Lo vi por última vez un domingo después de comer, en la parte de la quinta adonde el sonido del violín no llegaba y las fresas resistían aún a pesar de los parásitos del pomar, de la falta de agua y del pasto, junto al cuarto de los rastrillos y de las palas y el muro de cascos de botella hacia el patio del mono, sustituido ahora por edificios de tres y cuatro plantas en los que la ropa se ponía a secar colgada de las cuerdas como gestos de náufrago. La última vez que lo vi me inclinaba yo hacia las plantas moribundas con los frutos consumidos, pensando Un día de éstos el bosque entra de golpe dentro de la casa grande y nacen hierbas de los orificios de los grifos y de las espitas de gas, pensando Un día de éstos despierto con amapolas en los cajones de la ropa y un ciruelo sube despacito por la alfombra del despacho, y en esto sentí toser detrás de mí y allí estaba él, muy serio, con zapatos de charol, traje completo y corbata, mirándome con la cara avejentada y las pupilas apagadas con las que tantos años después lo reencontré en la comisaría, diciendo El viernes en que pretendéis matarme, Antunes, tienes que sustituir las granadas por unas igualitas que te he dejado allí abajo.

Mi padre debía de tocar sus minués extraños en la salita de la primera planta, instalado en un taburete ante una partitura sin notas, la mujer del guardés, con un cesto en el brazo en busca de huevos, echaba a las gallinas en los gallineros devastados, unos obreros levantaban andamios y columnas de cemento, en medio de un ruido enorme de máquinas, al lado del corral de los cerdos, rodeándonos de ventanas y balcones que ocultaban las Pedralvas, la Pontinha, la Brandoa, y yo, sin enderezarme, sin sobresaltarme, sin volverme hacia el Juez de Instrucción, inclinándome hacia la fresa para observar los tallos y las hojas, pregunté ¿Aún reconoces a Benfica en estas calles, estos viaductos y todas estas fincas, aún te acuerdas de la carretera del Poço do Chao y de las moreras de la escuela? y él No me vengas ahora con la carretera del Poço do Chao, tienes seis cajones junto a la puerta de la cocina y veinticuatro horas para cargarlos hasta Loures.

Las fresas se soltaban apenas se las tocaba con el dedo, del mismo modo que las molduras de nogal de los cuadros del corredor se caían de las paredes si me acercaba a limpiarlos o los picaportes se me quedaban en las manos cuando los movía. Por la mañana, al vestirme, el pulgar notaba la ausencia de botones de la camisa, y yo saltaba a la pata coja por la habitación en busca del calcetín que faltaba, escondido debajo de la almohada o en la bandeja de la cena de la víspera, y manchado con un coágulo de sopa.

—¿Y cómo es que se llevan los cajones a Loures, listo? —dije yo mirándole un forúnculo que se dilataba en la base de la frente, pegado a la raíz de la ceja, y le volvía los párpados asimétricos por detrás del cristal de las gafas—. ¿Llego como si tal cosa ante la belga, en una camioneta de mudanzas, y anuncio que vengo a cambiar las municiones para quitarle la vida a su novio?

No se distinguía el sonido del violín pero se oían los martillazos de los obreros de los andamios, los escapes de tractores y la trepidación de las máquinas invisibles que mezclaban el cemento y la arena haciendo vibrar el molino en ruinas cuya rueda se había despedido del viento años atrás. Se oían los escapes, las máquinas y los tijeretazos sin nexo del guardés, a caballo en el parapeto de piedra ya sin estatuas, entretenido en destruir la rosaleda. El Juez de Instrucción avanzó un paso intentando coger la cola de una lagartija que desapareció de inmediato en una hendidura de la tierra:

—No te hace falta ninguna camioneta de mudanzas, te dejamos en el portal un coche igual al tuyo, con la misma matrícula, el mismo color y el depósito lleno, con la única diferencia de que anda. Metes los cajones en el maletero, te diriges de noche hacia Loures y mañana por la mañana nuestro personal viene aquí a recoger las granadas. La belga se acuesta muy temprano y no se da cuenta de nada, duerme a pierna suelta.

