Yo pidiendo casi de rodillas Llevaos el cadáver de aquí porque no soporto a los muertos, metedlo en la cocina, en la despensa, en el mirador, en uno de los dormitorios de la parte trasera cuyas ventanas se abrían a otros cuartos, otras ventanas, tendederos de ropa y huertos minúsculos
y ellos, desinteresados del Artista, sin atenderme, sin oírme, sin preocuparse por mí, inclinados ante una cosa insignificante que llamaban micrófono, olfateándolo, tocándolo con el dedo, golpeándolo, acercándolo al oído como una caracola, buscando con la navaja una hendidura que les permitiese partirlo al medio para observar su interior
yo alertando Me da una crisis de nervios, una taquicardia, un desmayo, cada vez que un viejo se muere allí en el hogar me encierro con llave en el despacho y sólo asomo la cabeza afuera después de que la agencia funeraria se vaya con él camino del terreno de los pobres de un cementerio cualquiera
y entonces doy la vuelta al colchón, fumigo la cama, le escaldo el plato, tomo una píldora para dormir, sueño la noche entera con vampiros y esqueletos y sólo alcanzo a tranquilizarle con el aroma del café de cebada de la mañana y con los gritos de las mujeres de la limpieza cabreadas con los pensionistas que vuelcan la azucarera u orinan en el hueco de las sábanas
yo insistiendo Sacad el cuerpo de la sala, de un momento a otro me da un patatús, mientras el Banquero, sordo, con la lengua fuera y el ceño fruncido, destornilla el micrófono, levanta la tapa, muestra a los colegas una guedeja de cables, bufa derrotado Lo han descubierto todo, saben del cañón, saben de la bazuca, saben exactamente lo que queremos hacer
y el Estudiante Tal vez fue la policía quien nos estropeó las armas, tal vez a esta hora ya han entrado en la finca, tal vez nos echan la puerta abajo a cureñazos y listo
y el Sacerdote Puede ser que no, puede ser que también le hayan comprado el micrófono al marroquí y que sólo se escuchen silbos y chiflidos y destellos eléctricos, no creo que los árabes se desprendiesen, en todo caso, de mercancías razonables
y el Hombre Salvo los bombones de nuez
y el Sacerdote Salvo los bombones de nuez del cabrón que me estropearon el páncreas, no os imagináis lo que he gastado en radiografías y análisis, el médico me ha dicho que si no mejoro habrá que meter cuchillo
y yo arrastrando sola al Artista por la tarima, enganchándole la axila, por descuido, en la pata de una mesa, desistiendo, abandonando al finado en la alfombra, sentándome en el sofá con miedo de partirme la cabeza en un ataque epiléptico y levantarme luego, asustada, porque toqué una mancha de sangre del cadáver
yo que nunca los acompañé al Algarve por no poder dejar mucho tiempo el negocio de la Casa de Reposo según le expliqué al Banquero para evitar que la cocinera me robe el arroz y las patatas y las muchachas se olviden de lavar a los internados, de ponerles el cásete de los dibujos animados en el vídeo o de cambiar las algalias de los enfermos
y el Banquero, sorprendido, ¿Qué ve media docena de vejestorios en el vídeo?
y yo Por lo menos, aunque no lo miren, y casi nunca lo miran, se quedan quietecitos en las sillas, sin moverse, roncando con un pedazo de congrio en la panza, el Pato Donald los calma e impresiona a las visitas aparte de que les hago pagar un suplemento de uso del tiempo libre por el dominó al que no juegan y por las películas que no ven
y el Estudiante De manera que si no hubiese sido por el hogar no habrías conocido al Hombre
y yo Pensó en librarse del padre, un tonto que no llegué a conocer y que se paseaba tocando el violín en una vivienda abandonada
y el Artista Hemos confirmado todo eso y el loco continúa allí acechando de vez en cuando a través de las persianas deshechas, protegido por el matorral del jardín, crisantemos enormes, narcisos gigantescos, tulipanes desmesurados, un níspero de infinitos metros lanzando los frutos casi a la altura de las nubes
y yo acordándome de Lagos, cuando mis tíos me mandaron a trabajar de criada a un hotel de extranjeros sobre la playa, donde dormía al lado de la lavandería y me despertaba sobresaltada, a las cinco de la mañana, con los gritos de las gaviotas en las dunas
una extensión inmensa de arena, las nubes de la noche en el horizonte, ningún navío, el azul desprovisto de pliegues del agua y los pájaros, decenas, centenares, millares de pájaros llegados no se sabía de dónde, peinándose las alas, picando algas, alzándose en vuelos cortos para posarse de nuevo en la espuma
las gaviotas que desaparecían, gritando siempre, con la llegada de los primeros bañistas y el paso de los arrastres de la pesca en dirección a la plaza
y yo acordándome del hotel, de la red de callejones y pequeñas travesías que desembocaban en porches, en plazuelas, en patios, acordándome del médico del hospital instalado en el despacho, llenando una ficha, preguntándome si era casada o soltera y yo que le respondía ¿Qué importancia tiene?
