—Para serle franco, señor, ya no sé quién pregunta ni quién responde, es una confusión total —dijo el mecanógrafo, aturdido, entregando al caballero un mazo de fotocopias pasadas a máquina—. Uno a otro se cuentan sus vidas, hablan al mismo tiempo, se irritan, se enfadan, se reconcilian, el Juez levanta el teléfono y manda traer bocadillos y cafés, pasan la noche comiendo y acordándose de los castaños de la Beira, en una ocasión el Hombre se enfureció de tal modo que dio un puñetazo en la mesa y se puso a gritar, está escrito, Siempre serás una mierda, un provinciano, un paleto, nunca saldrás de pobre, pedazo de animal.
—Exactamente como los enamorados, como los novios que riñen —dijo el caballero, sonriendo, sellando las páginas escritas—. Ni siquiera tienen pudor, ni siquiera tienen la discreción de no besarse delante de extraños. Van a su aire por el mundo, ¿comprende?
—Y tal vez te gusta vivir en Miratejo —añadió el Hombre con una risita perversa—, te gustan los atascos durante horas en el puente respirando la gasolina de los escapes, te gustan esas fincas horribles abarrotadas de hindúes y de negros siniestros, los ascensores averiados, la basura por todas partes, los surtidores sobre el césped muerto, el viento que empuja las fábricas del Barreiro hacia el interior de las casas.
No es tan así —contradijo el mecanógrafo sumido en su vocecita humilde—. Cuando comienzan esas guerras, elevando el tono e insultándose, cada cual quejándose de las pequeñas traiciones del otro, el Juez siempre me advierte Tranquilo, Martins, que éstos son asuntos personales, no son cosas que deban figurar en el sumario, el declarante y yo tenemos cuentas antiguas que saldar.
—Apuesto que te casastes en los Jerónimos en domingo, con levita y pajarita —bromeó el Hombre con regodeo maligno—, apuesto a que te regalaron unos muebles de dormitorio imitando bambú y una perra gorda, con collar encarnado, a la que hay que pasear de noche para que orine en los neumáticos de los automóviles de los vecinos, ladrando al cielo color malva gemidos tristísimos.
—Espere, espere, ¿qué hay de malo en casarse en los Jerónimo? —preguntó el caballero sorprendido—. Mi hermano, por ejemplo, se casó en los Jerónimos y luego sacamos un montón de fotos en la Torre de Belém, sin hablar de una de ellas, con el mar al fondo, estuvo no sé cuanto tiempo en un escaparate de la Almirante Reis, no veo dónde está el ridículo de eso.
—Te mande una invitación y ni siquiera me respondiste, me pasé casi un año odiándote —dijo el Juez de instrucción haciendo girar la cucharilla en la taza—. En cuanto a la perra desapareció hace seis meses, uno de los chicos dejó la puerta abierta y nunca más la vimos. Mi mujer llegó a poner anuncios en el periódico, era un animal dulce, muy limpio, lo más seguro es que lo hayan atropellado, yo qué sé, como vosotros atropellasteis al banquero.
—Ése fue uno del otro grupo —se justificó el Hombre—, te aseguro que no tuve nada que ver con esa historia.
—¿Ve? ¿Ve? —dijo triunfante el mecanógrafo mirando los párrafos de lejos—. Lo mezclan todo, lo confunden todo, tal vez usted comprenda este follón.