Por un segundo me figuré que oía la música de mi padre flotando a lo lejos pero se trataba de otro sonido cualquiera, el silbido casual de la mata de cañizos cerca del pozo, la agitación de las ramas de los árboles o el rumor de las tarimas de la casa a comienzos de mayo, cuando los geranios se abren y me quedo en pijama una semana, con los ganglios hinchados, enfermo de angina, tomando medicinas para la fiebre y engullendo papillas de niño que me punzan la garganta con agujitas perversas.

—Si el de la seguridad no se me pega queriendo conversar es posible encontrar la manera —dije yo frotándome las palmas en la costura de los pantalones y sacudiendo la cabeza disgustada con las fresas consumidas—. En caso contrario estás perdido, no estará mal que te hagas a la idea.

Si yo fuese sensato despediría a sus padres, pensé, antes de que me reduzcan la casa, el jardín y la quinta a hierbas y ruinas, antes de que decidan destrozar los bancos de azulejos, los sanitarios y lo que queda de los muebles, si yo fuese sensato me libraba de soportar a la mujer chancleteando por los cuartos y derrumbando cascadas de loza de los armarios, le impedía al guardés que me invadiese el dormitorio, con una gorra en la mano, ofreciéndome dalias con canturreos de borracho, los metía en un vagón de tercera clase, con un mes de sueldo y un billete a Nelas, y permanecía en la estación hasta asegurarme que el tren había salido, hasta comprobar que se habían ido realmente y no golpearían a mi puerta en medio de la noche, serios, ceremoniosos, rígidos, cada cual con su paquete de papel marrón bajo el brazo, mirándome con las órbitas fruncidas de los viejos.

—Las fresas están marchitas como todo —dijo el Juez de Instrucción triturando una hoja con los dedos—. Sinceramente no comprendo cómo dejaste que las cosas llegasen a tal punto, un año de descuido y hay jabalíes y ciervos galopando por los arriates.

Una cigüeña se abatió en el balcón de la casa grande, una segunda ave giraba por encima del Bairro da Santa Cruz en busca de una chimenea donde anclar, los martillazos, los escapes de los tractores y la trepidación de las máquinas invisibles cesaron, y la brisa nos trajo de repente el violín de mi padre, aguzado en una nota interminable.

—Si tu viejo perdiese la manía del orujo tal vez el jardín se arreglaría un poco, tal vez disminuirían las enormes ratas del pozo, tal vez algunos de los limoneros se salvarían —dije yo encogiéndome de hombros, con el cigarrillo en la boca, sentado en una boca de riego—. Pero la revolución nos nacionalizó la compañía de seguros y ahora me falta el dinero y la paciencia. A los cuarenta y siete años ya no tengo ganas de mover un dedo, mucho menos de transportar tus bombas a Loures, imagínate.

Y no obstante, pensé, hice la señal con los faros al comienzo del sendero, la repetí cien metros más adelante, paré el automóvil en el pino manso y aguardé no sé cuánto tiempo, con el motor apagado, a que el de la ametralladora saltase de la oscuridad y registrara el coche con la linterna, mientras que el Juez de Instrucción, evitando aplastar las hortalizas, estudiaba los progresos del mildiu en los nísperos.

—Ni un árbol que sirva —censuró él, fastidiado—, y la gente que aquí, durante las vacaciones, se ha pillado unas diarreas de fruta verde tremendas.

—¿Paseando en el campo a esta hora? —se sorprendió el de la ametralladora encendiendo y apagando la linterna hacia una mata de retamas—. Casi me has asustado, joder, ¿a dónde diablos viajas, camarada?

—Sal del pomar, sinvergüenza, sal del pomar, vago —gritó el guardés, aún joven, sin tripa ni pelo blanco, corriendo hacia el hijo con la pica levantada—. Si comienzas con cólicos y faltas a clase mañana te reviento el cuerpo a bofetadas.

—Me olvidé los documentos en el granero —expliqué yo—, estoy seguro de que se me cayeron del bolsillo durante la reunión del sábado, qué irresponsable andar por ahí, como un viva la Virgen, sin papeles.

