11 de octubre de 1990

Mi padre solía explicar que lo que habíamos ido a buscar a África no era dinero ni poder sino negros sin dinero y sin poder alguno que nos diesen la ilusión del dinero y del poder que aunque los tuviésemos en realidad no los teníamos por no ser más que tolerados, aceptados con desprecio en Portugal, mirados como mirábamos a los bailundos que trabajaban para nosotros y, por tanto, en cierto modo éramos los negros de los otros de la misma forma que los negros poseían sus negros y éstos sus negros también en grados sucesivos bajando al fondo de la miseria, tullidos, leprosos, esclavos de esclavos, perros, mi padre solía explicar que lo que habíamos ido a buscar a África era transformar el castigo de mandar en lo que fingíamos que era la dignidad de mandar, viviendo en casas que remedaban casas europeas y cualquier europeo despreciaría considerándolas como considerábamos las chozas a nuestro alrededor, con un rechazo idéntico y un idéntico desdén, compradas o mandadas construir con dinero que valía menos que el dinero de ellos, un dinero sin valor a no ser por la crueldad en la manera de ganarlo y para todos los efectos equivalente a conchas y cuentas de colores, porque

según mi padre solía explicar

nos miraban como a seres primitivos y violentos que aceptaban el destierro en Angola con el fin de cumplir condenas oscuras lejos de la familia, de una aldea cualquiera sobre peñascos de donde veníamos, habitando en medio de los negros y casi como ellos, reproduciéndonos como ellos en la paja, en los desperdicios, en los excrementos, para formar una raza detestable e híbrida que aprisionaban por miedo en África mediante redes de decretos, órdenes, cambios absurdos y promesas falsas con la esperanza de que muriésemos de las pestes de la selva o nos matásemos entre nosotros como animales, aunque obligándonos a enriquecerlos con porcentajes e impuestos sobre lo que no nos pertenecía tampoco, robando en Uíje y en Baixa do Cassanje para que nos robasen en Lisboa hasta

explicaba mi padre

que los americanos o los rusos o los franceses o los ingleses convenciesen a los negros en nombre de la libertad que no tendrían nunca, armándolos y enseñándoles a utilizar las armas contra nosotros, convenciesen a los negros

explicaba mi padre

de sustituir la condición que les imponíamos por la condición que les prometían no imponer después de expulsarnos de Angola y de instalarse aquí con sus máquinas de extraer mineral y sus plataformas de petróleo de Cabinda a Moçâmedes, sacando más de Angola de lo que alguna vez pensamos o quisimos sacar no sólo por ignorancia sino por amor a África dado que

explicaba mi padre

nos acabó gustando África con la entrega del enfermo a la enfermedad que lo consume o del mendigo al albergue que lo humilla, nos acabó gustando ser los negros de los otros y poseer negros que fuesen los negros de nosotros, habituados a la violencia del clima y de las personas y a la inclemencia de la lluvia, a dirimir a tiros un desacuerdo o un capricho y entonces un día, no en mi tiempo, que no tengo tiempo, sino probablemente en el tuyo

explicaba mi padre

los que no abonen el suelo descuartizados en los senderos o en los peldaños de las casas volverán a Portugal expulsados a través de los angoleños por los americanos, los rusos, los franceses, los ingleses que no nos aceptan aquí, para llegar a Lisboa donde no nos aceptan tampoco, deambulando de secretaría en secretaría y de ministerio en ministerio en busca de una pensión del Estado, despachándonos como paquetes de habitación alquilada en habitación alquilada en los suburbios de la ciudad, nosotros y los mulatos y los indios e incluso los negros que vinieron con nosotros por sumisión o terror, no por estima, no por respeto, no creas en la estima ni en el respeto sobre todo cuando parecen estima y respeto, que vinieron con nosotros por sumisión o terror arrinconados también en hoteles de mala muerte, hospitales, sanatorios, almacenes, lo bastante lejos para no disgustarlos con nuestra presencia

las peticiones, las protestas que se transformaban en peticiones, las indignaciones que se transformaban en protestas primero y en peticiones después, explicaba mi padre

