24 de diciembre de 1995
Cuando telefoneó para la cena de Nochebuena claro que respondí que sí por el placer de imaginarlo toda la noche esperando en Ajuda donde me hizo la vida imposible durante tres años. Carlos, como si no lo conociera, con el abeto en un tiesto, mantel nuevo, cuencos con almendras, roscón de Reyes, un regalo para Rui y un regalo para mí envueltos en papel fino y con lacitos rosados de manera que pareciesen haber costado el doble de lo que pagó, se levantaría a acechar por la cortina preocupado por el caldo verde recalentado y el bacalao que se enfriaba, bajaría a la calle para abrir la puerta con una sonrisa esperanzada, engañado por el eco de una charla de borrachos o la lluvia en las moreras y topándose con la hilera de contenedores de basura que rebosaban bolsas, únicos Papás Noel posibles en aquel barrio de pobres que huía hacia el río en un galope de casas con las narices de las ventanas abiertas y colas de chimeneas que hacían señas, toda la noche esperándome entre la terraza y el sofá, corto el bacalao o no lo corto, desarmo el abeto o no lo desarmo, me acuesto o no me acuesto, observando
—¿Qué ha sido?
las máscaras de madera de Lena y los elefantes de marfil del estante, vacilante con la nariz en el reloj le doy media hora más, tres cuartos de hora más, una hora más, pensativo, después de la hora le doy veinte minutos y se acabó, y otros veinte, y otros veinte más definitivos y, después de los veinte definitivos, cinco y cinco y cinco y cinco, todos ellos sin apelación, irritado por la velocidad de las agujas tan lentas cuando se tiene tiempo, tan rápidas cuando se tiene prisa, amanecía aterido en el sofá de la salita y veía apagarse las luces de los árboles y las guirnaldas municipales, decidía cuento hasta cien y a los cien, si no han venido, desisto, tentado de desistir a los cuatrocientos setenta y ocho y desistiendo de hecho a los novecientos treinta y seis cuando la lluvia le abrió de repente las ventanas con una congoja de palomas que mostraban el cenicero lleno, el aceite cuajado en la fuente, las patatas oscuras, Carlos que se arrastraba hacia la habitación donde Lena dormía maquillada, con el collar puesto, preguntando desde dentro de su sueño cuando se dejó caer en el borde de la cama para desatarse los zapatos
—¿Llegaron?
Lena sin despertarse que extendía las manos inciertas y se alisaba la falda
—Entrad
Carlos y Lena que nos recibían en la cama bajo el viento de diciembre
—Entrad, entrad
como en el muelle de Luanda cuando aguardábamos el barco hablando sin saber lo que decíamos, cuando nos levantábamos sin darnos cuenta de que nos levantábamos, buscábamos el girasol y el algodón de la hacienda y encontrábamos personas y niños y cómodas con espejo y perros que gemían, buscábamos los arriates de azaleas y la terraza y encontrábamos cajas numeradas con tiza y policías y soldados que nos separaban con la escopeta
—Papeles
hacia las camionetas de carga de los negros, Carlos escondido en medio de nosotros con miedo a que lo descubriesen entre los blancos, se llamasen unos a otros, lo llamasen, lo golpeasen con la culata
—Mulato, mulato
lo llevasen a Grafanil o a Caxito donde cavaban las fosas, el mestizo de Carlos sin nadie que lo persiguiese en Ajuda, decidido a ser mi dueño esperándome en el sofá, encendiendo la luz cuando yo llegaba y surgiendo con la mano en el aire, adónde has ido, dónde has estado, no me mientas, qué habéis hecho, con quién, asustando a las máscaras de la pared que me tenían respeto, me trataban de señorita, se alejaban de mí fingiendo no ver nada si me encontraban con el tractorista o el aduanero en el almacén con lechuzas y murciélagos en las vigas del techo y Dios, que no existe, mezclado con los animales viéndome, el tractorista y el aduanero haciendo de mala gana lo que les mandaba, cohibidos, con el pánico de que mis padres imaginasen algo, alguien les dijese o durante el capricho de un arrepentimiento les dijese yo y perdiesen el empleo, convencidos de tener una importancia para mí que no tenían, de que había estado con ellos y no había estado, Carlos telefoneaba a Estoril, después de quince años, con una voz ceremoniosa que tanteaba, colocada por timidez en el ápice de las palabras
