al hombro. Céu remató la última uña con un toque delicado de pincel como si firmase una obra maestra, levantó un poco los senos que el sostén tornaba opalinos y erectos, y movió hacia mí, con los labios estirados, las pestañas postizas, al mismo tiempo que ordenaba los frascos en los compartimientos de una caja con arabescos de plata que los hermanos, solidarios en la desdicha de los cuernos, le regalaron en su cumpleaños:

—El Juez de Viseu, el amigo del terrorista, claro que lo sé, como no habría de saberlo si no te oigo otra cosa —se ofendió ella que con las chinelas de seda medía media cabeza más que yo y, guardando la caja en el tocador entre la laca del pelo y la cestita de los collares y de las pulseras, prestó vuelo al salto de cama por el dormitorio con una gracia de nube y se extendió en la colcha, de lado, acariciándose la nalga con el índice tieso—. A propósito de dinero vi ayer, en la Avenida de Roma, unas estolas de marta que son una ganga increíble.

Se estremeció, vibraron las pestañas, porque a un nuevo golpe del pequeño, que se obstinaba en destrozarnos los muebles, un segundo vendaval de porcelanas orientales conmovió las paredes. Mi tía, que en el verano se mudaba a una cabaña abandonada de Carvoeiro, heredada de su padre, llevaba una silla a la calle para conversar con los vecinos, y me acordé del cielo ilimitado del campo, de los árboles negros contra el cielo negro y de la mancha de cal del pozo con el balde colgado de la roldana oscilante bajo el brillo de las estrellas. Eso y Fortunato vaciando de personal y de ficheros los despachos de la Judicial que dan a la Rua Gomes Freire, apilando sacos de arena en los corredores del edificio y parlamentando con el jefe de los bomberos que le muestra, en un dibujo a lápiz, los sitios donde colocar los extintores y los refugios para los oficinistas y los agentes, los previene contra lanzallamas, cañones sin retroceso y granadas incendiarias, ya que no se sabe bien de qué clase de armamento los proveen los libios y todos los días arriban barcos a la costa cargados de granadas y de dólares. Como suelo decirles a mis cuñados, y ellos están de acuerdo, si yo fuese presidente de América solucionaría la cuestión del terrorismo en un plisplás con una docena de misiles y de submarinos atómicos encima de esos mulatos que no se bañan, siempre con gafas oscuras y turbante, pero los despistados prefieren enviar a tontarrones de escafandra a pasearse en la Luna y la gente se queda frente al televisor, con la boca abierta, viendo a unos graciosos que dan saltos y hacen gestos de adiós hacia la cámara y clavan banderas en medio de una polvareda fuera de foco.

—¿Estola de marta? —dije yo con las nalgas apoyadas en el tocador, observando a Céu que se extendía en la cama y encendía, con el mechero de carey, un cigarrillo francés de filtro dorado, del que echaba humo, hacia el espejo del techo, por el embudo del pintalabios. Los dedos libres desabrochaban los botones del sostén, la planta del pie se encogía y se distendía, incitante, un hombro, libre de la presilla, se redondeaba en la colcha de ramajes, y una arteria pulsaba, lenta, en el cuello, desapareciendo en las arrugas transparentes del salto de cama—. ¿Estola de marta? —insistí yo con los ojos fijos en el monte cónico del pubis—. Tu última ganga, pequeña, el anillo de esmeraldas, me costó ciento treinta y seis mil escudos, y aún lo estoy pagando con creces.

