Y allí estaba yo, un tonsurado, un elegido, un ungido del Señor, cura hermano de dos curas y nieto del abad de la casa del parral que inauguró la vocación religiosa de la familia, viejo de sotana sentado con un gato en brazos brazos entre la pila de lavar ropa y un pino manso cuya sombra le marchitaba las lechugas, mirando por encima de las gafas, por la tarde, en otoño, la capilla, las lápidas y los cipreses del cementerio, a medida que los cuervos y las nubes de la noche se expandían como una mancha en los campos de trigo del inglés. Me acuerdo de haberle besado la mano, en Navidad, en la sacristía de Carazeda de Anciáes (y los álamos cantan en el fondo de mi sangre) mientras se paramentaba para la misa en una habitación helada, bajo enormes Cristos que sangraban lágrimas de madera. En la víspera de entrar en el seminario fui con mis padres a recibir su bendición y lo encontré comiendo pescado y judías verdes en una salita repleta de calvarios trabajados y de oleografías de mártires, de modo que me arrodillé, contrito, con el mentón en el borde del mantel, a fin de que el abad, que se servía aceite sin parar de escupir espinas, me trazase deprisa en la frente, con la tapa de la vinagrera, gestos de bendición que goteaban. Lo volví a ver en las vacaciones de ese año, acariciando el gato junto a las lechugas marchitas, pero al verano siguiente encontré que la peluca del farmacéutico habitaba su vivienda, el pino manso estaba cortado de raíz, la huerta sustituida por un cuadrado de césped con bambis de loza, arabescos de hierro forjado en la veranda, y a la esposa alemana del de las píldoras, que se paseaba en la villa, con faldas ajustadas, arrastrando a un caniche por la correa, tumbada en bañador sobre una toalla de playa, leyendo revistas del corazón al lado de los cipreses. Sólo entonces me contaron que mi padrino (era el padrino de todos los hijos y nietos y a todos bautizaba, atropellando párrafos, con farfullas enfadadas de latín) había muerto en abril, en olor de santidad, en el hospital de Lamego, por habérsele disparado en el hombro el fusil de las perdices, sin tiempo siquiera de elegir el nombre del último ahijado, nacido de amores volcánicos con la empleada de la mercería, una bizca llamada Lucília, cincuenta y tres años más joven que él, que le heredó el breviario y las escasas tierras de labor y se casó rica con el gobernador civil de Bragança. Si viajo a Carrazeda visito siempre el cementerio con un banquito de lona bajo el brazo, primero para rezar cómodamente, junto a la tumba del difunto, ornada de una estatua de mármol pulido que representa a la Castidad, y después para espiar a la señora del farmacéutico a través de un bosque de lápidas, untándose cremas y lociones bronceadoras en sus cinco palmos de césped. En el caso de que la alemana se vaya del jardín, para probarse blusas en la modista, doy una vuelta más de avemarías al rosario para auxiliar al finado a entenderse con los ángeles (especie de gaviotas del cielo que duermen en los mástiles del Paraíso con las cabezas bajo las alas), y me quedo hasta el crepúsculo observando las sierras que me separan de los tajos del Duero y de los barquitos que danzan allí abajo, como pupilas, bajo tantos párpados de esquisto.
Pero cuando pienso en Carrazeda de Anciáes no son sólo los álamos, la alemana, los campos de trigo y el cura sentado junto a las lechugas con el gato en brazos los que cantan en el fondo de mi sangre: es el viaje en la ambulancia, en invierno, que llevaba a mi padre, moribundo, hasta Oporto, los eucaliptos de los dos lados de la carretera que surgían, remolineando, de la niebla, la enfermería donde la humedad se escurría copiosa por las paredes de granito, el entierro en el solar que mi abuelo reservara, alrededor de la Castidad de su túmulo, para un innumerable rebaño de ahijados, cada uno con el nombre del santo del día en que naciera, los cuales se agrupaban, en torno del ataúd, rezongando rezos en el tono enfadado del padrino, mientras la esposa del farmacéutico, comprimida en un vestido blanco, acariciaba al caniche en una esquina de la fosa, con los cabellos sueltos en cascada sobre los hombros, con un disgusto de carbón que zigzagueaba en la pintura de las mejillas.
