—Según le decía era una cuestión de tiempo, señor doctor, hora más hora menos y lográbamos reconstruir el trayecto de su amigo y de la novia desde que se escaparon de la Rua Gomes Freire por una tontería nuestra —se alegró el caballero colgando el teléfono con un Cogieron un taxi en Conde Redondo, tenemos al chófer declarando en la Brigada, pero adivine, sólo por juego, a dónde fueron los idiotas.

La callista había regresado al trabajo esa tarde, y por la ventana abierta el Ilustrísimo la vio lavarse las manos, encender el foco, colocar los instrumentos y la palangana de agua caliente en una bandeja al lado del banquito, cambiarse los zapatos por zuecos ortopédicos, envolverse en la bata y pasar a la salita vecina para llamar a una cliente con vestidos talares tunecinos y pelo demasiado negro, que pasaba el tiempo de la espera con una revista de bodas de ricos. Eran casi las tres de la tarde y en los corredores de la Judicial, aún obstruidos por los sacos de arena y serrín con que el teniente decidiera proteger las paredes de las bombas maoístas, resonaban pasos y ecos en medio de un murmullo de siesta que sólo las ambulancias sobresaltaban, con sus bocinas estridentes hacia el Hospital de Sao José. Los fotomatones frente al Archivo de Identificación, apiñados de gente, soltaban magnesio en los ojos de las personas.

—Siempre que me saco una foto allí abajo —dijo el Juez de Instrucción estirado en la silla para observar los dos establecimientos, con novias de los Jerónimos en el escaparate, separados por el consultorio de un osteópata—, me encuentro parecido a una víctima ferroviaria, sólo me falta una pierna machucada y la cabeza en el césped. Por esa razón y por otras le prohibí a mi mujer que anduviese con mi jeta en el bolso.

La mujer de los mechones demasiado negros se instaló en el sillón de los tratamientos, se cubrió las piernas, se recostó hacia atrás mientras la callista se agachaba en el banquito, eligiendo una lima, después de separar los dedos de la señora con trozos de algodón. En la zona de la penumbra de la lámpara se amontonaban armarios, anaqueles, vasos de cobre, una campana, otros trastos, y se adivinaban manchas de litografías y una percha con delantales, al mismo tiempo que en la habitación contigua un paciente calvo miraba con aprensión el relieve de los juanetes.

—Dé su opinión, caramba, no le cuesta nada, ¿dónde se han metido los tíos? —preguntó el caballero, a quien emocionaban las nalgas de la callista, dejando caer ceniza en la corbata—. El señor doctor lo conoce de sobra, en una situación angustiosa como ésta, diga, ¿de qué se acordaría el tipo?

—Quieres esconderte en el invernadero y que yo te traiga la tartera, a la hora de la comida, como la cocinera le hace al loco, ¿no? —adelantó el Ilustrísimo paseando entre regaderas caídas y cajas de orquídeas—. Me ven atravesar el jardín con una bandeja, te descubren en un instante y quien paga el pato soy yo.

—No puedo volver a casa con un suspenso en Geografía —se desesperó el Hombre, con sus labios temblorosos, protegido por una muralla de cactos que alineaban en un banco sus brotes oscuros—. Apenas la vieja lo sospeche se mete ocho días en la cama por el disgusto.

Los cristales, recordó el Juez de Instrucción, daban volumen al calor, había azafates colgados de cuerdas que se balanceaban desde el techo y plantas tropicales envueltas en una bruma de humedad, y él nerviosísimo, despeinado, con las orbitas redondas de miedo, retorciendo las manos en un rincón, con la cartera del liceo y el saco de gimnasia apoyados en una planta del caucho.

—¿Y? —aguijoneó el caballero que se introducía un cigarrillo en la boca—, ¿ni una idea, ni un palpito, ni una intuición siquiera? Diga algo, señor doctor, pruebe, que si llega a acertar le pondré un notable.