y por tanto no accedas a marcharte, no salgas de Angola, haz salir a tus hijos pero no salgas de Angola, sé bailunda de los americanos y de los rusos, bailunda de los bailundos pero no salgas de Angola, yo en Marimba con Maria da Boa Morte, en lo que fuera el edificio de la Administración, lo que fuera la residencia del administrador, lo que fuera la enfermería, lo que fuera el cuartel de los portugueses en trece años de guerra con escudos e insignias de cemento, el primer comercio, el segundo comercio, la capilla de adobe, lo que fueran los poblados, la hilera de mangos intacta en lo alto de la villa y el horizonte de colinas del Congo, ningún soldado del gobierno, ningún mercenario de la Unita, ningún lechón, ninguna gallina, ningún cadáver, nadie, los remolinos de la niebla alzando el universo del suelo, una quema al sur, una quema al oeste, halcones retrocediendo en el cielo, Maria da Boa Morte en la vivienda del administrador en busca de comida, habitaciones, pasillos, más habitaciones, el balcón hacia la hierba del huerto

la mujer del administrador me mostraba los muebles nuevos encargados en Luanda, sofás de napa, mesas de bolillos, un cuadro con un galope de búfalos, me mostraba las plantas traídas de Rodesia para los tiestos del huerto, no la hierba de ahora, pequeños cuadrados de césped, arriates y tiestos

—¿No es precioso, doña Isilda?

la hilera de eucaliptos, el soldado con rifle que custodiaba la casa, el enfermero era negro, los dueños de los comercios eran negros, la profesora de la escuela era negra, los funcionarios de la Administración eran negros, a las seis o a las seis y media conectaban durante cinco horas un generador más pequeño que el nuestro, más antiguo, con más averías, la mujer del administrador y el administrador, instalados en los sofás de napa, ensordecidos por los desagües contemplaban el cuadro de los búfalos hasta la náusea, hasta que el soldado del rifle desconectaba el motor y el cuadro se disolvía, en julio siguiente paramos en Marimba de regreso del Congo, la mujer del administrador sin dejar de hablar se levantó del sofá y comenzó a rasgar el galope con la tijera de la costura

habitaciones, pasillos, más habitaciones, el lugar del cuadro marcado entre dos ventanas por un gancho y un rectángulo más claro, el lugar de los muebles ausentes visible por la tonalidad del polvo, una perla de collar, no una perla auténtica, una perla falsa, olvidada en una raja de la tarima, Maria da Boa Morte señalando la despensa, los anaqueles con mantelitos de papel

—Señora

los blancos de Lisboa tienen razón en burlarse de nosotros, en mirarnos como miran a los negros con la misma indiferencia o el mismo horror

explicaba mi padre

ya que vivimos en una especie de caricatura de la vida de ellos en casas que remedan sus casas como por vergüenza de los pobres los menos pobres de los pobres imitan a los ricos y no consiguen más que asemejarse entre sí sin acercarse siquiera a lo que querían ser, los blancos de Lisboa

explicaba mi padre

tienen razón en no aceptarnos cuando volvamos, cuando los americanos, los rusos, los franceses y los ingleses nos obliguen a regresar despojados del orgullo de nuestras haciendas, de nuestros sofás y de nuestros cuadros de búfalos contemplados hasta la náusea

—¿No es precioso, doña Isilda?

de nuestro dinero que en Portugal vale menos que conchas o cuentas de colores

Maria da Boa Morte delante de la despensa vacía

de los mantelitos de papel que se olvidaron de llevar consigo al huir hacia Malanje o Salazar o Luanda, cuando aguardaron en el aeropuerto y en el muelle semanas y semanas, tumbados en colchas, mantas, hatos, un avión o un barco imposibles, traficando entre nosotros, con papel y lápiz en la mano en negociaciones ridículas, viviendas, propiedades, automóviles que ya no había, ofreciendo la cosecha entera o los terrenos que poseíamos en Cuíto por un lugar en el sótano, mientras a sus espaldas los militares les robaban sin vergüenza las colchas, las mantas, los hatos

en una época

explicaba mi padre

que no será en mi tiempo, que no tengo tiempo, sino en el tuyo, el aeropuerto y el muelle sin luz, los pájaros de la bahía intrigados por la ausencia de traineras, las llamaradas de las chabolas, el alboroto de la ciudad, el depósito de cadáveres lanzando difuntos al mar, los enfermos acuchillados en las camas y tú sin entender

explicaba mi padre

porque no entendemos Angola aun habiendo nacido en Angola, no la tierra, la variedad de olores, la alternancia de niebla y de lluvia, de sumisión y furia, de pereza y violencia, Angola, este presente sin pasado y sin futuro en el que el pasado y el futuro se incluyen desprovistos de cualquier relación con las horas, los días, los años, la medida aleatoria de los calendarios, cuando el único calendario es la llegada y la partida de los gansos salvajes y la permanencia de las águilas crucificadas en las nubes

los eucaliptos de Marimba, una perla falsa en una raja de la tarima, Maria da Boa Morte frente a la despensa vacía

