—Explícame cómo puedo confiar en ti —reprochó el Juez de Instrucción apoyado en el muro de la quinta para evitar las ventanas de los edificios: en cada una de ellas había seguramente un libio armado de fusil siguiendo sus movimientos con un objetivo, y los ciruelos del huerto crujían como los aparadores antiguos—. Sólo te digo de paso, por amistad, que la policía infiltró a un tío cualquiera en la Organización, y mira por dónde aparece a la semana siguiente flotando en el Tajo, con las muñecas atadas a la espalda y una bala en la oreja. Dime tú ahora, imbécil, cómo justificar esto ante la Brigada.

—Lo pescamos en las alcantarillas de Algés —informó el caballero ahuyentando recuerdos desagradables con las palmas—. Encajado en esos tubos justo al lado de la playa que transportan la basura de la ciudad hacia el agua. Es evidente que ha habido una denuncia, hasta me pasó por la cabeza que el señor doctor, sin querer, le había dicho a su amigo que el fulano trabajaba para nosotros.

—¿Yo repetir lo que tú me cuentas por ahí? —se acaloró el Hombre partiendo una rama con el filo de la mano—. Lo único que me interesa es acabar esta historia lo más pronto posible.

Las cigüeñas habían completado el nido en la chimenea del granero y planeaban alrededor, entre la Venda Nova y la iglesia, en una indagación sin peso. Sólo los cabrahigos resistían en el pomar donde los árboles desfallecían comidos por el mildíu y por las hierbas, transformados en esqueletos decrépitos, inclinados hacia los musgos del pozo. En el establo desierto de los cerdos el cemento estallaba en fisuras de las que brotaban líquenes, las bocas de riego se atascaban con tierra, matas de pasto invadían la huerta apuñalando a las lechugas. El padre del Juez de Instrucción, sentado bajo el parral, recorría con los ojos atónitos del vino la rosaleda deshecha y los lagos pantanosos, con peces a flor de agua, panza arriba y con las aletas inmóviles, mirando las pérgolas con las pupilas vacías.

—Claro que lo mataron antes, en un pinar cualquiera, aún llevaba pinochas pegadas a la camisa, y lo metieron allí después, sujeto a las bocas de la alcantarilla con una cuerda de canoa —detalló el caballero examinando por detrás y por delante un manojo de esposas—. Un chaval que andaba por la mañana en busca de mariscos se topó con el cuerpo en el pontón, calzado y todo, con una costra de sangre en el oído. Un agente con más de veinte años de servicio, señor doctor, sabía con qué bueyes araba, en mi opinión es imposible que no haya habido denuncia.

—Tu padre podría tratar mejor este sitio —se quejó el Hombre al Juez de Instrucción, señalando con la rama los daños de la quinta—. No queda un cristal sano en el invernadero, no hay planta que no caiga por los hierros de las pérgolas.

En los gallineros una o dos gallinas escarbaban sin ganas, los palomos, emigrados al bosque tiempo atrás, habían dejado que el cubo de tablas del palomar se alabease sin remedio, sostenido por las varas de los aseladeros y por los nidales. La mastina, ahora ciega de un ojo, incapaz de atrapar con la boca los ratones del pozo, temblaba sobre sus patas delanteras y, con la lengua fuera, apoyaba el lomo en un limonero seco.

—Es lógico que piensen que fui yo quien te habló del tipo ese, lógico que aun jurando ni en sueños me tomarán en serio —se irritó el Ilustrísimo, indiferente a la quinta, dando un puntapié a un melón enlaciado—. Me fié de ti por no saber de qué calaña eras, pero de ahora en adelante se acabó el mamoneo, mi niño. Y dile adiós a tu viajecito a Brasil que, por mis huesos, no acostumbro a proteger a los cabrones.

—Esa fuente mía de la Judicial asegura que el socio de bigotes que estuvo con nosotros en Linhó es un soplón —susurró el Hombre al Banquero, acercándole el encendedor al cigarrillo—. Lo que no entiendo es cómo hizo para burlar el servicio de seguridad.