—No le cuentes nada a tu abuela, guarda la nota, muy callandito, en el forro del cuaderno —aconsejó el Ilustrísimo—, y si te sacas una buena nota en el próximo le muestras las dos y ella no se enfada contigo, es muy sencillo. Ahora bien, ¿has pensado qué es lo que vas a hacer todo el día metido en medio de los cactos?

Olía a estiércol, olía a tierra, una manguera zigzagueaba por el suelo, grandes pétalos azules nos señalaban con los estambres peludos, un pedazo de cielo sin pájaros retrocedía hasta muy lejos por una rendija del techo. Un par de guantes y una tijera de podar aguardaban en una mesa la mano que los animase.

—He traído chocolate, caramelos de goma y un libro de historietas —respondió el Hombre detrás de los tiestos—, si me visitas de vez en cuando aguanto en calma una semana aquí. Mira, yo te doy todas mis canicas y tú no me denuncias a nadie y me traes de comer por la noche apenas apaguen las luces del jardín.

—¿Qué? ¿En el invernadero? ¿No estás bromeando, estás seguro, muchacho? —dijo la cocinera empujándolo con la barriga hacia la sala de la costura, sofocante de almidón, donde una mujer de nariz larga planchaba sábanas—. Espera un momento, no te muevas, voy a avisarle a la patrona.

—Tengo más bolindres en mi cuarto —aclaró el Hombre—, falta la bolsa de las canicas grandes, no te preocupes que también te la daré. Ayúdame en este embrollo, Zé, no seas malo, que yo te prestaré la bicicleta pequeña todas las veces que quieras.

—Pasar la noche en el invernadero, qué estupidez —suspiró la abuela, sin anillos, en salto de cama, con el cuello untado de cremas contra las arrugas—. Este chico no se quedará en paz hasta que no me mate, Adelina, hazme un té deprisa y tráemelo aquí de una oreja.

—¿Un palpito? —respondió el Juez de Instrucción al caballero observando a la callista que sumergía el pie de la cliente en la palangana de agua después de quitar el algodón de los espacios entre los dedos—. Cuando era chico, siempre que se presentaba la oportunidad, se llenaba los bolsillos con caramelos de goma y libros de historietas y corría hacia el invernadero a refugiarse entre los cactos, convencido de que nunca se les ocurriría ir a buscarlo a ese sitio.

—Quejica de mierda, maricón, soplapollas, traidor —se enfureció el Hombre amenazando al Ilustrísimo con la raqueta de tenis—, por tu culpa me han cortado las vacaciones en la playa, por tu culpa me pudriré aquí, sin nada que hacer, todo el verano. Y yo que creía en ti y que te ofrecía mis bolindres, cabrón, si no me los devuelves inmediatamente le digo a tu padre que me los has robado.

—El invernadero, ¿eh? —repitió el caballero, despacio, con los ojos en el Juez de Instrucción, mientras discaba un número de teléfono con el lápiz—. El invernadero es una posibilidad, señor doctor, gracias, hay momentos en que me apetece llegar a la Brigada y darles unas tortas a los imbéciles que trabajan allí.

