24 de diciembre de 1995
Cuando volví a casa había parado de llover, Lena hacía la maleta en la habitación
—¿Qué pasa, Lena?
—No me hables, te lo pido por favor, no me hables
sacando los vestidos del armario, los pendientes y los anillos de pacotilla del estuche, tropezando con un zapato olvidado, masajeándose la pierna que se golpeó con la mesa, las luces de Navidad del ayuntamiento dibujaban estrellas de un lado al otro de la avenida, iluminaban la sala, el cambio del viento trajo una vaharada de música de una calle de más arriba donde estaban la sala de billar y el cine, agitó el flequillo de los árboles y lo empujó en dirección a Alcântara, Lena enroscaba las tapitas de las cremas, las colocaba en un bolso de tela con ratones Mickey estampados, metió después el vaso y el cepillo de dientes que no sé por qué me enternecieron como me enterneció el oso de peluche sobado sin una de las pupilas de cristal, un juguete de niño que pasó de la almohada a una bolsa de plástico, el oso que yo tenía ganas de coger de un brazo, tirarlo por la ventana y ahora
(qué extraño)
comenzaba a hacerme falta, me incliné para observarlo mejor, le pasé el dedo por la cabeza, pensé
—¿Cómo te llamas? ¿Qué nombre te habrá dado en secreto cuando era pequeña?
pensé enfadado con Lena
—¿Por qué motivo no te cosió la tripa? ¿Por qué motivo no te compró un ojo?
pensé en una niña aferrada a un animal de trapo en una casucha de barrio de chabolas, me sentí idiota y no me importó nada sentirme idiota, el pobre oso con una soledad enorme sin nadie que lo cogiese en brazos, el oso que quizás al llegar a la calle ella tiraría a la basura, si alquilase una casa lo dejaría en el balcón a la intemperie, Lena, camino del guardarropa, me lo arrancó de la mano y lo metió en la bolsa otra vez, un taxi paró en la avenida, sentí un golpe
—Mis hermanos
me vi corriendo como un tonto
—Vuelvo enseguida, vuelvo enseguida
para traer los regalos del contenedor, enderezar las cintas, alisar el papel, aturullándome con las manchas
—Una gota de grasa, disculpadme
yo como un condenado a la horca a la espera de que el timbre sonase y no sonó, de que las voces de Clarisse y de Rui me gritasen desde la calle y no gritaron, de que hubiese pasos en las escaleras y no los hubo, el taxi comenzó a acelerar hacia el Tajo confundido con los edificios de Ajuda, Lena regresó del guardarropa sujetando con el mentón una pila de camisetas y blusas, el guardarropa vacío, las perchas vacías balanceándose en la barra, yo dentro de poco tremendamente infeliz, solo con las manos en los bolsillos en el piso vacío, teniendo que fregar los platos, ordenar los cubiertos, pasar la aspiradora por la alfombra, limpiar el polvo de los anaqueles, llevar la ropa del cesto a la lavandería, y la casa, en lugar de ser más grande, seguía siendo del tamaño que tenía pero sin acuarelas ni floreros y aún más fea, un piso de hombre soltero con olor a hombre soltero
(leche agria, cigarrillo apagado, relleno de cojín)
mientras las casas de las mujeres solteras huelen a pastilla de jabón y a familia, no tiene nada que ver con los muebles, los adornos, el dinero, tiene que ver con el modo como se habita la tristeza, un hombre finado es sólo un hombre finado, una mujer finada nunca se sabe cuándo va a sentarse y a conversar con nosotros, Lena alzó el mentón, separó las manos, las camisetas y las blusas se desparramaron en la cama como sopa derramada y no me dio la impresión de que fuese la ropa estrafalaria habitual, ropa con la que me daba vergüenza acompañarla si por casualidad íbamos a cenar fuera o al cine, encontré una o dos cosas bonitas, una o dos cosas más que a primera vista no reconocí creyendo
—Son nuevas
y después recordé que Lena se las había puesto toda una semana, el viento trajo una segunda vaharada de música de una calle de más arriba, la dejó un instante resonando en los árboles, la llevó más lejos rebañándola con el brazo y olvidándose de mí, conmovido con un oso tonto a la entrada de la habitación, recordé que de pequeño, en Luanda o en la hacienda, tumbado en el colchón mirando la oscuridad, oyendo la oscuridad y los tallos de girasol que murmuraban y sufrían en la oscuridad, me sorprendía con mi nombre, decía mi nombre
