La familia del Juez de Instrucción vivía al otro lado de la plaza de la feria (que visitada años después era mucho más pequeña de lo que de niño le parecía), más allá de los cipreses del colegio y de la casa del médico amparada por sombras y alhelíes, en la parte de la villa que creció, frente a las nieblas del Caramulo, en callejuelas más estrechas todavía, ahogando las ruinas de la sinagoga en un laberinto de pajares. Los inviernos lluviosos traían a la noche el paso menudo de los lobos de la sierra, de párpados angustiados de eremita, que olisqueaban vacilantes los orines de cordero en los fragmentos de la muralla y en los arcos torcidos de los corrales. En el apartamento de Miratejo o en el gabinete de la Policía Judicial, interrogando a un preso, el Juez se acordaba a veces de las puertas cerradas de enero, de los pabilos de aceite que acrecían el volumen de la miseria y de las santas de escayola, de ver en los callejones veloz el viento arrastrando hojas, pedazos de papel, pinochas, desperdicios, nadie, y de pronto el loco de barba desmesurada subiendo la travesía, descalzo, arrimado a los alabeos de las paredes, con su bastón de peregrino y sus harapos de náufrago, parándose a gritar al temporal en las esquinas desiertas:

Yo soy Don Juan, emperador de todos los reinos del mundo.

Haga el favor de sentarse aquí, señor doctor, en esta silla.

El Juez de Instrucción tocó con la punta de las nalgas el vértice del sillón que el Secretario de Estado le ofrecía, encima del Cais das Colunas, de la fatiga de los acordeones de los ciegos y del cangilón de los barcos de Cacilhas, y era la época de las vendimias ahora, las mujeres, de negro bajo la crudeza del sol, transportaban los cestos a los barriles que los bueyes llevaban al lagar, el patrón, con sombrero de paja, gesticulaba órdenes desde los bancales, y el loco surgía a grandes pasos, con la manta al hombro, de los gallineros vacíos, señalando con el dedo convulso la miseria de la villa, las cabras que pastaban guijarros, el vaho de talla de los ángeles de la capilla y el humo del tren de la Guarda en la linde del valle, tras los olivos del ingeniero que iban disminuyendo a la distancia:

Yo soy Don Juan, emperador de todos los reinos del mundo.

El Secretario de Estado, valsando en sus zapatitos de charol con la extraña levedad de los gordos, se acercó a las botellas y a las copas de un aparatoso bar de cristales violetas engastado en un armario lleno de expedientes:

El médico recurrió al pretexto del hígado para ponerme a dieta de hojas tiernas y agua mineral. ¿Quiere una? —preguntó él encogiendo el cuello resignado al Juez de Instrucción que se negó con una mueca difícil

porque el whisky lo ofrece a las visitas importantes, pensó el Ilustrísimo perdido en una sala enorme, de techos altos con azafates de estuco roto en los ángulos, muebles taraceados, cortinas solemnes, una lámpara, ya torcida, despegándose: apuesto a que no le faltan puros de Venezuela ni cuchillos de plata de cortar papel. El idiota tratándose a cuerpo de rey y yo que me las arregle en un cuartucho minúsculo, lidiando con carteristas de tres al cuarto y navajazos de chulos caboverdianos en Intendente.

Los lobos, con el lomo erizado por la lluvia, surgían en manadas de siete u ocho bolineando por las negruras del pinar de Zé Rebelo, daban un giro lento en el zaguán midiendo el pavor de los animales encerrados y el sobresalto de los perros, escrutaban el granero del mudo y el alambre de los palomares, y desaparecían al trote, cabizbajos, en una mata de zarzas, esquivando al loco que soltaba discursos en los escalones de la picota, repitiendo sus títulos en la bruma. Roncaba en las zanjas y comía de las limosnas aunque la feligresía entera fuese suya, con sus áridos campos de patatas y cebollas y los fantasmas de los caserones abandonados, en cuyos vestíbulos desfallecían las fogatas de los gitanos. Los vagabundos preferían el convento en ruinas, con mártires desvaídos en las hornacinas de los altares, y elegían para dormir los túmulos de las infantas con trenzas y escarpines picudos esculpidas en las faces de la caliza, con hierba que les crecía, suelta, en los agujeros de las orejas. Antes de extenderse en un sofá con ramajes el Secretario de Estado puso una carpeta de cartón y un vaso de gaseosa en una mesita de mimbre que tenía encima un jarrón con flores de tela:

