Se acordó de cuando tenía doce o trece años, le robaba cigarrillos al abuelo, los repartía con el hijo del guardés y se echaban ambos en el césped, fumando, viendo el cielo de septiembre en el intervalo de las acacias. Sonrió al impulso del lago y a los bancos de azulejos que separaban el jardín de la rosaleda, y el Juez de Instrucción se inclinó de inmediato hacia delante, con las manos extendidas en medio de una confusión de papeles:
—¿Qué?
—No he dicho nada, son cosas antiguas que me vienen a la cabeza, no me haga caso.
El abuelo abajo, con chaqueta de verano, en la silla de lona protegida por el quitasol descolorido, sentado en los ladrillos donde los domingos, después del almuerzo, la familia montaba las mesas de la canasta, y ellos aquí, junto a los gladiolos, chupando colillas clandestinas con la caja de fósforos de la cocina en el bolsillo, observando la rueda del molino que bailaba a derecha e izquierda en busca del viento. Ellos aquí, mucho después, uno preguntando y el otro respondiendo en este cuartucho de policía abarrotado de sumarios (una gabardina de niño colgaba de un clavo), con un guardia en la puerta y un tubo fluorescente nublándole los ojos:
—Vamos a comenzar la declaración desde el principio: la tarde en que acabaron con el ingeniero cuántos eran, dígame.
Basta un mes en los calabozos de la Policía Judicial, sin postigo y con la verruga de una bombilla en el techo, y los días y las noches se transforman en un único crepúsculo pesaroso que sólo el abrir de la celda para las comidas o las visitas del subinspector interrumpían. Visitas y comidas casi siempre cuando el Hombre acababa de dormirse, dormía o creía dormir, y una tos, pegada a su oreja, lo desmoronaba del susto: la comida, chaval, buen provecho, y ya los goznes cerrados, un silbido lejano, nadie, la bandeja de la sopa y del arroz en el suelo.
—Yo, por mí, aguanto lo que sea —dijo el Juez de Instrucción aflojándose el nudo de la corbata con un cuidado de araña—. Hasta saber cómo liquidaron al ingeniero no me muevo.
Y no se movía de verdad, pequeñito, calvo, oscuro, peludo, expectante, fumando los cigarrillos de mi abuelo mientras el guardés, su padre, cortaba arbustos abrazado a una estatua de porcelana en equilibrio en un parapeto de piedra. Los edificios desiguales de la Rua Gomes Freire se amontonaban por detrás del Magistrado: placas de abogados y de peluqueras, dentistas, papelerías, un ruido descaecido de tráfico, de cocinas de restaurantes, de voces. El Hombre pensó Cuántos éramos realmente, cuatro, cinco, seis, aunque yo quisiese decírselo la bombilla encendida, clavada en los huesos de la cabeza, me ha cegado el raciocinio y la memoria. Recordaba fragmentos, episodios inconexos, vagas remembranzas que surgían y reaparecían, la Rua Padre Manuel da Nóbrega bajando del Areeiro con sus stands de automóviles japoneses, una silueta que caminaba deprisa con un paquetito de confitería en la mano. El Artista, que conducía la furgoneta de la Compañía del Gas, avisó Es él, las ametralladoras checoslovacas salieron a sacudidas de debajo del asiento, el Sacerdote, con gafas redondas de mica, gritó Ahora, olor de cartuchos, humo, gente en fuga, una vidriera hecha astillas, la silueta con el paquete que se desploma en el paseo, el Estudiante al Artista, que movía los cambios, Acelera esa mierda, joder, y de inmediato la Avenida de Roma, librerías, discotecas, cacharreros, establecimientos de pretaporté, la paz de gorriones de la tarde, el viaje tranquilo, en silencio, respetuoso de los semáforos, hasta el granero de una quinta de Odivelas, con más armas y un sistema de radio ahogado en la paja. Debe de haber sido así, era así siempre, y por último el apretón de manos de despedida del religioso, Quedaos tranquilos que el contacto os buscará, quiero que cada uno se quede lo más tranquilo posible en su refugio, para la semana que viene hay novedades firmes, y en eso la mujer del guardés llamó al Hijo desde la rosaleda, Zé, ven aquí un momentito, Zé, y el Juez de Instrucción, sordo, golpeando la punta de la estilográfica en el pulgar, levantó uno de los teléfonos de la mesita a su lado, Avísele a mi esposa que no sé a qué hora vuelvo hoy.