—Clarisse
trayendo a Ajuda consigo y Baixa do Cassanje y Angola, todo aquello que no quería recordar, el tractorista se disculpaba con el trabajo para no acompañarme al almacén sin saber que no me acompañaba cuando venía conmigo, Carlos quince años después con la humildad de Damião, de Fernando
—Clarisse
y por debajo de
—Clarisse
su súplica de mestizo
—Señorita
Carlos, y con Carlos, todos los hombres menos la sábana del primer piso que temblaba, oíamos un ruido de caída, mi madre que había dejado el tenedor en alto volvía a comer
—Vuestro padre no se calma
Rui agitaba la escopeta de perdigones imitando chasquidos de disparo con las mejillas, mi abuela sumaba gotas en un vaso, el ruido de pasos bajaba las escaleras peldaño a peldaño con una dificultad infantil, traído por la voz de Carlos al teléfono que me atormentaba para hacerme llorar, una vocecita que tanteaba como las chinelas tanteaban la alfombra de la escalera
—Clarisse
yo que si lloro se me cambia la cara como a las paredes antiguas por las que se escurren manchas de pintura, levantaba los párpados con el pañuelo, levantaba las pestañas, tengo la vida que quiero, seguro médico, amigos, apartamento, coche, un cofrecito con joyas, dinero a plazo fijo en el banco, la médica me entregó el resultado de los análisis la semana pasada con un gesto risueño
—Según la mamografía no tiene nada, enhorabuena, no se preocupe por el quiste
la bola con un trineo y renos y un muñequito rechoncho en el escritorio del despacho que se le daba la vuelta y nevaba allí dentro y
no sé por qué, soy tonta
me enternecía, no era nieve, eran centenares de virutas que giraban y giraban, mi madre compraba una postal con un pesebre en el que se abría un postigo por día y en el postigo un pastor o un Rey Mago o un ángel, cuando no había nadie más abría a escondidas el postigo mayor, el veinticinco, en el centro de la postal, y era un Niño Jesús rubio con una aureola de picos, nunca entendí el motivo por el que todos los Jesuses pequeños eran rubios y gordos y de ojos azules y todos los Jesuses grandes morenos y delgados y de ojos castaños, como nunca entendí el motivo por el que no había un Jesús grande sin bigote y perilla, con la cara afeitada, de la misma forma que nunca era más bajo que los otros, siempre más alto, más guapo, con raya al medio y mejillas de hambre, con una de las manos levantada entre la advertencia y la bendición y la otra en el pecho, volví a cerrar el postigo y el día veinticinco mi madre lo abrió y me regaló un vestido de manga larga para salir los domingos que no me importaba un comino y un triciclo al que Rui, con un martillo, le arrancó enseguida un pedal, Carlos y Lena esperándome en Ajuda con un triciclo nuevo para mí, la médica al entregarme los análisis la semana pasada no dijo
—Según la mamografía no tiene nada, enhorabuena, no se preocupe por el quiste
dijo estudiando las placas contra la luz, elipses claras y oscuras, una multitud de rasgos largos como patas de araña
—Vamos a pedir más pruebas, hay algo aquí que no me gusta
yo segura de que habían cambiado los nombres, los laboratorios cambian constantemente los nombres, conozco varios casos así, tengo un aspecto estupendo, no he perdido el apetito, no siento cansancio alguno y además doy siempre un billete en las colectas para el cáncer, me pego el papelito del cangrejo en la chaqueta para que las señoras bien vestidas, con una lata al cuello, no me pidan más limosnas en el semáforo o en el cruce siguiente, nos visitan en el hospital, traen revistas, un psicólogo comprensivo, un cura con oraciones amigas, por qué no es la médica quien tiene algo que no le gusta en el pecho, mi cuñada, mi socia en la tienda del centro comercial
un triciclo