y el médico, sin parar de escribir, Para mí palabra que ninguna pero avísale a tu marido o a quien te dé la gana que te operaremos mañana
y yo sin nadie a quien avisarle porque el portero del hotel no se figuraba que llevaba dos meses preñada de él
de forma que al despertar de la anestesia encontré todo blanco y repleto de gaviotas como la playa en la aurora hasta comprender de repente que era yo quien gritaba, con la aguja de una bolsa de suero sujeta con una tirita al brazo y el médico, con bata y capucha, inclinado hacia mí como un sauce, No pienses en tener más hijos porque te hemos quitado el útero
y yo ¿Y el niño?
y él ¿Qué niño?, no había niño alguno, el embarazo vino mal desde el comienzo, nos las pasamos moradas contigo, es una suerte del copón que estés aquí
y entonces acabé quedándome tres semanas en la enfermería recibiendo inyecciones, tragando comprimidos y mirando por la ventana la lluvia de noviembre, mientras me tomaban la fiebre, me examinaban el vendaje, conversaban un rato conmigo, se iban
y en este ínterin pusieron un biombo alrededor de la señora de la cama de la izquierda y al retirar el biombo, media hora después, encontré la cama desierta
regresé al hotel sin fuerza, con la falda que se me escurría por las caderas, un frasco de supositorios en el bolsillo y la cara chupada de delgadez
y el gerente, que no me saludó, abandonó la conversación con una pareja de ingleses, rodeó el mostrador y me anunció, tirándose de los puños de la camisa, que había admitido con mucha pena a otra persona en mi lugar
y yo ¿Otra persona?
y él Otra persona, sí, te esfumaste, no se sabía dónde estabas, necesitábamos una chica para tu puesto, el portero dijo que le pareció verte subir, hace quince días, al autobús de Lisboa
la pareja de ingleses, con camisas estampadas, pantalones cortos y panamá en la cabeza, aguardaba en el mostrador, mirándonos, con la llave de la habitación en el meñique, mientras que la lluvia de noviembre continuaba cayendo allí fuera
y entonces fui a buscar la maleta al cuartucho al lado de la lavandería, donde encontré otra maleta igual a la mía, un peine idéntico al mío en el estante bajo el espejo y las mismas gaviotas en la soledad de la playa en la que danzaban humos de niebla, volví a subir al vestíbulo y pedí una naranjada en el bar, encaramándome en un taburete zancudo, intentando descubrir qué se puede hacer sin dinero
bebí otra más para hacer pasar la gragea por la garganta, ordené al camarero, que fingía no conocerme, Póngala en mi cuenta, y lo dejé boquiabierto, con una botella de whisky en el aire, mientras me dirigía a la calle como si vistiese un chaquetón de piel en vez de un abrigo gastado
le hice una seña al gerente, de lejos, un adiós con dos dedos, y cuando el portero se inclinó para empujar la antepuerta le deposité en la palma, Gracias cabrón, la última moneda que tenía
y esa noche comencé a servir las mesas y a ayudar a los clientes a gastar la ginebra de la casa en una discoteca a unos seis kilómetros de distancia de Lagos con la esperanza de conseguir lo suficiente para el billete a Lisboa
un establecimiento con un ciego con la concertina en brazos frecuentado por americanos viejos, por campesinos que chuleaban a argentinas viudas y por tenderos de boina, oculto entre almendros desde donde no se veía el mar, sólo el sonido mecánico, de máquina de coser averiada, de las olas, rompiendo en la piedra pómez de las rocas
de vez en cuando el doctor que me operó aparecía por allí y conversábamos
y acabé yéndome del Algarve en un tren de mercancías, sentada en un cajón sobre una jaula con un par de becerros malolientes dentro, mugiendo de morriña y de hambre, y nunca más atravesé el Alentejo después de eso
no por causa de las gaviotas, no por causa del recuerdo del hospital, de las luces apagadas y de los suspiros de las enfermas, no por causa de lo que me hicieron en el hotel ni de la cantidad de pulgas que me pegaron los becerros del tren
