24 de diciembre de 1995
Hoy no salgo de casa. Llevo la silla de Rui frente al televisor y me paso todo el tiempo comiendo palomitas, bebiendo coca-cola y cambiando de canal, deportes, dibujos animados, un ventrílocuo que conversa con un pato, telediarios italianos, holandeses, belgas, españoles, marroquíes, las luces de Estoril difuminadas por la lluvia, los barcos que se escurren de los cristales, el susurro apresurado de Luís Filipe al teléfono tapándose la boca con los dedos a causa de la mujer, de los hijos, de los nietos
—Tengo que colgar, querida, recibiste mi regalo, no lo recibiste, feliz Navidad, feliz Navidad
un ramo de flores envuelto en celofán con una tarjeta y un cheque, una pulsera en un estuche, una caja de bombones, un vestido, todo amontonado encima del sofá, la pulsera demasiado ancha, el cheque escaso, el vestido una talla por encima de la mía, las flores una corona de difunto por una miseria, acaso ha conseguido otra novia en la empresa, una secretaria, una mecanógrafa, la contable nueva, acaso he muerto, yo en la cama con mis hermanos alrededor, Carlos con ojos encendidos haciendo cuentas y convirtiendo el apartamento en un suelo de tarima en Ajuda, Lena convirtiendo los muebles en un crucero a las Canarias, Rui sin convertir el apartamento ni los muebles en nada en busca de yogures y helado de fresa en el frigorífico, llamándome
—Clarisse
para que le dé tebeos, caramelos de menta, el puzzle de Blancanieves guardado en la lata de arroz de la despensa al que le faltan las piezas de la bruja y la mitad de los enanitos pero que a él le gusta igual, si mi padre estuviese aquí pondría la mano en mi hombro y sonreiría, lo que recuerdo de él es un hombrecito en pijama que sonríe, hoy no salgo de casa, llevo la silla frente al televisor
(no es verdad, me acuerdo de más cosas, por ejemplo de que me empujaba el triciclo con una horquilla, me recortaba muñecos de papel, me cogía y yo llegaba con los brazos a donde nadie llegaba, la lámpara, las barras de las cortinas, las ramas de los árboles, Carlos celoso
—Las ramas de los árboles, qué embustera)
me paso todo el tiempo cambiando de canal hasta que la pastilla para dormir me haga efecto, nunca hace efecto en la cabeza primero, comienza por los pies y va subiendo, si el timbre de la calle, es un suponer, suena, lo oigo perfectamente, miro el reloj, me pregunto quién es, quiero levantarme y no consigo andar, despierto en el sofá, siglos después, a las once de la mañana, con el sol que me agobia, muy quieto, enroscado en las rodillas como un gato, el sol que salta sin ruido hasta la alfombra, enfadado, así que me desperezo, los pies despiertos, el resto del cuerpo que despierta también excepto la cerilla que no atina con el quemador donde la cafetera espera, el sol encaramado en el vasar roza con sus patitas los platos y los vasos, juega conmigo, me desafía, si intento agarrarlo me lame las muñecas con la lengua, qué amor, si la portera vuelve a preguntar
—¿No quiere un gato, señorita?
respondo que sí, sólo tengo miedo al sillón y a las alfombras deshilachados, a la reacción de Luís Filipe
—¿Qué ha pasado?
(a las ramas de los árboles si nos apeteciese, a las nubes si nos apeteciese, Carlos a quien le encantaba que mi padre lo cogiese y no lo cogía, sólo me cogía a mí, mientras él movía la bola de cristal donde caía nieve haciéndose el distraído
—Embustera
yo que lo pillé varias veces a saltos intentando tocar las hojas
—No soy una embustera, ¿no, padre?
