26 de febrero de 1986
¿Cuándo, hace cuántos años Maria da Boa Morte dejó de llamarme Isilda para llamarme señora? Me acuerdo de su abuela con un casco de mi padre en la cabeza y una chaqueta no sé de quién flotando alrededor, de cuando yo entraba en la choza donde vivían y comía gachas y pescado seco sentada en la estera, rechazando el tenedor que el tío soldado insistía en ofrecerme siempre con los ojos en la puerta como si el jefe fuese a entrar de repente y a castigarlo por tenerme allí, me acuerdo de mi sorpresa por el suelo de tierra, de la ausencia de trastos, de la muñeca que tiré a la basura porque le faltaba un brazo y ya no decía con un balido que me trastornaba
—Mamá
una cosa, tal vez el corazón, se agitaba en su pecho, yo con cinco o seis años muy preocupada por tranquilizarla
—Estoy aquí
la criatura con una pertinacia monótona
—Mamá
la muñeca que Maria da Boa Morte o la abuela o el soldado descalzo, muy serio con su mueca de uniforme con una caricatura de escopeta al hombro, recogieron de la basura y colocaron encima de la única mesa como quien entroniza un icono, la muñeca llamada Rosarito
Rosarito
con la mano levantada en una bendición dispuesta a gritar
—Mamá
culpándome de abandonarla en el cubo
(lo que me hace sentir más culpable en la vida es una muñeca en un cubo)
Maria da Boa Morte sin hacer caso, la abuela sin hacer caso, el soldado a quien le habría gustado ser soldadito de plomo sin hacer caso, acuclillados en torno al pescado seco y a las gachas, Rosarito ofendidísima conmigo
—Mamá
yo con ganas de cogerla en brazos antes de que nos echásemos ambas a llorar agarradas la una a la otra jurando que a partir de ahora no nos separaríamos nunca, me sentía mejor en el poblado que en casa porque en el poblado todos me obedecían y se levantaban cuando yo entraba y en casa además de levantarme tenía que obedecer yo a toda la gente pero no me acuerdo de cuándo ni de hace cuánto tiempo Maria da Boa Morte dejó de llamarme Isilda para llamarme señora. En aquel entonces hasta la lluvia era diferente: existía el cocotero en el sitio donde están ahora el cuarto de las herramientas y el garaje
(o, mejor dicho, estaban antes de los morteros de la Unita)
y lo que oía por la noche en marzo, abril, mayo, no era el agua, era el tejado y las hojas de súbito presentes, millares de pasitos, clavos, picoteos, tamborilear de dedos superpuestos a las campanadas del reloj de pared, al generador que aumentaba según el viento, mi madre que señalaba a mi padre una marca en la camisa
—No me digas que no has estado con la francesa, Eduardo, no me vengas con el cuento de que no has estado
en aquel entonces Maria da Boa Morte no me llamaba señora, me llamaba Isilda, usaba los vestidos que no me servían
(tampoco le servían a ella y le quedaban cortos pero le parecían preciosos)
dormía en mi habitación en un colchón al lado de la cama, despertábamos en el momento en el que los murciélagos regresaban a los mangos con un ruido de flores de seda poco antes del día, bajábamos al poblado, pasábamos delante de la choza donde la abuela, acompañada por el jefe, el hechicero y los hombres de la aldea, se persignaba delante de la muñeca que yo tirara a la basura, y encontrábamos a mi padre a caballo dando órdenes a los capataces y siguiendo hacia el convento en ruinas a la espera de un segundo caballo venido de la hacienda a la derecha de la nuestra, con la señora que hablaba en extranjero sonriéndole envuelta en esencias debajo del sombrero que ocultaba su cara salvo la mancha de pintalabios en el velo, la señora y mi padre a los que nosotras, asustadas por los gatos monteses, observábamos desde el claustro, la señora que me recordaba a Rosarito pero mayor con las dos manos y más pelo, dispuesta a pestañear y a decir
—Mamá
una cosa suelta, tal vez el corazón, se agitaba en su pecho y yo no entendía el enfado de mi madre al señalar marcas en la camisa, al quitar con el pulgar y el índice
—Quieto
un pelo rubio de la solapa, amenazando con marcharse conmigo a Malanje o a Luanda, no entendía que pudiese tener celos y huir por causa de una muñeca de cuerpo de trapo y cabeza de pasta que sollozaba con una vocecita hueca, no entendía aquel extraño enojo con los juguetes, los gritos, las lágrimas, los juramentos, las escenas, Rosarito a quien el jefe cogía entre reverencias mostrándosela al pueblo