—Es Antunes, no hay suerte, desaparece —ordenó el de la ametralladora conversando con el macizo de retamas que surgían de la oscuridad y donde flotaba, vacilante, el puntito de luz de otra linterna—. Este Bernardino mientras no se trate en un hospital de locos no mejora, cualquier día le clavo una llave inglesa en la mollera para calmarle los nervios.

—Palabra que me da pena venir aquí —aseguró el Juez de Instrucción alzando la cobertura metálica del pozo como si levantase la tapa de una sopera para mirar la sopa—. Por el tufo da la impresión de que guardas a la parentela muerta aquí dentro.

—Voy a quejarme a su abuelita —dijo el guardés, poseído, que había agarrado al hijo lloroso por el brazo y lo arrastraba a empujones en dirección al parral—. Yo cuidando de la quinta y el niño destrozándome los árboles, mire lo que ha ocurrido con el melocotonero, qué vergüenza.

—Deja a Bernardino en paz que la Coordinadora le estaba retorciendo el cuello por equivocarse con el cónsul de Bulgaria —me reí yo hacia el de la ametralladora que inspeccionaba los asientos del automóvil con la linterna—. ¿Me das permiso para ir a buscar los documentos al granero, sí o no?

—No he sido yo, no he sido yo, juro que no he sido yo, no me pegue, él es el que se vuelve loco por los melocotones, señor —lloriqueó el Ilustrísimo cayendo de espaldas, contra una hilera de moras, con el primer sopapo del padre—. Como solamente los que se han caído, nunca he sacudido un árbol, que se me paralicen ahora mismo las piernas si no es verdad.

—Por esta vez, sí, camarada, pero que no se repita —concedió el de la ametralladora alejándose un paso del coche—. Sabes las órdenes que nos han dado, tío, sabes que nadie tiene autorización para acercarse al depósito de municiones.

Y entonces conduje el coche por la pequeña senda que el último invierno transformara en una sucesión de lomas y de cuevas, hasta la casa de la belga y el círculo de la era en la cumbre de un otero, de donde se notaban luces de fábricas y el brillo del río, rodeé las hortalizas macrobióticas de la extranjera, estacioné el automóvil al lado del almacén, y al salir para abrir el maletero del Volkswagen y sustituir los cajones del marroquí por las granadas del Juez, sentí una respiración pantanosa en los muslos y di con el San Bernardo que me olisqueaba los pantalones, contemplándome con la infinita tristeza de los viudos.

—¿Te acuerdas de la tarde en que mi padre me arreó una paliza de muerte por culpa de los condenados melocotones? —preguntó el Juez de Instrucción, suspendido de una rama, enternecido por los recuerdos del pasado—. Si la vieja no se hubiese metido por medio no estaría ahora paliqueando contigo.

—¿Encontraste los documentos? —preguntó el de la ametralladora, apoyado en la esquina del granero, raspando un fósforo con las manos ahuecadas junto a la boca—. Te encuentro raro hoy, no hablas, no pareces el mismo, ¿qué ha ocurrido, amigo, te han robado la novia o qué?

—Apártate de ese gitano, muchacha, no defiendas a vagabundos que os doy una zurra a los dos —amenazó el guardés tirando con toda su fuerza de los hombros de la mujer mientras repartía al azar puntapiés y bofetadas, mientras se quitaba el cinturón de sus pantalones para azotar al Ilustrísimo y a su madre con la hebilla—. Este payaso habrá de aprender a no estropearme los árboles, a no dejarme los repollos en la miseria en que los veo.

Un farol se encendió en el molino de la belga, desorganizando las sombras y aclarando al sesgo al revolucionario de la ametralladora que trabajaba de ujier en el Ministerio de la Pesca y a las siete de la tarde, por amor al proletariado, viajaba en autobús hacia Loures para hacerse cargo del depósito de armas en el almacén de la extranjera enorme, siempre con sandalias y sombrero de paja, ocupada con sus meditaciones polinesias y las remolachas de la dieta.