—No vale la pena dramatizar la situación, señor doctor —lo serenó el caballero, comprensivo, metiendo el manojo de esposas en la cartera—, un desliz lo tiene cualquiera, son cosas que pasan, ya sabe que cuando mucho llueve, todos nos mojamos. Los superiores aceptan perfectamente lo que sucedió, todos nosotros ya nos hemos olvidado del asunto, el Estado se hace cargo de la viuda y listo. Hemos medido las ventajas, sabe, con esta denuncia el Movimiento da mayor credibilidad a su amigo.

—¿Sampaio? —se rió el Banquero, divertido, ahogado con el humo—. ¿Estás seguro de que te funciona bien la cabeza, de que no necesitas que te vea un médico? Sampaio es firme, tío, está en la lucha con nosotros desde hace tres años, conozco pocos militantes como él. Bueno, por las dudas, aun corriendo el riesgo de que me llamen loco, voy a pedirles a los del control que lo vigilen.

De vez en cuando una de las cigüeñas se posaba en el nido mientras la otra permanecía girando por encima de las estatuas de loza del jardín, subiendo y bajando, sin mover las alas, de acuerdo con los impulsos del viento, o volando tres o cuatro veces, en la calma de septiembre, cerca del molino al que le faltaban aspas y cuya rueda apuntaba a la colina de Monsanto, con el fuerte de los presos, semejante a una lapa de roca en la cumbre de la colina. Muchos años antes el abuelo lo había llevado, un domingo por la tarde, a visitar a un primo militar que dirigía la cárcel, un señor uniformado, de monóculo, botas de montar, espuelas y látigo, quien los recibió en un gabinete de baldosas heladas, con un postigo de rejas, la fotografía del Presidente en la pared y un tintero de plata, que figuraba un galgo, en la tabla de formica del escritorio. Los guardias, con pistola, se perfilaban haciendo reverencias respetuosas a su paso, a lo largo de corredores separados por puertas chapeadas que grandes llaves de despensero, manejadas con un esfuerzo de volantes, abrieron en medio de un estrépito de goznes. Las espuelas del primo golpeaban en las losas con un tañir de arreos, la humedad escurría como resina de las bóvedas, y aquí fuera, vigilados por soldados con máuser, personas que parecían campesinos, con pelo rapado y uniforme de cutí, escardaban sin prisa un rectángulo de tierra donde nada crecía. Por la carretera de Montes Claros, de regreso a Benfica, esquiando, casi invisible, en el amplio, desmesurado cielo sin nubes, una pareja de cigüeñas, sin duda la misma de ahora, se confundía a cada paso con el tostón del sol, para sumirse en las jaras por una larga curva sobre la bóveda del fuerte, o el otero de la Ajuda que domina el río

—No, fuera de broma, ¿crees que te haría quedar mal soltando a diestro y siniestro los secretos que me cuentas? —se exaltó el Hombre, de espaldas al Juez de Instrucción, deshojando con rabia un melocotonero—. Ya cuando te hiciste juez tuve una alegría enorme, ¿recuerdas que hasta mis trajes te di, por qué carajo iba a querer hacerte daño ahora, eh?

—No obstante, señor doctor, no todo son rosas —advirtió el caballero con un gesto de fastidio—. Hay gente a la que no le ha gustado nada esa muerte, el Secretario de Estado, por ejemplo, propuso que en castigo le quitásemos la protección, fue preciso que los ministros se opusiesen y le llamasen la atención Y que el comandante de la Brigada Especial amenazase con dimitir. El comunicado a los periódicos, no sé si lo ha leído, se limita a mencionar a un subinspector que investigaba una red de droga y se descuidó con los traficantes.

—En una de ésas tu fuente lleva razón —dijo el Banquero al Hombre—, los del control descubrieron unos pormenores extraños, telefonazos, correspondencia sospechosa, conversaciones con un sacristán en una capilla de Marvila, encuentros con desconocidos en cafés de Santa Catarina. Puede ser puro humo pero también puede ser fuego, dentro de unos días lo sabremos.