Y el caballero imaginó a la perra de collar rojo o al banquero barrigón, con cartera en la mano, atravesando sin prisa, hacia el portal de la vivienda, la calle de plátanos de Estoril, y el todo-terreno que conducía el Sacerdote que arrancaba de golpe en la esquina, y crecía, con los faros encendidos, en el asfalto que el reflejo de las hojas asemejaba a una lámina de agua, imaginó el ruido de los frenos y la ebullición del motor, imaginó al banquero aún encogido, con las palmas abiertas, retrocediendo un paso, imaginó las rodillas que se doblaban, la frente deformada por el susto, y de inmediato el cuerpo derribado por el morro del capó, la cartera por los aires, un torbellino de ropa, el todo-terreno que rápido giraba para tocar por segunda vez el cuerpo ya extendido, las ruedas que trituraban huesos, que trituraban telas, que trituraban un brazo desarticulado y blando, una camioneta de carga que se acercaba en sentido contrario, el Sacerdote que aceleraba por el bordillo para esquivarla, y se cruzaba con un vespino, se estrellaba contra un pilar, huía hacia el Casino, el conductor de la camioneta se apeó y fue a inclinarse ante el banquero, una adolescente desde la ventana de su casa gritaba ¿Qué le ha pasado a mi padre, qué le ha pasado a mi padre? y la policía diez minutos después, una piña de curiosos, guardias con cinta métrica que calculaban distancias, camilleros que metían al difunto en una ambulancia con luces parpadeantes en el tejadillo, el dueño de la moto que intentaba poner de pie, sin resultado, sus hierros inútiles.
—¿Y mi perra? —preguntó el Juez de Instrucción, furioso, sacudiendo al Hombre por las solapas de la chaqueta, tirando de su camisa, golpeándolo en la boca—. ¿Cuál de vosotros vino en un todo-terreno desde Miratejo para acabar con ella?
—Los separé a la fuerza —dijo el mecanógrafo, asustado—, los empujé a codazos, acabé metiéndome entre los dos. Si los interrogatorios duran mucho más tiempo, un día de éstos se matan.
—Es un hábito antiguo —respondió el caballero acabando de sellar las fotocopias—. Llegada la ocasión se acuchillan como todas las parejas y continúan vivos y con buena salud, no se preocupe.
—Disculpa, perdí los estribos, fue sin querer, no quería hacerte daño, tío —se afligió el Juez de Instrucción inclinado ante el Hombre sentado en el suelo al lado de la silla caída, cogiendo el pañuelo para restañar la sangre de la lengua—. Hay momentos en que un hombre se descontrola, qué quieres, se le va la mano y punto.
—¿No le decía —explicó el caballero al mecanógrafo— que las peleas de los enamorados no duran un minuto?
Puede ser que sí pero con la desaparición de la perra la esposa del Ilustrísimo dejó de hablarle a su marido durante varios meses, moviéndose sin sustancia por los cuartos, con pantuflas y los párpados desmayados, amortajada en una bata descolorida, enarbolando ante las riñas de los hijos la indiferencia etérea de los espectros, y yo, pensó el Juez, que se ocupase de la cena, que pusiese la mesa, que diese de comer al más pequeño, que les quitase la ropa, que los obligase a cepillarse los dientes, que los acostase entre muñecos y libros de cuentos, que les soportase los mocos y los miedos, mientras ella se quedaba sentada, desfalleciente entre cojines, frente al halo del televisor, suspirando saudades de animalucho obeso. El Magistrado acabó ordenando en la despensa el cajón de paja y los cuencos del agua y del arroz, y a pesar de eso se tropezó con ella un día, ya tarde, chancleteando en camisón en la cocina, con la correa en una mano y la llave de casa en la otra, dispuesta a pasear alrededor de la finca su nostalgia de ladridos.
—¿Y no consultaste a un psiquiatra y se puso enferma para siempre? —se interesó el Hombre examinando la mancha del pañuelo.
—Cuando la conocí ya sufría de los nervios —dijo el Juez de Instrucción preocupado por la herida del interrogado—. Estábamos por ejemplo pasándolo muy bien en la sala de sus padres y la tía se interrumpía en mitad de una frase como los albatros demorados se suspenden, con las órbitas redondas, en un escalón de nubes. Yo la sacudía, ¿Qué pasa, qué tienes? y los hombros me badajeaban en los dedos, la madre acudía a la carrera desde dentro, Espere, espere, no la mueva, un comprimido de éstos y se le pasa. Le metían la gragea en la garganta y un traguito encima, y segundos después la pequeña reanudaba la frase donde la dejara, sin notar siquiera mi inquietud o el celo desordenado de la madre, sólo mirándonos levemente, imponderable, con el cansancio de quien regresa de las antípodas.