Y diez años pasados de las exequias de mi padre, transportado de vuelta a Oporto, cubierto por un paño negro y dorado, en un coche sin acompañamiento ni flores, con bombillas eléctricas atornilladas a las puertas, ingresé en el Movimiento por razones puramente teológicas (para no hablar del diputado demócrata-cristiano que me robó a mi catequista favorita, una pequeña de diecisiete años que prometía bastante), y a la semana siguiente, a la hora de la comida, estallaba por una bomba, en el Terreiro do Paço, el automóvil de un director-general del Ministerio de Justicia, que astilló los cristales de doce muestras en la Rua da Prata y asustó de tal forma a los albatros que por lo menos durante un mes ningún pájaro se posó en la muralla del río, exiliados en los barrios del Dafundo disputando espinas de corvina a los mendigos del alba.
—Lo que hace falta es que continúes ejercitándote —me alentó el Artista con una palmada amiga en la espalda—, yo entrené no sé cuánto la puntería, desde la ventana de un camarada nuestro, con los caboverdianos de las obras. El jueves o el viernes te consigo unos tubos de explosivos para que practiques a gusto, tranquilamente, en las pausas de las misas.
Claro que inicié mi aprendizaje revolucionario colocando rollos de trotil en el buzón del diputado demócrata-cristiano, que en ese entonces había amueblado una octava planta en Alvalade, y al ver el vestíbulo de la finca, es decir, los escalones de marmolita, las plantas, las roldanas, los cables y las cajas de los ascensores y el cuartucho de la portera saltaron en fragmentos que destruyeron los árboles de la calle y las fachadas de los edificios de enfrente, en medio de un torbellino de polvo que tardó una eternidad en asentarse. Continué dinamitándole el coche e impidiéndole el matrimonio con la catequista mediante diecinueve kilos de nitroglicerina instalados la víspera en las oficinas del Registro Civil, lo que provocó un incendio que se expandió, ayudado por el viento, a la manzana entera, calcinando de paso un local de sauna y de masajes cuyos clientes, desnudos como fetos, salieron a la calle a gritos envueltos en albornoces, y di por concluido mi aprendizaje con una granada de mortero en la explanada del restaurante donde la traidora y el fascista se recomponían de las bombas con un centollo y una cerveza, que hizo volar a la vez, sin saberlo, a un mayor del Servicio de Informaciones y a tres antiguos comisarios de la policía política que, instalados en una mesita tranquila, disfrutaban con jarabe de culantrillo su retiro.
—¿No te decía yo que es una cuestión de persistencia? —se regocijó el Artista abrazándome, conmovido, en el atrio del Centro Parroquial, cuando yo me acomodaba el alzacuello y los pliegues de la sotana para una reunión evangélica del núcleo de parejas del que formaba parte una ingeniera simpática—. Has acabado con tres tipos de los servicios, el Comité Central está contentísimo contigo.
—Te han nombrado segundo comandante de nuestro grupo de asalto, enhorabuena —me felicitó el Banquero con un apretón de manos, debajo de la fotografía de Lenin, en presencia de los camaradas de la célula—. ¿Cómo diablos conseguiste adivinar que hacía tiempo que andábamos en busca de esos tipos?
—Los periódicos de hoy no hablan de otra cosa, tenemos las primeras páginas para nosotros en todas partes —dijo triunfador el Estudiante que exhibía títulos impresos subrayados con lápiz rojo—. Cuarenta y un cadáveres en medio de los mariscos, la Judicial presa del pánico, la derecha pasándolas moradas, y nuestro comunicado con todo relieve reivindicando el atentado.