La mujer del guardés salió del cuartucho de los aperos con el maíz de las gallinas en una lata, arrastrando sus piernas hinchadísimas, y subió a duras penas los escalones que conducían a los bancos de azulejos, en dirección a los gallineros en ruinas, mientras el marido, con gorra, acuclillado en el suelo del parral insultando al mundo, se derramaba vino en la camisa. Hasta la casa grande se desmoronaba, la maleza devoraba los geranios de los tiestos de las ventanas, los estores se balanceaban sin destino, un tubo roto, en la sala del piano, formaba una mancha oblonga en la pared, los armarios hedían a hongos y a polillas, la calefacción eléctrica había dejado de funcionar. Sólo la vivienda del violín aguantaba por milagro inviernos sucesivos, animando las tardes, después de la comida, con un tenue hilo de música que parecía prolongar la lluvia.

—¿Si no has sido tú quién ha sido? —gritó el Ilustrísimo, furibundo, levantando el puño hacia el Hombre—. No me vengas con embustes que te conozco de sobra, no tuviste descanso hasta que no hablaste con tus colegas. Y ellos, todos revolucionarios, aprietan al policía, lo hacen papilla y quien acaba maquinando todo soy yo.

—Sinceramente no comprendo tus vacilaciones, disculpa —dijo el Hombre al Banquero aceptando un jarrito de orujo—, ¿esperar unos días para qué? ¿Qué os impide encerraros en un cuarto con él hasta llegar, por las buenas, a alguna solución? No me gusta la idea de que la razón de mi vida sea dar el alma en un instante, plof, ¿te has puesto a pensar en ello?

—Quédese tranquilo que luego del golpe —adelantó el caballero golpeando el cigarrillo en la uña— le movemos el piso a su compañero de infancia y él que se zafe de los amigotes por sus propios medios, si puede. Nunca he tenido ninguna confianza en los arrepentidos, de un momento a otro la enfermedad de los tiros los ataca de nuevo, consiguen armas y vuelven a emboscar a industriales a la salida de las fábricas.

—¿Estuviste ayer en Monsanto con tu abuelo? —preguntó el Juez de Instrucción, incrédulo, de bruces en el césped, con una pajita en la boca, sujetando a una mariposa por las patas—. El prior de la catequesis dice que es un lugar para los presos, si tú matas a alguien o robas el cepillo de las limosnas te encierran la vida entera en un subterráneo sin luz como en las películas, mirando los ojos de los lagartos que pasean en las paredes.

El violín inició una mazurca cuyos sonidos se despeñaban de nota en nota como las cuentas de un collar roto que ruedan por una escalera, y el Hombre, que observaba a los periquitos, se acordó que semanas antes, en una mañana de festivo, un señor de maletín, educadísimo, sin una sola arruga, había llamado a su puerta, había entrado con él en el despacho que fuera del abuelo, le había agradecido un licor, y le había ofrecido comprar la vivienda de la música para una escuela de recuperación de paralíticos cerebrales, sujetos trémulos, en sillas de ruedas, inclinados ante máquinas de escribir, ante telares, ante tornos de carpintero, ante pantallas de ordenador, instruidos por maestros con bata y santa paciencia que surgían a veces en la televisión defendiendo los derechos de los estrábicos, de los zurdos, de los microcefálicos y de los mongólicos con una ferocidad inquebrantable. El Hombre quedó en pensárselo, dobló la dirección del señor en la cartera y gastó el resto del día en busca de clínicas para dementes en la guía de teléfonos. La única que visitó se llamaba Mi Nido y era una planta baja repleta de viejos en pijama, con los tobillos envueltos en vendajes sucios, babeándose en sofás de napa mientras la gerente, mujer rolliza, aún fresca, con medias caladas como las artistas de cabaré, le ensalzaba el confor de los alojamientos, unos cuartos diminutos que apestaban a amoníaco y a colchón germinado, donde media docena de ancianos con servilleta al cuello, condenados a una muerte próxima, intentaban sumergir cucharas de sopa en caldos donde nadaban, enmascaradas por burbujas de grasa, nabizas repugnantes.

—¿Yo de la policía? ¿Seguro que no tienes fiebre ni nada parecido? —preguntó el del bigote al Banquero, encogiéndose de hombros con una risita burlona—. Como despaché al cerdo a pie enjuto me vienes con un cuento de viejas a ver si me distraes.