Fue un agosto agrio y lleno de rencor, pensó el Magistrado, los patrones se fueron al balneario y luego a la Granja, sin el Hombre, en un coche atestado de maletas, de palos de golf y de cajas de sombreros, y él, desinteresado de la matanza del cerdo y de la ducha de las criadas, me evitó el mes entero fumando solo, taciturno, desdeñoso, los cigarrillos del abuelo por las avenidas de grava, leyendo novelas policiales en el granero, apedreando a las golondrinas o gritando órdenes absurdas a las criadas. Fue también un estío de lluvia que desesperó a mi padre perturbado por la anemia de las hortalizas, una época de tormentas que bramaron varias semanas por la parte de la Amadora, inficionando el aire con un olor de hongos y de heno, y excitando al loco que gastaba las noches con el violín y nos impedía dormir con sus mazurcas insensatas. Un agosto en que las cigüeñas, asustadas por el temporal, abandonaron los nidos incompletos para hacer rumbo al sur en busca de alcornoques y de leproserías en ruinas, sobre las cuales las nubes pasaban muy alto, viajando en dirección al mar en cintas estiradas. Le dejé en el invernadero los bolindres y ocho libros de historietas nuevos, devorados deprisa por el hambre de los cactos, y en septiembre el automóvil blanco subió la rampa del patio, el Señor Profesor, bronceadísimo, con chaqueta de lino color crema y sombrero de paja de cantor francés, esperó que el chófer le abriese la puerta para bajar del coche y saludar a la cocinera con un gesto de boquilla, y la Señora, pintada con carmines feroces, volvió quince días después, en taxi, profusa de pulseras y collares, sacudiendo los sofocos con un abanico gigantesco. El Hombre se refugió, mohíno, en el corral de los cerdos, y fue necesario que el viejo en persona, resignado al suspenso en Geografía, lo llamase a la mesa bajo una niebla meona que transfiguraba los rosales y hacía que sus múltiples párpados pestañeasen con un roce de papel.

—Tavares —dijo el caballero al teléfono, golpeando con el lápiz en el reborde de la mesita—, oiga una cosa, ¿han registrado el invernadero de la casa de Benfica, Tavares? Mande inmediatamente un pelotón como mínimo y a la primera resistencia haga fuego, ¿cómo quieren capturarlo buscando en todas partes menos donde deben, qué rayos de tropa especial es la que yo comando? En cuanto esto termine conversaremos, guardias que no sirven, a la calle.

—Su hijo me robó las canicas y me ha usado la bicicleta —acusó el Hombre ante el atolondramiento del guardés que presidía la comida de la familia con servilleta al cuello y botella de orujo junto al plato—. Cuando se lo cuente a mi abuelo él lo despedirá, no se admiten criados ladrones, señor Óscar.

—La policía no sabía nada ni ha reconstruido trayecto alguno, hasta la historia del taxi en Conde Redondo es un embuste, usted ha estado tomándome el pelo desde el comienzo —gritó el Juez de Instrucción al caballero, descargando un puñetazo despechado en un expediente—. Se ha servido de mí para capturarlo pero se ha liado, el invernadero era un escondrijo de niños, sus asesinos llegan allí y dan con media docena de tablas y cristales que la hierba ha devorado y un torbellino de flores que envenenan a los agapantos y a los peces.

Fue un verano agrio y un otoño agrio, pensó el Magistrado, mi padre dejó la servilleta sobre la mesa y me golpeó delante de la familia con el mango del rastrillo, de tal modo que hasta la perra se arrastró, con las órbitas pálidas, hacia debajo del fogón. El Hombre y yo nos cruzábamos sin hablar, fermentando rabias, viajábamos en el mismo tranvía, a la ida y a la vuelta del liceo, dándonos la espalda como dos extraños, cada uno bajaba al pozo o atormentaba a los pavos del gallinero solo, frecuentábamos a horas diferentes a la Zarolha de las Pedralvas sintiendo al otro rondar por los arbustos, dejamos de ser compañeros en la compra de retratos de actrices de cine y de fotografías de mujeres desnudas a caballo en sillas austriacas, con los ojos cerrados en un gozo inexplicable. Sólo en la primavera siguiente, después de los temporales de mayo que desorientaron a los palomos, destejaron la caballeriza y derribaron una de las estatuas de loza, nos encontramos lado a lado, de rodillas en el muro hacia la Estrada de Benfíca, espiando entre codazos celosos, la vivienda del médico que el novio de perilla, mucho más crecido que nosotros, había comenzado a frecuentar, ceremonioso y educado, besando manos en el vestíbulo. Y eso era en la época

pensó el Ilustrísimo

en que el molino aún funcionaba, girando a sacudidas para atrapar al viento, la quinta regurgitaba de animales domésticos y la casa grande de criadas con cuello de celuloide y delantal de volantes, en la época en que el mono se rascaba los sobacos deprimidos con falanges negras de enfermo de gangrena, estudiando la escudilla de sopa de ajo con la intensidad de los microscopistas. Era en la época de las procesiones de la Señora del Amparo y de la charanga de los bomberos los domingos, en la época de los grandes pánicos, de los surtidores de gasolina manuales y de los devastadores odios pasajeros, cuando la hija del doctor paseaba la cola de caballo por el huerto enfrente de la casa, sonriendo, fascinada, hacia el novio de perilla, inclinado hacia ella con discursos ardientes y solemnes.