Y por consiguiente, queridísimos cristianos, allí estaba yo, un tonsurado, un ungido, un siervo de Dios, luchando para liberar a mis pobres, mis desamparadas, mis inocentes, mis amadas ovejas de la demoníaca tentación del Capital y de los ladrones de catequistas, en espera de la orden del Banquero para lanzar la primera granada de sesenta milímetros en el tejado de la policía después de administrar la extremaunción al Artista que moría de una bala en el pecho, murmurando discursos sobre Angola. El Estudiante no se aclaraba con el cañón sin retroceso, al que le sobraban o faltaban piezas a medida que intentaba ajustarlas de una u otra manera según un folleto de instrucciones checoslovacas que nadie descifraba, sin lugar para el seguro o la culata si es que tenía culata, un tubo vulgar, un poco oxidado, con botones y un asa, sin abertura siquiera destinada a introducir las municiones allí dentro, lo que me llevó a pensar que se trataba de una gitanada de los árabes que nos encajaban toda la basura que podían a cambio de los marcos de nuestros colegas alemanes o de las libras de los camaradas irlandeses que al asaltar un banco, un tren o una caja fuerte no se olvidaban de nosotros por solidaridad proletaria.
—Aún como tú dices no lo consigo, esta porquería de cilindros no enroscan unos en otros —se lamentó el Estudiante mostrándole un pedazo de caño del suelo semejante a un periscopio con inmensos años de mar—. En tu opinión ¿qué hay que hacer ahora?
—La próxima vez que vayamos al Algarve a buscar un cargamento de armas, descuida que ajustamos cuentas con ellos —prometió el Banquero desempacando granadas—. Prueba la bazuca que quedó en el cajón, con un poco de suerte puede ser que algo funcione.
Salíamos por la tarde de Lisboa, cenábamos sopa y pollo en el Alentejo, un pequeño restaurante de camioneros al borde de la carretera, y a las diez de la noche ya esperábamos, ocultos en las jaras de una playa desierta, sin rocas, entre Faro y Tavira, cuyas olas se enrollaban, a diez metros de nosotros, avanzando y retrocediendo con un repique de conchas. Las lámparas de las traineras de pesca quedaban suspendidas, como de un alambre, de la línea del horizonte, el cigarrillo del Banquero se avivaba y desaparecía, la geometría de las estrellas me intrigaba, y en eso comenzábamos a escuchar, venido del agua, sin que divisásemos más que reflejos y tinieblas, un sonido mojado, monótono y vagaroso de motor creciendo hacia nosotros el Estudiante me codeaba la barriga, Son ellos, el motor enmudecía en el instante en que una lancha de luces apagadas llegada de la nada, quedaba inmóvil, con la quilla muy recta, en la arena, tres o cuatro bultos saltaban del combés descargando fardos, el Hombre acercaba la furgoneta escondida en un bosquecillo de pinos, y el patrón de la lancha, un gordo descalzo, anunciaba con la factura en la mano, señalando los sacos (un vuelo de lechuza rasgaba la pizarra de las tinieblas, los pinos donde se guardaba la furgoneta se agitaban en una pequeña colina de llorones), Artillería buena, cincuenta mil marcos, señor, hay corbetas de la Marina en el canal.
—Veinte mil —contraponía el Hombre bajando de la furgoneta, con las manos ahuecadas junto a la boca para encender un fósforo—. La última vez, en lugar de ametralladoras nos entregaste una tonelada de licor de café y de puros cubanos, tenemos para fumar toda la vida.
—Y el licor acabó con nuestra vesícula, nos llevó una fortuna en médicos —apoyó el Banquero, decidido—. De veinte mil nada, diez mil marcos alcanzan y sobran. Y se entregan las armas aquí mismo.
—No hay tiempo, va a venir la Guardia —se asustó el patrón, con pantalones de sarga a la altura de los muslos, haciendo gestos a los marineros para que se diesen prisa con la descarga—. Artillería buena, cuarenta mil marcos, negocio cerrado.
Una de las traineras se movió un centímetro en el horizonte como una pinza de ropa en su cuerda, dorando el agua, una segunda lechuza pasó junto a nosotros batiendo los remos de las alas y desapareció en la mancha de los pinos, y el Hombre avanzó por la playa y se acercó a la mercancía empuñando la navaja. Copos de nubes aclaraban la arena y la basura del reflujo despreciada por el mar. Una especie de luz negra surgía de la tierra definiendo los arbustos, los árboles y los contornos de las colinas, casas distantes, un pilar de acueducto, un grumo de farolas de aldea hacinadas en una madriguera de sombras.