—Y trampas con criminales maniatados, de barbas largas, que sueltan alaridos como animales, y carteristas que todos los días reciben vergajazos en los pies, y desertores puestos de rodillas contra la pared, en castigo, como en la escuela —dijo el Hombre al Juez de Instrucción, sacudiéndose una langosta del jersey—. Un primo mío, brigadier, que dirige aquello, nos mostró un foso con serpientes venenosas para los que desobedecen a los guardias.

—Hoy es día de limpieza completa —se disculpó la gerente de la clínica en cuyo pelo rojizo asomaban mechones de raíces canosas—, justo ha venido cuando esto está hecho un desastre, ni la cocina ni los cuartos de baño funcionan, hemos mandado que nos traigan la comida del restaurante, quien entre ahora aquí se irá con una idea equivocada del hogar. ¿No quiere volver un viernes o un sábado para verlo todo como es debido?

Uno de los viejos, ligado a una bolsa de suero, sollozó como un perrito escupiendo espuma de color rosa, una criada, con un pañuelo atado a la frente, pasó canturreando con un cubo y un cepillo en la mano, el viejo se señaló la garganta con la uña larga y la gerente se apresuró a limpiarle el mentón con un pedazo de gasa, ¿Qué pasa, señor Machado, qué achaques son ésos, se ha ahogado otra vez?

—No puedes meter un cinco rojo encima de un seis rojo —dijo el Banquero al del bigote, señalando las cartas desparramadas—. Da la impresión de que el cuento de viejas te ha puesto nervioso.

—A quien yo quería internar —explicó el Hombre a la mujer pelirroja— es a un pariente que ni siquiera da mucho trabajo, pobre, no habla, no hace feos, se las arregla solo, el único problema es la manía del violín.

—La policía que se joda, me gusta tanto como a ti —se irritó el del bigote inclinándose ante la mesa—, el cinco no va aquí, va allí, me he equivocado de fila. No tengo paciencia para psicologías baratas, métete los nervios en el culo.

—¿Violín? —se extrañó la gerente de la clínica que guardaba el pedazo de gasa en la manga de la chaqueta de punto—. ¿Cómo violín?

—¿Tu primo director de la cárcel?, estás mintiendo —dudó el juez de Instrucción soplando la mariposa que siguió sin destino por los agapantos hasta posarse en el tronco excavado de una acacia—. Y apuesto el pellejo a que nunca fuiste allí con tu abuelo, te pasas la vida contándome trolas, embustero. Está todo atiborrado de cañones y de soldados que no dejan entrar a un enanito y mucho menos a un automóvil de ese tamaño, que se nota a diez leguas de distancia. Además de eso uno de los criminales os asesinaría enseguida a cuchilladas, lo que a esos fulanos les gusta es clavar navajas en la tripa, el prior dice que tienen los dientes de delante largos como los de los lobos.

—Un violín —insistió el Hombre—, trae un violín debajo del brazo y de cuando en cuando le da algo en la sesera y comienza a tocar valses, hace ya cuarenta años que esto dura, desde que la esposa se le murió en un accidente.

—En esa hilera no —advirtió el Banquero, muy manso—, un cinco rojo sobre un rey negro tampoco va. ¿Estás seguro de que no quieres conversar conmigo de ese asunto de la policía?

La rueda del molino suspiró de repente, las aspas se movieron con una prisa oleosa, el agua corría en los canales del pomar e inundaba los espárragos, las telas del muñeco de paño, que asustaba a los gorriones, trepidaban como banderas al viento. La mastina, con el rabo empinado, ladraba tras los conejos de monte, gimiendo de gula en los arbustos, el guardés, con la escalera doble abierta, componía con el alicate los alambres de las vides, había otro nido de cigüeñas en el tejado de la caballeriza y un tercero en el almacén de la propiedad junto al establo de los cerdos, donde una criada extendía sábanas entre barracas de caña. Los palomos y las tórtolas surgían de los limoneros del patronato, a la hora del maíz, para recluirse en la construcción de tablas. El abuelo cabeceaba de sueño, allí abajo hundido en el sillón de lona.

