—Ahí viene el coche del Juez —previno el Hombre llamándonos con la mano, inclinado hacia la Rua Gomes Freire, echando hacia atrás la culata de la ametralladora—. Apuesto a que va a estacionar allí, entre el Mercedes y la valla de las obras, apuesto a que la policía compró el micrófono al marroquí y no oyó nada de lo que dijimos.
—La misma matrícula, la misma marca, el mismo color, ése es —se alegró el Sacerdote, observando el automóvil por encima del hombro del Estudiante—. Cuando quieras que dispare con el mortero me avisas.
—¿Y el cadáver? —se indignó la Dueña de la Casa de Reposo, intentando en vano mover el cuerpo del Artista tirando de las hombreras de la chaqueta—. Si no movemos al muerto, quedará apestando aquí en medio de la sala, ¿no?
—Yo no siento ningún olor —respondí aplastando el micrófono con la suela del zapato, como si fuese una arañuela o una cucaracha—. Te he prometido que apenas esto acabe lo agarramos y lo enterramos en la huerta, en Loures, a la sombra del almacén de perfumes franceses, chocolates y licores de café pagamos al árabe con las libras de los colegas de Irlanda, le echamos encima unos latines, no te preocupes.
—¿Comenzamos a disparar en cuanto salga del coche o esperarnos a que llegue al paseo de la Judicial? —preguntó el Estudiante abriendo la ventana y destrabando el arma, siguiendo al automóvil con la mira—. Si el cañón sin retroceso funcionase estaba chupado, se transformaba la manzana en torreznos en un segundo.
—Está metiéndolo marcha atrás delante del Mercedes, poco faltó para que derribara la valla —dijo el Hombre con la mitad del tronco fuera, moviendo un volante imaginario con los brazos, y yo me acordé de mi abuela dándome de comer cuando era niño, y de mí aflojando las mandíbulas siempre que acercaba la cuchara a mi boca—. Nunca en la vida creí que alguna vez pudiese conducir bien, ¿qué se puede esperar del hijo de un guardés?
—Prueba la bazuca en lugar del fusil y échale una granada dentro —aconsejó el Sacerdote al Estudiante—, ¿quién te dice que esta vez no funciona? Las bazucas son la mar de caprichosas, he andado meses con una que sólo tiraba cuando le venía en gana, se cargaba en el gatillo y clic, nada, el año pasado no le di al nuncio apostólico por un pelo.
—¿Enterrarlo en Loures? —se asombró la del hogar de ancianos haciendo rodar al finado en dirección a la puerta—, ¿enterrarlo en la quinta de aquella belga que se alimenta de guisantes y de empanadas de amapolas? Si no lo acuestan de inmediato en uno de los cuartos del fondo hago tal barullo que alarmo a todo el vecindario.
—No es una quinta cualquiera, no es una quinta como las otras —argumentó el Estudiante dejando el fusil y levantando la bazuca—, es el escondrijo, es el lugar de reunión, la base. El Artista la preferiría a los cementerios burgueses de Lisboa, puedes estar segura.
Una propiedad en una cuesta, pensé yo espiando también por la ventana las maniobras del Juez, no al borde de la carretera sino a uno o dos kilómetros de ella y a la que se accedía por un camino de piedras y de tierra que el invierno transformaba en un lodazal de renacuajos, una casa que fuera un molino prolongado por una construcción de ladrillos con cobertura de cinc, un almacén donde amontonábamos en la paja dinamita y la quincalla del moro, y una extensión apenas definida de campo inculto, cortado por sucesivos muretes idénticos a los que separan las huertas en la provincia, y rodeado de fincas clandestinas de tres o cuatro plantas, sin sumideros, sin agua, sin luz, habitadas por mestizos de Angola. Una propiedad, pensé, con una huerta de lombardas y zanahorias pegada al almacén, y la extranjera, con delantal, escardando las hortalizas, condimentando sopas vegetarianas en la cocina y recogiéndose, en cuclillas, en meditaciones polinesias frente a un altar de guijarros, caracolas y figuras, mientras nosotros, sentados en cojines por el suelo, esperábamos el fin de los rezos alrededor de una tetera.