y tampoco por tener que hacerme cargo del hogar para impedir que la cocinera me asaltase la despensa y las otras se olvidasen de las escaras y de las chatas de los pensionistas que las familias hasta me agradecían que se muriesen para no tener que visitarlos por la Pascua en la salita en que el Pato Donald y el Ratón Mickey se perseguían en la televisión
y la verdad es que no los acompañaba al Algarve por haberme enamorado entre tanto, en la pastelería en que tomaba café después de la comida y de la cena, de un tío de cerca de cincuenta años que empezó a ocupar, con un periódico y un licor, una silla a poca distancia de la mía
y me miraba por encima de las noticias con el interés y el respeto con que jamás, antes o después de él, me hayan mirado
un caballero cuidado, con el pelo hacia atrás, bigote y uñas esmaltadas como a mí me gusta, reflejando el neón del techo como los instrumentos cromados de los dentistas
un hombre, Dios mío, tan diferente del Hombre que era tímido, poco dispuesto, distraído, con la ropa arrugada, feo
y que al abrir la boca, sin un gesto ni una palabra de ternura, sólo me hablaba de los fastidios de la compañía de seguros, del padre agarrado al violín en una vivienda en ruinas, de su descreimiento del marxismo y a partir del momento en que comenzó la historia del Juez, que me dijo que conocía desde niño, de su deseo de salir de la Organización, cambiar de nombre y huir conmigo a España
y el Banquero ¿El tío te dijo eso, el tío quiere irse del Movimiento?
y yo Sostiene a pies juntillas que no quiere matar más personas, que se hartó de tantos sobresaltos, que está cansado de andar a tiros por ahí, que este asunto del Juez le disgusta por haber sido amigos de chicos
y el Estudiante ¿Qué?
y yo El Juez es hijo del guardés del abuelo de él, no podían vivir el uno sin el otro, sólo dejaron de frecuentarse ya mayores
y el Estudiante ¿Qué?
y yo ¿Qué qué?
y el Banquero Exijo que a ese imbécil se lo vigile las veinticuatro horas del día, exijo que lo convenzas de vivir contigo para tenerlo bajo control de la mañana a la noche, pero el Hombre se negaba a abandonar el caserón en ruinas en el que siempre había vivido y que se hallaba ahora tan deteriorado y con tantos agujeros como la vivienda del padre, rodeado de un matorral de arbustos, de plátanos muertos y de trepadoras salvajes, una construcción derruida cuyos estores se sacudían con el viento y de cuyas habitaciones se despeñaban, en invierno, gruesas placas de estuco y lágrimas de tinta
se negaba a abandonar las sábanas de la cama de campaña en la que dormía, el fogón de briquetas que no funcionaba hacía mucho tiempo, la cisterna averiada, la despensa pillada por los ratones, los sofás destripados, los azafates del techo que se resquebrajaban
se negaba a abandonar aquel paquebote de tablas sueltas y de cajas de sombreros sumergido en medio de las matas, el gallinero, el granero y las caballerizas desmoronados, y los fines de semana, en mayo, paseaba por el jardín, con gorra, en espera de las cigüeñas, vigilando el extremo de las chimeneas, en busca de un nido
iba del corral de los cerdos al pozo desde donde se distinguía Monsanto y los tejados de la Brandoa, colocaba la mano a modo de visera en la frente y me decía, hurgando por cigarros en los bolsillos, No se ve nada de nada, Hortense, qué les ha sucedido a las cigüeñas este mayo
de forma que permanecíamos horas aguardando los dos en lo que debía de haber sido una rosaleda y ahora no era más que una confusión de espinas y de hojas que devoraban la balaustrada de piedra, los bancos de azulejos y lo que quedaba de las estatuas de loza que representaban las estaciones del año
a la mira de que un perfil de cigüeñas surgiese, planeando, del Barrio de Santa Cruz o del campanario de la iglesia y se acercase en círculos al tejado del granero, al tejaroz del invernadero, al olmo que ascendía, sacudiendo vientos, en dirección al cielo
yo, desequilibrada en los tacones, con miedo de las serpientes, de las lagartijas y de arañarme con las ortigas, él susurrando por un ángulo de los labios palabras que yo no entendía