mi padre que no estuvo siempre enfermo ofreciéndole la pierna libre
—Venga, vamos los tres al árbol de la China
Carlos de brazos cruzados, conteniendo el llanto que se adivinaba en el sonrojo de la cara
—No quiero
si no fuese por África y el whisky yo no viviría aquí)
el problema del gato es que Luís Filipe no soporta a los animales, el único fin de semana que pasamos en el Algarve, cuando su mujer se fue con las cuñadas de compras a Londres, un tábano aterrizó en su corbata y él inmóvil, por la comisura de la boca, se alejaba de la corbata lo más posible, nunca había visto a una persona, para colmo gorda, volverse cóncava de repente, el pecho cóncavo como una palangana, el mentón en el cuello, los ojos bizcos mirando al animal
—Por amor de Dios, quítame esto de encima
nunca le había oído la palabra amor, querida sí, bonita, cielo sí, pero amor ni por asomo, por miedo a que le hablase de vivir juntos y divorciarse, del mismo modo que no escribía cartas ni firmaba las tarjetas de las flores, firmaba los cheques porque yo los cobraba y no podía usarlos como prueba, no me llevaba al cine ni a la ópera ni a restaurantes conocidos que las esposas no descansan hasta que ponen abogados para armar escándalos, exigir indemnizaciones, perjudicarles los negocios y volverles la vida un infierno de disgustos con los periódicos al acecho, de manera que hizo falta la nimiedad de un insecto en la corbata para que Luís Filipe, encogiendo los hombros
(mi padre sujetó a Carlos por la cintura, lo alzó muy alto, Carlos alcanzó las ramas del árbol de la China, mi padre despeinándolo
—Tontorrón
Carlos con los brazos estirados, rojo de un rojo diferente del llanto
—Más
si no fuese por África y el whisky no viviríamos aquí)
Luís Filipe cuatro o cinco metros detrás de la corbata, es decir, la corbata adornada con el tábano y él a lo lejos, en el extremo del balcón de repente larguísimo
—Por lo que más quieras, quítame esto de encima, amor
el mar del Algarve, la playa, una fila de barcos de pesca en el horizonte, arbustos del tipo de los arbustos de Angola, centenares de insectos traídos por una brisa suave, el tábano desapareció de un manotazo y Luís Filipe recobró el ánimo, volvió a crecerse, a narrar historias de amigos íntimos asesinados por abejas, avispas, langostas, libélulas, a mirar la corbata acercándola con dos dedos por temor a un resto de ponzoña, vacilante me desinfecto con alcohol o no me desinfecto, puedo aceptar el gato de la portera y encerrarlo en la cocina los martes y los domingos por la tarde con un platillo de leche y esa comida de los anuncios que los transforma en criaturas felices con ojos de un verde tan intenso que, si yo viese a un hombre así, me desmayaría, durante la niebla los gatos salvajes rondaban el poblado debido a los pollos, Josélia me contó que arrastraron a un niño casi de mi edad hacia el bosque, se lo repartieron entre ellos, una oreja para ti, una oreja para mí, la nariz para aquél, los dedos de los pies para las crías, no me atreví a salir a la terraza por miedo a que me quitasen tantas cosas, mi padre bajando el periódico
—Tontorrón
me empujaba el triciclo alrededor del estanque con una horquilla, empujaba a Carlos, empujaba a Rui, los gatos monteses, por consideración a mi padre que no llevaba ni un tirachinas, no nos hicieron daño
(si no fuese por África y el whisky no viviríamos aquí)
los negros bebían cerveza en los escalones de la cantina, una rana saltaba de un charco a otro, mi madre apareció en el alféizar enfadada con mi padre y con mi madre aparecieron la casa y el sonido del reloj
—No te quedarás tranquilo hasta que los niños se constipen con la humedad, ¿no?