Soy incapaz de discutir de cosas serias sin un mínimo de comodidad

y el Juez de Instrucción imaginó al abstemio en una vivienda del Réstelo frente al río y a sus asmas de desaguadero, una casa con galería, palmeras enanas, antepasados de anticuario y leones de basalto en el pórtico, sin la densa respiración de las mulas de mi infancia en la planta baja justo debajo de mi cuarto, que calentaban la tarima con los belfos ardiendo. Claro que no viajó a Lisboa a los nueve años, como yo, al mando del patrón, no el joven, de bigotitos, que llegaba a Nelas en agosto, uniformado, en un automóvil descapotable repleto de bolsas y maletas, y pasaba el verano en la Urgeiriça jugando al tenis con los ingleses del tungsteno, sino el tío, que habitaba en la Beira el año entero quejándose de la helada, quejándose de los tordos de la huerta, quejándose de la vesícula, quejándose de la artrosis, que entraba de mañana por el anís después del café y las tostadas, y se quedaba quieto horas y horas, acodado en el mantel de hule, mirando el níspero del patio con una melancolía feroz. El Secretario de Estado, con gafas sujetas a una cadena sobre la nariz, subrayaba con lápiz rojo un informe obeso:

Tengo aquí, en su currículum, una documentación que no se acaba nunca —le dijo al Juez balanceando el vaso entre los dedos y observando el aluvión de burbujas que subía del fondo—. En el Ministerio tienen muy buen concepto de usted, los resultados de las inspecciones son excelentes y ninguno de nosotros desea, Dios me libre, que su reputación sufra la menor mella. Hay muchísimo que esperar de magistrados como el señor doctor y puede usted creer que el Consejo, donde no son todos tontos, se ha dado cuenta de ello: por ejemplo, mire, esta misma semana, en una recepción aburridísima en la Embajada Argentina, un juez de cámara me aseguró que, en los tiempos que corren, con media docena de muchachos así, iríamos lejos.

Al final siempre acepto su agua —dijo el Juez de Instrucción pensando Qué conversación más tonta, y en ese momento le vino a la mente el patrón viejo tambaleándose en el pomar con un puro entre los dientes, mezclando el azúcar del anís con el olor de los cerezos. Vivía a cinco minutos de la estación en un edificio murmurador y oscuro, con veranda en semicírculo, en el cual los resplandores de lata de los santos de oratorio centelleaban en los anaqueles de los rellanos. Le vino a la mente el patrón viejo, ya instalado en el mantel de hule, con la miosotis de la copa de licor titilando en la palma, que les enviara, a las seis de la madrugada de un domingo defería, a la criada con quien dormía sin vergüenza, hace veinte o treinta años, en la cama adamascada de los abuelos, y que les desembarcó en la puerta antes del estruendo de los morteros y de la filarmónica de Mortágua, tocando pasodobles heroicos en un tinglado improvisado. Del lado de la Serra da Estrela comenzaba a clarear, y se percibían las luces de los pueblos, heladas y fijas, en los recodos de los montes. La tísica tosía en el sótano vecino, con palangana de esmalte en las rodillas y un pañuelo de alcanfor apretado en la boca.

¿Lo mismo que yo? —se alegró el Secretario de Estado garrapateando cruces en un bloc—. Ahora bien, el Gobierno sabe, y no interesa la fuente, que la Judicial pescó por azar en Campolide, armado y todo, al militante de una red de terroristas: atentados a vehículos del Estado, asesinato de funcionarios públicos superiores, dinamita olvidada a la entrada de los puestos policiales, víctimas desprevenidas en la población civil. La televisión y los periódicos informan, el Ejército se alarma, las personas hablan y los partidos de la oposición, claro, nos acusan de no actuar.

Se detuvo a corregir un párrafo y el Juez de Instrucción vio a la criada, en Nelas, rodeando charcos, ahuyentando perros, evitando arroyos, hasta salvar las escaleras de granito con una prisa viril, agobiada por el cuello de baquelita y el delantal almidonado, y golpeando con la mano abierta en las tablas desgoznadas de la puerta, unidas unas a otras por trozos de cuerda y atadijos de pastor. Fuera las fachadas se separaban a duras penas de las neblinas de la aurora y los árboles, consumidos en ese mes del año, se elevaban de las tinieblas con sus muñones al hombro. Dentro de poco llegarían los orfebres, vestidos con franela negra fuese julio o diciembre, con pinzas de ropa para sujetar el dobladillo de los pantalones, bufando entre las ruedas desiguales de las bicicletas antiguas, que transportaban los cofres abollados, de candado doble, de las pulseras, de los anillos y de los pendientes, sujetos en la parte trasera del sillín. Vendrían enseguida las vendedoras de cántaros, de sartenes, de candeleros de barro dispersos y confundidos en una planicie de lonas, los comerciantes de lechones, ovejas, cabritos, animales de corral, los falsos curas en andrajos de los cuadros piadosos y de las molduras de milagros, los farmacéuticos de bata blanca que endilgaban jarabes contra las lombrices intestinales y los males de la memoria, y por fin los tristes niños acróbatas que desplegaban la alfombra deshilachada de sus pinos, el dueño del burro sabio que resolvía a patadas las cuatro operaciones aritméticas, y los gitanos íntimos de los misterios del futuro, acuclillados bajo un plátano en conversaciones sigilosas. Una de las tres telas del Secretario de Estado, con marco de caoba, representaba un paisaje de Lisboa (balcones, tórtolas, palacetes, cúpulas de iglesia, el Tajo), tal vez Lapa por los colores suaves, casi de vidrio, de las fachadas y del aire.