—Es la epilepsia —explicaba el padrastro alzando, como si amaneciese, la calva tranquila del periódico—. No querrá creer el dineral que hemos gastado en radiografías y en médicos. Y quitando los ataques, fíjese, no existe una persona tan normal.
—¿Te acuerdas de cuando supimos quién vivía en la casa del violín? —dijo el Ilustrísimo con una lucecita en las mejillas—, ¿Te acuerdas de cómo te pusiste en ese momento?
La casa, con tejados de pizarra negra, se caía como una construcción de dominó desde los dos o tres últimos eneros: la piel de las esquinas se descascarillaba en anchas láminas mustias, una de las verandas, derruida, inclinaba las tablas hacia el matorral de la cerca, las cortinas se destrozaban a través de los agujeros de los cristales, los pabilos de navegación de los fantasmas difuntos, a la deriva de ventana en ventana, se volvían dispersos y tenues, y la música se tambaleaba vacilante en los desniveles de las notas, al borde de una dolorosa agonía. El césped devoraba el vallado, ahora completamente caído, que separaba el edificio de la escuela, y donde los gatos se buscaban con una ebullición de celo. Pájaros de órbitas dementes echaban a volar rumores de diccionario de los postigos del zaguán, y un bulto claro asomaba de tiempo en tiempo a un alféizar de hierro, acechando el desorden de los alhelíes en el pasmo de loza de las estatuas.
—He visto a una persona aquí al lado, ¿la conoce? —susurraba el Hombre al abuelo que cambiaba enseguida de tema, incómodo, diciendo muy deprisa que se hacía necesario revocar las caballerizas, ampliar el garaje, acabar con los cerdos que sólo traían gastos y perjuicios, cambiar los muebles del comedor, ¿no te parece? y la abuela diciendo que sí con la cabeza, indolente también—, si quieres hacer obras, Fernando, por el amor de Dios comienza por la terraza de arriba que está hecha una pena, los dos indecisos —contó el Juez de Instrucción al caballero—, los dos alarmados, los dos prohibiéndole, sin motivo, que se acercase a la vivienda, que empujase el portón deshecho, que caminase entre misterios y begonias, que tocase la campanilla plana del pórtico, que aguardase a ver bajar las escaleras y surgir frente a él al espectro, con el violín en la mano, mirándolo, sin una palabra, con una indiferencia torva.
—Y no obstante procedemos exactamente al contrario —recordó el Magistrado—, y no obstante todos los días nos echábamos en los arriates a vigilar el sótano y las ventanas, y a la semana siguiente entramos allí cuando descubrimos que al atardecer la cocinera rondaba la escuela, cargando una tartera con comida, abría la cancela de la parte de atrás, la música cesaba, la luz de la planta baja crecía, y nos topamos con la mujer, desenfocada por un tul de polvo, vaciando el contenido de la marmita en un plato, obligando al bulto a sentarse, quitándole el violín y posándolo en una especie de aparador descoyuntado del que caían páginas sueltas de música, presidiendo la comida de pie, apoyada en la mesa, con una autoridad desdeñosa.
—Un recluso en un calabozo miserable —comentó el caballero, divertido, mostrando los incisivos con una risita ácida—. Y quiere el señor doctor meter al terrorista, con una botella de champán, en un hotel de cinco estrellas, vaya idiotez. Y él, desembuche, ¿no tuvo el valor de preguntarle a la abuela por qué razón la cocinera iba todas las tardes, con la marmita, a esa vivienda?
