El Sargento debía de tener cincuenta o cincuenta y cinco años y a juzgar por la dimensión de los huesos había sido seguramente un hombre corpulento y fuerte. Ahora que envejecía cojeaba ligeramente, usaba una banda de condecoraciones y el escudo de los Comandos en el bolsillo izquierdo de la camisa, y los músculos, dilatados de grasa, se redondeaban sin energía bajo el uniforme.

—¿Nuestro mayor? —preguntó él al cabo de la Policía Militar de botas centelleantes, sentado en la antesala con un periódico deportivo en las rodillas. El cabo desapareció por una puerta oculta por una cortina del otro lado de la sala donde había una escupidera de loza, sillones desparejados y estandartes de regimientos colgados de ganchos de las paredes. La única ventana daba a una especie de patio con un muro alto y garitas de cemento en cada esquina, unidas unas a otras por alambre de púas y sujetas por espigones clavados en la cresta del ladrillo El sargento cojo se acercó a la escupidera moviendo la cara, intentando extraer un resto de comida del espacio entre las muelas, cuando el cabo de la Policía Militar atravesó de nuevo la sala sin una palabra y retomó el periódico deportivo Una voz llamó desde la cortina Eleuterio, y un tercero de la tropa, un oficial de pelo cortado al rape, ni alto ni bajo, con las insignias de la Infantería en las solapas, lo atrajo con el índice en anzuelo a un despacho desde donde se avistaban las mismas garitas y el mismo patio de hacía poco, pero donde los estandartes habían sido sustituidos por la fotografía del Presidente de la República y por una bandera nacional cuyo mástil se enterraba en un recipiente de cobre trabajado. Por detrás del alambre el cielo de julio brillaba como una lámina de esmalte.

—No hemos conversado mucho en estos últimos meses, Eleuterio —dijo el mayor al sargento, removiendo los papeles del escritorio—. En África, entre otras cosas, se hablaba, las noches eran más largas, la camaradería diferente, el tiempo rendía, el whisky ayudaba. Aquí en Lisboa no me queda tiempo ni de rascarme, quince o dieciséis horas seguidas de curro, cualquier día me da un ataque y se acabó todo. Es verdad, a propósito de África, ¿cómo va esa pierna?

—Unas veces peor, unas veces mejor, las correas de la prótesis me hacen daño en el muñón —respondió el sargento encogiéndose de hombros, moviendo siempre la cara para quitarse la hebra de bacalao de las encías—. Pero supongo que no me ha mandado subir cuatro tramos de escalera para interesarse tanto por mi salud.

—Hace veinte años éramos amigos, Eleuterio, anduvimos juntos en Ambriz y Sao Salvador do Confo, fui yo quien hablé con el comandante para una Cruz de Guerra —suspiró el mayor, ofendido, tumbándose en una silla e indicando al sargento un banco en el polo opuesto de la mesa, frente a la garita del patio—. No tuve la culpa de la mina, tío, no te obligué a pisarla, pero cuéntame: ¿alguien más de la compañía fue a visitarte al hospital, alguien más se interesó, quién te trajo a la Brigada?

Árboles y árboles, un calor de infierno, el helicóptero, tec tec tec, bajando en un claro para transportar al sargento, entonces furriel, que gemía en el suelo, con la rodilla envuelta en vendas sanguinolentas, hacia el hospital de Luanda. Los soldados, con la barba sin afeitar y las armas apuntadas hacia el bosque, protegían al herido de un ataque de ametralladoras.

—Veinte años es un siglo, ya ni me acuerdo de eso —dijo el sargento desde su banco ahuyentando recuerdos con las manos. Y con todo le ocurría pensar, mientras sobrevolaban galpones, Se han acabado las raciones de combate, se han acabado los filtros de agua, se han acabado las diarreas, se ha acabado el miedo, voy a pasar el resto de mi vida en una cama orinando en saquitos de plástico y defecando sin importarme en una chata de aluminio—. Claro que mi mayor no tiene culpa de la mina, nadie tuvo culpa de nada, lo que me gustaría saber es por qué me ha llamado.

Abandonar el acuartelamiento a las tres de la madrugada, aún de noche, con mantas, paños de tienda, aparatos de radio, bazucas y morteros, y ochenta metros después no ver siquiera el contorno de los refugios, la claridad del rancho, los volúmenes de las barracas. El mayor removió de nuevo los papeles, ordenó un par de sobres y enfrentó al sargento investigando en su rostro, ahora hinchado, los tenues, difusos, imperceptibles vestigios de otrora:

—El mismo Eleuterio, el mismo mal genio, los mismos rezongos, continúas enfurruñado como antes —sonrió él sin afecto encontrándose de pronto viejo, consciente de sus propios dientes de plástico, de sus extraños insomnios matinales, del erizo de la próstata, de los pelos blancos que mañana tras mañana se iba rapando del mentón—. Podría haberte mandado venir para jugar a las damas, por qué no, pero desde que enviudé no muevo una ficha. Lo que sucede es que aparte de echarte de menos, y no pongas esa cara que no soy marica, hay una tarea para ti, un trabajito sencillo.