—Un sitio calmo, sosegado, tranquilo, sin ningún grito, sin ningún ruido, sin ningún aullido de perro —añadí yo hacia la del hogar de ancianos acordándome de la paz de las noches de Loures, en otoño, cuando íbamos, la víspera, a comprobar el material para una emboscada, las granadas, el trotil, los aparatos de radio, los lanzallamas, y el perro de la belga, un San Bernardo con cejas y carrillos de magistrado, avanzaba hacia nosotros con un paso de Tribunal de Segunda Instancia y se acomodaba sobre las nalgas para presidir la distribución de las balas y la limpieza de los revólveres, agitando de vez en cuando el rabo con una alegría comedida—. ¿Preferirías ver al Artista en el Alto de Sao Joáo, en medio del bullicio de Lisboa?
—Raspó la llanta en el bordillo pero ha conseguido colocarlo bastante bien —bromeó el Hombre llevando las manos cerradas hacia la derecha y hacia la izquierda como si sujetase con dificultad un timón de trainera—. Si viajase alguna vez con ese tipo tendría como mínimo un infarto por semáforo.
—No quiero saber nada de la paz de Loures —se irritó la Dueña de la Casa de Reposo, insensible a los encantos de la provincia, empujando el cadáver del Artista en la alfombra—. A mí tanto me da el almacén como una bóveda familiar en los Prazeres, lo que no consigo soportar es un difunto que me saca de juicio.
—La bazuca tiene un aspecto formidable —dijo el Sacerdote alentando al Estudiante al mismo tiempo que probaba el mortero con el dedo—. Con un poco de suerte arrasas la fachada de la Judicial en un santiamén.
La belga, pensé yo, quemaba esencias en platillos metálicos, nos ofrecía zumo de perejil y pasteles de tomate, ponía canciones malayas y baladas paquistaníes en el tocadiscos, cerraba los párpados, cruzaba los tobillos en pose de loto en la tarima, e instantes después levitaba por la sala, en medio de un crepitar de telas indias, sobrevolando esculturas de yeso y guijarros pintarrajeados, mientras que yo miraba, desde la veranda, las luces de aceite o de petróleo de las fincas clandestinas, y el cielo idéntico a una carpa de circo sostenida por las ramas de las araucarias, con sus estrellas de papel de plata y sus rasguños de niebla. El Sacerdote la había descubierto, con sandalias con medias, un agosto remoto, orando a sus dioses en unas vacaciones en Peniche, y como todas las religiones lo conmovían le había ayudado a mejorar su portugués con lecturas conjuntas, pagadas en francos, de menús de terraza. La acompañó resueltamente de regreso a Loures en el inmenso Citroen de museo de la extranjera, que se sobresaltaba de ahogos de vapor, y transcurrida una semana le ocupábamos el almacén, es decir, una cabaña llena de rastrillos oxidados, con los bombones, los puros uruguayos del árabe y las ametralladoras que de vez en cuando éste nos vendía por error, y nos reuníamos con el San Bernardo en el molino, con la nariz en un mapa, discutiendo tácticas y comparando apuntes, sin una mirada a la mujer que flotaba de altar en altar, susurrando plegarias extrañas a ídolos de muchos brazos.
—El fulano ha bajado del coche y está conversando en el paseo con individuos que no paran de alzar la cabeza hacia aquí —informó el Hombre retrocediendo un paso hacia el interior de la sala—. Tal vez la Brigada Especial lo sabe todo, tal vez el idiota del marroquí les ha encajado un micrófono en buenas condiciones.
—Lo tengo en la mira —musitó el Estudiante empinando la bazuca en dirección a la valla—. ¿Destrozo al tipo ahora?
—Enfócalo bien —dijo el Sacerdote mostrando sus dientes en punta con una mueca de gula—. Enfócalo bien que quiero ver cómo se transforma en un charco humeante.
—Hay un montón de tíos en la calle y en el patio de la Judicial vueltos hacia aquí —añadió el Hombre girando la cabeza desde el portal de la Escuela de Medicina Veterinaria hasta una relojería en la manzana siguiente, contigua a la muestra de una pensión y a la entrada de una taberna con palmitos—. Seguramente la finca está rodeada de policías, tal vez consigamos salir por la parte de atrás.