Debía de haber sido así, pensó el Hombre con la espiral de alambre de la bombilla hincada en la frente, en nuestro grupo de asalto nunca trabajamos de otro modo: nos daban la identificación del sujeto y un plazo para terminar la tarea, y nosotros, por turnos, confirmábamos horarios, corregíamos diagramas, alterábamos trayectos, discutíamos, en un sótano de barrio-dormitorio en Almada o en un almacén desierto de Marvila, en torno de un cenicero lleno a rebosar. El Artista quería a toda costa resolver el asunto en la madrugada siguiente arrasando con una bomba un barrio entero, el Sacerdote lo retenía tirándolo de la manga, Calma, calma, si hasta hoy no nos han detenido es porque preparamos las cosas con cuidado, y pasados los días surgían allí las escopetas y un Honda robado, Prepárense, hijos míos, éste es el momento. Una o dos veces el Hombre tuvo la certeza de que antes de empezar a disparar, ya con los caños apoyados en la ventanilla del coche y las pinas de las granadas en el bolsillo, el blanco los miraba con una pupila de gazapo acosado, una órbita de ojo de gallo, y en tales noches no lograba dormir a pesar de los sedantes, extendido boca arriba, atormentado de sudores, viendo otra vez el bulto que aparecía frente a él, el Sacerdote, con la ametralladora al hombro, insultando al moribundo, Cabrón cabrón cabrón, el Estudiante dando un golpe en la nuca del Artista, Pisa el pedal, carajo, plazas y plazas, el radar del aeropuerto, descampados con ovejas, un restaurante casi al borde de la carretera, y la Dueña de la Casa de Reposo Para, a dónde quieres ir ahora, qué locura, para. El Juez sacó del escritorio y mostró un cuaderno de apuntes:
—Doscientas páginas de confidencias de la Organización, secretos, vilezas, vergüenzas, desgracias, testimonios. Sólo me falta la historia completa por su boca.
Ni siquiera se parece a la madre, pensó el Hombre acordándose de la mujer del guardés que pedía ayuda al abuelo para los estudios de su hijo, intimidada por el peso de las cortinas y el brillo de la alpaca. La madre, con el mechón deshecho, que llamaba a gritos al Juez de Instrucción y le arrojaba los zuecos de madera, besando el anillo del viejo lloraba y reía al mismo tiempo, agradecida, y ellos fumando a escondidas en el césped, con la nuca entre los dedos, mientras las criadas, con bata de cutí, sacudían las salitas de la primera planta. El molino se inmovilizó en una sospecha de brisa y las aspas comenzaron a girar con una lentitud herrumbrosa.
—De acuerdo con las declaraciones la base de su grupo eran cinco incluyendo a un alumno de primer año de Química —recitó el Juez de Instrucción después de una lista de nombres escritos con pluma—: el universitario, un genio frustrado, un padre que imagina que la revolución continúa, la dueña de una casa de reposo, y usted que no imagina nada pero cometió la burrada de enamorarse de esa mujer. Supongo que no le interesan las fotografías de ese sobre y es una pena: los muchachos de la Policía Judicial lo han sacado bastante favorecido, de frente y de perfil, cada cual con el numerito de orden por debajo. Y quien dice fotografías dice nombres, edades, profesiones, estado civil, yo qué sé qué más. Así de paso puedo contarle, está aquí, lo mejor que el Artista consiguió fue vivir a costa de una señora lisiada, profesora en el liceo de Oeiras. No obstante, hay unos pormenores que me intrigan, y a cambio de explicaciones sin importancia puede ocurrir que el tribunal se conmueva: los Delegados del Ministerio Público son de lo más sentimental que hay.
Mentira, pensó el Hombre, quiere hacerme entrar con el tópico de los retratos forjados y de la bondad de los acusadores, no sabe nada de nada, está de guasa conmigo: a esa hora, que ignoraba cuál era por prohibírsele los relojes, el Artista montaba por cierto uno de sus colages horrorosos en la segunda planta de la Calçada dos Mestres, rodeado por el hedor de las brochas, de los diluyentes, de los tubos de tinta, el Estudiante, en el apartamento de balcones amarillos de la Estrada das Laranjeiras, conversaba por teléfono con una amiga médica mirando las jirafas del Jardín Zoológico, con sus pescuezos erguidos muy arriba de los plátanos, la Dueña de la Casa de Reposo sumaba gastos en el despacho, el Sacerdote, con la lengua en una comisura de la boca, preparaba un mensaje en código o atravesaba el puente para encontrarse con un colega del seminario en una vivienda de la Cova da Piedade oscurecida por los vapores de las fábricas, que desaguan en el río con un silencio de pantano.