En realidad no fueron ciento treinta y seis, fueron cuarenta, primero porque había un defecto en la piedra grande y segundo porque el joyero, un fulano simpático deseoso de agradar, no sólo me hizo un descuento amable sino que exigió que aceptase unos pendientes como detalle que valían por lo menos el triple del anillo y que colgué en las orejas extasiadas de Ofelia una tarde de buen humor en que me entretuve mirando por la ventana el tráfico de Lisboa y el río a lo lejos, con las fragatas, las gaviotas y los guindastes, presente en cualquier parte adonde vayas en esta ciudad, y sobre todo, cuando creo estar a salvo de él, en su baile de puntos luminosos en las fachadas. Me gusta el Algarve porque sólo veo el mar cuando quiero y puedo darle la espalda y abismarme en un paisaje desértico de olivos y de jaras que mueren al sol, sin que el molino de las olas me moleste.

—Comprendes tan bien a las mujeres —arrulló Céu acomodándose mejor en el colchón mientras la criada gritaba en la sala Si rompe más jarrones se lo cuento a su mamaíta, y dos pelotones militares avanzaban, agachados, en los taludes de la rotonda de Almada, apuntando los caños a las tinieblas.

—Cigüeñas —dije yo instalándome en el borde de la cama y apoyando la mano en el tobillo de mi mujer—, pasé hace días por Benfica y no llegué a ver cigüeñas. Sólo fincas nuevas por todas partes y un molino junto a un muro en ruinas hacia la carretera, al lado de una vivienda destejada. Un molino, un caserón deteriorado, greñas de trepadoras, pero ningún pájaro volando por encima del desorden de las acacias. Cuesta entender que el terrorista insista en habitar ahí, yo abandonaba el terreno y alquilaba un piso en Moscavide, preferiría cualquier cosa a una miseria semejante.

Antes de regresar a la Avenida de los Estados Unidos de América pasé por la Judicial, apretujado por una multitud de guardias y paisanos, donde Fortunato conversaba con un inspector en mangas de camisa y se atrincheraban las celdas, el archivo y los despachos traseros, e hice solo, a diez por hora, en mi automóvil, el trayecto de Miratejo a Lisboa, contra el flujo de coches que se evadían del trabajo, tropezando con los semáforos en filas pacientes. En las inmediaciones del Pao de Acuçar, ya desierto de tráfico, distinguí varios toyotas de la Brigada, con los faros apagados, arrimados al arcén, cada cual con tres o cuatro siluetas dentro, esperando la claridad de la mañana. Antes de que me promovieran trabajé así la tira de años, cabeceando de sueño, con la pistola empuñada, casi incapaz de levantar los párpados, esperando recibir por la radio una instrucción que no llegaba, oyendo los pájaros de la aurora, las camionetas con hortaliza que cojeaban, soñolientas, hacia un mercado cualquiera, los múltiples, ahogados, minúsculos ruidos que preceden al día, durmiendo o intentando dormir envuelto en un torbellino de sueños, y de golpe me sacudían despiadadamente las solapas, Ahora, yo me hundía más en el asiento, con los ojos cerrados, farfullando protestas, al mismo tiempo que mis colegas salían a la desbandada precipitándose a las puertas, se escuchaban voces, gritos, insultos, un tiro, otro tiro más próximo, y yo, de pie, incapaz de moverme, frotándome los párpados con las mangas, distinguía un cuerpo de bruces en el suelo y media docena de tipos en torno, encajando los revólveres en las pistoleras, iluminados por la naranjita del sol que nacía.

—Odete me ha pegado —gruñó mi hijo, furioso, martillando como un poseso la cerradura de la puerta del dormitorio, un picaporte con baño de oro por el cual pagué una fortuna, en marzo, a un anticuario de Sao Pedro de Alcântara, un judío a quien suelo dejarle en consignación los objetos superfluos que los presos ya no necesitan, hornillos, sillones, cuadros y otras sutilidades de ese tipo, y donde los ladrones de cofres que allí van a trapichear collares de perlas y pulseras de zafiro me soplan informaciones dudosas sobre contrabando de divisas. Además del picaporte traje estos grifos labrados y una bañera de mármol para espumosos baños de asiento, que se cubre de telas de araña en el garaje por no haber encontrado unos forzudos que me la suban aquí sin que caiga, uno tras otro, con el corazón desfalleciente, con una hernia de disco en cada vértebra, en los rellanos de la casa. Incluso el domingo mi mujer, que a pesar de todo no carece de cierto sentido práctico, me sugirió que la usásemos para las damajuanas vacías que se acumulan en la despensa.