—¿Su pariente es músico? —preguntó la señora de la clínica, interesada—. Mi padre tocaba el clarinete en una banda de aficionados, en Chelas, yo era pequeña y asistía a los ensayos, con un lazo en el pelo, fascinada por la epilepsia del director. Y cuando estaba en casa mi viejo le daba cuerda a un gramófono con bocina, colocaba una aguja enorme en un disco y se sentaba en un sillón de orejas, con los ojos cerrados, arrobado, indiferente a mi madre que protestaba desde la despensa, escuchando las estridencias de una música cualquiera. Si su pariente es músico puede entretener a los demás con unos tangos, es muy posible que así ese pesado del suero se ahogue cada vez menos.

—Dame pan y llámame tonto —comentó el del bigote, colorado, con la nariz en la mesa, recogiendo la carta—. Así no vale, en cuanto me hablas de policías me distraigo y tú aprovechas para descartar sotas.

—Monsanto, recibido en el despacho del director del fuerte, muérdeme aquí —bromeó el Juez de Instrucción exhibiendo el índice curvado como un gancho—. En ese caso, llévame allí mañana y muéstrame todo aquello si eres capaz, los presos, los cañones, los subterráneos, por el atajo no se tarda ni una hora, si te hacen reverencias cuando lleguemos puedes ver a mi hermana desnudándose a la vuelta de la fábrica.

—Músico no lo sé bien —farfulló el hombre, confundido—, pero llega a pasarse una noche entera, por ejemplo, con dos o tres notas, como si afinase el instrumento, hasta volver locas a las personas, me temo que no lo aguantarán siquiera sus pensionistas.

La hermana del hijo del guardés, desnuda, cogía una falda y una blusa de un maletín de ropa, y los músculos de los brazos se deslizaban bajo la piel como los gestos de pájaro de la danza. El sol la rozaba en la nuca y se difundía por los hombros, las nalgas se abrían en un abanico suave y tierno, los palomos, color de loza, se acercaron por encima del parral, un enjambre de avispas zumbaba en un agujero del muro, y el Hombre envidiaba a muerte al novio de la hermana del Juez de Instrucción, aprendiz de abridor de canales, con un lunar en una de las sienes, que se achicaba ante el guardés con una timidez despavorida.

—Sé muy bien dónde están los ases, no hace falta que me enseñes —gritó el del bigote haciéndole un gesto obsceno al Banquero—, pero si no paras de hablar claro que me desconcentro y hago tonterías de principiante, es natural. Aguanta un pelín callado que resuelvo el juego en un instante.

—Me encanta el violín —dijo la señora de la clínica acomodándose el peinado con sus pequeños dedos gordos—, es un sonido tan romántico, ¿no le parece? Dicho sea de paso, hay un lugar libre entre un ingeniero y un médico que apuesto a que tenían gramófonos en casa y padres que se interesaban por sinfonías y conciertos. ¿No le gusta oír a Beethoven mientras lee el periódico?

El Ilustrísimo y el Hombre subieron por el Barrio de Santa Cruz, antiguo solar, con moreras perdidas, ahora enjambrado de obreros que levantaban paredes con gran gasto de ladrillos y de arena, llegaron al campo de fútbol de la Casa Pia y a una propiedad de ingleses ricos, con árboles frondosos sobre las rejas y un patio donde se lustraban automóviles de lujo, y comenzaron a subir la colina en dirección a la cárcel, primero por la carretera, donde camiones asmáticos jadeaban al enfilar por la cuesta, y por las matas de mimosas después, temerosos del aliento emponzoñado de los lagartos y de los gatos vagabundos que parían en las raíces muertas de los árboles. Unas chabolas hechas de tablas, restos de bidones y placas de corcho, se sostenían unas a otras, casi en el arcén de la carretera, en el desvío del Club de Tiro, y unos niños descalzos, con flequillo pardusco y nalgas al aire, jugaban en el agua estancada del barro. Una, dos cigüeñas se cernían más arriba, por los lados de la prisión, en busca de chimeneas abandonadas o de la copa de un sauce. Las hojas de los bojes vibraban al ser rozadas, unas florecitas ocres nacían con fuerza de las matas, hormigas asustadas se encerraban en los poros de la tierra.