—Señora

la mujer del administrador se levantaba de golpe para rasgar el cuadro de los búfalos con la tijera de la costura

—No puedo con ello

rasgó su vida, no el cuadro, con la tijera de la costura, como mi padre rasgó su vida con las amantes de la isla, mi marido rasgó su vida en una choza de la Cotonang, mis hijos deben rasgar su vida en Ajuda, yo rasgué mi vida en el despacho de la planta baja, si al menos pudiese subir al desván y ponerme la ropa antigua del baúl, el sombrero apolillado, el miriñaque, entrar en la habitación, mostrarle a mi madre

—Madre

mi madre rozando la tela con los dedos

—Estás tan guapa, Isilda

yo descalza, con el pelo recogido en un pañuelo, arrancando la hierba con un pedazo de metal con la esperanza de encontrar escarabajos, hormigas, a mi madre como si pudiese tocarla y ella pudiese responder

—Soy blanca, ¿no, madre?

no eran los eucaliptos según mi hija Isilda pensaba, eran las hojas del té en el poso de la tetera, en Moçâmedes el furriel de Gungunhana me leyó el futuro en las hojas del té separándolas con la cuchara, uniéndolas, separándolas, mi tía Lúcia inquieta por la tardanza

—¿Qué ha sido?

mi tía Encarnação distraída del bordado

—¿Qué ha sido?

el furriel de Gungunhana colocaba la tetera con florecillas estampadas en la bandeja, regresaba al álbum de sellos con la pinza y la lupa a medida que las olas frotaban y frotaban las palmas en las rodillas

Prohíbanle que viva en el norte, prohíbanle que se case

adivinando a Eduardo para quien en tantos años sólo existí una media docena de noches, adivinando a mi hija Isilda con un paño del Congo a la cintura, que cavaba la tierra buscando escarabajos, hormigas, ayudada por la criada que ya la trataba de

Señora

ya la trataba de

Patrona

ya la trataba de

(palabra de honor)

Isilda

preparando jergones en el edificio de la Administración o un solo jergón para las dos como si fuesen hermanas tal como de niña mi marido permitía contra mi voluntad que durmiese en el poblado y trajese a Maria da Boa Morte para dormir con ella, la muñeca sin un brazo que la abuela entronizó en la choza bendiciendo el río con la mano que le quedaba, la abuela que asistía a su propio velatorio atada a un banco, con una pipa en las rodillas mientras la familia danzaba a su alrededor depositándole porciones de gachas en las encías, le ofrecía tabaco, huevos, vino, la sangre de un pollo degollado en una vasija de hojalata, la cabeza del propio pollo que aún se retorcía, la familia le marcaba la frente y las muñecas con tinta de palo del Brasil y anilina y ceniza, Eduardo e Isilda al lado del jefe, Eduardo que educaba a Isilda como a una salvaje, cuántas veces intenté impedirlo, le advertí que no se sorprendiese de lo que llegaría a ser su hija, la boda con un idiota cualquiera, aquel hombre uniformado que entra aquí como en un cuartel y cruza la sala sin la menor consideración por mí sin hablar del suplicio de mis nietos

(—¿Qué nietos?)

cuántas veces avisé a Eduardo, cuántas veces le pedí que la apartase de Baixa do Cassanje, que la mandase a estudiar a Europa, que olvidase África, que no volviese a Angola y Eduardo

—¿Piensas que no pertenecemos a este lugar, piensas que no sé que nos echarán de aquí?