la casa, el sonido del reloj y el pasillo oscuro donde el girasol murmuraba como murmuraba en la despensa
—Clarisse
me paraba a escuchar y el girasol se callaba, volvía a moverme y el girasol
—Clarisse
no es invención mía, es auténtico, se lo conté a mi madre y mi madre, repartiendo las cartas del solitario
—Tonterías
se lo conté a mi padre y mi padre cogiendo la linterna
—Vamos a escucharlo
tallos y tallos mayores que yo, pestañas del tamaño de lenguas, los espantapájaros hechos con damajuanas vacías y ovillos de trapo que el capataz disponía en cañas para ahuyentar a los milanos, el girasol no murmuraba, sólo el viento en las hojas secas y las alas de las lechuzas en busca de ratones y conejos minúsculos, un chillar humano a ras de tierra, las sombras que las nubes desplazaban hacia el sur o la protesta del mundo idéntica a los humos del cementerio por la noche, llamitas azules de piedra en piedra, mi padre no olía a alcohol, olía a mi padre, mi abuela olía a viejo, Luís Filipe cuando se levanta de la cama sin agua de colonia y desodorante huele a viejo también, la mano en mi cara huele a viejo con las pecas castañas y los dedos fofos de los viejos, la estopa del pelo que le queda saliendo de la nuca en hebras que la laca endureció huele a viejo, las piernas y los brazos flacuchos y sin pelos y el tronco grueso y blando huelen a viejo, en una ocasión lo pillé lavando la dentadura con el cepillo y era el viejo más viejo que alguna vez haya encontrado, sentí una cosa dentro y pensé qué horror, Dios mío, no soy capaz de besarlo, si mi madre lo supiese le daría un patatús, si mi padre lo supiese cogería la linterna e iríamos los dos entre los tallos de girasol a pesar de la humedad, porque si no fuese por África y el whisky yo no viviría aquí, donde voy a pasarme toda la noche frente al televisor sin sonido, comiendo palomitas, bebiendo coca-cola y cambiando de canal, deportes, dibujos animados, el Papa, un ventrílocuo que conversa con un pato, telediarios italianos, holandeses, belgas, españoles, marroquíes, escuchando el murmullo del girasol
—Clarisse
los gatos monteses, los búhos, una liebre entrando en su guarida, si había visitas Josélia iba a buscarnos al jardín, entrábamos por la parte trasera, cenábamos en la mesa de la cocina, Maria da Boa Morte nos ataba servilletas al cuello, Carlos comía solo y no se ensuciaba, yo comía sola y me ensuciaba un poco, Maria da Boa Morte daba la sopa a Rui y le frotaba el mentón con la servilleta siempre que él tragaba, Damião y Fernando transportaban salseras, soperas, jarras de vino, tartas que sólo podíamos probar al día siguiente, con chantillí duro lleno de surcos que se desmigajaba y sabía a yeso azucarado, Josélia partía la tarta en tres trozos que nos dejaban hartos, mi madre elegante y más joven, más alegre, nos llevaba a mí y a Rui a la sala con las dos lámparas encendidas, que era la nuestra y al mismo tiempo no lo era, donde había una docena de señoras tan deslumbrantes como ella y una docena de caballeros fumando, todas personas que durante el día se parecían a éstas pero pobres y feas y con dolores de cabeza, Carlos se quedaba en la cocina con Maria da Boa Morte y Josélia, las señoras como si nunca nos hubiesen visto
—Qué grandes
Damião nos llevaba de vuelta junto a Carlos que dejó caer el plato a propósito, los espaguetis y la carne mezclados con los fragmentos de vajilla en las baldosas, Lady que parecía dormida saltó de su rincón y se acercó a olisquear, por la ventana abierta se veían los pabilos del poblado y el haz de hierba que ardía donde estiraban las pieles de los tambores, hubo un tintinear de vasos, un caballero dijo no sé qué, una de las señoras se puso a reír como los gansos
—No puedo creerlo, no puedo creerlo
Carlos que no dejaba de guiñar los ojos dejó caer el plato de Rui a propósito, cerca de Lady que huyó asustada, Rui se echó a llorar y no era sólo un ganso, ahora eran centenares riendo más los vasos, más el reloj muy deprisa, más el caballero que dijo no sé qué, indignado como si ahuyentase a los pájaros con un palo
—Lo juro por lo que más quiero que es verdad
mi padre en la cocina
—Carlos
Carlos que subía las escaleras corriendo
—Suélteme
sin ganas de que lo empujasen en el triciclo ni de llegar al árbol de la China ni nada, los gansos se callaron, los vasos se callaron, el reloj se calló, el caballero que soltaba las carcajadas con la voz
—Por lo que más quiero que es verdad