—Hay ocasiones, palabra, en que me pasa por la cabeza que el señor doctor simpatiza con la Organización —sonrió el caballero rodeando el escritorio y sentándose de nuevo, cauteloso con la raya de los pantalones—. Su amigo suelto es un peligro para nosotros, ¿quién nos garantiza que no irá, por ejemplo, es un suponer, a Miratejo, y se carga a su familia por venganza? Un tipo en dificultades es de lo más imprevisible que hay, mientras no le eche el guante no estaré tranquilo.

—Qué tía tan tonta —clasificó el Hombre encogiéndose de hombros con una mueca desdeñosa—, derretirse por un viejo de veinte años, qué asco.

—Apuesto a que no le gusta, apuesto a que no le hace caso —se esperanzó el Juez de Instrucción sacudiendo la nuca del compañero con la palma—, seguramente esto ha sido idea de los padres, quieren casar a la chica a la fuerza y listo.

—¿Y las sonrisitas, tío, cómo explicas tú las sonrisitas? —dudó el Hombre haciendo cortes de manga a la pareja por una rendija del muro—. La muy zorra nos engañó bien engañados, parecía una santita y fíjate ahora.

—¿Confirma que nadie estuvo en el invernadero, Tavares, asegura que pasaron un peine fino por el jardín y nada? —preguntó el caballero con el ceño fruncido y observando desde el teléfono el alivio del Juez, que seguía golpeando con el lápiz el reborde de la mesita—. No, quédense, distribúyanse por la quinta, por el granero, por la planta de arriba de la casa, métame dos o tres agentes de confianza, con una radio, en la vivienda del loco, y tarde o temprano los terroristas aparecerán, quédese tranquilo, deben de estar vigilando los alrededores esperando el mejor momento para entrar. Llámeme cada treinta minutos y prevenga ahora mismo al helicóptero, a las lanchas y a los muchachos de las fronteras.

Ojalá me equivoque con respecto a la estupidez del Hombre, deseó el Ilustrísimo, ojalá se acuerde del episodio del suspenso en Geografía y desaparezca Miño arriba o por el Alentejo camino de España, entendiéndose, en un fondo de taberna, en Viana do Castelo o en Borba, con contrabandistas sombríos, ojalá cruce el Guadiana o el río Lima esta noche y llegue a Vigo para emplearse en un restaurante junto a la playa, o marearse en un carguero panameño hacia Venezuela o Bolivia, donde eche las tripas por la atalaya y alegre a las gaviotas. Ojalá no sea tan imbécil que decida ir a despedirse de Benfica, de los olores difuntos y de las calles que han dejado de existir, de los tranvías de los que no quedan siquiera los raíles y de la Estrada Militar sustituida por un atropello de fincas, ojalá haya desancorado de la infancia y olvidado la barbería del señor Frías, la Bodega de los Huesos, la Zapatería Saúl, la Porcalhota y principalmente las cigüeñas, las cigüeñas Dios mío, ay las cigüeñas, apenas termine, dentro de veintitrés años y once meses, de pagar el apartamento en Miratejo, me mudo a una zona con pájaros, pido vacaciones, me pongo el chándal y me paso los días en el alféizar de la ventana viendo cómo crecen los nidos en las palmeras con una atención desvelada. La callista ordenó los instrumentos en la bandeja, secó con una toalla los tobillos de la mujer con mechones demasiado negros, retiró la sábana que le cubría las piernas, la ayudó a calzarse y a levantarse, el paciente de los juanetes avanzó, cojeando, hacia el sillón, y demoró sus dedos en los cordones observando, despavorido, el brillo de las tijeras.