—Me dijo que me ocupase de mi vida, que me quitase de su vista que tenía otras cosas que hacer —se indignó el Hombre atormentando a una gallina enferma con un pedazo de caña—. Se puso morada, no te imaginas, hubo un momento en que casi pensé que me pegaba.
Pero no le pegó, continuó el Ilustrísimo con la atención puesta en el paquete de plumas grises de la gallina, blanquinegra de pescuezo pelado que casi no se movía a pesar de ser picada por la caña, tres o cuatro pasos, a lo sumo, y hela ahí tumbada de nuevo en un desmayo blandengue, con el pico caído, mirándonos con las órbitas miopes de alienación, de cansancio. No le pegó, nunca pegaba para que no se le saltase el esmalte de las uñas larguísimas que la manicura, una morena delgada con vestidos ceñidos con cinturón, iba a arreglarle los jueves, a la hora de la siesta, ambas encerradas con llave en un bisbiseo de voces y risitas: habló del caso al marido y el abuelo llamó al Hombre al despacho que daba a la Estrada de Benfica, saturado de puros, con un escritorio abarrotado, un armario con libros y la cómoda de las fotografías de los muertos, enmarcados en plata, parientes añosos de levita y patillas, damas con falda abullonada, uno o dos bebés desenfocados a los que la cámara aterraba, la madre y el padre del Hombre, a quienes nunca conociera, fallecidos en un accidente de automóvil en España cuando el hijo tenía apenas meses, una pareja joven, tomada del brazo, apoyada en la amurada de un paquebote, él con el pelo engominado con brillantina, ella con peinado alto y blusa escotada, elegantes y alegres, una vejarrona, parecida a la gallina, en un sillón de inválida, con la frente sujeta con vendas.
—Mi abuelo dice que yo estoy chiflado, que no estoy bien de la cabeza, que nadie vive en la casa, que la cocinera sólo sale de casa dos domingos al mes, que si continúo robándole cigarrillos me saca del liceo y me emplea en la zapatería que está debajo de la iglesia y que calza a los curas con badana —se lamentó el Hombre encendiendo un fósforo húmedo y dirigiéndolo a la colilla del Juez—. El primer festivo en que el chófer los lleve a la playa iremos allí.
—Una idea extraña, ¿no es verdad, señor? —dijo el mecanógrafo al caballero, erizándose ante el proyecto—. Yo, por mí, huía a todo vapor de una casa abandonada, para colmo con un fantasma que cenaba cocido y tocaba el violín en los salones.
Y en junio, en un verano lluvioso de nubes barridas del Este por los humores del mar y la campana del cielo, color de interior de cáscara de cebolla, goteando lágrimas rosadas, en un verano de gripes melancólicas convalecientes, sin la suavidad de otras fiebres, entre chocolates y revistas antiguas, en cuartos penumbrosos, de cortinas cerradas, donde la noche se prolonga en el día en la piel trémula de alarma de los espejos, el Hombre y el Juez de Instrucción se armaron de una tijera y de una hoz en el cuartucho de las herramientas del guardés, saltaron el muro al lado del invernadero y de sus cactos barbudos y plátanos enanos, caminaron en diagonal por la senda de los Correios, pasaron tiendas de gitanos y un alambique de pobres que oxidaba una azotea, y llegaron al huerto de la vivienda por una abertura en el seto sustituido por montículos de margaritas y acederas, holladas por las suelas sin misericordia de los mendigos.
—Asalto a propiedad ajena, amigo, márqueme esas páginas con una señal al margen —se deleitó el caballero dándose palmadas satisfechas en el muslo—. En último análisis, son como virutas, por eso buscamos la manera de barrerlos.