se callaba también, mi padre miró las escaleras, pensé
—Va a subir
miró a Rui, me miró a mí, miró el techo donde los pasos de Carlos giraban de un lado para el otro, primero me dio la impresión de que iba a hablar, después me dio la impresión de haber envejecido muchísimo, hurgó en la despensa hasta encontrar una botella, la destapó, volvió a la sala despacito, Josélia y Maria da Boa Morte hablaban de él sin palabras, al día siguiente Carlos había rasgado mi babi con la tijera y roto el coche a cuerda de Rui, mi madre levantó la chinela al tiempo que mi abuela la aprobaba, Carlos con la mano extendida
—No me duele nada
Fernando echaba grano a los pavos reales, la segadora trepó una colina con el conductor encaramado en el asiento que vibraba y se sumergió en el interior de la tierra, mi padre en el sofá se reducía a las piernas cruzadas y al periódico, el zapato que no tocaba la alfombra, con barro en la puntera, bailaba solo, mi abuela soltó el ganchillo, con la nariz y el mentón casi unidos por la falta de dientes
—No soy abuela de un mestizo
las hojas del periódico se encogieron como si mi padre se consumiese detrás de ellas, las piernas se cruzaron en sentido contrario, tontorrón, no te quedarás tranquilo hasta que los niños se constipen con la humedad, bandejas, salseras, soperas, jarras de vino, tartas que sólo podíamos probar al día siguiente con chantillí duro lleno de surcos que se desmigajaba
no soy abuela de un mestizo
y sabía a yeso azucarado, mi madre a mi abuela, soltando la chinela con ojos que guiñaban como Carlos
—Nunca creí que pudiese ser tan mala
que iba de una a la otra sin entender, intentando que le explicasen, sin odiar a nadie
—¿Qué es ser mestizo, madre?
Carlos y Lena
te casaste con él porque pensabas que mi hermano era rico, para librarte de la chabola, llevar una ropa mejor, vivir en la hacienda, tener criados, dinero, conocer al gobernador y al obispo, aceptaste a Carlos como acepté a Luís Filipe
—Tengo que colgar, querida, recibiste mi regalo, no lo recibiste, feliz Navidad, feliz Navidad
porque un empleo en una tienda o en una peluquería o en una galería y un marido en una oficina, no, gracias, levantarme a las seis de la mañana, llegar a casa sin fuerzas para mover una silla, aparentar cincuenta años a los treinta, si no fuese por África y el whisky yo no viviría aquí
Carlos y Lena esperándome en la ratonera de Ajuda y yo frente al televisor comiendo palomitas, bebiendo coca-cola y cambiando de canal, deportes, dibujos animados, el Papa, un ventrílocuo que conversa con un pato, telediarios italianos, holandeses, belgas, españoles, marroquíes, un ramo de flores con una tarjeta y un cheque, una pulsera en un estuche, una caja de bombones, un vestido, me quedo en Estoril viendo las luces difuminadas por la lluvia, los barcos que se escurren de los cristales, mi abuela hacia el pasillo
—Mi hija no me tiene ningún respeto, me insulta en mi propia casa, menos mal que ya no estás con nosotros para sufrir esta humillación, Eduardo
Carlos en una piedra del río, allí abajo, en medio del soniquete de los leprosos, el algodón en la margen opuesta, mejor tratado que el nuestro, no nos pertenecía, pertenecía a la Cotonang donde mi padre vivió de soltero, después del cementerio y pasando el sendero hacia Salazar pertenecía a la Cotonang igualmente, a los ingenieros rubios, al Estado que no pagaba un ochavo a los delegados portugueses por los bailundos de Huambo, más jóvenes y más fuertes, que aguantaban seis y siete cosechas seguidas con los soldados que los obligaban a trabajar el doble y dándoles de comer la mitad de lo que los nuestros comían, me agaché al lado de Carlos y Carlos
—Desaparece
inmóvil en la aldea de los leprosos sin hacer caso a la noche ni a Josélia ni a mi madre en la terraza ni a los leopardos ni a los gatos monteses hasta que mi padre iba a buscarlo y lo traía en brazos mientras él en su berrinche agitaba las piernas
—Suélteme
yo sentada en una piedra de Baixa do Cassanje
(cómo tiembla todo ahora, la casa, los pavos reales, las azaleas, cómo tiembla todo a mi alrededor ahora)