Carlos
y yo era diferente de aquel nombre, no era aquel nombre, no podía ser aquel nombre, las personas al llamar
Carlos
llamaban a un Carlos que era yo en ellas, no era yo ni era yo en yo, era otro, de la misma forma que si les respondía no era yo quien respondía, era el yo de ellos quien hablaba, el yo en yo se callaba en mí y por tanto sabían sólo del Carlos de ellas, no sabían de mí y yo seguía siendo un extraño, un yo que eran dos, el de ellos y el mío, y el mío por ser mío no era, entonces decía como ellos decían
Carlos
y el Carlos de ellos no existía para mí, recordé que en Luanda o en la hacienda, oyendo la oscuridad y el silencio de la oscuridad poblado del sufrimiento de los girasoles, eran las únicas ocasiones en las que realmente dormía con el yo en yo, en las que dormía conmigo repitiendo
Carlos Carlos Carlos
hasta que la palabra Carlos vaciada de sentido no significaba nada salvo un sonido semejante al de las ramas de los mangos o a los suspiros sin preguntas de los setters en su sueño, hasta que la palabra Carlos se volvía una piel que se desprende, no el eco de un eco sino un cuerpo sin vida fuera de la vida de ellos, y entonces podía cerrar los ojos, partir de la oscuridad de ellos, de las preocupaciones de ellos, de la hacienda de ellos y disolver mi yo en mí a medida que el reloj de pared, cambiando de ritmo, intrigaba a los pavos reales, yo en Ajuda a la entrada de la habitación
(había parado de llover y las gotas iban y venían con la Navidad del ayuntamiento, no ya en largos trazos y sí rojas y fijas, ora rojas ora negras y fijas)
—¿Qué pasa, Lena?
—No pasa nada, no pasa absolutamente nada, mañana o pasado mañana o cualquier día de éstos vengo sin falta a buscar las máscaras de Lunda
las caras de madera que trajimos de Angola, cinco caras compradas por una bicoca a los vendedores de la avenida de circunvalación que las subían de precio de mesa en mesa en las terrazas, cruzaban la avenida para anidar bajo las palmeras intercambiando insultos y cigarrillos, gritándonos con un pipiar agudo
—Patrón, patrón
cinco máscaras que apenas mi madre descubrió en el jeep camino del muelle paró el motor en la carretera de Salazar mientras los cañones explotaban a diestra y siniestra y nos miró con una indignación incrédula como si fuésemos criminales o, peor que criminales, estúpidos
—¿Quién ha metido este chisme en mi coche?
cañones, ametralladoras, gases cáusticos, napalm que levantaba llamas de fósforo, nosotros al raso en el asfalto imaginando
—Vamos a morir aquí
imaginando
—Nos cae un mortero encima, pum, y morimos aquí
chozas ardiendo, el rastro de llamaradas de un avión, mi madre furiosa cogiendo las caretas de madera
(redondeles sin ojos ni boca)
—¿Quién ha metido este chisme en mi coche?
mirando las máscaras de madera convertidas en aquel momento en el eje del mundo, nosotros a merced de una mina, de los caprichos de la Unita, de una bala perdida como si el barco esperase en el muelle el tiempo que necesitásemos para llegar hasta allí algún día, Clarisse a cada explosión, cada bala
—Por amor de Dios vámonos, madre, vámonos
Lena colocó las máscaras en el regazo mirando a mi madre
—He sido yo
midieron sus fuerzas con la porfía de los ciervos
—¿Qué pasa, Lena?
—No me hables, te lo pido por favor, no me hables
hasta que se encendió el motor, el jeep arrancó traqueteando a través de torreznos de poblados, dos semanas más tarde, apenas entramos en Ajuda, mi mujer colgó las máscaras en la pared de la sala, del cuartucho que insistíamos en ascender a sala frente a la ventana que da a las colinas de Almada y a los guindastes del astillero, pájaros acribillados observando el agua, Lena que apenas entramos, incluso antes de comenzar a limpiar el hollín, las polillas y las avispas de la casa, les quitó el pedazo de periódico como si fuesen un tesoro librándose de las protestas de Clarisse con el dorso de la mano
—Si cuelgas esa porquería en el apartamento, es que no estás bien de la cabeza, Lena
de manera que me di cuenta
—¿Qué pasa, Lena?