—Yo sólo como la fruta del suelo porque él me obliga, señor, le aseguro que sólo como la fruta del suelo —insistía el Ilustrísimo, llorando, extendiendo los brazos para evitar el cinturón—, y las cebollas deben de ser los pájaros los que las han desenterrado, no me había fijado en que había cebollas en ese sitio.

El farol del molino se apagó y, así como se ajustan las lentes de un telescopio, se ordenaron de nuevo las sombras, es decir, las estacas de las cercas, la cabellera de los arbustos, la cobertura del granero recorrida por reflejos metálicos, mientras que el de la ametralladora volvió a desvanecerse en las tinieblas reducido a la brasa del cigarrillo oculta en la palma, que aumentaba de vez en cuando en el embudo de los labios. El San Bernardo, extendido en la era a unos pasos de nosotros, continuaba mirándome con su viudez angustiada.

—En serio, camarada —se interesó el ujier a quien le apasionaban las peripecias de las novelas de amor—, ¿tu novia te abandonó? Mira, con los halagos que Bernardino le hace, jugando al chaquete con ella y ofreciéndole flores, un día de éstos, te apuesto lo que quieras, la belga manda al Sacerdote al otro barrio.

—Y el establo de los cerdos vacío —se lamentó el Juez de Instrucción, guardando las gafas en el estuche, girando hacia un lado y hacia el otro los goznes de la cancela—. Apuesto a que aún soy capaz de trepar al tejado más deprisa que tú.

—Queda prohibido poner los pies en la quinta un mes entero —amonestó mi abuela, con el camisón de encaje, que tomaba el desayuno en la cama rodeada de teteras y periódicos—. Si yo me entero de que ha estado arrancando fruta verde lo mandaré a ese colegio de Abrantes a recibir reglazos de los prefectos.

—Al menos podrías hablarle al Banquero para que me acepten otra vez en uno de los grupos de asalto —pidió el de la ametralladora sentado en el guardabarros del automóvil—. Vigilando el almacén siete horas por noche no hay mañana en que no me duerma en el trabajo, no consigo prestar atención, bebo veinte cafés para despertarme.

—¿He ganado o no he ganado, mamarracho? —jadeó el Juez de Instrucción, exhausto, con los faldones de la camisa fuera, encaramado en el tejaroz balanceando las piernas—. Y hace más de treinta años que no hago ejercicios, calcula.

Empujó hacia la nuca, con la mano, los pocos pelos grisáceos de la calva, aún con la respiración acelerada, aún temblando del esfuerzo, mirando en torno el matorral de la quinta, los cristales rotos del invernadero, las pérgolas desgreñadas, los estanques limosos, la casa grande que comenzaba a parecerse a la ruina de la vivienda de mi padre, al mismo tiempo que yo, pedaleando en el vacío, desprendiendo pedazos de caliza con las suelas, intentaba alzarme hacia lo alto de la pocilga, hiriéndome los codos en las paredes. El loco del violín nos seguía seguramente por una rendija de las persianas de varas, con pupilas que atravesaban los objetos para desembarcar en una época distante.

—Te aseguro que nunca he visto nada como tú —proclamaba el Juez de Instrucción sacudiéndose polvo y caca de palomo con las mangas—. El último en llegar al vallado de la huerta está obligado a revolcarse en las ortigas, en castigo.

—Haz el intento, hombre, trabájatelo al tío que el Banquero a ti te escucha y yo ya no aguanto a Bernardino —insistió el de la ametralladora, esperanzado, acercándome su aliento de insomnio—. Me falta acción, entiendes, me falta movimiento, quiero ayudar a que reviente la burguesía.

—Revolcarse en las ortigas es de chavales —me negué yo finalmente instalado en la pocilga, al lado del Juez que se preocupaba por un rasgón en los pantalones—. Cada uno de nosotros pone quinientos escudos en el muro y el que gane recoge la pasta; ¿qué tal?

—Eso sería formidable, amigo, ¿crees que el cabrón no te dirá que no, crees que me permitirá que prepare una pequeña emboscada? —se alegró el de la ametralladora inventando bombas de relojería en un consejo de ministros—. Loures es de un aburrimiento de cuidado, Bernardino se encierra en el molino de palique con la extranjera y yo, a pesar de la manta, paso un frío de muerte en los arbustos.