—Tira —ordené yo observando la Judicial desde una segunda ventana, intentando comprender, a través del movimiento de las personas, quién dirigía a los guardias.
—¿No sería mejor que escapáramos ya? —preguntó el Hombre, junto a la puerta, haciendo ademán de desembarazarse del arma, buscando con los ojos el apoyo de la Dueña de la Casa de Reposo que no abandonaba al difunto—. Si dejásemos el material y al Artista y los entretuviésemos con unos tiros, en veinte minutos llegaríamos a Loures y listo.
—Tira —ordené yo al Estudiante, recorriendo a los policías de los balcones con la ametralladora sin lograr darme cuenta de cuál era el jefe.
Dormíamos en el molino hasta la hora de partir, en esteras que la belga desplegaba para nosotros sobre las baldosas de la sala, el San Bernardo se acostaba con el hocico entre las patas, contra la chimenea apagada, un plato de latón relucía en las tinieblas, y yo escuchaba los suspiros de la extranjera y los rezongos del Sacerdote en la habitación vecina, les oía las sacudidas de la cama, las palabras susurradas, la mujer que se levantaba para orinar en el retrete al lado del dormitorio, la descarga de la cisterna, el roce de las suelas en el suelo, el gemido cóncavo de la cama que la recibía de nuevo, y poco después una voz que me sacudía el brazo, Son las tres, despierta, son las tres, hay camaradas que nos esperan en Coimbra antes de las ocho. Dormíamos en el molino y el olor de las infusiones de manzanilla excitaba el insomnio, la brisa de la noche bajaba por la chimenea y cantaba en los estores, el Artista encendía cigarrillos, de bruces, ocultando con la mano la llama del mechero, el Hombre, envuelto en la manta, se encogía de miedo, y los edificios clandestinos, inesperadamente enormes, inclinaban hacia nosotros las fachadas sin pintura.
—¿Has oído al Banquero? —preguntó el Sacerdote al Estudiante, codeándolo en los riñones—. Tira, te han dicho que tires, ¿a qué esperas, coño?
—Con un poco de suerte y aliviados de peso llegamos a la furgoneta sin problemas —insistió el Hombre señalando el mirador con el arma—. Aunque la finca esté rodeada, aunque, es un suponer, hayan bloqueado las salidas con piquetes.
—En eso se piensa después —decidí yo deteniendo la ametralladora en un tío con chaleco gesticulando desde el balcón de la Judicial, hacia un coche carcelario, con las ventanillas sustituidas por aberturas oblongas, que ocupaba la entrada del Archivo de Identificación, volviendo hacia nosotros el hocico macizo del capó—. ¿Cuántas veces tendré que repetirte que dispares?
Salíamos del molino flojos de cansancio, compartiendo una botellita de vodka (ni la belga ni el San Bernardo se levantaban para despedirse de nosotros), las araucarias y las zanahorias de la huerta sonaban en la oscuridad, nubes de lluvia viajaban desde el mar, sobre Alverca, camino del río, el nimbo que precedía a la aurora se dilataba hacia el naciente, el Artista, al volante, apretaba el acelerador del automóvil encendiendo luces somnolientas en las casas de alrededor, el Sacerdote, con las manos en el alféizar, gritó Ahora, el Estudiante, con la bazuca al cuello, arrugó la frente, dobló las clavículas, oprimió el gatillo y nada, volvió a oprimirlo y nada, insistió una tercera vez, se escuchó un clic mustio y nada, Suelta eso y vámonos, vámonos todos deprisa, imploró el Hombre solicitando el acuerdo de la del hogar de ancianos con los ojos, Tira, volví a decir yo, desesperado, apuntando al del chaleco con la ametralladora, no vaya el tío a cruzar la calle y desaparecer en los pasillos de la policía, Las bazucas son siempre así, lo estimuló el Sacerdote, parecen los calentadores que sólo chispean cuando les da la gana, no desistas, de modo que el Estudiante reajustó la puntería y clic, arrugó aún más la frente y clic, optó por una salva de disparos y clic, clic, clic, el juez, con la cartera en la mano, siempre