5 de junio de 1980

Cuando por la noche me siento ante el tocador para quitarme el maquillaje, me pregunto si he sido yo quien ha envejecido o ha sido el espejo de la habitación. Debe de haber sido el espejo: estos ojos han dejado de pertenecerme, esta cara no es la mía, estas arrugas y estas manchas en la piel, ¿serán manchas de la edad o el ácido del estaño que corroe el cristal? Antes, en tiempos de mi padre, no reparaba en los mangos, esa hilera de árboles a lo lejos entre la casa y el poblado donde la colina comienza a bajar hacia el río y se encuentra la tumba de un colono sin nombre cuya cruz han levantado las raíces, estirando los brazos de espantajo a una nada sin pájaros porque los pájaros, afirmaba mi padre, tienen miedo de los muertos y sólo las lechuzas se atreven a beberles la sangre

sangre

y el aceite de las lámparas. O tal vez ni siquiera un muerto sino el fantasma de un muerto dado que el día en que los curas de la misión decidieron trasladarlo al cementerio del convento y trajeron palas y cánticos en latín no encontraron sino un haz de huesos de una blancura de tiza, unidos por las costuras del uniforme de explorador antiguo y una carabina ennegrecida de herrumbre, igual a la campana del gramófono que gemía óperas melancólicas en las veladas neblinosas. Estoy segura de que ha sido él quien ha envejecido: si me inclino no aparecen mis manos en el marco, los cuadros y los muebles se borran en una especie de niebla, los encajes del camisón levitan con el abandono de las cortinas por las salas desiertas, los curas me cargan de la colina al interior del convento arrastrando las sandalias sobre hojas secas, y lo que se nota en el espejo es un temblequeteo de ausencia, un eco de nada, el pozo donde una cara de ahogado que no es la mía retira con un pedazo de algodón el lápiz de los párpados que no me pertenecen buscándose entre las manchas de la edad y el ácido del estaño que corroyó el cristal. Ha sido el espejo el que ha envejecido: acabamos de llegar mi marido y yo de cenar en casa de los belgas, las luces encendidas desde el portón hasta la casa iluminaban las hortensias, la estatua del estanque alzaba los codos con un júbilo de ballet, los niños dormían arriba con Maria da Boa Morte, sin que nosotros le dijésemos, acostada en el pasillo, que los vigilase

(esta gente en verdad les coge afecto a los críos)

dispuesta a acudir si llamasen a calmarles el miedo, mi marido se deshacía el nudo, se quitaba la chaqueta, buscaba el cenicero entre cepillos de plata y la botella de whisky en el cajón y después de cerrar el cajón había recobrado el ánimo y los colores, sus iris brillaban tanto como los gemelos del puño, digo que ha sido el espejo quien ha envejecido, no yo, porque acabamos de llegar de casa de los belgas y mi boca sonreía, no noté ninguna mancha de la edad en la piel, ni la columna ni la vesícula ni las piedras de los riñones me molestaban, mientras abría el collar vi a mi marido acostarse limpiándose la boca en el pijama, guardar la segunda botella en las profundidades de aspirinas y jarabes de la mesilla de noche, sin tripa, sin canas, sin bastones, sin el temblequeteo de los dedos que le hacía derramarse alcohol en la ropa, sacudirse la garganta despavorido

—Quítame las arañas del pecho, Isilda, no dejes que me piquen

iba a buscar una escoba o un paño, hacía como que ahuyentaba las arañas, las buscaba debajo de la almohada en el colchón, en la tarima, mi marido afligidísimo, arrimándose a la pared como si quisiese atravesarla y desaparecer en los campos

—Ésa, la del pie, Isilda, esa enorme en mi pie

el vientre hinchado y los pies tan delgados, Dios mío, dos pedazos torcidos de yuca, mis padres me prometieron el oro y el moro con la condición de que no me casase con él, me mandaron a pasar un año en Lobito, intentaron matricularme en un colegio del Cabo

—Vas derecha al Cabo y dentro de seis meses no te acordarás de ese hombre

me ofrecieron un viaje a Francia, me advirtieron que todos los agrónomos de la Cotonang sin excepción tenían amantes mulatas e hijos mulatos con quienes vivían en secreto en las casas de la empresa, fui en autobús a Malanje traqueteando por los guijarros y Amadeu compartía un prefabricado con un químico holandés, un par de habitaciones en las que por el desorden y el polvo era fácil darse cuenta de que no entraba hacía siglos una mujer, ni mulata ni nada, el florero era un envase de coca-cola, la mesa de comer una tabla sobre un barril, el rincón de la ducha una pocilga con una brocha y un cepillo de dientes que apuntaban sus cerdas a las lagartijas del techo, ningún vestigio de hijo, ningún vestigio de amante, fotografías de bailarinas como en las salas de fiestas de Luanda, mi marido ocultándolas con su cuerpo