no quiero tubos en la nariz, suero en el brazo, aquella medicina con la que se cae el pelo y debemos usar turbante, un triciclo nuevo que me lleve muy deprisa lejos del cáncer, la calle del consultorio llena de personas sin enfermedades, sentí una protuberancia al ducharme, un huevo duro, un segundo huevo en la axila, no sólo en la calle del consultorio, en los cines, en las terrazas, en las casas, una mañana durante el viaje en barco de Luanda a Lisboa el hombre al lado nuestro estaba muerto, mi madre contó que el año en el que nací veía centenares de cadáveres en Baixa do Cassanje y ninguno era nosotros, la médica guardaba los análisis en un sobre con mi nombre por fuera, el nombre equivocado, el error, en lugar de telefonear al laboratorio para confirmar la torpeza comenzó a escribir una carta en un bloc de recetas, Algo que no le agrada, ¿qué?, el mar de Estoril allí fuera, las palmeras del casino, las palmeras de Angola, Carlos que acechaba desde las cortinas las luces municipales que la lluvia encendía no en los árboles sino en los charcos del suelo, la médica con el bolígrafo en alto sin mirarme, Antes de que lleguen los exámenes es difícil decirlo, me puse el vestido de manga larga, me senté en el triciclo y al pasar delante de ella rapidísima a pesar del pedal que faltaba la empleada del consultorio soltaba las pinzas de la radiografía con una expresión compasiva Adiós Clarisse, ¿por qué fumabas tanto?, vas a morir, adiós, mi abuela echaba gotas en el vaso, mi madre conversaba con el comandante de la policía sin interrumpir la frase, sin molestarse por el tubo en la nariz, la bolsa de suero, el pelo que se perdía a puñados, Rui que me apuntaba con la escopeta de perdigones haciendo chascar la mejilla
clac
la botella de mi padre
no tengo padre, no tengo padre
sobre la mesilla de noche, los muebles de repente diferentes en la casa de Estoril, los adornos de una extraña, la ropa de una desconocida en el armario que dentro de poco entraría para echarme, metieron al hombre que murió en el barco en un cajón de fruta y yo sentía su olor, si aceptase el regalo de Carlos y rasgase el papel encontraría al colono mirándome, la médica lamía el pegamento de la carta con una lengua enorme, Vamos a hacer una radiografía de su esqueleto y una pequeña biopsia con anestesia local, no duele nada, me acordé de las hienas colgadas del pescuezo de un búfalo, de la que le aferraba el hocico, del búfalo que daba media docena de pasos con las hienas suspendidas, Luís Filipe dejó de telefonear, de aparecer, de pagar el plazo del coche, la secretaria me explicó, como si no me conociese la voz, que tenía órdenes de no interrumpir la reunión pero déme su teléfono que yo le dejo el recado, horas y horas junto al teléfono y nada, si lo llamase a su casa su mujer contestaría Está está está con un graznido de vieja más vieja que mi madre y yo callada, intenté de nuevo, Luís Filipe Dígame, con un graznido de viejo también, impaciente, irritado, Estoy angustiada, necesito hablar contigo y Luís Filipe Se ha equivocado, anduvo meses detrás de mí con ramos de flores, lencería, anillos, invitaciones para fines de semana en Madrid, promesas de divorcio, cuatro habitaciones a mi nombre, un automóvil, una boutique, el timbre de la calle, un mensajero con una hoja de mensajes escrita con tanta fuerza que agujereaba el papel Si te atreves a molestar a mi familia te pongo en la calle en menos que canta un gallo, mi abuela que reducía su vida a echar gotas en el vaso me reprobaba con un suspiro, Rui detrás de los pavos reales con los bolsillos llenos de piedras
hay momentos felizmente en los que me olvido de África, de la hacienda, de la disposición de las habitaciones, de las sombrillas abiertas en la terraza, de los senderos sin fin para ningún lado a no ser más algodón, más aldeas, más mangos, más poblados con la cantina en un extremo, más enfermos, más miseria, las hijas indias del administrador de la Cotonang, silenciosas y esféricas, jugaban conmigo en el jardín con un sosiego solemne, el administrador, en el despacho, imponía tasas a mi madre, plazos de entrega, costos, porcentajes, agarraron al nieto del jefe por los pies hasta que le estallaron la cabeza contra un árbol, el árbol de los ahorcados del que no autorizaban que se cortasen las cuerdas con la lluvia que los despojaba de la ropa, los brazos atados con una vuelta de alambre, Rui detrás de las hijas del administrador como detrás de los pavos reales, Carlos a Rui
