Manuela:

Como te sabía feliz en Santa Iría da Azóia, en medio de estampados indonesios y de marfiles de plástico, quemando incienso en mis candelabros de plata y compartiendo una cama de clavos con el faquir de perilla,

como el Mulato me contó que te vio, con sandalias y lunar en la frente, empujando un carrito de supermercado en busca de hierbas orientales en el estante del papel higiénico y de las galletas de vainilla,

como pasé varias veces, en los monzones lisboetas de abril, por tu finca de renta antigua, al borde de la carretera, y te imaginé allí dentro, con bragas de encaje negro, inclinada como un loto ante la pira funeraria, con cojines y jacintos, donde el Gandhi de la Judicial deambulaba desnudo, con un vaso de whisky en la mano,

como me asqueaba el olor a vómito de los bares de Conde Redondo y de las pensiones del Intendente en que no me descalzo nunca y me debato, con calcetines, en las manchas de alivio del caboverdiano anterior,

fui al archivo del jefe a copiar el domicilio de la callista y al sábado siguiente comí los chipirones con tinta de los días de descanso y cogí, en la Praça de Espanha, el autobús hacia Almada, porque al cabo de doscientos metros mi coche se asemeja a una máquina de coser averiada que falla en el tejido, un vapor nauseabundo se escapa de todas las ranuras de la chapa acompañado de chispas y del rímel de la goma derretida, y acabo saliendo del automóvil para aventar con la chaqueta esa especie de brasero que se consume en el arcén, con asientos reducidos a un esqueleto de muelles.

Almada, Manuela,

se esconde entera tras los rincones de los pilares de cemento de la estatua del Cristo Rey, y es una especie de enorme Santa Iria da Azóia invadida por los soplos del Tajo, con gaviotas a la deriva a las que los anuncios de los restaurantes y los colores de los semáforos alucinan, impidiéndoles el rastro de lechuga, sopa de garbanzos y aceite de los cargueros, obligándolas a inundar las cervecerías entre graznidos desesperados de hambre, intentando posarse en la espuma de las jarras como en el visco del margen, en busca de los pequeños cangrejos que trotan entre los guijarros. Los edificios y los árboles tropiezan con surtidores de gasolina, sucursales de banco y viviendas con gárgolas en el tejado, en las cuales un brazo de río va a echar en los lavabos rotos su fetidez de pez.

En Almada hasta el centro es suburbio, me explicó Super-Rato que anduvo por allí unos meses, mejor vestido que nunca, arrastrándole el ala a una viuda. Pasados quince días ya conocía el tono de voz de todas las cisternas de la finca, y pasaba el tiempo despierto, con las manos en la nuca, escuchando las discusiones del sexto izquierda y la aspiradora del primero derecha, mientras la viuda, perfumadísima, sentada en la cama, de camisa con volantes, le preguntaba, furiosa, ¿Es para hoy o qué? recogiendo la baraja de los solitarios de la mesa de noche. Claro que lo cambió en un instante por un sargento paracaidista, siempre de uniforme de combate, tatuado en el hombro izquierdo, que prefería los sujetadores a las cisternas y le ahogaba los gritos de placer con un bofetón castrense. Como los moretones iban bien con el luto, parece que se casaron en febrero.

Por tanto, Manuela,

cansado de rondar solo en este apartamento del Cacém amueblado por el contratista, en este pequeño bosque doméstico de carteles, tazas chinas de arroz en los anaqueles de los libros y muñecos de Marruecos, harto de esta casa que conserva tu olor hasta en la gasa repolluda de las cortinas y en las muñecas españolas, con peineta en el pelo, apoyadas, sonriendo, en la almohada, hastiado de mirar la plazuela de moreras enfermas donde se levantan troncos inacabados de fincas, reducidos a los ladrillos del esqueleto, por la que nunca paseamos, tomados del brazo, en los crepúsculos del verano, el perrito que no llegué a darte, pregunté a un hombre que chasqueaba las falanges en el escalón de una zapatería, con media cara iluminada por el fluorescente del escaparate, la dirección de la callista. El tipo me miró, miró, con el ceño fruncido en una meditación difícil, un establecimiento de pretaporté, al otro lado de la avenida, donde dos empleadas de bata intentaban en vano equilibrar a un maniquí de una sola pieza, que se caía ya a un lado ya a otro como se inclinan las andas, y concluyó El nombre no me resulta extraño pero no consigo saber en qué calle está, socio, intente en el kiosco de periódicos de la esquina.