conversando con los desconocidos, cruzaba tranquilamente la calle y el Estudiante clic, todos esperanzados en la explosión y clic, Trae eso acá, dije yo, apoderándome de la bazuca, olvidado del tío del chaleco y clic, igualito a un motor que no arranca, piezas metálicas que se friccionan en vano sin que brote una chispa, clic, se sentía el peso de la granada ansiosa por que la obligasen a saltar y clic, miré de uno y de otro lado del caño, pegué la oreja y clic, De esa forma no, corrigió el Sacerdote moviendo el tubo, puede ser que agitando este chisme se acomode lo que haya quedado suelto, nos encontrábamos en la alfombra de la sala, el Estudiante, el Sacerdote y yo, pateando cargadores y pistolas, sacudiendo la bazuca y apretando el gatillo, clic, y en esto se produjo un estruendo inmenso, la sala se saturó de gases, una fuerza sin manos nos proyectó al encuentro del papel con flores y de los cuadros de las paredes, parte del muro de ladrillo y argamasa que nos separaba del cuarto de baño desapareció, se veía el lavabo, el espejo, un fragmento de bidé, dos tercios de la bañera, toallas colgadas de ganchos, un albornoz, y nosotros sentados en sofás cuyos cojines despedían plumas, estopa y copos de algodón, mirándonos unos a otros con los pelos quemados, la ropa en jirones y las caras pintadas de hollín.
—¿Qué ha sido del cadáver del Artista? —se admiró la Dueña de la Casa de Reposo con un eco lunar, surgiendo a duras penas de la caverna de un armario para observar con asombro la alfombra sin difuntos donde la lámpara del micrófono había arrojado sus volutas doradas, su caspa de caliza y su llanto de cristal—. Por lo menos tuvieron la cordura de llevar el cuerpo allí atrás, menos mal.
—Lo hemos matado —se animó el Estudiante que regresaba de un país lejano y a quien le faltaba la manga de la chaqueta, uno de los zapatos y un pedazo de los pantalones—. Hemos matado al Juez, ha sido fenomenal, y ahora pasadme el arma que hay que seguir.
—Le has cogido el tranquillo, no cabe duda —aplaudió el Sacerdote bajando cauteloso del sillón como de una escalera, limpiándose el carbón de los dedos en los mechones tostados—. Qué tiro magnífico, caramba, el árabe se descuidó y nos vendió una ojiva nuclear por una bicoca. Anda, muchacho, sujétate a ella, dos o tres disparos más y tenemos el trabajito hecho.
Sin embargo no era sólo el difunto el que había desaparecido de la sala, sustituido por fragmentos de cristales, ángulos de moldura, tiras de cortinas, muebles arruinados, el inodoro del cuarto de baño en el suelo, sangrando agua fangosa en la planta superior. No era sólo el finado, los goznes de las ventanas, las varas de las cortinas y los picaportes de las puertas los que habían desaparecido, era la bazuca también, aquel tremendo, apocalíptico objeto que nos lanzamos a buscar, registrando la basura polvorienta de la habitación, cascos de tazas, una tetera intacta, litografías y retratos, travesaños de sillas, cajones sueltos, el paragüero del vestíbulo, el contador de la luz, semejante a un pulpo de metal, acercando sus tentáculos de cables al alféizar de la ventana, y ahora toda la gente en la calle mirándonos, los empleados y los clientes de la pastelería, con los brazos enjarras, torciendo las cabezas hacia arriba, el Juez, finalmente vivo, con la mano a modo de visera sobre los ojos para distinguirnos mejor arrimado al portón de la Judicial, y el Sacerdote, entusiasta, sentado en la alfombra removiendo detritos, Dónde se ha metido esa bazuca del demonio, nunca he visto un tiro así en mi vida.
—El Artista está aquí en la cocina, junto al frigorífico —anunció la voz del Estudiante desde el centro de la casa, ampliada, como las de los altavoces de verbena, por la inexistencia de cortinas y de muebles—. La fuerza de la explosión lo ha destruido todo, el fregadero ha volado por la campana, no hay una cacerola en su clavo.