—Rui
el cirujano me extendía un informe mecanografiado del que no comprendí una palabra, los perros del bosque se alejaban decepcionados y ni un buitre en el tejado del almacén
—Falsa alarma
de modo que ya no precisaba el triciclo ni el vestido de manga larga para marcharme pedaleando lejos del cáncer, la enfermera del consultorio me guió con sus zapatos de goma por el pasillo con reproducciones mal impresas y una puerta que decía Reservado donde tal vez fabricaban monstruos en secreto con trozos de personas diferentes, caras con una órbita más arriba porque las cortaban en dos y juntaban sin cuidado
—Haga el favor de entrar, doña Clarisse
el biombo con volantes que tapaba la camilla, los mismos volantes en los cristales de las ventanas que no me dejaban ver el mar, la médica, también con volantes, esta vez sin bolígrafo ni bloc, tal vez más joven que yo y sin embargo más gastada, con alianza en el dedo, usada por un matrimonio donde no existían mentiras porque ya no había verdades que decirse, perdurando a lo largo de los días con una amargura pragmática, el tapicero, los impuestos, los colegios, las vacaciones
—Parece que podemos
¿podemos?
respirar de alivio
respiré de alivio al llegar a Lisboa donde las travesías y las avenidas tenían razón de ser, un principio, un fin, la muerte paseaba lejos de nosotros, en otras calles, en otros barrios, suspendida de cuellos y bocas que no nos pertenecían, acuclillada en la hierba, estremeciendo las orejas, protegida por el sentido y la fuerza del viento, el león cojo rodeado de milanos a la espera, el comandante de la policía que le pedía la ametralladora al soldado, saltos de palomitas de metal, el contrabandista de bailundos que se apeó para mostrar permisos falsos, montones de jornaleros que resoplaban por las rendijas de la caja de la camioneta, aun con el motor desconectado el vehículo continuaba humeando y balanceándose, el comandante de la policía rompió los permisos del hombre, los soldados le quitaron monedas del bolsillo, una navaja, un mechero de gasolina, la llave del encendido, una especie de mapa a lápiz en papel marrón, le sacaron la camisa, los zapatos, los pantalones, el comandante de la policía disparó una ráfaga hacia la caja de la camioneta y los dejamos bajo la lluvia a la espera de los leopardos
mientras la médica con alianza en el dedo me saludaba sin entusiasmo alguno
—Parece que podemos respirar de alivio
los leopardos en noviembre alrededor de la casa, oíamos pasos delicados allí fuera evitando las azaleas, Carlos a mí
con una vocecita que apenas rozaba las palabras como si caminase en la acera sin tocar las líneas que dibujaban las piedras
—Clarisse
Carlos y yo acostados en la habitación de la primera planta con ganas de salir de la cama y bajar a donde estaban mi madre y mi abuela porque de pequeña creía que las personas mayores eran capaces de impedir que nos hiciesen
hablando de la Navidad como si la Navidad pasados tantos años fuese importante para nosotros, un juego de Monopoly, un revólver de fulminantes, un triciclo, Carlos que pedía disculpas sin pedir disculpas o que pretendía que yo adivinase que pedía disculpas como si las disculpas me importasen después de echarme de casa por suponer que no era hija de mi padre, y vengándose en mí de mi madre y del hombre del que estaba seguro que era mi padre por no poder vengarse en ellos, Carlos odiándolos a través de mí como si cada vez que me mirase los viese en el despacho, los susurros, las risitas, las peticiones
—Espera
el escritorio en la pared en la pared en la pared, el escritorio sin descanso semanas meses años siglos en la pared, mi madre lo pilló clavando clavos en la madera, el comandante de la policía lo pilló desinflando los neumáticos del jeep y rasgando el asiento con un cuchillo, lo alzó en el aire
—¿Qué es esto?