Y sin embargo no encontré ningún kiosco, Manuela,

sólo mucha gente, furgonetas, el letrero de una pensión miserable, Residencial California, Habitaciones, una gitana pidiendo limosna con un niño tullido en brazos, envuelto en el chal, las langostas del Tajo que trepaban por las cunetas al vado con un andar de jubilados de bastón, un garaje con un mecánico pequeñito reparando una llanta, La plaza Tal-y-Cual, por favor, y él, sin oírme, inclinado sobre la rueda,

tal como nunca nos oímos, Manuela,

en nuestras silenciosas veladas, de ganchillo y de periódico, en espera de que los platos alentejanos de la pared se nos cayesen en la cabeza. La plaza Tal-y-Cual, repetí más alto, el mecánico abandonó una cámara de aire que estaba sumergiendo en un cubo para descubrir un agujero, se enderezó, se restregó las manos en los pantalones, una marca de quemadura le arrugaba la sien y parte del párpado, apuntó una palanca en una dirección indefinida, Siga hasta el mercado, gire a la derecha, dé la vuelta por una rotonda, es allí, un compañero con botas de goma lavaba un Ford con una manguera, en una bahía de cemento, bajo una lámpara escuálida, el mecánico se hizo de nuevo un ovillo junto a la rueda, palpando la piel rosada de la goma, y olía a despecho, a resignación, a esfuerzo, debía vivir lejos de la ciudad, pensé yo, e ir al trabajo, moribundo de sueño, sacudiéndose en un autocar destartalado, pero en el sentido que me señaló la avenida terminaba en un muro, en un descampado de grillos y de quintas distantes, se sentían lamentos de cordero y la respiración de los olivos, entré en una taberna con un cuervo de cola recortada arrojando plumas en el sobrado, cuatro compinches de gorra en torno de la única mesa en una brisca solemne, banderines de clubes de fútbol en el vasar de las botellas, la fotografía, orlada de negro, de un angelito de procesión, y un mostrador con una gorda de delantal que torcía el cuello hacia los dibujos animados de la tele.

La gorda, Manuela,

me sirvió con desgana un aguardiente distraído, pendiente de las figuras que se perseguían en la pantalla, uno de los jugadores de brisca hablaba a silbidos, como las flautas de barro, por un tubito del cuello, el cuervo se desplazaba como un marinero por las tablas del suelo, el segundo aguardiente se me deslizó en las amígdalas con una fosforescencia tibia y las piernas comenzaron a boyar levemente con un sosiego de canoas, la sangre latía, sin peso, al ritmo de los grillos, el del tubo en el cuello salió, desabotonándose la bragueta, a orinar en las tinieblas, los jugadores, con las cartas escondidas en el pecho, golpearon los vasos en la mesa exigiendo más vino, ya no había gaviotas posándose, con las patas extendidas, en la espuma de las cervezas, sólo el vasar de las botellas detrás de mí y la callista friendo croquetas solitarias en la cocina, el del tubo regresó, olvidado del triunfo, sacando naipes del bolsillo, una muchacha bien vestida surgió en el rectángulo del televisor y esparció su gracia, en un discurso amable, anunciando un debate político, y yo pensé que si vivieses conmigo,

Manuela,

acomodarías el ganchillo en la cestita clavando la aguja en el ovillo, me dirías Buenas noches, por la comisura de la boca, como quien saluda a un desconocido encontrado por casualidad en el mismo asiento del tren, te encerrarías a cepillarte los dientes en la cocina, te ajustarías el pelo con una cinta o lo recogerías en el gorro de baño para quitarte el rímel y el polvo de las mejillas, te pondrías una de tus camisas de franela, de listas blancas y rojas, para mí desdicha, y yo habría de escuchar el crujir de sótano del colchón en el momento de acostarte, habría de notar la claridad de la bombilla de la cama que se difundía hacia el pasillo, en el sentido de los flecos de la alfombra de la sala, y que se apagaba siempre, como si me robasen la esperanza, en cuanto yo soltaba el periódico y caminaba a tu encuentro después de un rápido vertido de aguas en el inodoro y la ropa quitada ansiosamente, tropezando con las sillas, en el ímpetu de abrazarme,

Manuela,

a tu cuerpo inmóvil, de pulmones sostenidos, que fingía dormir, enterrado en las mantas con una tenacidad de piedra, impidiéndome introducir mi pierna entre tus piernas, mi palma en el espacio excavado entre tus senos, la nariz de hurón en la cueva tierna de la nuca, apartando por fin, sin palabras, con el codo reacio, la insistencia de mis besos, y yo que caía lentamente, abrumado por mi deseo de ti, en un coma agitado y solitario en mi mitad del edredón, viendo trotar los números eléctricos del despertador, minuto a minuto, en la dirección de la mañana. Cuando la gorda de los dibujos animados,