—Dieciséis mil marcos y nos quedamos todos satisfechos —sugirió el Banquero, conciliador, sacando billetes del bolsillo y humedeciendo el pulgar para contar el dinero—. Y si quieren les damos los puros de propina para que los encajen a unos palurdos cualesquiera.
—O los frascos de after-shave y los caramelos españoles que recibimos en vez de ametralladoras en la penúltima remesa —dije yo observando la trainera de hacía poco y la lámpara de la popa sobrepuesta a la de otro barco de pesca y cuyo brillo aumentaba y se duplicaba, amarillo, en el agua. A este listo le gusta organizar revoluciones con pirulíes y pistolas de juguete.
—Treinta y ocho mil marcos —cedió el patrón, inquieto, atento a la sirena de la corbeta de la Marina—. Muy peligroso venir aquí, señor, no quiero ser preso en Portugal.
Los marroquíes miserables que transportaban los sacos a la furgoneta crecieron lentamente, en semicírculo, hacia nosotros, arrastrando los pies descalzos en la arena, dos o tres más salieron de la cabina de la lancha, con rifles bajo el brazo, y el Hombre, que registraba el contenido del fardo, dejó caer la navaja admirando, boquiabierto, el barco cuyas hélices comenzaron a remolinear en medio del sonido mojado con que se arrimara a la playa. El levante estremecía a los pinos, la trainera aún se deslizaba en el horizonte tocando con su lámpara varias lámparas ancladas, una ola robó con la hoz del brazo los detritos de la arena.
—Treinta y ocho mil marcos, rápido —ordenó el patrón sacando un revólver de guerra de entre los botones de la camisa, y conversando en una lengua extraña con los marineros que nos amenazaban ahora, con los miembros relajados, y que codiciaban, con el halo de las pupilas, las chaquetas y los zapatos—. Treinta y ocho mil marcos, señor, los patrulleros de la Guardia andan por ahí.
Los de los rifles saltaron a la playa mientras la lancha se alejaba, marcha atrás, para volverse paralela a la dirección de las olas, uno de los marineros derribó al Estudiante de un sopapo, la lechuza, a la que el viento atontaba, se achicó rumbo al acueducto y a las farolas de la aldea, el patrón recogió el dinero del Banquero, le mandó sacar fuera los forros de los bolsillos en busca de dinero suelto, se quedó con el reloj, la pluma y la cadena de plata del Hombre, lanzó las llaves de la furgoneta hacia una mata de pitas, y vimos la estela de la lancha que se desvanecía, revolviendo espuma, en el mar, el vaivén del agua acalló el ruido del motor y nos quedamos los cuatro, a gatas en la oscuridad, en busca de las llaves del coche, mientras que el Artista, que vigilara la carretera, allí arriba, durante la aventura con los árabes, y se percatara de la partida del barco, se echaba a correr, pateando raíces de pinos, pasaba junto a nosotros hundiendo los tobillos en la arena, se arrodillaba ante uno de los fardos y retiraba de la arpillera, insultándonos, paquetes y más paquetes de bombones suizos dispuestos en envases de cartulina y de papel celofán con paisajes, ositos y escenas campestres en la tapa, cubiertos con sellos de garantía y lacitos rosados.
—Que me quede ciego si no os obligo hoy mismo a comer todos estos chocolates —juró, furioso, agitando una caja de pastillas rellenas de mentol decorada con guirnaldas en relieve de jilgueros y canarios—. ¿Cuánto habéis pagado, gilipollas, por la diarrea que vais a tener?
Ahora las farolas de las traineras permanecían fijas como piezas de ajedrez en el horizonte, inexistente y no obstante nítido como el surgir de los muebles del pasado en el insomnio de hoy. El levante había enmudecido de golpe y se sentía el olor de los melocotoneros y de los naranjales de Tavira embalsamando el aire. En el sentido opuesto a la costa no se distinguían sólo el acueducto, los árboles, las casas y el perfil casi redondo de las colinas, sino también la leprosería deshecha en la cumbre de un otero y un campo de cabrahigos que se extendían playa adentro, hinchados de varices, camino del mar.