—Quinientos escudos —asintió el Juez de Instrucción quitándose la corbata y la chaqueta, desabrochándose el cuello y cojeando un billete sobre el mío—. Y otros quinientos para redondear, de la huerta hasta el invernadero.

—De la huerta hasta el invernadero no son quinientos, son mil —me entusiasmé dejando un segundo billete encima del dinero del Juez—. Y del invernadero a la pérgola otros mil, si quieres.

Y sin embargo, pensé saltando de la pocilga y comenzando a correr, sintiendo los pasos del Juez de Instrucción detrás de mí, no existía huerta, no existía invernadero, no existía pérgola alguna, no existían arriates ni avenidas de grava, sólo el bosque de la quinta y del jardín disolviendo lo que quedaba de los bancos y del parapeto de las estatuas y saltando la cerca hacia la vivienda de mi padre, de forma que ambas casas, la mayor y la más pequeña, daban la impresión de encontrarse engastadas en un único desorden de ramas, de insectos, de espinas, de troncos, de tallos, de zarcillos, de sapos, de corolas y de hojas, sobre las cuales se cernía de vez en cuando una navegación distraída de violín.

—No vale, frena un poco, no vale, he tropezado con una piedra y me he caído, tenemos que volver a la pocilga otra vez —clamó el Juez de Instrucción palpándose las costillas, desplomado en lo que fuera antes una sucesión de escalones, ahora fracturados y molidos y cubiertos por una almohada de musgos y de narcisos silvestres—. Si no paras llamo a la policía y te encierro en la Judicial en un instante, ¿cómo podía yo adivinar que hasta las escaleras se habían estropeado?

Atardecía, el calor había disminuido, el cielo se iba plegando cada vez más por el lado de Monsanto, y como todas las noches la caballeriza parecía desprenderse de sus raíces de cemento y deslizarse hacia la carretera. Cuando yo era pequeño todo huía al crepúsculo, el granero, las viviendas vecinas, las almenas de las Portas de Benfica, las voces, la compostura y la preocupación de los adultos. Todo se escapaba lejos de mí a medida que me dormía en la sala, resbalando en el sofá al ritmo de los péndulos gordos de los relojes, las cortinas se evaporaban, los grabados disminuían y mi cuerpo, transformado en un filamento sin peso, en una semilla diminuta sin raíces, nadaba entre catarros y olores sólo sujeto a la densidad de las tinieblas por el violín de mi padre que se insinuaba en las rendijas de las ventanas en un soplo de agonía.

—También bajé las escaleras y no me espatarré por el suelo, llamar a la policía es indecente —protesté ayudándolo a levantarse, a limpiarse los fondillos, a buscar entre los narcisos un zapato que le faltaba—. Lo que acordamos fue una carrera hasta la huerta y de la huerta al invernadero, no se dijo que repetiríamos si alguno de nosotros se rompía las narices, los mil quinientos escudos son míos. Te ofrezco el desquite de aquí hasta la pérgola y en paz.

—Fruta verde, francamente, lo único que me faltaba —se indignó mi abuelo, llegado de la compañía, se quitó los guantes y el abrigo con cuello de piel y se arregló el pelo frente al espejo del paragüero con los dedos ágiles—. Si estuviese en Abrantes, no ocurría nada de esto, lo mejor es que lo lleves mañana al médico, Matilde.

El sonido del violín aumentaba, insistente y melancólico, mientras me cargaban en brazos hacia la cama, me obligaban a sentarme en el borde del colchón para quitarme las sandalias, los pantalones cortos, la camiseta, cubrirme con la sábana, apagar la luz y en ese momento, en el cuadrado de la ventana, súbitamente nítido, surgían, envueltos en la niebla, un racimo de buganvillas y los reflejos facetados de la bombilla del porche.

—De aquí a la pérgola por el doble de la apuesta y puede ser que en esas condiciones no se me ocurra pensar en la policía —rezongó el Juez de Instrucción, a gatas, que hurgaba en el musgo en busca del zapato perdido—. Debería haberte dejado pudrir meses y meses en la Judicial, quisiste que la carrera fue se así para que yo me partiese la columna en los escalones.