—Está claro que me equivoqué, sería un detective malísimo —dijo el Juez de Instrucción al caballero, abriendo los brazos con el gesto de quien demuestra una evidencia—. Tal vez sea mejor que desvíe a sus guardias hacia Loures, quién sabe si el terrorista no decide desplazarse hasta allí para pedir auxilio a la extranjera, al de la ametralladora, a Bernardino, quién sabe si no le saca el coche a la belga con una disculpa cualquiera.

—Fíjate en los idiotas tomados de la mano, fíjate en los idiotas besándose —susurró el Hombre, con la cabeza perdida, insistiendo en los cortes de manga—, acércame deprisa tu tirachinas que ya verán lo que es bueno.

—No bromee conmigo, señor doctor, no me tome por tonto —pidió el caballero—, a Loures el tipo no va seguro, andaba cinco pasos, a lo sumo, y caían sobre él trescientos cargadores juntos, ¿a estas alturas quién ignora que se chivó? Pero si arde así de pasión por el tío ocúltelo en el mirador de la casa o huya con él hacia Galicia, ¿por qué no aprovecha y se enrola también en la Organización?

La primera piedra no llegó al lado opuesto de la carretera, recordó el Ilustrísimo, se enganchó en una morera, espantando hojas, y cayó a plomo, con un estruendo metálico, en un techo de automóvil, la segunda astilló una ventana en la vivienda a la izquierda de la casa del médico, sobresaltando a un perro frenético que echó a correr y a ladrar, el de la perilla, que no nos había visto, señalaba el molino a la muchacha, y el Hombre, desesperado, provisto de un guijarro con punta, Esta vez les acierto, Zé, esta vez los mando al hospital con los dientes hechos papilla, pero lo mejor que conseguía era romper cristales, candiles de porche y los tiestos de yeso, imitando fénix coloridas, que ornamentaban los portales, mientras la hija del doctor se paseaba, abrazada, frente a nosotros, o extraía con la pulpa del dedo un grano o una semilla de la nariz del novio, y yo, ultrajadísimo, Qué puta, Antunes, aplasta de inmediato el flequillo de esa vaca, y el Hombre, llorando de rabia, estirando los elásticos del tirachinas, Consigue una piedra como es debido, ni grande ni pequeña, y ya verás, al mismo tiempo que el de la perilla, sujetando el hombro de la novia, le hacía caricias en las mejillas y alisaba la cinta de la cola de caballo, Mira qué poca vergüenza, mira qué descaro, farfullé yo, poseído, buscando guijarros en los arriates, si fuese mi hermana cuidado, arreglaba a la furcia a bofetadas, las trepadoras formaban guirnaldas sobre nosotros, la batahola de los palomos se acercaba y partía, el paciente de los juanetes, sentado en el sillón, con los pantalones remangados, contemplaba la palangana del agua con terror mientras que la callista se inclinaba hacia él con la lima en la mano y yo declaraba al caballero, apretando una grapadora con la palma, Hablando con franqueza no me acuerdo que hayamos sido amigos, ¿cómo puede existir amistad, explíqueme, entre el hijo del guardés y el nieto del patrón? Se dieron juegos de muchachos, eso es todo, pero ¿intimidades con un pobre? Déjese de historias, señor, ¿le parece que los viejos de él lo habrían consentido?

—Parece un carretero con esos modos de comportarse en la mesa —se entristeció la abuela censurándolo sobre un samovar de plata—. ¿No puede conseguir el niño una compañía mejor que la del hijo de un borracho que si se da un baño por semana ya es mucho?

—Estas piedras no sirven, no caben en la horquilla del tirachinas —rechazó el Hombre apartando los guijarros con la palma—. Tráeme unos normales, tío, ¿qué puedo hacer yo con semejantes piedras?