—Cállate y ayúdanos a encontrar las llaves antes de que venga la policía —dijo el Banquero, con la nariz cerca del suelo, palpando una mata de hierbas—. Tal vez nos ofrezcan algo por esta mierda, tal vez alcance para comprarle un cuchillito al Intendente.
—¿Te acuerdas de los chocolates del Algarve? —me preguntó el Estudiante intentando comprender, por milésima vez, rodeado de muelles, astiles y tubos, las indicaciones y los dibujos del desplegable del cañón—. Apuesto que esto es un tubo de retrete encontrado en una demolición cualquiera, si queréis voy un momento al cuarto de baño con una pica y un soplete y en menos de media hora os traigo un arma igual.
—Suelta el cañón —insistió el Banquero, mirando el reloj, preocupado por las granadas—, y ve si puedes hacer algo con la bazuca. Es imposible que todo esté en mal estado, algo ha de funcionar, caramba.
—¿Chocolates, señor? —dijo el patrón, que había desembarcado jovialmente de la lancha, mirándonos con una inocencia asombrada—. No eran chocolates, era artillería buena, el jefe nunca se equivoca en el encargo. ¿Tienen ahí los chocolates para mostrárselos?
—Los hemos comido —confesó el Hombre avergonzado—, hemos pasado un mes alimentándonos con bombones de menta, hemos convidado a la familia, a los amigos, a los mendigos de las iglesias, a los clubes recreativos y a las sociedades de beneficencia, me dan ganas de vomitar sólo de pensar en dulces. Aún hoy los escaparates de las pastelerías me dan náuseas.
—No eran chocolates, era artillería buena —dijo el patrón sonriendo, besándose los dedos—, a un portugués bien dispuesto le gusta bromear con los marroquíes. Muéstreme las cajas, señor, y no paga estos fusiles rusos.
—¿Cajas? —preguntó el Artista—, mi camarada ya te ha explicado que nos hemos comido los bombones, casualmente los rellenos de nuez no eran malos. Lo que queremos es que nos devuelva nuestros marcos.
Y allí estaban los de los rifles, de pie en la proa de la lancha, allí estaban los marineros desharrapados rodeándonos sin prisa, allí estaba el patrón sacando el revólver de guerra de la camisa, allí estaba la misma lechuza rasando las copas de los pinos, acechando a los gusanos de la noche. Y las farolas de las traineras, a espacios precisos, balanceándose en la cresta de la marea.
—Si no hay cajas de chocolate no hay dinero —concluyó el patrón, divertido con la broma del Artista, ordenando a sus cómplices que cargasen los fardos hacia la playa—. Ahora son cañones sin retroceso checoslovacos, instrumento seguro, destruye una finca entera, treinta mil libras, señor, precio de hermano, Portugal y Marruecos amigos.
Desprendió una botella del cinturón, bebió un trago, ofreció de beber sin que ninguno de nosotros aceptase, acabó tapándola y guardándola de nuevo en el pantalón, con un hilo de líquido que le brillaba en la sonrisa:
—Treinta mil libras, señor, el mejor negocio del mundo. Puede comprobar el cañón, da tiempo, la Guardia está patrullando en Lagos.
—De manera —dijo el Estudiante mirando los tubos inútiles—, que regresamos a Lisboa con veintisiete mil libras de baratijas checoslovacas, capaces, por sí solas, de pulverizar a la burguesía y entregar el poder a la clase obrera, y nosotros, los imbéciles, despavoridos por la idea de que un cerco de la Brigada de Tráfico nos hiciese detener y descubriese, bajo las mantas de hule, estos tubos ridículos y estos hierros sin valor. Aunque se adaptasen los fragmentos unos a otros, en el estado en que los compramos no aguantaban ni siquiera una granada: la burguesía ha de dominar el universo hasta la resurrección de la carne.