El helicóptero sobrevolaba chozas miserables, colinas calvas, un campo de girasoles que desgreñaban las aspas de la hélice, y el sargento pensó, palpándose el muñón, En veinte años uno se olvida de todo, caramba, hasta las semanas de hospital y las operaciones de la pierna se me fueron de la cabeza. El mayor aumentó su sonrisa y los rincones de los párpados se multiplicaron en arrugas:

—Un trabajito sin importancia, Eleuterio, que la edad no perdona y el cuerpo ya no pide aventuras —lamentó el oficial alzando hacia el techo, con una mueca, las cejas resignadas—. Uremia, reumatismo, ciática, más azúcar en la sangre, un desastre. Y el cretino del médico quiere hacerme un examen del corazón, imagínate, a ver si me mata más deprisa. Mientras no descubran un cáncer no descansan.

Unas voces gritaban en el patio, tintineaban las cureñas, alguien soltaba una arenga o un discurso, la estridencia repentina de un clarín resonó con una reverberación de ecos. De vez en cuando los gorriones de la calle vecina se disponían, como semifusas, en el alambre.

—Un trabajito sin importancia —repitió el sargento distrayendo al otro de las enfermedades, doblando con un golpe del puño la articulación de la rodilla—. A partir de esa mina endemoniada sólo sirvo para trabajitos sin importancia, sacar fotocopias, pegar sellos, sacar punta a los lápices, reservar mesas en restaurantes, mierdas así. ¿Esta vez qué hace falta, mi mayor?

Los pájaros se posaban un momento en el alambre, sacudiendo los picos, y desaparecían tras un restallido de alas. El clarín se interrumpió y el silencio trajo consigo el tráfico de Lisboa y el timbre de la escuela que más abajo anunciaba el comienzo o el final de una clase. El helicóptero llegaba al hospital de Luanda, tipos de bata iban trotando hacia él, el mayor abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla, y arrastró la silla hacia delante con un impulso decidido:

—Un trabajito curioso, Eleuterio —aseguró mirando al sargento que le devolvió la mirada, acomodándose la pierna artificial, con su cansancio amargo—. ¿Aquel episodio del Juez de Instrucción amigo del terrorista aún te dice algo?

Lo transportaron, en la camilla de lona, hacia un despacho donde le cortaron los pantalones de camuflaje a tijeretazos, aflojaron el torniquete y deshicieron los vendajes, ante la presencia de un alférez muy joven que le preguntó cuántas horas llevaba sin comer y pidió a un enfermero que trajese al anestesista de la cantina del hospital, arrancándolo de su ginebra y de su bridge.

—Los matamos a ambos y les echamos la culpa a las comunas de modo que el problema se acabó —resumió el sargento bostezando, buscando el bacalao de las encías con las uñas—. Tratamos de la salud del Juez anteayer, los periódicos, obedientes, se indignaron, como les sugerimos, con un atentado terrorista más, si mi mayor pretende que dispare unos tiros en el cadáver infórmeme en qué cementerio está el cuerpo y voy allí.

Le rasgaron los pantalones y la camisa, le quitaron la ropa interior para que el alférez lo auscultase, le colocaron una segunda bolsa de suero que goteaba en el brazo, y el sargento pensó Nunca me he sentido tan bien, nunca me he sentido tan en paz, váyanse, cállense, apaguen las luces, déjenme dormir.

—Interrumpirme el bridge justo cuando tenía veinte puntos en la mano, ocho cartas de picas y al coronel en el este es una putada —se lamentó el anestesista ante el alférez muy joven sin una mirada a la camilla donde inyectaban al sargento una ampolla contra los dolores—. O encuentras una buena razón por haberme alterado el plan o te clavo un bisturí en la barriga.

—No hables alto que te pueden oír, el cabo de allí fuera, por ejemplo, no está al tanto de nada —pidió el mayor al sargento, con el índice en los labios—. La cuestión no es quién mató o quién no mató, ése es un asunto cerrado y el Gobierno no se ha metido en líos, si los izquierdistas se degüellan unos a otros, ¿qué culpa tenemos nosotros? Lo que pretendo es que vayas a casa de los padres del Juez, con medallas en el pecho, presentes tus condolencias en nombre del Estado: llegas y haces la reverencia, que si un uniforme se les planta enfrente se derriten de respeto, nunca un militar les ha hecho caso.