—Entonces, si le gusta Beethoven —argumentó la dama de la clínica tropezando con una chinela—, ¿por qué motivo estos pobres no lo apreciarían también? Traiga a su pariente músico que si él exagera con las sonatas o le da por el arte después de medianoche, se le quita el violín y santo remedio. Doce mil quinientos escudos por mes incluidas las medicinas y una excursión anual a Fátima, en autocar, para ver si los mejoro del reuma, no me parece demasiado gasto, apenas alcanza para las comidas, para el lavado de las sábanas y para cambiar la paja de los jergones. Y por lo menos se queda tranquilo porque lo tiene en paz aquí.

Y el Hombre imaginó a su padre, a quien un año antes operaran de la garganta para clavarle un tubo, paseándose en pijama, en silencio, con el arco del violín bajo el brazo, entre las camas de los enfermos, tropezando con los orinales, acomodándose en las mesas de formica del comedor, a deshoras, esperando una tartera que no venía, extrañado de la exigüidad del apartamento, la disposición de los cuartos, la ausencia de estores hacia un jardín de agapantos con estatuas de loza deteriorada y estanques de peces inmóviles bajo los limos, y se imaginó a sí mismo rondando solo, con las manos en los bolsillos, por el abandono de los arriates, mientras unas grúas crueles demolían la vivienda en medio de una polvareda de estruendos, clavando los dientes y las uñas de hierro como en un cuerpo vivo que se desplomaba sala a sala, sin protestas, con ausencia de sangre. Sólo las vértebras fracturadas de la escalera resistían aún, conduciendo a una última plataforma en equilibrio sobre una planicie de destrozos, en la cual se distinguían restos de armario, pedazos de espejo, un lavabo intacto a la deriva en un lago de ladrillos y de tablas.

—¿Quiere cenar conmigo el sábado? —invitó la directora del hogar mientras lo arrastraba hacia la salida, meneando prometedoramente sus nalgas redondas—. Podemos conversar de negocios a gusto en un pequeño despacho que tengo yo allí para comer en paz, y si quiere le pongo unos discos de mi padre en el gramófono, que hasta arias de ópera él coleccionaba, fíjese.

—¿Qué pasa, tío? —susurró despacito el del bigote, con un comodín de oros pendiente de su mano—. Bájame el caño del revólver que eres capaz de lisiar a alguien con eso.

—Por este camino nunca más llegaremos al fuerte, Zé —se lamentó el Hombre, sentado en el suelo, frotándose un codo herido por las zarzas—. Poco ha faltado para que me torciera el pie en un seto.

—Yo no lo creía, pero por una vez era verdad —dijo el Juez de Instrucción ofreciendo más café al caballero—. El primo era en realidad el director de Monsanto, un tipo de caballería, de monóculo, con una risita de burla, que se suicidó años después al descubrírsele unos negocios oscuros. Creo que en su momento se habló algo de eso por Lisboa, el militar pertenecía a familias conocidas, había diputados y un antiguo ministro que recibía prebendas, la censura ahogó el asunto en los periódicos.

—Ni pío —aconsejó el Banquero sacando de repente la culata del arma, sin ninguna exaltación en la voz—. Has estado la tira de años haciendo tu trabajo, no te lo reprocho, has de comprender que yo ahora haga el mío.

Oprimió el gatillo y el Ilustrísimo y el Hombre, que no oyeron el disparo, alcanzaron la cima de la colina, una especie de meseta con alambre de púas alrededor, un caserón al fondo, construcciones menores en torno, campos de labranza donde nadie escardaba, un caballo entre las rejas de un arado, siluetas con fardos a cuestas, las antenas de un aparato de radio coronadas por lámparas encendidas en el mediodía de septiembre, las cigüeñas, próximas, tanteando la nada con las piernas.

—Tengo una vaga idea —dijo fastidiado el caballero inclinando el cuello para no derramar el café—. Las personas se escandalizan y después olvidan, ha de ser siempre así en todas partes.

—El sábado no es mal día —aceptó el Hombre, con la mano en el picaporte de la puerta, respondiendo a los meneos de la gerente con una mueca tímida—. Hay un gramófono que se está estropeando en el granero de la quinta.