—Claro, claro —asintió el caballero royéndose la piel del meñique, con la mirada en el paciente que se paralizaba de miedo—. Ocurre que uno a veces pierde la cabeza, disculpe, jugamos con fuego, no era mi intención ofenderlo, yo también nací de padres pobres como el señor doctor.

—¿Quién, el pequeño Óscar, el buen alumno, la esperanza de la familia, el esmirriado con orejas de elefante? —se admiró el abuelo en la cabecera, cortando el lenguado con un cuchillo afilado—. En eso estás confundida, Matilde, ése sólo se preocupa por los estudios, se pasa el tiempo agarrado a la gramática, con un poco de suerte es capaz de llegar a chupatintas o a recaudador de impuestos.

—Ni tanto ni tan poco, joder —protestó el Hombre irritado por la incompetencia del Juez de Instrucción—, ahora son granitos de arena que apenas se notan, aunque los tire a mitad de camino se pulverizan en el aire.

—El pequeño Óscar, pues, ese duende mugriento, delgaducho, feísimo —gimió la abuela indignada con la temperatura de la salsa de mantequilla—, ¿cuántas veces tendré que repetirte que sufro del duodeno y que la comida fría me revuelve el estómago? Para tu gobierno, tu nieto no respira sin él, poco falta para que se le pegue hasta el acento de la Beira.

—Yo, de muchacho, era amigo del sobrino del notario de Faro —comentó el caballero hojeando el pasado—. Poníamos juntos trampas a los pájaros, cambiábamos capicúas, jugábamos al fútbol en el mismo equipo, me harté de impedir que los compañeros de la escuela le pegasen, y de repente, zas, comenzamos a crecer, a afeitarnos, a vestir pantalones largos y él se apartó de mí como el diablo de la cruz, parecía no verme, nunca más me dio un libro de anécdotas de Bocage de su tío, ni me pagó los diez tostones que me debía, se fue a estudiar Letras a Coimbra, yo me quedé en la villa en el mostrador del correo, y en las vacaciones de Navidad el cabrón, si necesitaba enviar una carta a un colega, fingía no reconocerme, fingía no saber quién era yo, me entregaba, sin mirarme, el sobre y el dinero de los sellos y desandaba el camino hacia la puerta, con la cabeza gacha, olvidado de agradecer el envío.

—Eso le viene de parte de madre, es la vergüenza de los Machado —concluyó el abuelo pasando las espinas y la cabeza del pescado a un plato pequeño—. Algo tenía que heredar de ese lado, ¿qué remedio hay cuando ya se lo ha echado a perder?

El paciente de los juanetes se retorcía de pavor en el sillón, intentando escapar a los instrumentos de la callista que le perseguía los tobillos con un empecinamiento feroz, mientras nuevas víctimas invadían poco a poco la salita de espera y ocupaban los sofás de junco forrados con almohadones de espuma, observándose mutuamente con la resignación cómplice de los condenados que aguardan, como animales de matadero, la tijera fatal. Un mecánico reparaba una furgoneta en el Patio de la Judicial, la mujer de la venta de periódicos argumentaba a gritos con un infeliz que se había equivocado con la vuelta, y el Juez de Instrucción pensó en el mar del Algarve en Septiembre, en el aliento de África que decoloraba los almendros y los llorones, y en los francotiradores de la Brigada Especial, camuflados, rodeando el invernadero para abatir al Hombre con un gran estrépito de balas.

—Por parte de madre y por tu parte —reforzó la abuela comprobando la temperatura de la mantequilla con el meñique—. Entre nosotros, en lo que se refiere a la desvergüenza, no sé cuál de los dos será peor. Hay momentos en que me pregunto de dónde saco energías para aguantar todo esto, no me extraña que ande tan mal de la tensión, un día de éstos me da un ataque delante de ti.

—Pásame una piedra cualquiera, rápido, da igual, antes de que el de la perilla la meta en casa y nos agüe la fiesta —pidió el Hombre, acuclillado en el muro, llamando al Ilustrísimo con la mano—. Una piedra, un pedazo de ladrillo, un trozo de hierro, algo que haga daño, la cabrona me las pagará, tío.