—¿Curioso? —preguntó amablemente el Juez extendiéndole el sobre. Los edificios de la Rua Gomes Freire se reducían a cuadrados de ventanas iluminadas donde inquilinos de pijama contemplaban las ambulancias de la noche.
No lo voy a coger, decidió el Hombre, miles de veces me previnieron acerca de este estilo de ofertas y promesas, de la simpatía postiza de los policías, de los puntapiés amables, de las porras dulces, de los bofetones asestados con toda el alma y una sonrisita de estima. A la primera señal de flaqueza, le había enseñado el Banquero, hace años, en una playa desierta de la Costa de Caparica, con las olas rompiendo más allá de las dunas y perros pálidos vagando en la arena, te caen encima, te agarran del pescuezo y estás listo, y lo que se le ocurría al Hombre, al escucharlo, era que si un barquero casual o una Pandilla de adolescentes los viese, así pegados el uno al otro, con la espalda apoyada en una columna de raíces, en una zona en que los homosexuales se frotaban con cremas y se besaban en el verano, pensaría haber tropezado con una parejita de maricas arrullándose.
—¿Una ojeada, al menos? —insistió el Juez de Instrucción agitando el sobre—. Le aseguro que se va a quedar pasmado con lo que hay ahí.
En noviembre el viento del mar sopla paralelo a las olas, se dijo el Hombre, ajeno al Juez, recordando al Banquero que dibujaba espirales con un pedazo de caña didáctica, indiferente a los albatros, a las gaviotas y a lo que pudiese suponer el único obrero, encaramado en sacos de cemento, de un bar en construcción. Había entrado en el Movimiento desde el principio, con una confianza absurda impermeable a dudas y críticas. Era manso, serio, pausado, y calzaba zapatos gastados, comidos por los gusanos, que parecían de difunto con varios meses de cajón. En las pausas de descontar cheques se ocupaba de la formación teórica de los grupos de asalto, a la que dedicaba un escrúpulo minucioso de maestra de novicias, con el misal de las epístolas de Stalin en la mano.
—Desde el comienzo del interrogatorio —suspiró el Hombre sin convicción ninguna— he repetido que soy jefe de sección en una compañía de seguros. Trabajo ocho horas por día, vivo en casa de mi familia, llevo los libros de una firma porque gano poco, no me sobra tiempo para meterme en política. Y cuando descubran esto y me suelten quienes tendrán un proceso a sus espaldas serán ustedes.
Sí, pero quien vive en el sótano allí abajo soy yo, pensó: una celda revocada, las combas del colchón, el lavabo de muñecas, el cubo de las necesidades y la bombilla que me cuaja en los párpados una gotita de luz. Si me acerco a la puerta no oigo ni un paso, una respiración, una tos, una charla, y no obstante es un pasillo de cárceles que supongo más o menos como la mía, cada cual con su revolucionario preso, tentado a desistir del internacionalismo proletario. Quién sabe si el Banquero no está en una de ellas, enseñando a la Policía Judicial sus trucos de guerrilla, quién sabe si un trepador del Comité Central, harto de preguntas de policías, no ha dado mi nombre, el nombre del Artista, más nombres, a fin de poder dormir sin una sacudida en los riñones que lo despierte, Muévete que como el Juez no tiene nada que hacer quiere conversar contigo un ratito, dormir sin bombilla, en la oscuridad, pesados sueños de aljibe desprovistos de memoria y de futuro. Una tarde el Hombre y el hijo del guardés, pequeños entonces, bajaron por los escalones de hierro hasta las lagartijas y los barros secos del fondo del pozo, y todo lo que vieron fue una serpiente con rayas agitándose por los ladrillos en busca de una grieta por donde escaparse, y en lo alto, a medida que la claridad crecía, un círculo perfecto de azul incandescente que ninguna nube cruzaba.