—Conque entonces quisiste ver eso otra vez —dijo el oficial del monóculo, levantándose del escritorio del despacho con el retrato enmarcado del Presidente, y golpeando la fusta en los pantalones de montar—, conque entonces vinieron los dos andando desde Benfica, un buen tirón, no cabe duda. Bastos, llámeme al sargento Rodrigues, que le muestre la cárcel a los niños y busque la manera de devolverlos a casa.

—No me gusta mucho tratarlo de señor Antunes, son tan impersonales los apellidos —arrulló la dueña del hogar posando los dedos sobre los del Hombre, cerrados en el picaporte de loza—. ¿Cómo ha dicho que era su primer nombre?

—Y sin embargo no existían subterráneos, ni trampas, ni estanques con serpientes, ni instrumentos de tortura, ni un pozo siquiera con yacarés —se desilusionó el Magistrado rasgando el vértice de un sobre de azúcar—. Sólo corredores de cemento, celdas, rejas, mal olor, una enfermería con media docena de cuerpos echados y un sujeto que lavaba jeringuillas, condenados de uniforme fumando, arrimados a las paredes, en una atmósfera enrarecida. Lo que recuerdo mejor es una cigüeña hembra observando, aquí fuera, un automóvil de la prisión, fijándonos su único ojito redondo, y el par de machos que la vigilaban, suspensos, balanceándose como cometas de papel.

—Lo arrojamos a los sumideros del río —ordenó el Banquero observando al del bigote, extendido de bruces sobre la confusión de las cartas—. Quiero que la policía entienda que nosotros sabíamos la bazofia que el tipo les vomitaba.

—Uno tratando de asuntos serios —se lamentó el caballero terminando el café—, y el señor doctor sólo me habla de cigüeñas.

—Antonio —dijo tímidamente el Hombre, pestañeando en una confidencia avergonzada—. Pero desde que mis abuelos murieron nadie me llama de ese modo. Me ha quedado Antunes, ya estoy habituado al apellido.

Llegaron a Benfica casi de noche, en una furgoneta carcelaria con un postigo atrás, sacudiéndose en los asientos al lado del conductor de uniforme y gorro, que no paró de hablar en todo el trayecto, retorciendo la lengua, con una muela que lo atormentaba hacía tiempo, en el fondo de las encías, y que ninguna aspirina calmaba. El Barrio de Santa Cruz se parecía a una Pompeya de estuco, en la Rua Emilia das Neves los comedores se iluminaban y se percibían cuadros y muebles en los intervalos de las cortinas. El abuelo, que los esperaba en el patio con chaqueta de lino sin corbata, dobló una propina en la mano del conductor que se puso rígido, olvidado del diente, con una reverencia agradecida. La mujer del guardés surgió del arco de la caballeriza seguida de la perra y del marido que intentaba enderezarse, en la cuerda floja del vino, con un equilibrio penoso. Las criadas nos contemplaban desde el umbral agrupadas en racimo, atemorizadas por el coche blindado.

—Inmediatamente al cuarto —dijo el abuelo al Hombre, en cuanto la furgoneta se fue temblando, con uno de los faros más encendido que el otro, echando humo por el escape—. Olvida el regalo de cumpleaños y mientras yo me acuerde de esta aventura no recibirás la paga semanal.

La mujer del guardés, empuñando un zueco, perseguía al hijo en medio de un furor de faldas, insultándolo hasta la jaula de los lobos de Alsacia, al tiempo que el marido se acuclillaba en un escalón, con la mollera en el limbo aguado del tinto, con la perra que le rondaba, inquieta, los dedos sin firmeza y las exhalaciones del aliento. Encima, en la casita junto al muro, estallaban los gritos y las amenazas de una gresca interminable.

—No estoy de acuerdo con usted, las cigüeñas son un asunto muy serio —dijo el Juez de Instrucción al caballero apartando, despechado, la cafetera de su alcance—. Usted no lo entiende pero aún hoy, pasados tantos años, me pregunto si me ha ocurrido alguna otra cosa tan importante en mi vida.