y eso hasta que el sol desaparecía, el crepúsculo teñía las hierbas y regresábamos, pisando guijarros, raíces y pedazos de ladrillo, al caserón de cristales rotos, escuchando el violín que sonaba en la vivienda, escuchando los insectos de la noche, escuchando las tarimas que gemían en el silencio como escuchara, de joven, las gaviotas de Lagos
Cigüeñas, pero qué cosa, farfulló el Artista, impresionado
mientras el caballero de las uñas esmaltadas me pagaba cafés, sonreía, se preocupaba por mí, se interesaba por mí, me invitaba a comer, a cenar pollo con almendras en los restaurantes chinos, a acompañarlo al cine a ver películas románticas que me hacían llorar, y me acariciaba la mano consolándome de los pesares de la pantalla
un individuo comprensivo y alegre, con párpados pestañosos, perfumado con un agua de colonia que me mareaba y que un día amaneció en mi cama besándome los hombros y jurándome declaraciones de amor
y esa misma tarde entregaron en el hogar un frasco de perfume francés y tres pares de ligas envueltos en papel dorado, además de un ramo de claveles con un lazo color rosa y una tarjeta que afirmaba Soy tuyo, todo tan bonito que apetecía ponerlo en un florero sobre la cómoda de la sala
y el Hombre, que vino a cenar a mi despacho horas más tarde, vio los claveles en un jarrón y no preguntó ¿Qué es esto?
se sentó a la mesa, comió la sopa callado y a la altura de las natillas alzó los ojos hacia un cuadro de la pared que representaba a unos perritos jugando y dijo He descubierto un nido en la chimenea del granero, ya me pasó por la cabeza telefonearle al Juez para avisarle, de modo que casi tuve pena de él por no saber nada de mí e inventé el pretexto de un dolor en los ovarios para dormir sola, después de dejarlo hablar de nidos durante el aguardiente y el cigarro
y a la tarde siguiente recibí otra tarjeta y otro ramo de claveles acompañados esta vez por un anillito y una langosta, y de tras del anillito y de la langosta el caballero con chaqueta cruzada y perla en la corbata que golpeó a la puerta del hogar, le pidió a la criada que me llamase y la criada entró en la cocina parpadeando, Hay allí un señor que pregunta por usted, tan bien parecido que me da sofocos
y el caballero, muy serio, elegante como un diputado, acariciándome la oreja delante de toda la gente, Ha ocurrido algo gravísimo, querida, tengo que hablar contigo
yo sólo pensaba Estoy en chinelas, con rulos y desmaquillada, me he partido una uña y mido un metro cincuenta y tres sin tacones, si repara en todo eso dejaré de gustarle
y el caballero se encerró conmigo en el dormitorio, adelantó el pulgar hacia el escote del vestido y gritó, por encima de los chillidos del Pato Donald en la televisión, Hay una confesión que quiero hacerte, Hortense, soy policía
la criada quitó el volumen a los dibujos animados y arrimó la oreja a la cerradura al mismo tiempo que él se aflojaba la corbata y me desabrochaba el sostén entre suspiros, Te adoro
y a partir de ahí trabajé simultáneamente para la Organización y para la Judicial, preparando la emboscada al Juez, visitando al Hombre en el caserón de Benfica, soportando los gañidos del violín de su padre, buscando nidos de cigüeña en las chimeneas y en los tejados y acostándome con él en la cama de campaña que olía a comida fría y a moho de colchón
y los jueves el caballero esperaba en la pastelería enfrente del hogar, pasando páginas de periódico con las uñas esmaltadas, que el Hombre acabase las natillas, el aguardiente y el cigarrillo, preocupado por el Juez, proponiéndome que abandonásemos el Movimiento, cambiásemos de nombre y huyésemos a Galicia a trabajar en el restaurante de unos parientes de mi madre, unos primos lejanos que ni siquiera sospechan que existo
y yo, que nunca he ido a Galicia, que nunca en la vida llegué más allá de Alcobaça, alentándolo, según el caballero me ordenara, Claro que sí, tío, Galicia es más o menos como el Miño, todo muy verde, concertinas, adornos, romerías y el mar allí cerca, en los días de ocio te entretienes con las cigüeñas, te aseguro que lo que no falta son cigüeñas, cada chimenea tiene una, con la zanca levantada, y él fascinado, suspendiendo la cuchara del postre, ¿Ah, sí?