—Mamá
no entendía el no volver a ver a mi padre encerrada yo qué sé dónde con mi madre sumida en llanto, no volver a ver a Maria da Boa Morte y a dormir con ella en la habitación oyendo el tejado y el cocotero durante las noches de lluvia, olvidadas del reloj de pared que empujaba nuestras vidas a lo largo del tiempo en una dirección que yo ignoraba pero que acabaría con nosotras crecidas, yo jugando a las cartas en la terraza y ella sembrando yuca en el labradío aunque se me hiciese imposible que nos separásemos un día, dejásemos de coger anguilas en el río y de comer guiso de gallina y yuca sobre la estera, a mí que a los cinco o seis años me apetecía ser negra, frotarme los dientes con un palo, peinarme con un pequeño rastrillo de alambre, agacharme tardes enteras en una piedra mirando Pecagranja mientras los meses corrían dentro de mí con una lentitud de neblina, se me hacía imposible que dejásemos de ser hermanas, cuando una cabra se echaba ondulando el vientre, ella con un vestido mío de mangas largas que se descosía en la cintura y no le llegaba a los codos me hacía señas
—Isilda
la abuela con la chaqueta decía niña, el soldado de la caricatura de uniforme decía niña, Maria da Boa Morte me hacía señas
—Isilda
y una cabra mojada y menuda surgía poco a poco de la cabra grande en la punta de un cordón, marchaba temblando con el pelo erizado y un miembro para cada lado, caía, se levantaba, buscaba la barriga de la mayor con una prisa ciega, el hechicero agitaba conchas en una calabaza, la muñeca sin mano me culpaba de olvidarme de ella, intenté explicarle
—Estoy aquí
pedirle no en aquel entonces, hoy, cuando Rosarito no existe hace siglos
—Perdóname
del mismo modo que la dueña no existe hace tantos siglos sustituida por la mujer que soy sin saber qué hacer en una casa invadida por el ejército, sin tarima ni tejado ni lugar para mí
—Perdona
la casa que dejamos ayer camino de Chiquita, Maria da Boa Morte, Josélia y yo o, mejor dicho
como debe ser
yo, Josélia y Maria da Boa Morte escapando por la parte trasera como ladronas antes de que una granada acabase con nosotras, tres mujeres invernales recomendándose silencio con un dedo en la boca, apoyadas unas en otras como los cojos y los enfermos, guiadas por la luz de las lechuzas en el campo de arroz, oímos un disparo pero tal vez fuese un relámpago en Cambo, oímos voces pero tal vez fuesen los gritos de los perros del monte persiguiendo a una liebre hasta que dejamos de sentir el murmullo del algodón, hasta comprender que la hacienda se había acabado y no volveríamos a casa ni a las azaleas ni al árbol de la China, la hacienda se había acabado y todas las haciendas se habían acabado como la nuestra invadidas por el ejército, los cubanos, los mercenarios, los cadáveres, los milanos, los mulos espantados y el olvido de la hierba, yo, Josélia y Maria da Boa Morte intentando distinguir los mangos de Chiquita, el friso de copas negras más oscuras que el negror de la colina, en busca del camino que atravesaba los eucaliptos y subía hacia la aldea, Maria da Boa Morte
—Isilda
ofreciéndome un frasquito de luciérnagas que guardábamos debajo de las sábanas y emitía la aureola de Nuestra Señora fosforescente que protegía a mi madrina de violadores y gripes, apenas notábamos sus estornudos mientras dormía como estornudan los pavos reales en su sueño, empujábamos la puerta y al lado del nido de pelos blancos estaba la imagen con un halo, extendíamos el puño, los dedos se ponían transparentes, Maria da Boa Morte retrocedía muy asustada, se caía una banqueta, se caía el soporte de los remedios que arrastraba cajas y jarabes, mi madrina encendía la luz sobresaltada en busca de la armadura del chal
—Tú y esa negra asquerosa, fuera
y sospeché por primera vez que Maria da Boa Morte y yo no éramos iguales porque mi madrina no me llamaba negra asquerosa, no me miraba con un disgusto indignado, sospeché que Maria da Boa Morte era inferior a mí, no tenía moqueta ni alfombras, solamente dos o tres esteras, platos de metal desemparejados, una radio sin pilas con la antena rota y la muñeca que presidía la miseria con su inocencia de pasta, las facciones dibujadas con tinta, el embudo de la boca llamándome en silencio mientras bendecía al soldado
—Mamá