—No pasa nada, no pasa absolutamente nada, mañana o pasado mañana o cualquier día de éstos vengo sin falta a buscar las máscaras de Lunda
de que las máscaras eran lo mismo que la pequeña vivienda de su padre junto al barrio de chabolas, construida durante los fines de semana con los restos de ladrillo, arena y cemento de una obra interrumpida, una pared pequeña con arabescos de escayola, un portón de metal barato con lanzas pintadas de color naranja en el borde, pilares de leones de cobre sin cola, un jardincito con un arriate de narcisos, la silla de lona para los periódicos de la tarde, las parientas rezando el rosario ante los mártires de loza, san Expedito santa Filomena santa María Egipciaca santa Engracia, parientas que se vestían en África como en la helada del Miño paradas con gestos de espantajo, las máscaras eran lo mismo que Angola antes de que la guerra nos expulsase a Lisboa, el olor de las acacias por la mañana, el gasóleo quemado de las traineras, las piedras y los neumáticos viejos en los tejados de uralita, las máscaras eran los blancos pobres de Angola en el arrabal de las chabolas, entiendo a mi madre, entiendo a mi padre, entiendo a mis hermanos, nunca entendí a Lena
—¿Qué pasa, Lena?
—No me hables, te lo pido por favor, no me hables
cuando era pequeño vareaba los mangos y a medida que los murciélagos se soltaban de las ramas las copas disminuían de tamaño y se distinguía el cielo y las nubes del Congo a través de ellas, en el cumpleaños de mi abuela los belgas nos llenaban el vestíbulo de maletas y se quedaban una semana bebiendo con mi padre en la terraza, cazando yacarés en Chiquita, usando ellos frac en la cena y sus mujeres peinados barrocos, el reloj cobraba importancia, mis hermanos y yo comíamos en una habitación aparte porque no había sitio en la mesa, no por Clarisse ni por Rui, era por miedo a que los extranjeros se diesen cuenta de que yo no era blanco, era negro como los jornaleros, apenas aparecíamos en la galería llena de señoras sentadas tomando té, con casco colonial y botas de montar, observándome con un horror delicado, mi madre se levantaba enseguida, desplegando las mangas para esconderme, y nos mandaba a jugar al jardín bajo el árbol de la China mientras el reloj tocaba campanadas púrpuras de canónigo y las señoras nos miraban con una tostada entre los dedos y las cejas alzadas, mi madre que si Clarisse o Rui entraban solos en la galería los llamaba, los dejaba quedarse, los mostraba a las invitadas, y si era yo sus pómulos se hundían como si hubiese perdido muelas y me ahuyentaba afanosa antes de que pudiesen verme, Lena trajo las máscaras a Lisboa por mí también pues en su cabeza no existían más diferencias entre un negro rico y un blanco pobre que entre dos blancos ricos o dos negros pobres, Lena en la hacienda observando a Rui que, con la escopeta de perdigones, perseguía a las codornices al mismo tiempo que Clarisse se iba a una fiesta en el Dondo en el automóvil de un amigo que no sabíamos quién era ni entraba en casa, tocaba el claxon desde el estanque, mi padre abría cajones apoyado en los muebles
—¿De dónde vendrá esta sed del demonio, Dios mío?
yo en el despacho hacía cuentas con los exportadores y los fiscales del Estado, calculaba porcentajes, comprobaba libros, cotejaba facturas, llamaba al encargado del almacén perdido en disculpas confusas
—No es eso, señor Carlos, no es eso
atropellándose con los números, Lena
(sólo he conseguido darme cuenta ahora)
trajo las máscaras para hacerme ver que no nací en la propiedad como mis hermanos, nací en las casas de los empleados de la Cotonang o ni siquiera en el barrio, fuera de la alambrada en las chozas de los criados que se ocupaban de la limpieza, de la cocina, del garaje, del aire acondicionado de la administración, mi madre acompañándome por las escaleras me agarraba la chaqueta
—¿Adónde vas con la furgoneta, Carlos?