—He pensado en un golpe estupendo —adelantó el de la ametralladora despegándose finalmente del coche y apuntando el arma, sobre las coles místicas de la belga, en dirección a Lisboa—. Novecientos kilos de dinamita en el palacio del Presidente de la República y hacemos volar toda esa mierda por el aire, ¿eh? Cuéntale este plan al Banquero, cuéntale que la idea fue mía, que escribí los detalles en un cuaderno y seguro que me solicita enseguida para vuestro grupo, no iría a perder una oportunidad así.

La puerta de la extranjera se abrió de par en par, el perro y Bernardino entraron, los arbustos clareaban a mi izquierda y mi abuelo guardó los guantes junto al abrigo y avanzó por el corredor, golpeándose con el periódico doblado en la nalga, hasta sentarse en el sillón de cuero de la sala.

—No te atrevas a tocar el dinero —me avisó el Juez de Instrucción, con la camisa fuera de los pantalones, que había desistido del zapato y caminaba de nuevo, impávido, hacia el establo de los cerdos—. Ahora vamos a hacer la carrera como se debe y ya no serán mil quinientos escudos, serán cinco, serán diez, serán treinta, serán los que tú quieras, si crees que vas a ganarme desengáñate.

—No seas idiota y deja de hablar de Abrantes, lo que más hay en la provincia son árboles —dijo mi abuela a su marido cerrando, con un leve chasquido, la caja de la pintura de los ojos—. No hay quien no sepa que con un tubo de tanalbina cualquier diarrea se cura.

—Tengo cuarenta y siete años, hace la tira de años que no hago ejercicio, si me pongo otra vez a correr me da un ataque tremendo al corazón —argumenté yo arrastrando los pies bajo el parral donde las vides secas, de bayas amarillas, se endurecían de ganglios y de callos—. No entiendo por qué no acabamos con estas tonterías, tío, vamos a llegar a jubilarnos discutiendo.

A mí lo que me apetecía era que estuviésemos como antes, arrimados a la red intacta del gallinero, viendo las gallinas, los pavos y la pareja de gansos que silbaban de rabia contra el mundo, que cambiásemos capicúas y cromos de fútbol en un banco de jardín, que atormentásemos a los lechones con una vara para que saltasen unos sobre otros, desesperados por escaparse de nosotros, me apetecía girar al revés la máquina de los días y rondar, intrigados por la música, la vivienda del loco, buscando distinguir quién tocaba a través de las varillas de las celosías caídas, me apetecía que la rueda del molino danzase chillando al encuentro del viento, empujando la presa del agua en los canales de la quinta, y nosotros dos, relajados en la hierba, demasiado jóvenes para ataques cardíacos, fumando los cigarrillos de mi abuelo en el pomar, me apetecía el mico, me apetecían los periquitos, me apetecían los baños de las criadas espiados por la claraboya del techo, me apetecía el chófer sacándole lustre a los automóviles del patio, y la hija con quien nunca hablé, llamada Madalena, del médico de la casa de enfrente. A mí, en lugar de correr, me apetecía que fuese verano, me apetecía que hiciese calor, me apetecían las cigüeñas, y él caminando hacia la pocilga furioso conmigo, farfullando Ya verás si llamo a la policía o no la llamo, te juro que no te vas a reír de mí, ganar como tú has ganado es un asco, él indiferente al padre que roncaba echado como un muerto en una valla o extendido en un saco de patatas, él amenazando Si llegas primero mando que te arranquen las uñas, que te taladren los dientes, que te fusilen en la cárcel, si llegas primero pido que metan también a tu viejo en chirona, ese chiflado que siempre fastidia a todo el mundo con la obsesión de los valses, de modo que lo agarré por el cuello, lo tiré al suelo y me lancé sobre él a codazos y a tortas, tirándole las orejas, intentando aplastarle el pecho con la rótula, y el Juez de Instrucción extendía la mano hacia una piedra con la intención de golpearme con ella en la cara mientras me rodeaba el cuello con las piernas, ambos sin aliento, ambos sudados, ambos exhaustos, al mismo tiempo que las tórtolas volaban de regreso al palomar y gotas de luz roja se encendían en el vértice de las antenas de Monsanto. Llama a la Judicial, anda, llama a los de la policía secreta, muestra que tienes cojones, lo provoqué clavándole el pulgar en la garganta, y él, desarticulándome el mentón, Llamo y ellos te ponen las esposas, te sujetan y yo hago la carrera solo, la hija del médico se casó con un señor con perilla, desapareció de Benfíca, con muchas maletas, en un automóvil blanco, y yo que la observaba, agachado, desde el muro, pensando Nunca he sido capaz de hablarle, de escribirle, de sonreírle siquiera, si la veía a lo lejos cambiaba de acera, me sonrojaba y permanecía horas imaginando, qué bueno, que cruzaba la calle y ligaba con ella, Eres tan tonto que aún debes de estar enamorado de la hija del doctor, gritó el Juez de Instrucción ahora a horcajadas sobre mi tripa, alzando la piedra para romperme las costillas, aquella rubia bajita, con cola de caballo y alambre en los dientes, que era la cosa más fea del barrio, y yo, indignado, protegiéndome la cara con la manga, De fea nada, mentiroso, era guapa, y hablando de altura ni de puntillas le llegabas a la cintura, el guardés, con la lámpara de petróleo en la mano, comenzó a tambalearse en la huerta, distante de nosotros, dirigiéndose al cuartucho de las herramientas, y el Juez de Instrucción me soltó y se acostó a mi vera en el pasto, callado, con los ojos cerrados, con el pecho que subía y bajaba de cansancio, susurrando, por la comisura de los labios, Una enana, Antunes, un microbio, confiésale a tu amigo que tienes inclinación por los monstruos, si no hubiese sido por el escalón en falso yo habría ganado.