Golpearon a la puerta, el Juez de Instrucción dijo Entre, y era la cena del Ilustrísimo que un guardia, que no paraba de pedir permiso, posó en un ángulo del escritorio con precauciones respetuosas: pollo y patatas asadas, pan, una manzana, una botellita de vino, Y todo esto por su culpa, fíjese, se lamentó el Juez separando sin apetito la piel del pollo e intentando aplastar a la serpiente con la suela, un rasgo de comprensión y ya usted estaba fuera, amigo, fumando los cigarrillos de su abuelo debajo de una estatua de loza.
Y el Hombre se acordó que uno de los primeros servicios que les correspondieron, después de quince días de entrenamientos intensivos en Almoçageme, comandados por un libio de turbante, había sido un camarada salido de la cárcel la semana anterior, un rubio palabrero e inquieto siempre con nerviosismos, siempre con vacilaciones, siempre con dudas, y que el Sacerdote afirmaba que la Brigada Antiterrorista protegía a cambio de informaciones sobre procedencia de dólares. Prepararon el trabajo de febrero a mayo, vigilando las idas y venidas del sujeto, escondido en una casita del interior de Carcavelos, lejos del mar, con un perro minúsculo gruñendo en el Portal y matas de flores descuidadas a ambos lados de un sendero de grava. Agachados en una camioneta de mudanzas observaron, bolígrafo en ristre, al lechero, al panadero, los hábitos de los vecinos, los esclavos en harapos que componían las fisuras del asfalto dirigidos por un capataz de gorra, el instante en que la luz de la sala se apagaba, los murmullos desconocidos de las tinieblas. Lo pillaron finalmente a las ocho y media de la mañana, seguido del animalejo horroroso, a treinta metros del kiosco de periódicos, lo desplomaron a balazos que alcanzaron en el pecho a dos niñas gitanas y escaparon tocando la bocina, por travesías de dirección prohibida, hasta distinguir la corona exasperada de las gaviotas y la muralla de la Marginal que el río saltaba en abanico en las náuseas de enero. El Hombre vomitó la tarde entera, agonizando de fiebre en una quinta de Loures, con la imagen del cuerpo abatido del rubio en la cabeza, arrugado e inerte como el de los animales pequeños que aplastan en las autopistas, y las gitanillas intentando desbandarse entre lágrimas lejos de la pólvora. Las niñas acabaron escurriéndose a lo largo de las fachadas junto a una tienda de joyeros en pedazos, y el Artista lo animaba con brandis y precedentes históricos, Esto no es un juego, chaval, cuando se trata de liberar a nuestro pueblo hay siempre uno que otro inocente que arrastra la marea. Volvió a Benfica pensando en desistir, pensando No aguanto, no tengo fuerzas, no puedo. Era domingo, todos los primos y todas las criadas habían salido, los espejos de los armarios de la ropa reflejaban, en el silencio, su palidez alarmada. Le apetecía telefonear pero no sabía a quién, abrió las puertas de la sala y en el jardín las ramas estallaban bajo sus pies, se tumbó en el césped y fumó solo porque si llamaba al hijo del guardés no habría respuesta: hacía mucho que se hablaban poco y mal, un apretón de manos, una palmada en los hombros, se te ve más delgado y adiós, si llegaba a encontrarlo, en la quinta, de visita a sus padres. El amigo se había casado, usaba corbatas pomposas y vivía en un apartamento en Miratejo, pero el gusto del tabaco solitario era diferente y amargo y fue la última vez que el Juez, con pantalones cortos y uñas sucias, le hizo falta. También vagó por los arriates, se inclinó ante el lago de los peces a escuchar a los nenúfares, deshojó la buganvilla de la pérgola, y allí estaba el pozo con el molino por encima y la gran aspa de aluminio que desprendiera el viento.
—El mes pasado bajé al pozo sin ti —dijo él, en tono de censura, al Juez de Instrucción que pelaba la manzana y se introducía los pedazos en la boca con la punta del cuchillo—. Encontré a la serpiente podrida, con manchas, en una grieta de la tierra.
El Magistrado acabó la manzana, escupió una pepita empujó el plato, y el Hombre le notó la isla más clara, de pelo ralo en la coronilla, que se extendía hasta la frente por una mancha escamosa de piel: cualquier día se haría la raya en la oreja, con mucha brillantina, para disimularla.