—Te juro que son del holandés, no hagas caso

el holandés, en el papel del cómplice, me miraba las piernas y mentía también aunque haciendo lo posible, encantado con las piernas, para que yo entendiese que mentía

—No hay día en que Amadeu no me pida que las saque de ahí

un listillo de cuidado sentado en la caja de cerveza desde donde observaba mis caderas, yo estiraba la falda y suplicaba a mi marido que saliésemos a la calle, incómoda con el extranjero

—Me ahogo aquí dentro, Amadeu

no una calle sino senderos sucios, basura que nadie se acordaba de barrer, mulas que dormitaban al sol en los taludes, un podenco con las patas separadas, obstinado en su enojo, ladraba a un sujeto que freía hígado en un jardín del tamaño de un pañuelo ocupado por una sola begonia, el autobús de regreso se averió con la porfía obtusa con la que las cosas renuncian, una obstinación severa e impávida, el próximo autobús salía a la mañana siguiente, cené en el comedor de la Cotonang, avergonzada, con docenas de ingenieros que me miraban desde la neblina del vino, un comedor semejante en grande al prefabricado de mi marido, el mismo desorden, el mismo polvo, los mismos floreros que eran envases de coca-cola, las mismas mesas de barril, las mismas bailarinas de sala de fiestas tapando su desnudez con un pudor de lazos de pajarita alrededor del cuello, ingenieros que parecían esperar, como los dueños del café de Uíje con diez anillos en cada dedo, que me desvistiese allí mismo sacudiendo el tobillo en un cancán frenético, el holandés intentaba que mi marido bebiese a fin de dejarlo como un trapo y apoderarse de mí mientras un criado inmundo, con uniforme inmundo y casi tan pocos modales como ellos, echaba patatas hastiadas en los platos con una paleta de albañil, después de tres o cuatro relámpagos el tejado se hizo de súbito presente con los mil granos de la lluvia en el cinc, las luces se desvanecieron acentuando la sordidez y la miseria, no sé por qué me acordé de casa y tuve que luchar conmigo misma para no llorar, mi padre y mi madre preocupados, las bailarinas acechándome desde los retratos

(cada fotografía se rodeaba de una orla de dibujos y palabras que yo prefería no leer)

con una solidaridad de compañeras, la benevolencia distante que se reserva a los novatos, caminamos de charco en charco tropezando unos con otros, embarrados hasta la rodilla, con los relámpagos que mostraban columnas y cochinillos que apenas aparecían con una mudez de espectros se evaporaban en las tinieblas, la pensión de Malanje era una farola en el extremo de una escalera, una vieja con un mondadientes detrás del mostrador y ninguna de las habitaciones libre, todas ocupadas por vendedores de segadoras y contrabandistas de diamantes entretenidos en discutir a gritos sobre si mandamos a Portugal al cuerno y continuamos enriqueciéndonos en medio de los bailundos o no mandamos a Portugal al cuerno que mi esposa es de Chaves y mis suegros nos envían kilos de morcillas con ajo en Navidad, el holandés

(creo que era suya la palma que me palpaba como al desgaire)

empujó a Amadeu que apenas se sostenía en pie hacia el negror de la lluvia

—¿Cuál es el problema de que la pequeña duerma con nosotros una noche?

si lo oyesen mi padre le pegaría un tiro y mi madre se desmayaría, mi marido, más próximo al desmayo que a las balas, vomitaba entre arcadas apoyado en un portal y yo, por miedo al holandés, no por amor de mujer, ayudé a Amadeu con palmaditas en la espalda, con el pelo pegado a la frente por el agua y la ropa como las camisas de los náufragos