—¿Seguro que hablarás del asunto en la reunión de la célula? —preguntó el de la ametralladora, contentísimo, imitando una explosión con los cachetes—, ¿seguro que le plantearás la cuestión a los camaradas? Si quieres te entrego el memorando de la operación, es una gran aventura, necesitamos de la ayudita de los vascos o de los muchachos del IRA, pero centenares de cadáveres y un palacio en ruinas no es poca cosa.

—Habrías ganado una mierda —le contradije primero a gatas y después levantándome con dificultad, dolorido, lento, sin energía, para apoyar los hombros en el muro de la pocilga, con las cigarras de las tinieblas trinando a mi alrededor y una frescura de lluvia que humedecía el aire—. Habrías ganado un carajo y la hija del médico habría sido la muchacha más chiflada de Benfica.

Se escuchaba el chillar de las ratas en los cañizos del pozo y los estores de la casa grande en los cristales, se escuchaba el piar de los pájaros de la oscuridad, los cisnes del bosque y el último tren en el apeadero de la Avenida Gomes Pereira, inmóvil junto al reloj de la estación, llamando a los pasajeros a los vagones desiertos. Si no fuera por la voz del guardés que insultaba a las herramientas que se caían de sus clavos, pensé desabrochándome la bragueta para orinar en las tinieblas, podría suponerse que el Juez de Instrucción y yo éramos las únicas personas vivas del mundo.

—No era fea, vale, pero no había motivo ninguno para que se casase con otro —dijo él, igualmente estafado, orinando también, inclinado hacia delante, a unos seis palmos de mí—. Por otra parte, si esto te consuela, no salía bien favorecida en el balance, me separé de ella en octubre cuando trabajaba en el Civil. Vamos a lo nuestro, compañero, me gusta siempre ver lo que vales: de aquí a la huerta y de la huerta al invernadero, ¿de acuerdo?

—Olvida lo que ocurrió hace un momento —murmuré yo, agradecido, metiéndome la camisa dentro de los pantalones y regresé, con las manos en los bolsillos, hacia abajo, seguro de que realmente, más allá de nosotros dos y de los difuntos de los retratos, ya no existía nadie en Benfica—. Guarda el dinero de la apuesta, Zé, y adiós, si no hubieses resbalado en el escalón habrías ganado la carrera.