—El idiota me entregaba las cartas y yo esperaba que se fuese y le echaba la correspondencia en el cesto de papeles, ni un sobre, de muestra, llegó a Coimbra —contó el caballero enderezando los lápices en el escritorio del Juez—. Y no te digo que hace dos años el imbécil apareció en la Brigada, muy suelto de cuerpo, muy a sus anchas, tratándome de tú, He tenido un problemita con una alumna, imagínate, la estúpida, fue a decirle a su padre que el niño era mío y me iniciaron una demanda judicial, si no frenas esto mi mujer me pedirá el divorcio.

—El día en que te mueras abro una botella de champán, Matilde —prometió el abuelo limpiándose el mentón con la servilleta—. El drama es que me huelo que no te vas a morir nunca y que dentro de dos mil años estarás sentada en la sala incordiando a la familia.

—A ver si consigues la piedra, Zé, que los jodidos están ya en las escaleras de la puerta, me dan unas ganas de correrlos a puntapiés que no veas —gritó el Hombre al Juez de Instrucción aflojando los elásticos del tirachinas—. En los escalones es muy fácil, les doy en un instante, ¿qué has hecho con la piedra, coño?

—Perdón, un momento, perdón —interrumpió el caballero, digno, helado, cejijunto, mirando al sobrino del notario con una interrogación severa—, ¿de dónde me conoce usted?

A esta hora, pensó el Ilustrísimo, preocupado, los francotiradores de la Brigada Especial rastrean entre los crisantemos, en dirección al invernadero, bajo la indiferencia de las cigüeñas, de las tórtolas y de los peces del estanque, mientras Antunes se encoge, con las rodillas pegadas a la boca, detrás de los cactos que degüellan a las orquídeas con las espinas, que cortan a los árboles del caucho por la base del tallo, que dinamitan los marcos carcomidos con la fuerza de los brotes, y él, empuñando la escarda, escucha las voces de los soldados, los estallidos de las radios portátiles, los cargadores que se ajustan en las armas, el viento en las aspas calcificadas del molino, una tos militar del lado de fuera de la tapia y el sonido del violín en la vivienda del loco, y en esto una hilera de tiestos que caen, y en esto el primer tiro, y en esto una prisa de botas en la tarima del invernadero, y en esto el cuerpo de Antunes, y los brazos mustios, y la escarda temblequeante, y el grito, y la sangre, y el caballero señalando al sobrino del notario a un sargento uniformado, Este individuo abusa sexualmente de menores, Monteiro, aplíquenle un par de puñetazos bien dados y pónganlo en la calle.

—Han entrado en la casa, los hemos perdido, deja las piedras —suspiró el Hombre encogiéndose de hombros, ya de pie, entregándole el tirachinas al Ilustrísimo—. Ahora esperamos que anochezca y le pinchamos los neumáticos del automóvil con un clavo.

—¿Están en la vivienda del loco, Tavares, estás seguro? —preguntó el caballero por teléfono, siempre golpeando con el lápiz en el reborde de la mesita—. En ese caso saque a los guardias del invernadero, divídalos en grupos de cinco, compruebe el plano de la vivienda con los suboficiales, proteja el asalto con el cañón sin retroceso y las bazucas y acaben de una vez con esos comunistas.

—Abusos sexuales, menores, ¿qué pasa, tío? —se desgañitó el sobrino del notario, aplastado de estupefacción contra un fichero—. Te he buscado como amigo de la infancia, joder, de pequeños poníamos juntos trampas a los pájaros.

—Puede ocurrir que usted tenga razón, puede ocurrir que sea así —aprobó el Ilustrísimo con la mirada puesta en el paciente de los juanetes, que huía de la lima serpenteando con reptares de lagartija—. Los ricos, en el fondo, sólo se acuerdan de nosotros para que les saquemos las castañas del fuego.