Eduardo que se quería resarcir

(y que la hija lo resarciese)

no sé de quién, no sé cómo, transformando

decía él

a través de la ilusión del dinero y del poder el castigo de mandar en la dignidad de mandar, el desprecio en una especie de orgullo aunque patético, hecho de conchas y cuentas de colores, aunque a costa de la miseria de los leprosos que nos contagiarían la lepra y de la esclavitud de los bailundos que nos esclavizarían un día o se limitarían a matarnos, por falta de tiempo y de malicia, por simple necesidad de espacio, cuántas veces le pedí que la mandase a estudiar a Europa, a vivir en Europa, que no volviera a Angola ni siquiera a Moçâmedes donde las algas se movían como las hojas en la tetera aunque durante el resto de mis días no la volviese a ver, condenada a Baixa do Cassanje, al algodón, al girasol

(no eran los eucaliptos de Marimba, era el árbol de la China donde los pavos reales dormían rozando con suspiros las cortinas)

un marido que eligió la habitación de huéspedes para no acostarse conmigo y me cambiaba sin el pudor de esconderse por todas las desgraciadas de la isla y todas las mujeres de las haciendas vecinas, conversando con ellas, riéndose con ellas, respondiéndome irritado si le decía cualquier cosa, preguntaba cualquier cosa, me interesaba por él

—¿Qué?

ni una sonrisa ni una mirada ni un gesto, no digo de cariño, de atención

mi madre que palpaba con los dedos el tejido del baúl sin darse cuenta de la ausencia de color, de la trama deshilachada, sin darse cuenta sobre todo del paño del Congo, mi madre contenta

—Estás tan guapa, Isilda

mientras caminábamos hacia el norte o lo que creíamos que era el norte adivinándolo por el tono de los arbustos, del poblado desierto y después de los poblados por el azar del bosque en busca de una ciudad de blancos como yo donde pudiese ser blanca, Maria da Boa Morte pudiese ser negra, el mundo redescubriese su orden antiguo, un reloj de péndulo me trajese la seguridad y la paz de sus meneos de nalgas, hubiese tractores, sementeras y cosechas más allá de un espejo donde yo comprobase cómo el ácido, corroyendo el estaño con manchas amarillas, lo envejecía con arrugas, canas, dientes que rareaban, arrugas de carne empañada

—Estás tan guapa, Isilda

una ciudad de blancos en un momento en el que no había blancos, desaparecidos del aeropuerto y del muelle en dirección a Lisboa, Maria da Boa Morte y yo tropezábamos con patrullas del gobierno y de la Unita tan desamparadas como nosotras, mirando las tierras de labor envenenadas y los puentes destruidos y abandonando a los enfermos contra el primer tronco, con un soldado o un campesino ahorcado con dos vueltas de cuerda, soldados sin escopetas, sin balas, sin morteros, cubanos añorantes de los burdeles de Luanda donde no pagaban el vino espumoso, encargando al camarero como quien reclama una mercancía que les pertenece por derecho Tráeme a Clotilde, a Berta, a Alice, a Alda, les regalaban puros y martinis que eran agua teñida, subían a las habitaciones donde mi padre

donde mi marido tantas veces subió

los rasos rojos, la majestad decrépita de la cama con patas de dragón, respaldo labrado, almohadas sin funda, sábanas sin mudar, Clotilde, Berta, Alice, Alda, todas con la misma edad ya tuviesen veinte ya cincuenta años, traídas a Angola por los barcos del Estado para uso de los hacendados de Uíje y de Cassanje

en opinión de los portugueses que mandaban en Lisboa eran las mujeres que merecíamos

(–Nunca mereciste a otras mujeres, Eduardo, nunca me mereciste a mí)

enseñándoles a pedirnos dinero y a bailar en un escenario, no a las hijas de ellos ni a las amigas ni a las esposas porque nosotros somos negros

explicaba mi padre

porque aceptamos el destierro en África a fin de cumplir con menos humillación y menos vergüenza penitencias, castigos, condenas oscuras con la esperanza de que muriésemos de las pestes de la selva o nos matásemos entre nosotros como animales y obligándonos a enriquecerlos con porcentajes e impuestos sobre lo que no les pertenecía, tal como nosotros nos enriquecíamos a costa del café y del algodón que no nos pertenecían tampoco, mujeres a quienes retiraban el pasaporte para impedirles regresar a Europa, prisioneras de los cuarteles de la isla, de los edificios periféricos, de las chabolas, de las inspecciones de la policía que las interrogaba sobre mí

—¿Habló de política?

—¿Habló mal del régimen?

—¿Habló mal del presidente de la República?

—¿Qué te dijo después?

que se servían de ellas y seguían preguntando

—¿Habló de política?

—¿Habló mal del régimen?