así como me siento aquí en la silla de Rui esperando que me haga efecto la pastilla de dormir, yo que de puntillas saco del escritorio la esfera de cristal donde la nieve gira en el trineo, en los renos, en el hombrecito barbudo, en mí, virutas doradas, en los regalos de Luís Filipe, en el sofá, en los muebles que al principio me parecían bonitos y hoy un horror, qué me importa el bar niquelado, el espejo en el techo del que se pasaron riendo todo el tiempo los obreros mientras lo montaban, telefonearon una o dos veces invitándome a salir y tratándome de tú, aquellos perritos de loza encajados en la cómoda, feos a rabiar, imitación Ming, que el dueño de la tienda de antigüedades, cuando se los mostré para valorarlos, colocándolos en el mostrador con mil precauciones, me aconsejó que se los regalase a la portera por su cumpleaños, Luís Filipe, fingiendo asombro, señalaba unos signos orientales en la peana
—Debes de estar bromeando, no puede ser
yo indicaba un sello a la derecha de los signos que, se notaba, había intentado borrar
made in Singapur
Luís Filipe chapurreaba disculpas
—Eso lo pusieron a propósito para no pagar impuestos en la aduana
y me traía a la semana siguiente unos pendientes de oro carísimos para disculparse y yo, zas, por la ventana abierta, una de las cosas que hasta hoy, palabra de honor, me han dado más placer en la vida
—Soy alérgica a las joyas de fantasía, querido mío, las orejas me escuecen
esa noche, santo remedio, llamó hora tras hora encerrado en el cuarto de baño, lo que se adivinaba por el agua y el eco de azulejos de la voz, apenas él comenzaba
—Cielo
yo colgaba el auricular, al rato dos toques
—Cielo
colgaba, al rato dos toques
—Cielo
colgaba, al rato dos toques
—Cielo
y después del
—Cielo
su mujer que resonaba también en los azulejos pero amortiguada por la distancia
—¿Qué estás haciendo con el teléfono en el retrete, Luís Filipe?
una mujer con el pelo teñido de violeta, sin cintura, con los muslos colgantes, que encontré en una tienda de decoración, en el dentista, hablando con los reporteros de los tesoros de la casa, posando con orgullo, ya en la primera fotografía, entre dos perritos de loza idénticos a los míos en su fealdad, con expresión imbécil, apuesto que con el made in Singapur mal borrado y todo, me apeteció escribirle por solidaridad femenina recomendando que se los endilgase a la portera en su cumpleaños y exigiese como mínimo pendientes de oro legítimo para tirar por la ventana, zas, una mujer con la edad de mi madre y la suerte de no estar de aquí para allá en Baixa do Cassanje escapando de la Unita y de la tropa del gobierno, de nunca haber ido a buscar amigos en medio de los brazos, de las piernas y de las cabezas aplastadas que se amontonaban en el frigorífico averiado del hospital de Malanje, los reconocíamos por un anillo, un mechón, una cicatriz que la bomba no borró, la mitad de una cara contra la mitad de una segunda cara y el olor y las moscas y los empleados del depósito de cadáveres que arrancaban los incisivos de metal con la esperanza de venderlos cuando la guerra acabase como esperaban vender los torreznos de los calcetines y los torreznos de las sandalias, amigos o personas a los que saludábamos en el instituto o en el café, no sólo en el depósito de cadáveres, en los pasillos, en las enfermerías, en la cerca, es raro pisar sin darse cuenta, como hojas o ramas, manos, dedos, músculos que ceden
medusas en la playa, medusas
y ahora perritos Ming, un bar niquelado, la estupidez del espejo en el techo que Luís Filipe adora
medusas en la playa
cuando los reporteros de la revista fotografiaron la habitación no había espejo en el techo ni cortinas vaporosas ni cuadros con ninfa alguna, había muebles de sacristía y un crucifijo gigantesco con un Jesús de ceño fruncido
en la playa medu
que le quitaban las fantasías líricas de la cabeza, no creo que en la hacienda esté ni el árbol de la China ni los pavos reales, la tropa asó los pavos reales al destruir nuestra casa, deben de quedar los tucanes y los setters devorándose a aullidos en los arriates, si no fuese por África y el whisky mi padre no habría muerto y yo no viviría aquí, abriríamos las ventanillas numeradas
en la pla
de la postal de Navidad, uno, dos, tres, cuatro, para encontrar ángeles y pastores y ovejas, el niño del veinticinco, Nuestra Señora concebida sin pecado y san José con una dignidad grisácea de abuelo, si no fuese por África y el whisky acaso mi padre visitaría los martes y los domingos por la tarde a una muchacha angoleña de mi edad, con un hermano epiléptico, en un apartamento de Estoril amueblado como el mío con preciosuras de quincalla, la trataría de querida, de cielo, contaría anécdotas de sus compañeros, me pediría que consiguiese unas chicas
—¿No conoces chicas simpáticas?