—Le aseguramos una ayuda eficaz y usted nos da a cambio una docena de aclaraciones de morondanga —negocio el Juez, ajeno al pozo, agitando un palillero transparente—. Y cuando hablo de ayuda hablo de francotiradores especiales, una nueva identidad, una cirugía plástica, un subsidio mensual, un viajecito discreto al extranjero. Existen ciudades en Brasil por ejemplo, que no aparecen en el mapa. Y fíjese en que no le pido que denuncie a tal o cual, no es mi estilo: sólo la confirmación de fechas, de locales de reunión, de papeleo clandestino, cartas, diarios, circulares, sólo declarar si reconoce o no esta o aquella letra. Todo impersonal, todo anodino todo sin compromiso, como ve. Y se acaba la pesadilla del calabozo, y se acaban los guardias, y se acaba la policía, y se acaba para alivio suyo y mío esta investigación pesadísima.
Y no obstante cuando el hijo, ya con las uñas limpias, ingresó en el Centro de Estudios Judiciales a aprender a condenar, el guardés continuó ocupándose de las flores y de las verduras de la huerta, y la mujer, despatarrada en un banco, desplumando las gallinas de los patrones en el patio de la cocina, sumergida en plumas que revoloteaban, subían y bajaban, peludas y blancas, como si destripase un edredón. El guardés continuaba escardando y montando en la quinta trampas con muelle para los pájaros que le roían los higos y estragaban las cerezas y las peras, aves menudas, excepto los mirlos, estranguladas en el alambre y esparcidas en la base de los troncos, destinadas al apetito de las hormigas. El hijo juez y la madre, pasmada de vergüenza, levantándose al paso del Hombre que suspendía año tras año las disciplinas del liceo, y había entrado de recadero en la compañía de seguros de la familia. La mujer bajando la voz, saludando Hola niño, oliendo a los eucaliptos y al anisado de las aldeas sin destino de la Beira de donde venía, viviendo en una casita entre el invernadero y la jaula de los perros, engastada en el muro con fragmentos de vidrio colorido en el borde, un par de habitaciones con muebles gastados, penumbra, el óvalo súbito de un espejo, un fogón en una losa, camas moribundas porque había más hijos, dos muchachas descalzas y un muchacho ayudante de mecánico, encerrado en un enfado perpetuo entre las cejas enormes. Los días festivos el guardés dormía en una mecedora de junco, bajo el frescor del parral, con una mastina descolorida a sus pies, un animal melancólico y sin gracia, de orejas tristes, sacudiendo las moscas de octubre con la cola. El guardia fue a buscar la bandeja y la llevó como si transportase una reliquia, agitando lozas. El Juez de Instrucción seguía desde la ventana el crepúsculo que aumentaba la ciudad:
—¿No le parece una ayuda generosa? —preguntó él de espaldas al Hombre, ofreciéndole, bajo el traje, los omóplatos magros de ángel inacabado—. En este momento del proceso no hay prácticamente nada que yo no sepa, y al terminar la confesión de sus compinches prepárese para unos diez añitos, como mínimo, encuadernando libros en la oficina de la cárcel. Tal vez no esté tan mal, oiga, por lo menos aprende un oficio, que es algo que nunca le ha sucedido en su vida.
El parral, en su reverberación de hojas, se prolongaba por la quinta en dirección al establo de los cerdos y a la cabaña de los aperos, con tijeras, hoces y palas ordenadas en sus ganchos y un cono de patatas germinando en el suelo. De un lado del muro un mico sujeto a una cadena admiraba sus propios dedos con las pupilas atribuladas de los enfermos del hígado, y del otro se escuchaban a cualquier hora, desde una veranda a la que nadie se asomaba, los acordes errados de una lección de violín al tanteo con la partitura. La suegra del guardés, con negro de viuda, cosía camisas en un escalón.
—Fechas, lugares, unas pequeñas explicaciones sin importancia —dijo el Juez—, y la semana próxima lo instalamos en Brasil con una mulata en cada brazo.
Encendió una lámpara y la luz le acentuó las arrugas, cavó los huesos del mentón, aumentó la fealdad de la corbata, reveló un corte de la barba y un tic que contraía los músculos de la boca, tirados hacia atrás por el espasmo de un tendón. El brillo de las gafas impedía al Hombre descifrar la sinceridad de las promesas, de la misma forma que las órdenes y los tacos del Sacerdote, carcomido de fastidio, partían hacia un blanco, escondían la ansiedad y el miedo, los cinco apiñándose, enfadándose, sobresaltándose en el automóvil robado mientras que el traidor de la clase obrera no llegaba, ¿Y si en una de ésas, supongamos, ha ocurrido algo y el cabrón no aparece?