A esa hora la belga, con pantalones de nankín y botas de goma, paseaba por la huerta regando las zanahorias o preparaba un pequeño cuadrado de tierra, cubierto de hule, para una plantación de soja. Un obrero que el constructor olvidara y que vivía como un náufrago, con barba y pelo largo, perdido en su isla de cemento, martillaba en una finca, el perro enorme espantaba las avispas de marzo con la cola, y yo era otra vez niño, en la casa de mis padres en Carregado, mirando el gallinero donde se hallaba la zorra que mi tío había atrapado, herida, en un rincón, y que cojeaba persiguiendo a las gallinas, gimiendo como un perrito herido.
—El Artista está ahí y el Juez allí fuera, a la entrada de la comisaría, riéndose de nosotros —dije yo descubriendo lo que quedaba del mango y del gatillo de la bazuca y alzando a contraluz los hierros calcinados—. La granada estalló en el interior del arma, si cojo al cabrón del marroquí le arranco el hígado a mordiscos.
—¿El Juez riéndose de nosotros? —articuló el Sacerdote, furibundo, con la pantalla de un televisor en brazos—. Deja que regule el mortero y acabo con su alegría de una vez.
—El Artista se quedó pero el Hombre y la Dueña de la Casa de Reposo se aprovecharon de la humareda y huyeron por la puerta de la cocina —gritó el Estudiante, invisible, pisando cazos y ollas—. Saltan ahora mismo la cerca de un huerto en dirección a Conde Redondo, se esconden en la peluquería o en la pensión, telefonean a un taxi y se acabó.
—El mortero, tío, el mortero deprisa —gritó el Sacerdote posando la pantalla—, cuando se trata del proletariado nadie juega conmigo. ¿El imbécil ya ha entrado en la comisaría?
—No, tranquilo —dije yo entregándole el mortero y una granada—, continúa en el portón, con cartera y paraguas, muy elegante, mirando hacia aquí.
La extranjera enterraba las semillas de soja con un pico pequeño, mi tío paseaba a la zorra con correa por la villa, se sentaba con el animal en el café para el dominó de la tarde, los Mastines iban a gruñir al umbral atraídos por el olor de bosque del animal, y los compañeros del dominó, vencidos, lo miraban con odio y cada uno prometía conseguir su zorra para lograr de ese modo la misma suerte en el juego.
—¿Elegante, eh? —preguntó el Sacerdote, con el pulgar en el tornillo, inclinando el mortero—. Espera un poco y fíjate en lo que le ocurre a su elegancia.
—¿Quieres que pille al Hombre antes de que llegue a la furgoneta? —chilló la voz del Estudiante en la cocina, acompañada de un desorden de hervidores y cubiertos—. ¿Quieres que te lo traiga de vuelta con un tirón de orejas?
El Sacerdote comprobó varias veces la firmeza del trípode, el funcionamiento del percutor y la trayectoria de la granada, extrajo una munición de la caja, la frotó con la manga para quitarle el polvo y los filamentos de estuco, fue a la ventana a observar la posición del Juez, regresó al mortero para enderezarlo siete u ocho grados más, miró la munición, miró el alféizar, volvió a mirar la munición, la colocó despacio en la boca del arma sujetando su vértice con la punta de los dedos, se apoyó mejor en los tobillos, dijo Fuego, la granada bajó hasta la panza del mortero como una piedra a un pozo, el percutor estalló, escuchamos un silbido semejante al de los cohetes en las mañanas de verbena, y yo, desde mi veranda, vi que la munición se erguía casi en vertical, se suspendía de la nada, vacilaba, comenzaba a caer, caía cada vez más deprisa a medida que se aproximaba al Juez, vi al tipo del chaleco y a los francotiradores encaramados en los tejados que la seguían con los ojos, vi una docena de soldados camuflados que transportaban lanzallamas, que salían corriendo de la Judicial y se paraban en el patio, vi la granada a cincuenta, a veinte, a quince, a diez metros del suelo, vi al Sacerdote que bendecía la calle con amplios gestos pontificios, me tapé las orejas con los índices para no ensordecer con la explosión, y en esto la granada llegó al paseo, rodó blandamente hacia la alcantarilla y se abrió en dos como un coco podrido.