—Respira despacio, no te atragantes, no te me mueras ahora

con mi marido casi a cuestas tropezando consigo mismo de sendero en sendero, echándome entre disculpas y rezongos un aliento de vinagre en el cuello, el extranjero dio un puntapié en la cancela, encendió una lámpara de petróleo que nos transformó en momias de movimientos convulsos de muñecos a cuerda, las mariposas se deshacían en la rejilla de la lámpara con una crepitación de celofán, las lagartijas achataban las ventosas de los pulgares en las planchas de corcho del techo, las palmeras de la capilla crepitaban por la nortada, un par de voces comenzó a gritar en alemán, una de las voces disparó una pistola y se callaron ambas, cuando un amigo aparecía muerto en el jeep, con un desgarrón en el pecho, mi padre, de regreso del entierro, nos preguntaba a todos qué valor tiene la vida aquí explicadme qué valor tiene la vida aquí, y creo que murió sin saberlo, en el girasol, con la hoja de una de nuestras azadas en los riñones, el sargento, estimulado por el celo profesional, sacudió a unos guardeses sin encontrar culpables, mandó a la cárcel de Luanda, a fin de acallar nuestras protestas, a unos cuantos que aullaban de miedo amontonados en una camioneta, conseguí que mi marido se acostase debajo del mosquitero después de descalzarlo, desvestirlo, soportar sus eructos, sus lamentaciones, sus lágrimas

—No sirvo para nada, Isilda, vete

el holandés apagó la lámpara de petróleo que continuó silbando en las tinieblas, el prefabricado se desvaneció, un grupo de topógrafos trasnochados desafinaba bajo la lluvia, la campana del silencio repicó su aviso herrumbroso en el edificio de la administración, el químico roncaba, mi marido roncaba, un lirón desesperado chilló en los baobabs, me apetecía huir y no podía, me apetecía nuestra casa, mis padres, mis muebles lacados

—¿Qué valor tiene la vida aquí? Explicadme, ¿qué valor tiene la vida aquí?

apreté el vientre mojado contra mi marido, rodeé su cintura y me hundí en el aliento de vinagre que no olvidaré nunca, temblando a cada relámpago, cada sonido, cada zumbido de insecto hasta que la mañana hizo palidecer la ventana con un lila turbio, sin dormir, sin descansar, con el terror de que los topógrafos trasnochados me llevasen consigo y creo que ésa fue mi luna de miel, con una lata de coca-cola que era un florero sobre tablas de barril donde la rama de azahar se secaba y pudría. Ha sido el espejo quien ha envejecido: de nuevo en el autobús de Malanje a la hacienda sigo perdiendo pedazos de metal en los baches de la carretera, tornillos, horquillas, guardabarros, trocitos de motor, pasajeros que caían del estribo, chozas, árboles, tierra de color ladrillo, una vaca sentada en el ramaje con una molicie tranquila, el chófer que la espantaba a chillidos, mi marido con traje de lino arrugado peinándose deprisa con los dedos

—¿Qué dirán de mí tus padres, Isilda?

mi madre en la sala pasmada ante nosotros, con el azucarero que caía de sus manos y la tetera que se rompía, mi padre con un puro que se le escurría por el chaleco, agarrando por las solapas a Amadeu que bailaba a cada sacudida

—¿Dónde has encontrado a este payaso, Isilda?

mi madre se abanicaba con la servilleta en el sillón, Damião a cuatro patas recogía cascos de tetera sin perder pese a todo su dignidad episcopal, mi marido sin dejar de moverse advertía a mi padre

—¿Dónde has encontrado a este payaso, Isilda?

—Suélteme que vomito, señor

giraba por la sala derribando mesitas, el oso de cristal, la lámpara china con dragones que escupían humo y que mi madre adoraba, caía desamparado en brazos de Damião que seguía hacia la cocina con los fragmentos de la tetera formando ambos una especie de Piedad, Nuestra Señora negra con botones dorados, capaz de escribir su propio nombre si le diesen un año para la tarea desmedida de hacer las letras, y el Cristo moribundo que perdiera uno de los zapatos en el camino, mirándome desde lejos con la esperanza de que lo socorriese mientras Damião lo llevaba a la basura junto con los cascos de loza decidido a echarlo todo en el cubo y librarse de él, de las manchas del traje y del aliento a vino, de aquel ser que advertía

(un blanco, imagínese, un blanco)

—Suélteme que vomito, señor

Damião lo soltó, las petunias bisbiseaban e inflaban las cortinas, los pavos reales, que mi madre importó de Egipto para no quedarse a la zaga de la francesa que adoraba los chillidos de pájaros, abrían abanicos rubíes, mi marido postrado en la moqueta se protegía de mi padre que lo tocaba con la puntera del zapato, intrigado, asegurándose de que el envoltorio de lino sucio respiraba y vivía

—¿Dónde diablos has encontrado a este payaso, Isilda?