Manuela,

con la mandíbula hinchada por la infección de un diente, apagó el televisor en el instante en que una soprano estremecía las paredes con arrebato lírico, una decena de vasitos vacíos se alineaban en el mostrador ahora larguísimo, los amigos de las cartas habían desaparecido en la noche abandonando la mesa en que un gato se enroscaba en su sueño con el rabo erguido, la mujer me informó No tengo permiso para después de las once, y tuvo que ayudarme con el dinero de la cartera que se me escapaba de los dedos, y tuvo que empujarme hacia la puerta seguida por el cuervo que le graznaba de celos los talones, y tuvo que cerrarme las contraventanas en la espalda para que yo no volviese, pegajoso y bebido, al olor del aguardiente, llorando las lágrimas airadas y humildes de los borrachos, de manera que me encontré de nuevo caminando a tropiezos en los paseos de Almada, adivinando en cada esquina las ventosidades del río, los gemidos de los botes, y las traineras que zarpaban, con una lámpara de petróleo en la popa, acompañadas de una corona de medusas sulfúricas.

Me encontré de nuevo en las calles de Almada, Manuela,

preguntando por la plaza de la callista a obreros perplejos, a parejas que fingían no verme, o a grupos de adolescentes que me pedían cigarrillos, me apoyaban riendo la mano en el hombro y me indicaban direcciones contradictorias, Son doscientos metros a lo sumo, tío, y yo asintiendo, al borde del vómito, transformado en una jirafa de tiovivo que subía y bajaba, estremecido, el paseo inesperadamente ondulado que circulaba bajo un estruendo de música y de lámparas, mientras deseaba,

Manuela,

que volvieses a casa porque el frigorífico se ha quedado vacío, el polvo se espesa en los muebles, quemo los pantalones con la plancha, dejé averiarse la lavadora, las flores del balcón se mustian, me olvido de telefonear para que traigan la bombona, el chisquero del calentador no enciende, la basura se acumula en el cubo de plástico,

deseando que vuelvas a casa para que haya otra vez jabón en la bañera, para que me mandes poner medias suelas a los zapatos, para que me cosas los botones que se desprenden, para que me arregles los calcetines que se rompen, para oler, cuando llego, el cordero asado de la cena, para que me pongas la mesa, me sirvas, me quites las espinas del pescado en pequeños, minuciosos, quirúrgicos gestos diestros, y para que te encuentres después, si quieres, con el inspector de la perilla, los días en que me manden hacer guardia, porque te prometo fingir que no entiendo, que no veo, que no noto tu falda arrugada, el cuello desabrochado de la blusa, las presillas sueltas, porque te prometo que abro el periódico, sin una palabra, en mi rincón del sofá, que me pongo las gafas de ver de cerca sobre la nariz y que me disuelvo en los títulos de las páginas sintiendo tu enfado infinito por mis tics, por mi tos, por mi manera de cruzar la pierna, por mi presencia.

Aún hoy ignoro, Manuela,

en qué momento de la noche di con la plaza de la callista porque mi sangre modifica los relojes que se inmovilizan en la muñeca en horas imposibles, pero la verdad es que acabé, abrazado a un ujier del Ministerio de Agricultura que me quería enseñar a la fuerza el himno húngaro, en un porchecito de construcciones antiguas que bordeaba un cañaveral y los efluvios de un riacho en descomposición, con un amanecer de sapos bajo un cielo de tumulto, con una única farola, redonda como la luna, cayendo a gotas de su astil blando.

¿Te acuerdas, Manuela,

de la finca de la Amadora donde vivimos después del Registro, junto a la pista de patinaje y a un jardín de columpios de niño, contiguo a un patio de planta baja, con los visillos fruncidos, habitada por viudas que cojeaban los domingos, con una avidez de petirrojos rengos, masticando caramelos y yemitas, hacia la misa de las siete? ¿Te acuerdas del retrato de nosotros dos, en un marco de lacitos y rosas de tul, y de las cosquillas que me hacías, entre diminutivos, bajo la colcha de la cama? La única diferencia es que en Almada se escuchaba el cabeceo del Tajo por detrás de unos vallados, como si sudase por las narices igual que un animal de matadero, y se adivinaban camarones y centollos penando en el barro, semejantes al ujier y a mí, entusiastas, lentos, fraternos, vociferando himnos bajo la palidez de la farola, el tipo dirigiendo de puntillas una fanfarria inexistente, y yo, miope, intentando distinguir sin éxito el número diecisiete clavado en un círculo de fachadas que el aguardiente aceleraba, hasta que lo retuve con los ojos, me suspendí en él bailando como una rama en un remolino de cascada, me acerqué palmo a palmo a la puerta con un esfuerzo patético de náufrago, y me enderecé por fin, amparado por las sombras, en el escaloncito de piedra con felpudo, dando con los nudillos de los dedos en el postigo de madera.