y yo El cielo se pone blanco de alas, no te imaginas, conseguimos carnés de identidad nuevos y ningún maoísta dará con nosotros, hasta nos casamos por el Registro si quieres
y el Hombre, con la cuchara inmóvil, Cigüeñas, ¿eh? y si le digo al Juez que se pire con nosotros, hemos andado juntos veinte años al acecho de esas aves, aún hoy, mira, encontramos el comienzo de un nido allí en la quinta
y yo, inquieta, ansiosa por el after-shave del caballero, Tres personas dan el cante, los gallegos se dan cuenta, ¿te apetece recibir un tiro de un vasco en una esquina?
y yo, sirviéndome de los cigarrillos de él, Además ahora en Vigo no es época de cigüeñas, ¿has pensado ya en la desilusión de encontrar las torres de los campanarios vacías?
y el Hombre, con el mentón en la garganta, sin ganas de comer, Esto del Juez me disgusta, fuimos amigos en otro tiempo, en una ocasión me salvó de caerme de la claraboya mientras mirábamos bañarse a la criada
y yo, atenta a una mariposa en la pantalla, ¿Mirar bañarse a la criada?
y el Hombre, con el mentón en la corbata, poniendo la servilleta en el mantel y volviendo a beber aguardiente, No me apetece que lo liquiden, creo que no he vuelto a tener amigos después
la mariposa caminaba en el interior de la pantalla al encuentro de la bombilla, y yo, ausente y deseando que él se fuese, me puse a imaginar Galicia, edificios, árboles, ríos, playas escarpadas, monasterios, me puse a imaginarnos en una habitación al pie de las olas oyendo el mar que rodaba la noche entera en las profundidades de la tarima, me puse a imaginar el restaurante de pobres de mis primos y los obreros en la barra, con el ceño fruncido, curando con orujo los achaques de la miseria
y en esto la mariposa alcanzó la bombilla, se sonrojó, se contrajo, las antenas crepitaron, las órbitas se asemejaron a puntidos metálicos y el insecto se despeñó, panza arriba, arrugado y con las patas encogidas, en el anaquel donde yo guardaba el whisky, la fotografía del portero de Lagos y el libro de las cuentas de la clínica
en el instante en que, deseando que el Hombre se levantase y despidiese y casi gritándole que me sacase las cigüeñas de casa, oí a las muchachas mandar a los pensionistas que se acostasen y el roce de pantuflas y chinelas en la alfombra
pantuflas y chinelas de aves flacas sin chimenea de granero donde anclar, las aves de Pontinha, de Buraca, de Amadora, las aves del Paiá y las Pedralvas, las que llegaban por sobre los cedros del bosque de Benfica podando las copas con las remeras, las que dormían en Monsanto, en Sao Domingos, en la Damaia, cerca de la vía del tren, en el apeadero donde una vieja con paraguas abierto esperaba, solitaria entre cañaverales y vallados, un vagón que no venía, cigüeñas en el vértice de la palmera del correo, en el sótano de Vila Ventura, en el grande, triste, compacto edificio del Pires con sus estatuas y su barandilla adornada
cigüeñas en la chimenea de la Panificaçáo do Sul, en el Patronato, en la Rua Ernesto da Silva y en el antiguo colegio, sin alumnos, de la Avenida Grao Vasco, reducido a los omóplatos de las paredes y al taller de herrero que ocupaba el patio, cigüeñas en todas partes salvo en la caballeriza, en la vaquería y en el granero de la quinta de Benfica, y el Hombre y el Juez, treinta años después, a la espera, con pantalones largos, en el pomar moribundo, con la expectativa de otrora, el Hombre que terminaba, con el mentón en la corbata, el aguardiente y el cigarro, insistiendo hacia el interior de la copa No me apetece que lo liquiden, ¿crees que tus primos lo recibirán en Vigo?
el Hombre al que casi empujé hacia la escalera, añorante del after-shave y de la elegancia del otro, Estoy cansadísima, Atunes, disculpa, ¿no podemos hablar de eso mañana?