el envoltorio que agarraba la cortina para conseguir incorporarse, le aflojaba las argollas, la soltaba de la barra, se daba con la barra en la cabeza y desaparecía bajo damascos, la boca de mi madre en el sillón era un túnel de espanto, la cortina se acercó a ella zigzagueante con un tilín de argollas, le extendió una palma mojada, una corola de uñas ceremoniosas que mi madre rechazaba

—Encantada

de manera que después de las presentaciones, de conversar la cortina con mi padre, de amonestar mi padre señalando con asco una mezcla de argollas y tufos

—Sólo por encima de mi cadáver, hija

nos casamos en la iglesia de Malanje, el obispo, música, nardos, centenares de invitados consumidos bajo las plumas, los cheviots y los abrigos de pieles, mi madre llamando a los fotógrafos contentísima con el nuevo atuendo, mi padre mostrándome la punta del pulgar

—Para mí es como si hubieses muerto, no cuentes ni con esto, hija

los compañeros de la Cotonang, una horda de salvajes con clavel en la solapa, arramblaron en un segundo con todo el coñac de la despensa e intentaron apoderarse de los pavos reales para la cena, el holandés me farfullaba invitaciones en una lengua de consonantes con espinas, el único disgusto de mi madre fue que los pavos reales, sin comprender ella cómo, se esfumaron del jardín, ni una pluma de muestra quedó en el césped, y como era como si yo estuviese muerta y no contaba ni con esto mi marido, libre de la cortina y sin tilín de argollas a su alrededor, para disgusto de los bailundos que lo hallaban más guapo así, pasó a dirigir la hacienda no en el campo sino desde el balcón del primer piso, con un vaso de whisky en la mano y un litro más oculto en cada armario, sin mirar el arroz, el maíz, el girasol, el algodón, sin mirarme a mí ni a sus hijos, vagando en pijama con los botones mal abrochados y huyendo de las arañas

—Ahí, en mi barriga, Isilda, esa enorme en mi barriga

sobre todo a partir del momento en el que a Rui le dieron los ataques y el médico afirmó que era mal de familia, Rui que al menos ahora en Europa con hospitales como se debe y la ayuda de Carlos tiene medios para tratarse, mandé un cheque en la última carta por si era necesario llevarlo a Alemania o a Londres donde hacen operaciones de cerebro y lo curan, el más inteligente de mis hijos, el más sensible, el más divertido, siempre haciendo bromas graciosas a las personas con la escopeta de perdigones, un granito de plomo en las nalgas, un granito de plomo en los muslos que se quitaba en un instante con una pinza, mi marido en lugar de reírse y entender el humor sacaba la botella del armario sin decir nada como no decía nada a los ingratos que huían y que los soldados o el delegado portugués le devolvían esposados para que los castigase

—Aquí están, señor ingeniero

Amadeu sin tocar el látigo miraba la tarima preocupado por las arañas

—Suéltelos

indiferente a las sementeras, a las cosechas, a las trilladoras averiadas que se oxidaban en las mieses, a los préstamos, a las letras, a las moratorias, a las amenazas de los acreedores, cerraba cajones, abría una botella, sacaba un vaso del albornoz, se secaba los labios en el faldón sin una palabra, volvía a la otra habitación en busca de más whisky

—¿Dónde diablos has encontrado a este payaso maloliente, Isilda?