—Lo mejor es que acostemos el cadáver en una de las camas de atrás —dijo la Dueña de la Casa de Reposo a quien el Artista, tumbado, con los ojos abiertos, en el sofá, incordiaba—. Dentro de poco comienza a cambiar de color y a oler mal, le salen grumos de sangre por la boca, yo qué sé, a mí los difuntos me inquietan, mientras no los acomodo bajo tierra no me quedo tranquila.
—El mortero no funciona —informé yo probando el percutor con el meñique—. Tiene una avería complicada, ¿dónde hay una palanca para desmontar la base?
—Pero ¿qué es lo que está bien, al fin y al cabo? —protestó el Banquero dándole un puntapié al cañón sin retroceso y agarrándose el zapato, a la pata coja, con una mueca de dolor Me he hecho daño en el tobillo, joder, no puedo doblar la pierna, palabra que si llego a pillar al marroquí le corto los huevos.
—Cañones sin retroceso, bazucas y morteros de Afganistán acabaron con seiscientos tanques de asalto en un segundo —proclamaba el patrón señalando un montón de fardos—. En la semana traigo ametralladoras de Israel robadas en Beirut, la Liberación de Palestina vende.
—Policía en los tejados, policía en las ventanas, me da la impresión de que hasta en las esquinas hay tipos armados —dijo el Hombre, sin volver la cabeza, plegando la cortina con la mira de la escopeta—. Y hay un fulano uniformado en el patio del Archivo de Identificación dispersando a la gente que pasa.
—¿Quién me ayuda a cargar al muerto? —preguntó la del hogar de ancianos sujetando al Artista por las pantorrillas—. No lo quiero aquí, tengo miedo, el difunto ha soltado un líquido extraño por la nariz.
—La bazuca no es diferente del cañón, el óxido ha obstruido la salida de los gases —gruñó el Estudiante rayando el metal con el cortaúñas—, tal vez pueda hacérsele un agujerito con una rama dura de escoba.
En el Algarve, entre Tavira y Faro, las higueras crecían de noche por el mar, elevando las raíces, sobre las olas, hacia las farolas de los barcos de pesca anclados en el horizonte, los melocotoneros y los naranjales perfumaban el agua con una dulzura alegre, el acueducto emergía de la tierra y el árabe, cada vez más cordial, cada vez más simpático, cada vez más fraternal, saltaba de la lancha para encajarnos kilos y más kilos de muñecas de plástico, de servicios de loza china made in Rabat y de gramáticas turcas, que nos afanábamos en pagar con los marcos y las libras de los socios alemanes e irlandeses. En el Algarve, entre Tavira y Faro, rastreábamos por los llorones no de la playa, atentos a las corbetas de la Marina y a los todo terreno de la Guardia, atentos a las lechuzas del pinar y al silencio de las estrellas, mientras el Artista vigilaba la carretera agachado tras un hito kilométrico, a la espera de faros que no había en la carretera sin luz lunar.
—¿Qué es eso? —dijo de repente el Banquero, inmóvil, con las pupilas en el techo, dejando caer una granada que rodó en la tarima hasta desaparecer, pesada y oval, debajo de un armario—. Oye, ¿qué es lo que hay en la lámpara?
—Ha echado un gargajo amarillo, mira —dijo la Dueña de la Casa de Reposo agarrada a la manga del Estudiante—, si no me lo sacan de aquí quien se escapa a toda marcha soy yo, nada me da más asco que un cadáver.
—¿Qué tiene la lámpara? —se admiró el Hombre abandonando la ventana para observar una araña de seis brazos de los que pendían caireles, colgada del estuco mediante una cadena de latón—. No veo nada de especial en la lámpara, sólo que es espantosa como el resto de los muebles, eso es todo.
—Por lo menos el mortero ya funciona —informé yo ensanchando la base del trípode—, cuando queráis peras del olmo, basta con decirlo.
—Eso en la rosca de la bombilla fundida, ese cuadradito negro, coño —se impacientó el Banquero rondando bajo la lámpara—. Traedme una escalera deprisa, creo que los cabrones de la Brigada nos han tendido una trampa.
—Y si el muerto se levanta, eh —gritó la del hogar de ancianos sin soltar la manga del Estudiante—, he leído en un libro brasileño que los muertos se levantan y se pasean por ahí para atormentarnos.