Es evidente que el proceso del presunto terrorista —dijo el gobernante comparando fotocopias—, se encuentra, como es obvio, bajo secreto de sumario, y no hay nada que la democracia precie más que la independencia de los tribunales y el secreto de sumario. El programa de la mayoría es explícito en ese sentido.

A pesar de la dieta era un hombre corpulento y alegre, con tirantes, siempre dispuesto a glosar los lemas de su partido con frases de una vulgaridad dolorosa o que por lo menos me dolían a mí, pensó el Juez de Instrucción explorando con la lengua el espacio entre dos dientes, como me dolieron los golpes de la criada a la puerta de mis padres: nosotros durmiendo en la única habitación de la casa, mezclados con las gallinas, los patos y el pavo de Navidad, mi madrina inválida estremeciéndose en su chal con flecos, hilos de luz plateada en las rendijas de los postigos, y el olor de la respiración y de la cagarruta doméstica de la ternera y de las mulas en la planta baja, tan familiar y tibia como si fuera nuestra. Nosotros durmiendo y los golpes que nos sacaban sin clemencia del sueño, mi madre, sentada en la cama, preguntando ¿Es un incendio?, mi hermana que se asombraba No se oyen las campanas, mi padre levantándose, atarantado, en calzoncillos y camiseta, a ciegas, al azar, entre gente tumbada, pisando un tobillo o un pecho que gemían, y yo tenía la impresión de estar echado sobre las heces húmedas de las vacas, amasadas con paja y barbas de maíz, bajo un gran vientre que me volcaba leche en los ojos. El segundo cuadro, una acuarela violenta con marco de aluminio, representaba torsos de mujeres aplanados en cojines orientales en una atmósfera de serrallo, bajo bóvedas coloridas y cortinas de rayas. Los frenos de un tranvía fallaron en la calle, un oficinista desesperado llamaba Estácio, Estácio, en el pasillo. El Secretario de Estado sacó pecho e hinchó el labio inferior como los gallos de pelea:

Hasta aquí completamente de acuerdo: independencia de los tribunales, secreto de sumario, respeto integral por la democracia, siempre que todo eso, óigame, no ponga en peligro el orden público y la tranquilidad y seguridad de los ciudadanos. Y henos aquí en el meollo del problema, señor doctor: el orden y la tranquilidad de los ciudadanos se encuentran en este preciso momento seriamente amenazados por una organización subversiva que desde el otoño hasta ahora ha desintegrado la paz social del país, y desintegrar la paz social no es siquiera, por desgracia, una expresión exagerada.

La paz social de mi casa, pensó el Juez de Instrucción, se desintegró hace cuarenta años, meses más meses menos, cuando mi padre alcanzó la puerta con un último tropiezo, corrió el óxido del cerrojo, levantó la aldaba y se alborotaron las gallinas, una lluvia fría entró en el cuarto con los abetos del cementerio y los castaños silvestres del atajo de Viseu, y con la lluvia vino la criada del patrón, con blusa negra, alzacuello de baquelita y delantal de faralás, El señor arquitecto quiere verlo arriba dentro de cinco minutos a más tardar.