y el Hombre, en busca de un cenicero con los ojos, Claro, claro, cuando quieras conversamos
perdido, como los jubilados, en memorias de infancia, caminando, hacia atrás, hacia el vestíbulo, tropezando con una mesita, derribando un teléfono, diciendo Claro, claro, cuando quieras conversamos, y mirando los apliques en busca de nidos como si existiesen cigüeñas en el trenzado de los cables, como si continuase, con babi, acechando la chimenea del granero
y yo, ya descortés, cerré la puerta tras él, pegué las cejas a la mirilla, lo vi sobre el felpudo, con las manos en los bolsillos, inmóvil frente al ascensor, sin apretar el botón de llamada, hasta que la luz del rellano se apagó, se encendió, se apagó
e imaginé al caballero, pobre, en la pastelería, con el periódico doblado sobre la mesa, con una plantación de vasos de agua y de tazas de café en el mármol y el encargado desparramando serrín por el suelo
de manera que abrí la puerta, llamé al ascensor, metí al Hombre allí dentro y le dije Al sótano deprisa, ¿quieres estropear mi reputación o qué?
y antes de que tuviese tiempo de ordenarme el pelo, de retocarme las uñas, de perfumarme decentemente, de colgarme largos pendientes de las orejas y de cambiarme el vestido por un salto de satén, la cocinera entró sin golpear en la habitación, Señora, el de los jueves está aquí, ¿qué hago?
y yo, desenvuelta, empuñando el lápiz de los párpados, Es un asunto de negocios, Adelaide
y pocos segundos después lo tenía alisándose el bigote apoyado en el marco, sonriendo con una cajita negra en la mano, Vaya, querida, qué bien te veo, adivina el regalo que te traigo
pero no me ofreció el ramo de claveles ni las ligas de costumbre, sino aquella cosa negra que sujetaba con el índice y el pulgar
y que colocó junto a los cepillos de carey y el vaporizador de laca mientras yo me abría el escote del salto para mostrarle la garganta y el comienzo del pecho pero él no se fijaba, entretenido en señalar la caja y explicar Es un micrófono, gatita, tiene un adhesivo aquí, quiero que lo escondas en la habitación de la Rua Gomes Freire de donde van a disparar al Juez, tu novio es tan tonto que es imposible que no desconfíen de él
yo abriendo el escote, asomando la rodilla por la abertura del salto, acomodándome los mechones con los dedos, y el caballero, sin tocarme, sin abrazarme, sin besarme, preocupado por el micrófono, preocupado por la emboscada, preocupado por los tiros, mirándome sin arrebato ni ternura y pendiente del bigote que mojaba con la punta del meñique ensalivada yo reclamándolo, pellizcándole la tripa, acariciándole el pecho, acercándole la nariz al ombligo, Te adoro
y el caballero, con el tronco arqueado como si yo le repugnase, sujetándome los hombros para desprenderse de mí, Mete ese chisme donde nadie pueda encontrarlo y te compensaremos, no quiero un terremoto en la Judicial
y yo, al borde de las lágrimas, frotando la barbilla en el cinturón, ¿Te compensaremos? ¿quiénes? ¿quién me compensará? no necesito que nadie me compense, he aguantado sola la vida entera
y el caballero, observando la calle desde la ventana, Cuando hablo de compensaciones, chica, hablo de estar en chirona menos tiempo que los demás
y yo, sin comprender, ¿En chirona?
una claridad malva caía en los objetos sin demorarse en ellos, rodeando mis arlequines y mis payasitos de porcelana con un aura plateada, matizando el pelo de la alfombra, aumentando el volumen de los cojines de la cama y yo, sin comprender ¿En chirona?
y el caballero, jugando con un pequeño pote de cobre, En chirona pero menos tiempo que los demás, esconde el micrófono donde nadie lo encuentre que he instalado un equipo a treinta metros que graba las conversaciones
y yo, que comenzaba finalmente a entender, pensando en Galicia, en los edificios, en los árboles, en los ríos, en las playas escarpadas, en los monasterios, en el mar rodando la noche entera en las profundidades de la tarima, pensando en las cigüeñas de Vigo, en las decenas, en los centenares, en los miles de cigüeñas de Vigo, y en el Hombre y en el Juez, con pantalones cortos, con los bolsillos repletos de canicas y de sellos, entretenidos con las idas y venidas de los pájaros.
—Tranquilo que yo me ocupo de la cajita —le dije girando el picaporte de la puerta asqueada de repente de la elegancia, el bigote y el after-shave del caballero—. Ya no me interesa siquiera que usted me asegure un minuto menos en la cárcel