—¿Una amputación basta como motivo? —preguntó el alférez, ya con el pecho desnudo, señalando al herido con el mentón—. El hombre ha perdido mucha sangre, si no restañamos deprisa la hemorragia, plof.

—Ayer el capitán Plácido habló con la esposa del fallecido en nombre del Primer Ministro y le garantizó, además de una pensión vitalicia, que encarcelaríamos a los criminales enseguida —declaró el mayor que, jugando con una cajita de clips, observaba por la ventana un mirlo encaramado en la cima de una de las garitas—. No parecía triste con la desgracia y la idea de la pensión le agradó, le dijo enseguida a Plácido que con el dinero cambiaría de coche e inscribiría a los hijos en un colegio decente, que en Miratejo lo único que aprenden es a tirar piedras a los cristales. Pero el brigadier insiste en que los padres del difunto merecen un cheque de cincuenta mil escudos y unas palabritas nuestras, tú lo conoces bien, es uno de esos católicos exagerados, debe de tener la conciencia y al cura comiéndole el coco por haber consentido que emboscasen al doctor.

—Tú no juegas con toda la baraja, Artur, el clima te ha dado vuelta la cabeza, la tormenta te ha trastornado el juicio, ¿desde cuándo una amputación vale ocho cartas de picas? —se admiró el anestesista solicitando a los enfermeros que respaldasen su indignación—. Hacía por lo menos un pequeño capote, le daba codillo al coronel y salvaba el honor de los milicianos, hace no sé cuántos meses que ando con ganas de ganarle una partida.

Una primera ampolla, una segunda ampolla, un comprimido y los rostros se desenfocaron, los sonidos ganaron una fosforescencia ambarina, la claridad se asemejaba al polvo de las acacias en verano, volcando en los muebles sus motas talladas. El sargento, flotando como una semilla, se acordó de los limoneros maduros de la infancia junto a la puerta de la cocina, donde el carro paraba para descargar, y de las orejas enormes y de las órbitas de clara de huevo de la mula, desorbitadas por la atención entre los varales rotos.

—Un cheque de cincuenta mil escudos y una conversación con un matrimonio de viejos no tiene ningún sentido —argumentó el lisiado insistiendo con la lengua en la base de los colmillos, ayudando la maniobra con el vértice largo del pulgar—. Pero como no es a mí a quien le debe parecer que tiene sentido, si el coche está allí abajo dígame ya dónde es la vivienda y despacho el asunto en media hora.

Despertó al día siguiente a la operación, atormentado por pesadillas sin nexo, creyendo encontrarse en el Ambriz que se parecía a su villa natal en la estación de la vendimia (el mismo sol, el mismo bochorno, la misma ausencia de sombras, el mismo sabor de mosto en la boca), dispuesto a salir hacia el bosque con una compañía de paracaidistas con la intención de cercar un campamento de guerrilleros. Camino de la puerta el miembro articulado resistía, se enganchaba y chirriaba un poco al flexionar, el sargento pensó Tengo que ir al ortopedista para que revise la prótesis, y en esto el mayor tosió, llamándolo, con una timidez inesperada:

—La próxima semana vienes aquí arriba y jugamos una partida de damas con alubias —prometió el oficial, de pie, con un tono aturullado, con las falanges en el papel secante del escritorio a la manera de los sapos en la hierba—. Como hace veinte años, eh, como cuando no teníamos el pelo blanco, como en las noches de Angola. Nos ponemos los uniformes de camuflaje y compramos un whisky razonable para aumentar la agilidad.

—No se mueva, mi furriel, quédese quieto que si no me arrancará la aguja —imploró el enfermero amarrando la muñeca del herido a la tabla de la cama y solicitando a un colega que le sujetase los pies—. Siempre ocurre lo mismo al despertar de la anestesia, parece que nos hubieran aplastado la cabeza con un martillo, le aseguro que esta misma tarde ya estará bien, si me muerde le doy una bofetada.

El mirlo abandonó la cima de la garita, no había gorriones en los hilos de alambre y una nube se deslizaba en diagonal por el rectángulo de los cristales. El sargento, con la palma en el picaporte de la puerta, miró el patio desierto, la bandera, el retrato del Presidente de la República y al mayor canoso detrás de su mesa, que lo consideraba con las pupilas jóvenes del pasado:

—Era necesario explicarle lo que es un tablero y estoy viejo para dar clase a jovencitos —dijo él empujando la cortina hacia la antesala del cabo del periódico deportivo—. No estoy seguro siquiera de si fui a África y además de eso desde la operación no bebo, el alcohol me aumenta la gastritis.