—¿Habló mal del presidente de la República?

—¿Qué te dijo después, qué te dijo después, qué te dijo después?

les robaban el bolso, las insultaban, las sobaban, las buscaban por la mañana cuando aún dormían, sin golpear la puerta, sin llamar, rompiendo la cerradura con la culata, dos o tres policías, no uno, para acallar a un juez ya de por sí callado con testimonios que se acumulaban, les registraban la habitación, los platos sucios, la maleta de cartón prensado, las imágenes y los animales de trapo de los que se rodeaban con la ilusión de recuperar una infancia que tal vez no fuese de nadie más pero que no era sin duda la de ellas, una infancia inventada como todas las infancias

explicaba mi padre

que les diese añoranzas verdaderas y las conmoviese, una razón de existir aunque su razón de existir fuese sólo resistir dado que nuestro mal

explicaba mi padre

fue haber nacido en la vejez de Dios como otros nacen en la vejez de sus padres, haber nacido con Dios ya demasiado anciano, egoísta y cansado como para preocuparse por nosotros, escuchando los órganos propios con una atención acongojada, el otoño del estómago, los lamentos del hígado, la cebolla o el crisantemo de lágrimas concéntricas del corazón, un Dios que no se acordaba de sí mismo ni de nosotros observándonos desde su sillón de enfermo con estupor

explicaba mi padre

tal como los cubanos en el bosque que separaba Dala de Marimbanguengo al encuentro de los mercenarios de la Unita o de los pelotones de catangueses que no se sabía bien por quién o contra quién o por qué motivo combatían, como no se sabía quién los dirigía o les pagaba, expresándose en una lengua que era una especie de francés ladrado, que avanzaban por la hierba en una anarquía feroz que desolaba a los cuervos, clavando a quien les impedía la marcha en el adobe de las chozas, me acuerdo de la reina de Dala clavada con sus hijos en el mástil de bandera sin bandera que los portugueses dejaron a la entrada de la villa, del piloto sudafricano en una hélice de helicóptero enterrada en el suelo, una guerra en la que eran los muertos los que luchaban, no los vivos, derrumbándose con sus olores nauseabundos y blandos

olor a salas de fiesta de la Baixa, olor a mujeres aguardando en los arcenes de la carretera a los conductores de autobús que no vendrían nunca y si viniesen no pararían, no pararían, yo acuclillada con Maria da Boa Morte en un desnivel de tierra, idéntica a las personas que nos observaban desde el portón la tarde en la que me casé, al llegar de la iglesia de Malanje en medio de un cortejo de automóviles, furgonetas, jeeps, el coche episcopal, la limusina del gobernador acompañada por motociclistas engalanados con plumas, yo con vestido blanco, guantes blancos, velo blanco, un ramo de flores en la mano cerrada preguntándome

—¿Por qué?

mi marido paralizado en su chaquetón demasiado corto al que le faltaba un botón y uno sólo se fijaba en la ausencia del botón como si la ausencia del botón lo resumiese

—¿Por qué tú?

las mesas bajo los toldos de colores, Damião y Fernando con bandejas, fuentes, botellas, calderos, el obispo y el gobernador con los piquitos juntos como una pareja de periquitos en la misma rama, mi madre observaba el cielo con miedo a que se desatase una de esas tormentas imprevistas de mayo que rasgaban Cassanje a cuchillazos, un pianista que mi padre descubrió quién sabe dónde en Luanda

No sé otra cosa, no sé otra cosa

inclinado ante las teclas hilvanando a máquina valses que nadie oía con una concentración de costurera, los jornaleros a la espera de cerveza, restos de comida, una limosna, un festivo, la cantina que mandó abrir mi padre distribuía pescado seco y harina, yo sentada a la mesa de la tarta con el obispo, el gobernador, los padrinos y el don nadie de mi marido, preguntándome al advertir a aquel extraño

—¿Por qué tú?

al levantarme para cortar la tarta reparé en Maria da Boa Morte acuclillada en el portón como tantos años después en el bosque que separa Dala de Marimbanguengo, con Dios, demasiado viejo, que cojeaba despacito en medio de los difuntos espetados en estacas y de los cubanos sin armas, Maria da Boa Morte

no, la muñeca

no, Maria da Boa Morte idéntica a la muñeca que alzaba la mano en una especie de bendición despidiéndose para siempre de mí.