Avanzaron por el abandono del huerto escuchando el violín que repetía un compás con una ondulación de insomnio, pasaron, agachados, bancos de madera cubiertos de aleluyas, una mesa con tapa de piedra, bajo un parral destrabado, para meriendas impensables, avenidas de ramaje seco minadas por la ruindad de las hierbas, y, ya cerca de una ventana de guillotina, un patio con una tina de lavar ropa y una pila transpirando en un cobertizo, portones que colgaban de sus goznes y un árbol sin nombre, agudo, oscuro, enorme, que ahuyentaba a los murciélagos y ocultaba el sol. Un mantel se olvidaba de sí mismo en una cuerda, oscilando despacio como las banderas de la peste.
—Y todo tan antiguo, y todo tan miserable, y todo tan cubierto de hollines de incendio, con nidos de avispas en los huecos de las hojas del tejado —recordó el Juez de Instrucción pidiendo una infusión digestiva por teléfono—. Entramos por un hueco en los ladrillos de la despensa, amenazando a la oscuridad con la tijera y la hoz, y si hubiese sabido lo que hoy sé creo que no abría puesto los pies en ese lugar.
Pasillos y más pasillos oliendo a líquenes y a ratas, salitas de consolas destrozadas en las cuales el papel pintado se despegaba a tiras del estuco, una Virgen tallada dando luz en un nicho, una habitación mayor, que debía de haber sido una cocina a juzgar por el escurridero del agua hecho pedazos en el suelo, el lugar, ahora con cucarachas y basura, del fogón, los anaqueles vacíos con un pequeño friso de hule y un plato con sobras de salsa librada a la gula de las moscas, la habitación, dijo el Ilustrísimo, donde vimos a la cocinera dando órdenes, con el arco del violín en la mano.
—Fuimos tontos al no irnos enseguida, hermano —opinó el Juez de Instrucción entregando una taza al hombre—, al no pirarnos lo más deprisa posible por el hueco de la despensa. ¿Crees que valió la pena lo que ocurrió después?
Más salas, más cuartos desiertos e inmundos, algunos con leña de chimenea y pilas de periódicos en el suelo, un garaje con una mesa de pimpón alabeada, escalerillas a desvanes con camas, colchones destripados, el sonido del instrumento, cada vez más próximo, confundido con la lluvia en el tejado, Vámonos, cuchicheó el Ilustrísimo atacando a fantasmas con la tijera, vámonos que me dan miedo los esqueletos y las calaveras, pero el Hombre, blandiendo la hoz alcanzó una especie de vestíbulo en la base de un tramo de escalera que el salitre del tiempo osificara, perdida en la maraña de sombras de la primera planta, el violín enmudeció, la lluvia cantaba en las trepadoras y en los cristales, un reloj tintineó horas gaseosas, De un momento a otro se nos presenta un hombre lobo y nos devora, gimió el Magistrado chocando con un piano vertical, con candelabros de cobre, que retumbó con una protesta de tonel, las cortinas de un balcón abierto hacia una mata de aspidistras aumentaban y disminuían a merced del viento, un gato pequeño rozó el rodapié y se ocultó bajo un arca de alcanfor, Estamos fastidiando a los finados, argumentó el Juez en voz baja, casi sollozando de pánico, apuesto a que llega uno detrás de nosotros y nos rompe el espinazo con un cuchillo, creyeron oír un sonido de alpargatas, una fricción de lanas, una dificultad de ala, una tabla que cedía, Es un coralillo, previno el Ilustrísimo registrando la nada con el brazo, ¿qué hacemos ahora con una serpiente aquí? y en eso la lámpara del techo se encendió y reveló un mueble de sacristía, una decena de lagartos dispersos por las paredes, un bastón y una rama de plátano pudriéndose en un jarrón chino, el Juez soltó la tijera y se arrimó al piano, despavorido, y al Hombre le bastó seguir el acimut de su espanto para encontrar a un individuo de monóculo, con franelas de cantante de tango, de pie en un escalón, que los miraba a los dos empuñando un violín.