y Carlos con el tono de quien promete resolver una cuestión entre adultos
—Cuando sea mayor te mato
Carlos a mí
—Clarisse
acostados en la habitación del primer piso con ganas de salir de la cama y bajar a donde estaban mi madre y mi abuela con Damião que les servía la melisa porque de pequeña creía que las personas mayores eran capaces de impedir que nos hiciesen daño a mis hermanos y a mí
a pesar de que el hombre lo empujaba contra el jeep como empujaba el escritorio contra la pared
—¿Que me matas?
con la mano derecha en la pistolera y la izquierda en el cuello de Carlos que no había cambiado la voz todavía, ni barba tenía, agitando las piernas como un lechón
—¿Que me matas?
lo soltaba en el arriate, levantaba la bota sobre su cabeza
—Negro de mierda
de forma que no era a mí, era a mi madre y al hombre y a mi padre a quienes él detestaba en mí, mi padre que no cogía una escopeta de caza, no bajaba las escaleras, no los reventaba a tiros, abrazado a una botella, machacándose a sí mismo en lugar de machacarlos a ellos, Carlos que le tiraba del pijama ensordecido por los susurros, las risitas, las peticiones, el escritorio en la pared
—¿Por qué no va allí abajo? Por amor de Dios, explíqueme por qué no va allí abajo
mi padre que hurgaba en la mesilla de noche, destapaba el gollete cuando podía sentarse en mi triciclo y cogerlos en un instante, no se lo prestaba a Carlos ni a Rui ni a las hijas del administrador pero se lo prestaba a él
—¿Quiere que le traiga mi triciclo, padre?
Carlos que no hablaba con mi madre, hablaba con Maria da Boa Morte, al sentir el motor del comandante de la policía corría hacia el poblado, mi madre le señalaba la bandeja
—¿Quieres más, Carlos?