de manera que sólo nos volvimos a ver mucho después, es decir, me la encontraba o creía encontrármela con un saco, espoleada por el silbido del capataz, en medio de los jornaleros del girasol, me parecía dar con ella los domingos en la cola de la cerveza de la cantina, en un momento embarazada, en un momento con un hijo, en un momento embarazada de nuevo, en un momento con un cortejo de niños caminando detrás de un hombre que ni la miraba, pero como a los bailundos, por parecerse todos, uno no consigue distinguirlos, podía ser una hermana o una prima o una mujer venida de Nova Lisboa en el último camión de ganado, alineada contra el almacén mientras los jefes de turno las contaban, el enfermero les palpaba los músculos de las piernas, mi padre pagaba al conductor según su número y salud, el poblado crecía en el sentido del río y con el poblado las gallinas, el hedor y las moscas, trescientos cincuenta o cuatrocientos al comienzo de las cosechas, la mitad o menos de la mitad debido a la disentería cuando acababa el algodón, los camiones regresaban al sur con siete u ocho enfermos cubiertos de moscardas, los mismos que me robaron la casa, los objetos de alpaca, los retratos, las cartas en las que mi padre cortejaba a mi madre, si entraba en la sala me topaba con ellos repantigados en el suelo, si abría la puerta del despacho allí estaba el alférez cabinda instalado en el escritorio con un empaque de dueño, si me buscaba en los espejos era a ellos a quienes veía sin quitarse el sombrero ni pedir permiso, hurgando en los libros, arrancándome la cadena de mi tía del cuello
—Trae
y me quedé desnuda de golpe, incapaz de huir, incapaz de palabras, como la tarde en la que el comandante de la policía de Malanje me desnudó en la hacienda, mis hijos corrían entre las secuoyas, Damião preparaba la mesa para la cena, el jardinero podaba la viña virgen a cinco metros de mí, un pavo real hembra cruzó la ventana en una rayita azul, el comandante de la policía
—Isilda
y al tocarme no era él, era Maria da Boa Morte que decía
—Isilda
repetía
—Isilda
insistía
—Isilda
sujetándome el brazo para apartarme de los cocodrilos de Cambo, no por amistad, por egoísmo, por el lujo de dormir en mi habitación
(la muy zorra)
en lugar de una estera rota entre esteras rotas con la muñeca que la ponía de los nervios la noche entera
—Mamá
una cosa suelta y dura agitándose en el pecho, la muñeca que la tiranizaba sin descanso con su sollozo mortecino
—Mamá
mis hijos, o sea, Clarisse y Rui acompañados por el que no era mi hijo pero yo fingía que lo era
no, no es así
mis tres hijos corriendo entre las secuoyas cuyas flores brotaban con un soniquete de cristal, Damião cerraba el cajón de los cubiertos, rodeaba la mesa distribuyendo los vasos
(mis tres hijos, repito, mis tres hijos, por extraño que parezca y a mí me parece extraño Carlos tal vez fuese)
el jardinero casi pegado a los cristales enderezaba un tallo con una cuerda y un pedazo de caña, el comandante de la policía se deshacía el nudo de la corbata sujetándola a dos manos con el látigo para castigar al personal
—Isilda
y no era el comandante de la policía quien decía
—Isilda
era mi marido que hurgaba en el aparador sin encontrar la botella, incapaz de enfadarse conmigo, marcharse, sin una escena, una furia, un reproche, una protesta
(fuese, por extraño que parezca, el que más quería)
—Isilda
y no era mi marido, ese pobre diablo sin orgullo, quien decía
—Isilda
era Maria da Boa Morte mostrándome los mangos de Chiquita, el friso de mangos a lo largo de la colina, nosotras pequeñas viviendo juntas, paseándonos juntas, comiendo juntas en el poblado, Maria da Boa Morte mostrándome los mangos de Chiquita junto a la tienda de un comerciante reducida a cenizas, fragmentos de pared, media docena de chozas derruidas, telas quemadas, una mujer de mi color descuartizada entre los ladrillos con su corona de pájaros ávidos, una brisa sin origen rozaba la hierba, un patrullero con las llantas torcidas, las bobinas y los cables del motor en una confusión de intestinos, los gases habían secado los troncos y la yuca del sembradío, Maria da Boa Morte señalándome Chiquita
—Isilda
y en esto un hombre también de mi color ovillado en una tabla conversando consigo mismo, Clarisse discutía con sus hermanos
(Carlos, mi hijo Carlos en una cuna de cañas en Malanje leyendo mis cartas y preocupándose por mí)
—Préstame la escopeta cinco minutos, Rui, préstame la escopeta para darle a una paloma