La paz social de mi casa, pensó el Juez punzándose la lengua con las burbujas del agua, era dormir con el asma de un ganso en el cojín, espiar la silueta de mis hermanas que se desvestían bajo la claridad de una teja que faltaba, cenar en un ángulo de la habitación, envenenados de petróleo, entre confusos retratos de circunstancias y un aparato de radio, con un tapete de croché encima, que jamás funcionó por no haber corriente en esa zona de la villa, una caja de madera que mi madre lustraba con amor y cuyos botones hacía girar un buen rato, apasionada por la aguja que viajaba a sacudidas a lo largo de un bosque de números, y orgullosa de la música y de las voces enmudecidas que contenía. La paz social de mi casa consistía en las borracheras de los sábados por la noche de mi padre, en mi tía que, a su espera en la calle, oculta en el pañuelo, amenazada por perros vagabundos y por las órbitas de fósforo de la oscuridad, le limpiaba el vómito de la barbilla sentada en un escalón, le soportaba las bofetadas inciertas, lo ayudaba, levantándolo por los sobacos, subía las escaleras, le quitaba, con las demás mujeres de la familia, el pebete de orina y vinagre de las botas, la camisa, los calzoncillos, y lo dejaba roncar, con los brazos en cruz, después de hacer caer dos o tres sillas y tirar una zapatilla contra el Santo Expedito de loza, con una lamparilla a sus pies, que nos asistía en las enfermedades y en los sueños. La paz social de mi casa era mi padre roncando, echando gargajos, en el colchón donde los festivos, con gorra de visera en la coronilla y los pantalones por las rodillas, nos fabricó a todos, resoplando entre asaltos graznados de pavo real.

En la reunión del martes —dijo el Secretario de Estado pasando con el meñique unas páginas manuscritas—, se decidió poner término a esta broma macabra de ametralladoras y pistolas: que hablen, que desfilen, que reciten a Lenin a coro, que concurran a las elecciones pero que no maten. Y es justamente para impedir idioteces peligrosas que necesitamos de la colaboración discreta del señor doctor: ocurre que la policía ha pillado en Campolide a un tarambana del Movimiento Popular Diecisiete de Octubre (vaya nombre, ¿no?), y a usted, amigo, le ha encargado quien corresponde, y sin interferencia nuestra, que instruya el proceso. Secreto de sumario, déjenme que me ría: no hay bicho viviente que no hable de las maravillas del secreto de sumario y se olvidan de que Portugal es una aldea, ¿se da cuenta? Un tipo con granadas en los bolsillos mirando escaparates de ropa de señora sólo se ve en Lisboa, palabra.

El tercer cuadro del despacho, una naturaleza muerta de tonos grises, abundante en pepinos, zanahorias, ajos, liebres y un jarrón con flores roto en medio con una torsión cruel, se disolvía en el granulado de la pared, alejada de las manchas de sol que animaban el retrato oficial del Presidente de la República, y de una cómoda Imperio con una colección de cristales facetados en el mármol que multiplicaban la luz en pequeñas escamas agudas.

Yendo directamente al grano —continuó el Secretario de Estado, con las piernas cruzadas, mostrando unos calcetines lilas que no combinaban con la corbata—, queremos que prepare con el detenido una fórmula, la mejor fórmula, no me interesa la fórmula con tal de capturar a sus cómplices, sin sangre o con sangre siempre que sea la de ellos, y es para tratar con usted de esos detalles técnicos que la Brigada Especial lo visitará la semana que viene: en el momento presente, señor doctor, al Gobierno sólo le interesan los resultados porque los resultados son los que conquistan votos, y el país no puede darse el lujo, con Europa al lado, de perder la mayoría que lo sirve.

Abandonó las páginas manuscritas y el agua vibraba al escurrirse por su mano, como la lamparilla de San Expedito en la mañana de lluvia en que mi padre se puso el ceremonioso traje lúgubre, de párroco de paisano, de las bodas, entierros y convocatorias del patrón, sepultado entre hojas de papel de seda y muñecas de espliego en el baúl con tachas de los tesoros de la tribu: cirios de bautismo, una niña de porcelana sin brazos, cartuchos de collarcitos de cobre con adornos de marfil, menudencias de encaje, pobres maravillas robadas aprisa, como los mendigos de las playas, al reflujo del pasado. Aturdido por los cohetes de la feria que reventaban en la niebla, cambió la radiante dentadura postiza por la hilera de muelas de mi abuela, una cardada al lado de la otra, riendo a carcajadas durante la noche, en el vasar de la harina y del azúcar, y sus berridos de jabalí nos desnortaron a todos por no encontrar uno de los zapatos de lujo, rojos y blancos, con cordones de payaso, que una de las primas, la que murió de tifus al otoño siguiente, acabó por descubrir, roído de encías, con las borlas desgarradas y la suela abierta, debajo de la almohada de la inválida que mordía a chillidos lo que la rozaba. Mi padre, a quien el chaleco no le servía desde hacía años ni la chaqueta le abotonaba por la tripa, se precipitó hasta la puerta rechazando ayudas, empujó a mi madre de un sopapo que falló el blanco y volcó la lata de arroz, se desequilibró, metió la pierna en una palangana con lejía, y se evaporó cojeando, por un surco de espuma de jabón, en dirección a la criada, a la lluvia y a los orfebres que exhibían su oro de galeones castellanos en tenderetes de tela estampada. El temporal agitaba los castaños y las acacias, un pájaro se escondió, con las plumas mojadas, en un hueco de piedra. El Secretario de Estado asestó un golpe autoritario en la carpeta:

Considere lo que le he dicho como una orden —suspiró al Juez de Instrucción apretando el vaso en el pecho como los celebrantes de las misas—. Evidentemente el señor doctor puede negarse, presentar excusas y certificados, operarse el apéndice, desistir del proceso, solicitar un puesto en Macau, lo que dadas las circunstancias se me antoja, al menos, desaconsejable. Del mismo modo, pensó el Juez, que se le antojaba desaconsejable a mi padre contrariar al patrón, y allí estaba él de pie, rodeado de aparadores trabajados, enrollando la boina en las muñecas frente al viejo que sujetaba la botella de anís como un cetro, diluyendo los cristales de azúcar del fondo. Yo tenía diez años, frecuentaba las clases de catequesis de la amiga del prior, quería ser bombero y casarme con la profesora de gimnasia, y me cambiaron al día siguiente la vida y las esperanzas al encajarnos, con una maleta y un arcón de mimbre, en el coche de tercera clase de un tren de mercancías hada Lisboa, que atravesó pinares y más pinares con una lentitud interminable, pasos a nivel donde aguardaban bicicletas y carretas, puentes sobre ríos obstruidos, invernaderos, salinas, aldeas olvidadas en los fondillos de la tierra. Un empleado de uniforme nos pedía de vez en cuando los billetes, haciendo sonar la articulación del alicate. Nos demoramos en apeaderos desiertos, construcciones de planchas con bancos de ripias de jardín y anuncios despedazados, en espera del Rápido del Norte o del Internacional de España, mi hermana menor, privada del balanceo de las ruedas, se echaba a llorar, un guardia fiscal delante de nosotros, con una costra de mugre en la solapa, leía el periódico y dormía, y esto dieciocho horas seguidas con una estación de muchas vías en el extremo, furgones deteriorándose en carriles secundarios, edificios altos y parduscos, almacenes hediondos, muelles de cemento desportillado, el mar cuajado de nubes y de líquenes, boyas, cuerdas, el reflejo omnipresente del castillo, pescadores de mariscos en canoas inmóviles, pájaros que yo desconocía volando en círculo sobre la estela de gasolina negra de los barcos, los pasajeros que amontonaban los bultos del equipaje y un conductor de uniforme azul y botones de metal haciéndonos señas, llevándonos a un automóvil inmenso molesto con nuestras ropas, nuestro olor, las bolsas con nuestros restos de comida, nuestra manera de hablar, nuestro asombro, y poco después, a los dos lados del coche, la misma lluvia de la Beira cayendo ahora en una geometría de fincas muertas, de iglesias barrocas con mártires y símbolos de navegantes en las ojivas, de merceros abarrotados, de abacerías suburbanas, de farmacias recónditas, de camionetas que descargaban en los paseos de las tabernas, y el portal, y el patio, y la rosaleda, y narices que espiaban desde las cortinas, y una cabaña de tres divisiones pegada a la jaula de los dóbermans que se daban con furia contra las rejas, y salas de trastos mancos, y una tina descascarillada, y hongos en los desagües, y la cocinera, solícita, limpiándose las manos en el delantal, Mañana el Señor Profesor y la Señora les explican todo, si quieren orinar háganlo en la pila del cobertizo.

El viernes los de la Brigada vendrán a buscarlo para ultimar detalles.

Mientras caminaba, por la alfombra, hacia los acordeones desastrados del Terreiro do Paço, el Juez de Instrucción sintió inclinarse la tarima como las travesías de la Beira, los nabos deshojarse en la huerta, el viento bramar en los intervalos de los muebles arrastrando heces pedazos de periódico, pinochas, desperdicios, los cedros desramados por la lluvia. Llegó hasta la picota del cuadro de las zanahorias y los pepinos, y se volvió para encarar al Secretario de Estado que con su barba de oráculo y sus pingajos terribles gritaba a los relámpagos y a la noche de la villa, a la hora en que los orfebres, con el cofre abollado en la parte trasera del sillín y pinzas de madera en el dobladillo de los pantalones pedaleaban como un enjambre de cuervos funerarios por la carretera de Canas:

Yo soy Donjuán, emperador de todos los reinos del mundo.