—¿Mn? —preguntó el ujier en húngaro, siempre atento al himno, corrigiendo, con gestos de amonestación, un desvío de los trombones de la orquesta.

Cuando la callista, Manuela,

surgió espiando con un único ojo, soñolienta, con el pelo en desorden, guiñando a la aurora párpados de lechuza, los paquebotes del río comenzaban a elevarse por encima de los vallados, humeando los cilindros de carbón de los grandes viajes, y las hélices trabajaban con un ruido de aspas de molino, de esos que tocan sus bocinas en una colina de sembrados. Para despertar a la mujer le arrimé a la nariz el carné de la policía, los goznes giraron, llamé al húngaro que aplaudía Muy bien, muy bien, el ímpetu marcial de los clarinetes, los delfines del Tajo saltaban a los árboles, las aleluyas subían despacio en espiral por las chimeneas, un petrolero rasó los tejados, oblicuos, con una estela de pez, y me encontré presentando el ujier a una criatura descalza, alarmada de espanto, que me vio instalarme en una silla de anea con la obstinación ultrajada de los borrachos, a medida que el maestro, perfilado, recomendaba silencio y retomaba su himno frente a un cortinaje con dibujos de venados.

Era una casa más pequeña y más oscura que la nuestra, Manuela,

con muebles de desecho, gallos de loza y payasos de alambre, un huertecito de fresas comprimido, de ambos lados, por las fincas vecinas, el coral de un níspero y los moluscos del río metidos en las grietas del ladrillo. Una casa sumergida como una nave que se hunde, iluminada por un haz de azufre sin origen que atravesaba capas de agua de transparencia diversa hasta revelar el cadáver del almirante en el camarote del cuarto de baño, con lapas y mejillones entumeciéndole los huesos y los alamares del uniforme que flota, junto con el último mechón, sobre mapas descoloridos y compases herrumbrosos.

Una casa, Manuela,

donde podríamos, si quisieses, envejecer felices, en el verano, escardando las medusas malditas que después de la bajamar crecían en las esquinas del muro, podando los destrozos de fragata y los esqueletos de gaviotas que se disolvían, entre calzoncillos, en las cuerdas de la ropa, ahuyentando a los peces que devoraban los cilantros con una prisa de liebres. Dormiríamos cada uno en su escafandra, roncando burbujas, agitando las sábanas con las patas de rana, subiendo o zambulléndonos en la cama según el plomo de los sueños, amenazados por meros y merluzas. Y siempre, mi amor, que nos lavásemos las manos, tropezaríamos con la calavera del almirante difunto, cuyas dragonas se despegaban despacio en limos plateados.

Y con todo me acuerdo apenas, Manuela,

de esa aurora submarina de Almada en que el ujier desapareció bogando, horizontal, sin despedirse de mí, hacia los árboles de la plaza, arrastrado por una ola de saxofones que desgoznaba los cajones y hacía vibrar de pavor las flores de tela de las jarras. Me acuerdo de la callista preguntándome, puntiaguda de furia, Qué es lo que quiere usted, diga qué es lo que quiere, no les bastó con sacarme de quicio horas y horas en la comisaría, me acuerdo de las cortinas iluminadas por las nubes de la mañana que preceden al sol y de darme cuenta enseguida de los hongos del estuco y del deterioro de los muebles, me acuerdo de su rezongo microscópico, progresivamente más alejada de mí, en una habitación donde la sangre me golpeaba, precipitada, en el estómago, me acuerdo de las figuras de un jarrón chino con plumas de ramera brotando del gollete, me acuerdo de una paz de olvido, reluciente y blanca, idéntica a la que sucede al orgasmo o a la gripe, de la mujer creciendo, Preocupada, hacia mí, con una copa de sales de fruta fermentándole en la mano, Está pálido, tiene el cuerpo helado, no se siente bien, ¿qué le pasa?

y me acuerdo que es día, Manuela,

de oler a domingo, de campanas de iglesia, del silbato de los trenes en la estación de Cacém, de los vendedores de quesadas de la carretera de Sintra extendiendo sus paquetitos de tarta a automóviles fugaces, y de llegar tú al cuarto con la claridad ofuscadora de las nueve, con la bandeja del desayuno, centelleante la vajilla de alpaca, en los brazos.