el hombre sin hacer caso a mis hijos ni a mí, mi marido incapaz de recriminarme por esconder la botella, los ratones y las arañas trepando por la habitación, ratones y arañas y el miedo a morir
—No me dejes morir
el miedo al traje nuevo, a los zapatos nuevos, a la tapa del ataúd y al pañuelo en la cara
—Deja los zapatos fuera, Isilda, no me los pongas
intentando levantarse, buscando los hierros de la cama, Carlos a la entrada de la habitación
(Carlos, mi hijo Carlos con sus hermanos en Ajuda preguntaba al empleado de correos por mis cartas, abría los sobres, leía en el rellano, subía las escaleras despacio mientras leía en alto a Clarisse y a Rui, volvía a leerlas inquieto, sin poder telefonearme, sin poder escribirme, sin saber de mí, si mi hijo Carlos estuviese aún en Angola estoy segura de que no perderíamos la hacienda ni la casa, estoy segura de que los americanos y los rusos le pedirían disculpas, mandarían militares aquí que controlarían a los jornaleros y nos comprarían el girasol y el algodón)
mi hijo Carlos en el umbral del despacho intentando entender, el comandante de la policía se abrochaba la camisa con la derecha y lo empujaba con la izquierda aplastándolo como hacía con los presos, con el mismo ímpetu y el mismo desdén
—¿Qué andas buscando por aquí, chaval?
el desdén con el que el alférez cabinda me miró al irrumpir ayer en la cocina después de que los aviones antiguos del gobierno, con una sola hélice, pasasen rumbo a Luanda con una cojera rastrera de perdices, la cocina densa de sombras, las nubes de la noche en la ventana, mi padre que se apeaba del caballo en el patio, con el pantalón almidonado y perfume inglés como si la semana para él fuesen siete domingos, más joven, más ligero, mucho más simpático
—Isilda, querida Isilda
la cocina densa de sombras que la lámpara de petróleo traía y llevaba poblándola de difuntos, mi madre, mi madrina, mi abuela, el obispo, el gobernador bailando el vals con lámparas reflejadas en las gafas, Rui que ponía el pisapapeles cabeza abajo, el remolino de virutas que llamábamos nieve, yo con un rastro de oficiales uniformados que murmuraban a mis espaldas, el alférez cabinda indiferente a los oficiales, al obispo, al gobernador, a mi triunfo en el palacio, una mujer sin arrugas que lo miraba con la severidad con la que miraba a los criados, Josélia heredada de mi madre como se hereda un sofá, Maria da Boa Morte que mandé venir del poblado al casarme por ser la criada que teníamos cuyo nombre recordaba y que ya no decía Isilda, decía patrona, decía señora, una jinga convencida de que la muñeca sin brazo conducía a los espíritus, Rosarito que aún hoy no entiendo
(cosas de chicos)
cómo pudo gustarme un día, complacida conmigo en los espejos antes de que las manchas, no yo, cambiasen de edad, la mitad iluminada del alférez cabinda desapareciendo en el humo del petróleo
—Camarada
reapareciendo a medida que el silencio y la noche aumentaban y como siempre en el silencio se comenzaba a distinguir el río, la aldea de los leprosos y la presencia del agua, el alférez cabinda con un hombre blanco esposado, un sudafricano o un mercenario de la Unita que dinamitaba los generadores e intentaba cercar Luanda por Caxito, un hombre blanco descalzo, con la oreja envuelta en un trapo y los ojos como los de mi marido cuando las arañas y los ratones le trepaban por los muslos en el interior del pijama, se distinguía el río, la aldea de los leprosos y la campanilla invisible que nadie tocaba, viejos gateando en el barro, los búhos lucían en el atajo y casi se reparaba
inventándolo
en el reloj de pared que mi hijo Carlos imaginaba el corazón de la casa cuando ayer el corazón de la casa era el sudafricano o el mercenario belga que miraba más allá de nosotros como antes yo observaba el guardarropa pensando en lo que me pondría en la inauguración del cine, en una recepción en Malanje, en la tómbola para los tuberculosos de Negaje, el alférez cabinda enviándonos a la terraza donde los soldados guisaban grillos y babosas
—Necesito tu cocina para un interrogatorio, camarada
el sudafricano
(debía de tener el rango de mayor por los galones)