—¿Quieres que los pille, sí o no? —gritó la voz del Estudiante que ahora me parecía ahogada por los barreños de la campana—. Si no te decides deprisa dentro de poco estarán embarcando en avión hacia Suiza.
—¿Qué es esto? —se sorprendió el Sacerdote, incrédulo, mientras los del lanzallamas avanzaban al trote hacia nosotros—. Explícame sólo qué es esto, no me mientas, ¿estamos en carnaval o qué?
—Me da la impresión de que el marroquí no tiene nada que ver en este asunto —dije yo observando al tipo del chaleco que daba órdenes con gestos de la mano libre, por una pequeña radio portátil—. Me da la impresión de que alguien del Movimiento nos ha tendido una trampa, como mi tío sólo dejó de ganar al dominó a partir del momento en que se le escapó la zorra.
Fue mi prima la que dio la noticia al entrar sollozando en la casa, Han quitado la red del gallinero y el animal se ha escapado, mi padre, que asaba un chorizo en el hornillo de petróleo, corrió descalzo, en calzoncillos, hacia el huerto, limpiando la navaja en la camisa, mi abuelo, instalado con un plato de avena en las manos en la mecedora entre el armario y la pila, murmuraba preocupado Con el amor que tenía al animal Carlos se volverá loco, pero mi tío, al llegar de la fábrica, oyó el relato de mi padre sin una mueca, sin una palabra, sin una exclamación siquiera, de cómo habían levantado la red del gallinero y quitado una tabla de la cerca del huerto para que la zorra pudiese desaparecer por los solares que precedían al bosque, y mi tío, indiferente, acabó su sopa de ajo, se lavó la cara y los brazos en el grifo del lavadero, se acostó a dormir en el diván de la salita ahuyentando con el codo la preocupación de la madre, y esa tarde, después de cambiarse de ropa, entró en el café a la hora de costumbre, se sentó sin el animal a la mesa del dominó, y barajó las fichas ante la rueda de los compañeros que apenas se movían, clavando la vista en el aguardiente. Perdió esa tarde y perdió todas las tardes que siguieron durante treinta y siete años, incluyendo domingos y festivos, hasta el sábado en que lo trajeron en camilla hasta casa, ya incapaz de hablar, con el puño apretado en un doble de seis.
—¿Quién podía querer perjudicarnos en la Organización, a quién puede servirle de algo que vayamos a la cárcel, dime? —dudó el Sacerdote que palpaba las granadas una a una, interesado en el peso y en el sello de origen—. Francesas, vulgar por lo menos así por fuera no me parece que les hayan metido mano, siempre puede darse el caso de que una munición no explote.
—¿Y la Brigada entera en la Judicial, y las esquinas llenas de agentes, y el coche blindado en el portón? —argumenté yo sacando el cortaúñas del bolsillo para quitarme la piel del meñique—. Un minuto más a lo sumo y se nos mete la tropa en el apartamento, ya veréis. Lo gracioso es que ni en el entierro de mi tío, cuando el animal, evaporado hacía mucho, no daba suerte a nadie, se volvió a hablar de la zorra.
De forma que me senté en el sofá, exactamente en el mismo cojín hacia donde el tiro de la bazuca me arrojara, crucé las piernas y me quedé mirando la sala devastada, los muebles hechos trizas, el agua del inodoro corriendo por la tarima, la alcachofa de la ducha que nadie abriera aplastada contra los azulejos de la pared, hasta que el Estudiante, con las palmas en alto, seguido por un ejército de policías, se reunía en la sala con el Sacerdote y conmigo, yo que me quitaba la piel en el sofá y el cura que contemplaba por la ventana el cielo por encima de los tejados mientras mi tío se lavaba la cara y los brazos en el grifo del lavadero, el Juez, con paraguas y cartera, subía las escaleras hacia el gabinete junto a la secretaría, y las ambulancias retomaban su curso habitual, por la Rua Gomes Freire, camino del Hospital de Sao José.