Encendió la lámpara y no quedaban en su cara vestigios del pasado ni semejanzas con lo que el Hombre recordaba del padre o de la madre de él, el color del pelo y de los ojos, los gestos de hurón, el formato de los pómulos. Ninguna similitud con aquellos esclavos brutos y sumisos, tallados en la provincia en tungsteno, cactos, hambre y plátanos de invierno, con quienes el abuelo conversaba a veces, con una gentileza de marqués, para enterarse de la fiebre de las acacias. Sólo las gafas serias en espera y una pluma balanceándose entre los dedos afilados:
—¿Y?
Puede ser que el Artista esté preso, pensó el Hombre, el Sacerdote vigilado, la Dueña de la Casa de Reposo vaciando el bolso en el puesto policial del Beato, el Estudiante, en la Estrada das Laranjeiras, con dos de la Secreta registrándole los cajones o pasmados ante la inocencia de las sábanas con el Snoopy estampado, porque hasta la vanguardia del proletariado tiene derecho a la infancia y a ver a las jirafas y a los mandriles entre la ropa puesta a secar en el balcón y los árboles con pico de plumín que hacen señas desde el cielo. Puede ser que del Comité Ejecutivo hubiesen murmurado Es aquél y aquél y aquél, y restasen por milagro tres o cuatro militantes fugados en la cabina de un camión, por el Alentejo, camino de España, o cruzando, deslizándose entre los setos, las jaras de la frontera, asustados por el rastrojear de un conejo, en busca de la navaja lunar del río. Pero aun así, los orangutanes de la Interpol habrían de olfatear, calle tras calle, los barrios bajos de París, y con la ladronera de la CEE ni la lluvia de Bélgica escapa a la extradición, expulsado al aeropuerto en medio de un torbellino de agentes, todo al final tan fácil como la muerte de las niñas gitanas que trotaban, desesperadas de pánico, en la mañana de Carcavelos, por travesías y travesías sin gaviotas, alejadas del mar.
—Conozco un sitio en Carcavelos donde no se sienten las olas —dijo el Hombre de repente.
—¿Cómo? —se interesó el Juez aumentando la sonrisa, y el Hombre pensó Me tiene en sus manos, comienza a darse cuenta de que me tiene en sus manos, y de ahora en adelante basta con apretar un poco y con cuidado y ver cómo sale el pus.
—Ni el olor, ni la sombra, ni el reflejo del mar —pormenorizó el Hombre—, es como si estuviésemos en la mortaja de una aldea de la sierra, poblada de ausencias y de fantasmas moros.
Caminos difíciles, moreras, túmulos antiguos, cabras que lamen el musgo de los peñascos, una pared de castillo, gallinas que engullían barreduras en el atrio de la iglesia: los labios del Juez de Instrucción, macerados por el metal de la lámpara, se redondeaban en la arista de las mejillas:
—¿Dónde? —preguntó él buscando la goma entre los papeles del escritorio—. Calcule, fíjese, me he quedado con una pasión especial por Carcavelos. ¿No fue donde hace unos meses murieron un ministro y unas mendigas cualesquiera?
Acabar de aceitar culatas en un pinar, antes de la aurora, bajo nubes color de uniforme y una brisa cruel, los cinco (¿o seis? ¿o siete?) alrededor de un paño, sobre la pinocha, en que yacían las armas, con un bullicio de pájaros cantando por las copas y el Ford, sacado la víspera, esperándolos en una vereda de zarzas. Acabar con la tensión de la espera antes de salir, derrapando en un camino secundario, repartiendo las municiones de un cajón: el Sacerdote midiendo el tiempo, con el ojo preocupado en el reloj, el Artista que orinaba silbando, desviado unos metros de nosotros, el Estudiante llenando de cartuchos los bolsillos de la chaqueta. Acabar con el terror, con las diarreas, con los espasmos en el pecho, con el bigote que se rapa y que se deja crecer, con el peinado que se cambia, con los pelos que se tiñen, con estos ridículos disfraces de teatro. Dejar de espiar por las cortinas, de caminar lentamente, con la palma en el revólver, hacia el supermercado de las compras, de temblar si suena el timbre, de saltar si la tarima cruje, de poner una granada al lado del vaso de agua para el maldormir de la noche. Librarse del encierro de la celda, al término de un complicado trayecto de túneles y escalones y tan silencioso y amenazador como el que sigue a los disparos, de la verruga de la bombilla que lo perseguía como el retrato del magistrado-bebé en la salita del guardés, de una ventana abierta a una brotación de magnolias que exhalaban el azúcar sin alma de los finados.