vomitando sangre con un segundo culatazo, los mangos de Chiquita se acercaban a nosotros, se distinguía el edificio de la comisaría y el cuartel con los emblemas de los batallones, una esquina del puesto de socorro, los dormitorios colectivos, los primeros poblados desiertos, los primeros mastines famélicos, los primeros cadáveres, el mercenario pidió agua en un ronquido y el alférez cabinda, sin consideración por mí, se desabrochó la bragueta y le orinó en la boca, las cigarras de las acacias chirriaban sin parar, pensaba en la pamela en el armario del desván, en el ala que disimulaba las arrugas y el peso de los párpados, los invitados cuchicheaban admiraciones a mis espaldas, el comandante de la policía abrazándome delante de los compañeros de dados
—Ven aquí
los eucaliptos de Chiquita donde se colgaban jornaleros, uno o dos sargentos sin piernas ni sitio adonde ir extendiendo la mano a quien pasaba, la tropa del gobierno ocupando el espacio entre los mangos que los soldados destinaban a reunir al pueblo para asegurarse de que nadie huiría, la tropa del gobierno con gorros rusos, cañones, morteros, barricadas, cajones, botellas, sacos de arena, Josélia buscaba hormigas que pudiésemos comer, Maria da Boa Morte me guiaba como se guía a una tonta
—Isilda
acechando las chozas destruidas por la guerra, los tiros, los alfanjes, las bazucas, el fuego, besé el anillo fofo del obispo
—No hay duda de que el demonio te ha enviado para tentarme, muchacha, imagina de qué no será capaz el diablo para incomodar a un sacerdote
yo en Chiquita patinando en el barro apoyada en el brazo de Maria da Boa Morte, en el brazo de mi padre con una camelia fresca en la solapa, la pechera almidonada, la dignidad lenta, aroma de loción y de tabaco, ambos haciéndoles señas a la tropa del gobierno y a un capitán cubano pasmado con nosotros a medida que la orquesta iniciaba un tango, las calles de Malanje engalanadas, los criados abriendo la tienda del bufé, mi padre o Maria da Boa Morte
—Isilda
mostrando una choza sin ventanas ni puerta, una capa de hierba seca, un pedazo de estera, un pedazo de cajón como inodoro y entre el barro los hacendados en sillas de damasco viéndome ir hacia el centro de la pista y bailar con mi padre, viéndome en el interior de la choza que apestaba a yuca, a sangre seca, a hollín, agarrada a Maria da Boa Morte como si una cosa suelta y dura se agitase en mi cuerpo de trapo, yo con dedos de pasta y cabeza de pasta, las facciones pintadas en el barniz de la piel, cerdas de pestañas cerrándose y abriéndose sobre pupilas de cristal, mi padre o Maria da Boa Morte cogiéndome de la cintura, flotando conmigo en la tarima encerada, en el suelo de tierra o en la tarima encerada
(qué más da)
mientras la cadencia del tango aumentaba, la falda rozaba las vigas de caña, las nubes sucias de mayo bailaban con nosotros lejos de los hacendados con puro y cadena de plata, de los amputados, de las viviendas de columnas desiertas de Chiquita, Maria da Boa Morte obligándome a acomodarme en un ladrillo
—Isilda
como si existiese
qué manía
la muerte, cuando todo el mundo sabe que sólo los negros mueren, no nosotros, que la muerte es una tendencia de los negros como los rizos del pelo y la pobreza, llegan de Huambo en camiones de ganado con un número a carbón en el cuello, veintisiete, doscientos dos, cuarenta y nueve, trece, y apenas comienza la cosecha helos ahí cayendo sin motivo, Maria da Boa Morte obligándome a acomodarme
—Isilda
ahora que tengo a los capataces a la espera y es el tiempo del girasol, evidente en la prisa de los cuervos, como dentro de unas semanas será el tiempo del arroz y dentro de unas semanas más el tiempo del algodón, el barco de los exportadores a la espera en Luanda, yo en la choza de Chiquita pensando en una muñeca salvada de la basura que me bendecía en el poblado del río, en la camarera del comedor de la Cotonang a la que no volví a ver, en la lluvia en las palmeras, en la enredadera seca del parral, pensando que era hora de que mis hijos volviesen del apartamento de Ajuda y se instalasen con nosotros en la sala, mi madre, mi marido, Damião con uniforme blanco, guantes blancos y botones dorados, yo en Chiquita levantándome para recibirlos con una oruga cocida o un enjambre de hormigas en la palma
—¿Os apetece?
mientras una cosa suelta y dura se les agitaba en el cuerpo de trapo y yo los tranquilizaba
—Estoy aquí
los calmaba
—Estoy aquí
les juraba
—Estoy aquí
asegurándoles que a partir de ahora no nos separaríamos nunca más.