—Parecía que lo habían operado en la cabeza o algo así —dijo el Magistrado al caballero, rascándose con la uña del dedo medio una cicatriz, de sien a sien, en la calva—. Tenía una costura en la piel, era delgadísimo, encorvado, transparente, ya viejo, se veía que había cambiado mucho, pero el Hombre entonces descubrió semejanzas con el retrato de su padre de modo que abrió con fuerza la puerta de calle y le sujetó, como a los ciegos, los cartílagos del brazo, Venga, vamos a volver a casa, a ver si en una de ésas se pilla alguna enfermedad en medio de tanto moho. Y ahora piense en el acoso que se desató después.
—¿Era entonces el padre? —preguntó el taquígrafo, incrédulo, alejando el lápiz de la libreta—. ¿El padre encerrado allí a cien metros, durante años, tocando música en una vivienda abandonada?
Se sucedió un trote de criadas, la cocinera, con la sartén suspensa, preguntando vociferante ¿Qué pasa, qué pasa, es un mendigo que ha encontrado en la calle?, mamparas que silbaban girando, pasos de susto en la alfombra, la abuela surgiendo finalmente para trabarle el hombro, con los ojos amarillos de furia, casi tan lívida como el bulto, Sáqueme de aquí esa tijera enorme, qué horror, ¿cuántas veces tengo que repetir que no lo quiero ver con extraños, dónde se me ha topado el niño con este sujeto? La cocinera se apoderó del individuo que sonreía sin hablar, indiferente, mirando sin interés el frigorífico, los metales, las lozas, Si quiere pasear conmigo nadie le roba el violín, señor teniente, propuso ella limpiándose los dedos en el delantal, y hoy le sirvo natillas en la cena, el fantasma farfulló una frase indefinida, la siguió arrastrando los tobillos, envolviendo el instrumento en el pecho, rumbo a sus salas misteriosas y a sus visillos mohosos, Al cuarto inmediatamente, gritó la abuela al Hombre, exaltadísima, durante tres días no va a ver la televisión en castigo, una lágrima le bajaba por la rojez de la mejilla y las piernas muy finas le temblaban, espere que llegue su abuelo por la noche y ya verá lo que es bueno, y fue entonces, explicó el Ilustrísimo, cuando entendí que era de verdad el padre de él y que lo escondían de los vecinos por vergüenza, un enfermo, un anormal, un lisiado después del accidente en que falleció su mujer, un tonto, comprende, que no querían mostrar, que no querían que nadie sospechase que continuaba vivo, que nadie supiese que aún respiraba, y esa noche el abuelo le dio una zurra memorable al Hombre con la hebilla del cinturón, jurando que lo mataba, derribando quinqués y papeles. Cuando salí de Benfica, dijo el Ilustrísimo al taquígrafo que se rascaba la oreja con el lápiz, el violín sonaba de vez en cuando por detrás de un estor desatado, y acaso el loco sigue por allí, callado y flaco, en medio de sus sombras, de sus ecos y de sus muebles moribundos, ensayando hasta el infinito un compás sin nexo.
—Con el hijo en la cárcel —preguntó el caballero con un acento curioso—, ¿quién se ocupará de él, lo bañará, le aguantará las locuras, le llevará la tartera de la cena?
—Aquél ya está —informó el Sacerdote, despeinado, en busca de un banco donde sentarse—. Viajé en autocar del Cais do Sodré hasta aquí, a esta hora, qué asco, es una complicación de mil demonios, ¿no hay nada de beber en la despensa?
El Juez de Instrucción se inclinó hacia atrás en la silla, cerró los ojos, y un imbécil privado de raciocinio y de memoria, con el chaleco rasgado, surgió de pronto frente a él apretando bajo la axila un violín sin cuerdas:
—Cuando visito a los viejos los domingos —dijo el Ilustrísimo tartajeando de vergüenza—, le pido a mi madre que me prepare medio pollo, un chorizo o una tartera con patatas, invento una disculpa cualquiera y entro por el hueco de la despensa a la cocina de la vivienda. Por lo menos esos días, vio, siempre me siento seguro de que ha comido algo.