—¿Le importa que llame a un agente? —preguntó el Juez de Instrucción mientras se estiraba sobre la mesa, hacía caer un marco, levantaba el teléfono—. Se trata de solucionar un problema práctico: tengo una letra endemoniada que nadie entiende, lleva una eternidad descifrar los garabatos. Y el miércoles o el jueves usted aterriza en Sao Paulo, con pantalones blancos, panamá y camisa estampada, con una sambista en su cama del hotel.
No es malo que confiese porque están todos presos, el Sacerdote, el Estudiante, el Artista, la Dueña de la Casa de Reposo, el Banquero, metidos en diferentes agujeros por todo el país, sin derecho a visitas, por denuncia del controlador de los grupos de asalto, ahora en Suiza con una pensión del Estado. Todos presos, pensó el Hombre a medida que el agente retiraba una máquina de escribir del estuche, buscaba una silla, introducía un folio en el carro, miraba al Juez, con las manos suspendidas, como un pianista, vibrándole las solapas de la levita, miraba al maestro, ansioso por la señal de ataque. Era un sujeto frágil, de ropas modestas, un policía sin aspecto de policía, uno de esos coleccionistas menudos de langostas y de sellos, un infeliz amanuense judicial al que los compañeros tiranizan. Todos presos, pensó el Hombre, discurseando en gabinetes así para jueces y dactilógrafos así, separando fotografías, elucidando detalles, afirmando, negando, aceptando un brandy, diciendo que no señor, no era en el Algarve donde el barco de pesca marroquí tiraba la dinamita y las bazucas, era en la costa de España y cruzaban la frontera en camionetas de transporte de electrodomésticos y de ganado. Todos presos acusándome, triunfales, furibundos, desorbitados, pensó el Hombre, Fue él solo quien mató a las gitanas, quien hizo pedazos al ministro, quien ejecutó al rubio, encajaba el arma en el hombro, nos ordenaba No disparéis y limpiaba las avenidas a balazos, de haber podido habría colgado las cabelleras del cinturón y acabado con los moribundos a cuchillo. Una vez me escupió en la cara sin ningún motivo, reveló el Artista, y los otros Es verdad, Me quiso violar en un matorral, se quejó la Dueña de la Casa de Reposo, me soltó tacos, me rasgó el vestido, mire, No respetaba a la jerarquía, vociferó el Sacerdote, no obedecía a los jefes, perdió la noción de la ética marxista, y el Banquero Una tarde, en el Guincho, intentó acabar con el último surfista para afinar la puntería, que yo sepa nunca le descubrí ningún sentimiento, teníamos listo un plan, con el auxilio de los camaradas vascos, para librarnos de él. Al sacar los cigarrillos del abuelo del bolsillo del pantalón el cielo permanecía azul sobre las acacias, y el Hombre sonrió al surtidor del lago con sus anguilas transparentes y sus lotos descompuestos, y a los bancos de azulejos del jardín:
—Voy a contarte una cosa que te dejará tres días con la boca abierta —dijo él al Juez de Instrucción que limpiaba sus gafas con un trapito y lo miraba, desprovisto de los lentes, con la expresión desnuda y sufrida de los niños de provincia, sentados en la paja, los domingos, entre barros de feria y gimoteos de lechones—. A pesar de las fumadas en el césped, de las correrías por la quinta y de las indigestiones de fruta verde, nunca me gustaste.
El abuelo abajo, en la silla de lona bajo el quitasol descolorido, se teñía del humor de los agapantos. La mujer del guardés gritaba desde el parral llamando al hijo juez, que se desabrochó el chaleco en gestos murmurados y alzó la mano fina, de dentro del puño de la camisa, rechazando el tabaco. El pianista de la máquina de escribir probó con el anular la tecla de una nota, y los labios del Ilustrísimo se torcieron de lado en la mueca del padre, cuando cortaba los rosales que maltrataban con sus espinas las estatuas de loza del jardín:
—Y yo, a cambio, te ofrezco un secreto aún más secreto —dijo él volviéndose a poner con cautela el metal de la montura en las orejas—. No te imaginas lo que he gastado en grasa para untar las escaleras del pozo, con la esperanza de verte caer.