para celebrar un negocio con los socios de la firma, ponemos unos discos de música romántica, bajamos un poco la luz, encendemos unas velas japonesas, bailamos
medusas en la playa, medusas en la playa, medusas en la playa
nos divertimos un montón, vas a ver, es decir, ceniceros repletos, decrépitos con el corazón en la boca, pellizcones, Carlos esperándome en Ajuda animándose con los autobuses, los paraguas que subían por la avenida, las luces de los taxis, si no fuese por África y el whisky guardaría en la sala, en otra sala, el álbum de boda con la primera página ocupada por una copia de la invitación impresa en letras doradas, fulano de tal y fulana de tal tienen el placer de invitar a usted y a su dignísima esposa a la boda de su hija Clarisse con el dignísimo señor don fulano de tal que se celebrará el día tal del mes tal del año tal no sé a qué hora en la iglesia tal seguida de comida en el restaurante tal confirme su asistencia por favor en la dirección tal, el menú en la segunda página con los autógrafos de los invitados y las restantes páginas ocupadas por los novios, los regalos, los parientes, las bendiciones del cura, los niños de las alianzas, los brindis, el corte entre ambos de la tarta, el automóvil que a mí me gustaba que fuese un triciclo, cuántos años tengo ahora que la pastilla comienza a hacer efecto y siento que me adormezco, es decir, aún consigo pensar y hablar pero de la cintura para abajo he dejado de ser yo, he desaparecido, no me veo, aún consigo cambiar de canal, deportes, dibujos animados, el Papa, telediarios italianos, holandeses, belgas, españoles, marr
perdón
marroquíes, el ventrílocuo que conversa con el pato, la misma mirada, el mismo esfuerzo bajo la sonrisa, la misma boca abierta, o es el pato el que conversa conmigo, o soy yo quien converso con el pato y los espectadores se ríen, aún consigo reparar en las luces de Estoril difuminadas por la lluvia, en los barcos que se escurren de los cristales, en el algodón, en el girasol, en el maíz, en mitades de caras quemadas y aplastadas en el depósito de cadáveres del hospital, he dejado de ser del cuello para abajo, he desaparecido, no me veo pero aún consigo reparar en mi padre cogiéndome en brazos para alcanzar las ramas de los árboles, quedar más alta que vosotros
medusas
y observaros hormigueando allí abajo, insignificantes, insignificantes, el comandante de la policía de Malanje, la tropa del gobierno, Luís Filipe, mi madre, mis hermanos
insignificantes
haciéndoles señas de adiós porque dentro de poco serán las once de la mañana, despierto con el sol enroscado en las rodillas como un gato y tengo que darme un baño para despejarme y vestirme muy deprisa porque una persona que yo sé está en la puerta de la calle esperándome con una horquilla destinada a empujarme el triciclo lejos de Angola y Estoril y de la muerte seguidos por una jauría de perritos de loza made in Singapur que gruñen detrás de nosotros, cada vez más detrás de nosotros, cargados de despecho porque no consiguieron, no consiguen, no conseguirán nunca
se lo tienen merecido
alcanzarnos.