y era yo, una mujer educada para ser ama de casa y tener un hombre que se ocupase de los negocios y de mí, quien tenía que hablar con los intermediarios, discutir con los proveedores, convencer al Estado de que nos ayudase, negociar con los bancos para prorrogar las deudas, era yo, una mujer que merecía una vida como la de las mujeres de los vecinos, jugar a las cartas, montar a caballo, tomar refrescos en el club, quien llevaba a Rui al médico y volvía de allí Dios sabe cómo, prohibía a Clarisse que ligase con el instituto entero y que volviese a la hacienda después de medianoche, reñía con Carlos por no conversar con mi marido ni conmigo y despreciarnos a ambos como si no hiciésemos lo mejor para él, Carlos que en los raros fines de semana en los que aparecía se encerraba con la cocinera o pescaba solo sin hacer caso a nadie de tal modo que se me ocurre pensar si habrá sido buena idea poner el piso de Ajuda a su nombre por ser el mayor de los tres, se me ocurre pensar si no se le pasará por la cabeza perjudicar a sus hermanos aprovechando la bondad de Rui que es la inocencia en persona y la bobería de Clarisse con su manía de los trapos y de las fiestas, no tratarlos con respeto, hacerlos sentirse huéspedes, que echarlos no lo creo, sería el colmo, yo sin noticia alguna porque cortaron el teléfono y no me responden a las cartas si es que las cartas llegan, y por tanto es natural, dada la vida que llevo, que al sentarme ante el tocador me pregunte si he sido yo o el espejo de la habitación quien ha envejecido, estas arrugas y estas manchas en la piel, ¿manchas de la edad o el ácido del estaño que corroe el cristal?, prefiero pensar que ha sido el espejo, ha sido sin duda el espejo porque acabamos de cenar en casa de los belgas, hace unos minutos como mucho, las luces encendidas desde el portón hasta la casa iluminaban las hortensias, la estatua del lago alzaba los codos con un júbilo de ballet, Amadeu se deshacía el nudo, se quitaba la chaqueta, lo vi estirarse hacia la mesilla de noche, revolver aspirinas y jarabes, sonreírme, ahora mismo, hace unos minutos como mucho, bajé al poblado a fin de contar los campesinos que me enviaron de Huambo para la cosecha de arroz y el administrador de allí, un perfecto embustero, me aseguró que eran sanos, obedientes y de poco comer como si en realidad hubiese africanos así, si en este momento voy allí abajo, pasado este breve instante

(ha sido el espejo quien ha envejecido, claro que ha sido el espejo quien ha envejecido, no puede ser de otra manera, ha sido el espejo)

y encuentro a diez o quince individuos que apenas consiguen moverse dentro de las chozas, entorpecidos por el reuma y el paludismo, tengo un día de suerte, diez o quince individuos que enflaquecen en sus ropas y lo que falta del algodón se deshoja, el girasol sin recoger devorado por los cuervos, diez o quince individuos tan viejos como el espejo

(el mismo abandono, las mismas arrugas, las mismas canas que no son las mías)

a quienes llevo un caldero de sopa no por piedad sino con la esperanza de que me ayuden a salvar un metro cuadrado de maíz que me permita seguir aquí en la próxima lluvia, ni el MPLA ni los cubanos tienen derecho a despojarme de lo que es mío, esta casa a la que le faltan tejas, este aparador del que desaparecen platos, estas rinconeras sin tenedores, estos armarios con perchas robadas por los soldados de paso, bandas harapientas que no obedecen a nadie, se limitan a pillar lo que pueden, ganado, radios, relojes, ollas rotas, y a matarse por deporte entre sí, todos con los mismos pañuelos rojos, las mismas pistolas anticuadas y la misma delgadez, consumidos por el hambre y por diarreas de agua estancada, hasta los leprosos de Marimbanguengo arrastran los muñones en ejércitos lúgubres mutilando a cuchilladas a los leprosos que vienen detrás, el cura que continuaba en el convento gritando en latín a los baobabs amaneció en el pozo zurcido a cuchilladas, Fernando y Damião lo alzaron con un gancho y sacaron a la superficie una carcajada tan siniestra que les hizo abrir un hoyo en el césped y sepultarlo deprisa, Damião preparó una cruz con dos troncos que enseguida comenzó a echar hojas decidida a ser árbol, en la época de mi marido el cura comía con nosotros los miércoles con sermones de negros y blancos tomados de la mano en el cielo, Rui interesado en el proyecto

—¿Y la escopeta de perdigones?

del mismo modo, supongo yo, que Clarisse deseaba que hubiese tiendas de bisutería para endeudarse a gusto y Carlos, sin razón alguna para ello, que nadie de la familia estuviese con él, hay ocasiones en las que me pregunto qué mal le hicimos para apartarse de nosotros, no visitarnos, despreciarnos, que se nota en la manera como se queda mudo cuando le hablamos, observando el plato, mientras Amadeu guarda la botella de whisky en el aparador

—Carlos

y Carlos mueve la cuchara de la sopa en silencio, cuando era pequeño y lo reñía por algún motivo, un cristal rajado, margarina en el babi, el sapo aquel que guardaba en la habitación, Carlos en vez de arrepentirse o pedir disculpas o llorar como sus hermanos cerraba los puños frente a mí moviendo la boca, agitándose, conteniendo las lágrimas, yo casi con miedo a mi propio hijo

—¿Has dicho algo?