—Quieto, Pedrinho, ve a martillar en el balcón —dije yo hacia el picaporte, apretando las falanges contra los encajes del sujetador de volantes, sobre la corola de una orquídea de tul que subía y bajaba al compás de los pulmones. De modo que a pesar de que mi hijo se preparaba para destrozar la puerta me acerqué más a las piernas de Céu y me incliné a besarle suavemente el pompón de las chinelas mientras me acordaba del caserón de Benfica y del muro junto a la carretera, de haber entrado, sin empujarlo siquiera, por el portón abierto, de haber subido la rampa que conducía a un patio de cemento desgastado, con malas hierbas brotando en los arriates, de haber pasado por una caballeriza derruida, con las argollas de amarrar a los caballos diluyéndose en la pared y un resto de pesebre de madera, unas cuantas tablas torcidas, parecidas a las costillas de un animal desconocido, y después otro patio, una jaula, un fragmento de palomar, gallineros con paredes divisorias de alambre, remendadas con rectángulos de madera y pedazos de cordeles, alzándose sobre rosales, arbustos resecos, estatuas de loza sin miembros ni cabeza y con azafates cascados en la cintura. Me acordé, apartando el salto de cama de Céu, de que el Hombre nunca iría a Brasil y del Secretario de Estado asegurándome que no habría ninguna promoción para el Juez, porque en cuanto el asunto se enfriase y los periódicos lo dejasen en paz invitaría al juez a renunciar a la magistratura y a ejercer de abogado o a establecerse de notario en la provincia, en Nelas por qué no, su tierra, donde podría contemplar, desde la ventana del despacho, la inquietud de los eucaliptos en el invierno y la lluvia que barre la plaza del mercado, además de al loco subiendo la calle, con sus harapos y su barba tremenda, amenazando a balcones y ecos con el bastón al aire:

—Yo soy don Juan, emperador de todos los reinos del mundo.

—¿Qué? —pregunto Céu, aumentando el volumen de la radio y buscándome el cuello con la lengua.

Y me acordé también del jardín, de los estanques de agua corrompida y de peces difuntos, de la jaula de los periquitos abandonada, de un pedazo de quinta con cabrahígos y la mazorca de un espantajo en un rincón de la huerta o de lo que quedaba de la huerta, tomateras pendientes de las cañas, patatas germinadas, berro silvestre, canales de riego obstruidos por piedras y arena, y un fulano viejo, de chaleco y sombrero, revolcándose con la tripa al aire en un pomar olvidado, acompañado por una perra leprosa, sin raza, de vientre flojo, con enjambres de moscas en las heridas de las orejas. Claro que no existían cigüeñas, que no existían nidos en las chimeneas del granero, nada salvo edificios y más edificios desvaídos, con la ropa de los miradores que hacían señales como los barcos que parten. Me acosté sin ruido al lado de mi mujer y apreté el ombligo contra su espalda:

—Benfica —susurré apartando un mechón de pelos rubios—, Benfica, francamente, ¿a quién le puede gustas aquello?

—¿Qué? —insistió Céu rozándose con mi pecho, y en ese instante el violín comenzó a sonar: no se trataba de una melodía, una canción, una arquitectura de notas organizada según las líneas del pentagrama: era un lamento desafinado, interminable, desprovisto de sentido y de destino, que desarreglaba las copas de las acacias con presagios desolados.

—Nada —respondí rodeándole la cintura con mis brazos—. Estaba fantaseando con que mañana, apenas acabe este trabajito, me tomo una semana de vacaciones, de dejamos el niño a tu madre, te compras la estola de marta y te llevo a pasear por ahí.