Carlos no a mi madre, a Fernando como si fuese Fernando quien había hablado
—No
mirándome de soslayo como la miraba a ella, observando mis cejas, mis gestos, mi manera de andar, buscando algo en mí que yo no entendía qué era y encontrándolo o creyendo encontrarlo puesto que tampoco me hablaba, me perseguía sin abrir la boca, me amenazaba sin una frase siquiera comparándome con el comandante de la policía los sábados en los que comía con nosotros, la forma de coger el cuchillo, el tenedor, las expresiones, la sonrisa, la manera de hablar, apareciendo en la habitación de mi padre para salvarlo de mí, prohibiéndole a Rui acompañarme a la terraza, aceptar el cachorro de Lady que le ofrecí, Carlos soltando los papeles del laboratorio donde se atrincheraba por la noche para echarme de Ajuda por no poder echarme de Baixa do Cassanje y ahora la vocecita humilde al teléfono, tanteando las palabras
—Clarisse
queriendo bajar conmigo en busca de mi madre y de mi abuela a quien Damião servía melisa en medio de las flores y de los espejos
—Clarisse
subiendo las escaleras hacia la avenida desierta
—Clarisse
no en Lisboa, en Angola, en el jeep del comandante de la policía que subía tocando el claxon el sendero de la casa con un soldado con ametralladora en el estribo
—Clarisse
con la escopeta de mi padre demasiado grande para él, tirando de la culata que se resistía y se trababa, Carlos en la salita de Ajuda en medio del árbol de Navidad, el caldo recalentado y el bacalao que se enfriaba me apuntaba con la escopeta, disparaba, una rama del árbol de la China cayó de tronco en tronco, el escritorio dejó de golpear contra la pared, se acabaron los susurros, las risitas, las peticiones, los sonidos de cosas sobre cosas, el cenicero de bronce falso que rodaba por el suelo, el comandante de la policía lo alzó en el aire
—Negro de mierda
lo soltó en el arriate y suspendió la bota sobre su cabeza, Lena corría hacia Carlos para impedirle que me pegase, o me abrazase, o me pegase y me abrazase al mismo tiempo
—Eres igualita a madre, eres igualita a madre
o me golpease y me abrazase y comenzase a llorar, me golpease por comenzar a llorar y me abrazase por golpearme, Carlos más infeliz que yo, más desesperado con él y conmigo que yo, y a pesar de que la médica asegurase en el consultorio con volantes que impedían ver el mar y el casino, los barcos anclados en la bahía
—Parece que podemos respirar de alivio
no podíamos respirar de alivio porque los ahorcados, porque los leprosos, porque las traineras saliendo de pesca entre cadáveres y gaviotas y aquellos pájaros delgados, porque el hombre que se pudría en la caja de fruta en el barco de Luanda a Lisboa, porque las hienas colgadas del pescuezo del búfalo, de mi pescuezo, porque las cartas de mi madre sin abrir en el cajón, porque no eran tanto las mentiras sino las verdades las que dejaron de existir y entonces a veces despertaba en medio de la noche en África oyendo la tierra y los suspiros de la tierra con el reloj que aseguraba
no no no no no no
con cada oscilación del péndulo, sintiendo mi cuerpo sin tocar mi cuerpo, Carlos que dormía a mi lado y Rui que dormía con Josélia al final del pasillo, despertaba en medio de la noche y las luces del poblado, las luces de Estoril me horrorizaban, en medio de la noche con la llegada de los jornaleros de Huambo a la hacienda, los encargados apagaban el neón del casino, llevaba la silla al balcón a fin de respirar de alivio, pensaba en Rui en Damaia, en las actrices del cartel del cine que se parecían a mí
—Eres igualita a madre
pero la palabra madre no significaba nada ya como la palabra Clarisse o la palabra Carlos, cuando mi hermano me llamó por teléfono no era a mí a quien llamaba, la escopeta demasiado grande para él, el jeep del comandante de la policía que tocaba el claxon en el sendero de la casa con el soldado con ametralladora en el estribo, los girasoles nos observaban callados, los bailundos nos observaban callados y no fue necesario que mi hermano disparase, no fue necesario que una rama del árbol de la China cayese de tronco en tronco, nunca les presté mi triciclo a Rui ni a Carlos ni a las hijas del administrador pero se lo prestaba a él, el tractorista que me evitaba
—Señorita
el capataz que me evitaba
—Señorita
Luís Filipe que colgaba el teléfono
—Se ha equivocado
no fue preciso que mi hermano disparase ya que apenas el comandante de la policía bajó del jeep las hienas se le colgaron del pescuezo, una le cerró los dientes en la cara, otra le cortó los tendones de las piernas y el comandante de la policía, rodeado por máscaras de madera con ojos huecos y labios huecos, se desplomó en la salita de Ajuda, frente a las colinas de Almada y a las palomas de la escuela, con las virutas de la esfera de cristal que remolineaban a su alrededor hasta cubrirlo por completo con una nieve dorada.