—Gramáticas, señor, ¿qué gramáticas? —se rió el marroquí embadurnado de petróleo, divertidísimo, traduciendo la charla a los marineros, saludándome con un pellizco en la mejilla por mi sentido del humor—. Portugués gracioso llama gramática a las ametralladoras.
—Si no hay escalera conseguidme un chisme cualquiera para llegar ahí arriba —se irritó el Banquero plantado en la tarima, con las manos en la cintura, estudiando la lámpara—. O mucho me equivoco o estamos fritos.
—Un vómito, puedo asegurar que es un vómito —dijo la Dueña de la Casa de Reposo al Estudiante—, ¿ves esas burbujas que le hierven en la boca? Sujétalo de los hombros deprisa, en sólo un minuto encerramos al difunto en la despensa.
—Vamos a inaugurar una tienda de quincallería con lo que nos vendéis —dijo el Hombre al capitán pellizcándole con fuerza, a su vez, la mejilla—. Tenemos un bazar completo en el almacén de Loures, ni siquiera nos faltan bicicletas japonesas ni artesanía india.
—Alzadme hasta la cómoda —exigió el Banquero, con los codos en el aire como los paracaidistas, esperando que lo levantásemos hasta la tabla barnizada protegida por un tapete de ganchillo, con un jarrón de flores de tela en el centro—. Soltad al muerto y las bazucas. Serán cabrones, que un rayo me parta si no es un micrófono de la Judicial.
—Dueños de tiendas todos ricos —aprobó con gravedad el capitán, sensible a los asuntos del comercio, rascándose la nuca con el revólver—. Traemos mercancías de África en la lancha, alfombras, collares, cinturones, guitarras eléctricas, conseguimos empleado árabe que atienda en el mostrador.
El Banquero arrancó de la lámpara, entre tintineo de caireles, un pequeño cubo de dos o tres centímetros a lo sumo, lo volvió a un lado y al otro como quien examina un objeto inesperado, un animal del océano, una piedra lunar, repitiendo Un micrófono, un micrófono, un micrófono, con una voz derrotada, el Estudiante y el Hombre lo bajaron de la cómoda y él se tumbó en el sofá, al lado del cuerpo del Artista, siempre con el cubo en la palma, mirándonos con espanto, diciendo con labios temblorosos Nos han montado una trampa, camaradas, esto se acabó.
—Árabe excelente empleado, señor —aseguró el patrón enrollándose un poco más los pantalones—, usted sabe.
En el Algarve, entre Tavira y Faro, las higueras entraban mar adentro y yo me puse a reír. Aún hoy, en la cárcel, pasados tantos años, me río si me acuerdo de las olas.
—Vosotros sois un atajo de locos, ¿qué hay de divertido en todo esto? —me preguntó la Dueña de la Casa de Reposo señalando con un movimiento del mentón el cubo del Banquero—. ¿Has sido tú quien ha puesto el micrófono acaso?
Higueras que se tambaleaban mar adentro, higos que goteaban leche badajeaban en el agua, la pequeña mata de pinos, el perfume de los melocotones y de los naranjales, los arcos del acueducto, la villa, el marinero desharrapado, con rifle en la cintura, en la proa empinada del barco.
—¿Qué hay de divertido en todo esto? —me preguntó el sujeto uniformado, con pistolera y manojo de llaves en la cintura, que vigilaba la carpintería de la prisión—. ¿Es la idea de estar veinte años cepillando tablas la que te hace feliz?
Había detenidos que hacían girar el torno, que pulían adornos, que calculaban la vertical exacta con una plomada, serradura y virutas por el suelo, un polvo que se agitaba en la claridad de los postigos, un segundo tipo uniformado junto a la puerta, con la gorra hacia atrás, presidiendo la fricción de la lija, el movimiento de las sierras y las pinceladas de barniz.
—No —respondí—, es que apenas salga de la cárcel, como me expulsaron de la iglesia, voy a buscar empleo de contrabandista en Tánger y a enriquecerme vendiendo chocolates a gilipollas como yo.