Carlos moviendo la boca, agitándose, conteniendo las lágrimas

—No he dicho nada, señora

mi propio hijo a quien sigo teniendo miedo lejos de aquí, en Lisboa, no responde a las cartas, no pregunta por mí, sola en la hacienda, sin dinero, con diez o quince idiotas medio muertos, yo que a pesar de ser joven, de tener fuerzas

(estas arrugas son del ácido que corroe el estaño no son mías que hace unos pocos minutos aún tenía el pelo negro y volví a casa de la cena con los belgas)

necesito una palabra de amistad, de consuelo, que me haga imaginar que recogen el algodón, lo venden, el dinero aumenta en el banco, mañana al levantarme en lugar de los sembrados desiertos encontraré los tractores trabajando y dos centenares de jornaleros en el campo, todo lo que pido, y Dios sabe que no pido mucho, es una palabra de esperanza de vez en cuando en un pedazo de papel aunque ambos tengamos la certeza de que la esperanza se acabó tan deprisa como el dinero y el crédito, de que la próxima vez que baje al poblado no encontraré siquiera un alma inválida, sólo yo, y Maria da Boa Morte y la lluvia en las habitaciones, yo fingiendo que mando y ella fingiendo que obedece, hay momentos en los que me siento junto al teléfono segura de que van a llamar de Ajuda, de que los escucharé, conversaré con ellos, les mentiré, les diré que los americanos o los franceses me han comprado las cosechas enteras, me cambio de ropa, me perfumo, me pongo los pendientes de perlas para conversar con ellos, cojo el auricular y nada, ni

—Madre

ni

—Hola, madre

ni

—Nos acordamos de usted, ¿cómo le va, madre?

en el teléfono, un silencio tan grande como el silencio de la tierra, el silencio de los girasoles en la neblina, una ráfaga de viento que arranca las azaleas y las amontona en el lago, la niña con los codos levantados, con una mirada idéntica a la de Carlos, bailando frente a mí en son de burla, sólo le falta la cara sombría, sólo le falta el movimiento de la boca, yo cojo el teléfono y abro casi con miedo la puerta del jardín, interrogo a la estatua

—¿Has dicho algo, Carlos?

la estatua se agita, contiene las lágrimas

—No he dicho nada, señora

yo con el vestido largo que llevé en la cena, un vestido de gala que el propio obispo afirmó que me quedaba precioso al besarle el anillo

—Que Dios me perdone, pero parece una santa de altar, doña Isilda

el vestido de gala, los pendientes de perlas que escondo bajo una tabla de la tarima para que los cubanos no me los roben el día en que vuelvan para robarme lo que no se llevaron la semana pasada, el calentador, el fogón, la enciclopedia española de mi padre, el último sofá, me arreglé el pelo, me pasé una borla de polvos de arroz por las mejillas, me curvé las pestañas para hablar con mis hijos, acerqué el banco de la cocina al teléfono y ni

—Madre

ni

—Hola, madre

ni

—Nos acordamos de usted, ¿cómo le va, madre?

nada, un silencio tan grande como el silencio de la tierra, la niña de piedra que danza en el estanque en son de burla, un bailundo centenario que sube desde las chozas, primero el bastón y después él, primero el bastón y después él, primero el bastón y después él, tirando del cuerpo como acaso el espejo tira, no yo que no he envejecido, no yo, tirando del cuerpo hacia la casa y cayendo de rodillas en el césped, un bailundo

(no yo)

que encuentro a cada paso en el parral, en el bosque, en el jardín, en el balcón, que vive junto al río y a las boas del río que mi padre me enseñó a cazar cuando era soltera, el bailundo de rodillas en el césped, si es que puede llamarse rodillas a unas rótulas laceradas, intentando incorporarse con una angustia de insecto apoyado en el bastón, Maria da Boa Morte alborozada en el pasillo, secándose las manos en el delantal, pidiéndome el teléfono para escuchar a Carlos y acercándoselo al oído con una risa infinita

—Patrón

y yo como si hablase con ellos, como si hablase realmente con ellos, aconsejo esto y lo otro, animadísima ante el teléfono callado, les pido que se abriguen, les recomiendo que se alimenten bien, mando abrazos, hago una pausa, mando más abrazos, hasta que dejo el teléfono, abandono el banco, le explico a Maria da Boa Morte

—Han colgado

subo las escaleras hasta el primer piso con el vestido de gala que el propio obispo afirmó que me quedaba precioso al besarle el anillo

—Que Dios me perdone, pero parece una santa de altar, doña Isilda

los pendientes de perlas, el pintalabios, los polvos de arroz, el perfume, tumbada en la cama a la espera de los cubanos, deseando que vengan los cubanos y me peguen un tiro.