—Tengo una cita con un intermediario, mañana sin falta estoy de vuelta
y me seguía hasta el patio con la inquietud azarada con la que me echaba de la galería antes de que los belgas reparasen en mí, deseosa de hablar y sin ser capaz de hablar, empequeñeciéndose en el espejo retrovisor, desapareciendo en una curva de eucaliptos como desapareció la hacienda y después de la hacienda un grupo de mandriles en una balsa, el puente, la tienda del Mete-Lenha, el coronel en una columna de piedra donde comenzaban el asfalto y las cercas del ganado, el barrio de la Cotonang en la periferia de la ciudad eran decenas de casuchas de cemento entre palmeras enanas que un tabique de tablas protegía de las chozas de los negros, mujeres que cargaban ollas y barreños de agua de una boca de incendio, chozas sin puerta perdiéndose en la hierba de tal forma que las últimas no eran más que esbozos o vértices de paredes y cornisas que servían de abrigo a los búhos y las más distantes aún se cubrían con una pelusa de lirios, todo recorrido por la ausencia de brisa de los cementerios de aldea, un mecanógrafo con visera en la frente bajó el lápiz enfadado a lo largo de una columna de nombres y me señaló las casuchas de la izquierda, distinguí olores, sillas cojas, enfermos en lonas y di con la camarera del comedor con delantal y toca en su gruta donde acumulaba los relentes ácidos de los pobres, una negra igual a las negras de la hacienda, el mismo pecho caído, los mismos brazos delgados, que no levantó la cabeza, no saludó
—Patrón
idéntica a las máscaras de Lena y como ellas mirándome por los agujeros de los ojos sin asombro ni interés, aceptando el dinero que mi madre le dio y repartiéndolo entre los primos o gastándolo en cerveza de modo que al cabo de una semana los billetes no existían como prueba de que yo había existido antes que ellos, yo en las callejas de la Cotonang oyendo la campanilla de la administración que anunciaba las cinco y las camionetas que llegaban y se iban, el generador iluminaba el edificio de los ingenieros, el rancho, mi padre mucho más joven que cuando lo conocí acercándose a la casucha de la camarera del comedor sin que lo ayudasen a andar, mi padre que en esa época no buscaba botellas a trompicones consigo mismo ni hacía caer adornos de los armarios de la casa
(—¿De dónde vendrá esta sed del demonio, Dios mío?)
la negra más joven también si es que fue más joven un día, casi una chica, casi una niña, mi padre ofreciéndole azúcar, cigarrillos, cerveza, puede ser que se oyesen los desagües, que se oyese la hierba, un negra igual a las máscaras de Lunda frente al astillero y las colinas de Almada, yo le quitaba la pipa de la boca, la obligaba a darme la cara, le preguntaba en voz baja, con una rabia que crecía y crecía y me impedía pegarle
—¿Tu hijo?
una chica, una niña comprada a la familia por el precio que yo quise porque no se puede negar una mujer a un blanco, hay siempre trenes hacia el este y personas que las locomotoras mutilan en los carriles
—¿Tu hijo?
o incluso allí sin necesidad de trenes, una rama de baobab por ejemplo donde colgar una cuerda, una bala en el cuello mientras los amigos continúan fumando, sin decir nada, yo todavía no un borracho, un payaso, todavía no con mi mujer durmiendo con el comandante de la policía en el despacho debajo de mi habitación sin esconderse de mí ni reñirme, yo que cogía el gollete de la mesilla de noche y fingía no creerlo, a quien el enfermero mostraba los análisis del hígado y las radiografías de la vesícula que en vez de asustarme me alegraban, previniéndome de mi muerte, de los vómitos de sangre, de la ictericia, de las úlceras, de los dolores, de la fiebre, yo contento imaginando el brotar de las azaleas y las flores de las acacias, mi hija Clarisse que me visitaba los sábados en casa de mi suegra, de mi mujer, de los hijos de mi mujer, no de mi hijo, no mía ya que mi casa es una choza en el barrio de la Cotonang, en Malanje, que ordené que los jingas construyesen junto a sus chozas, mi casa es un cuerpo incompleto de niña que no me espera, me soporta, ninguna sonrisa, ninguna protesta, ningún desagrado, ningún agrado, ni una sola palabra en dos años para preguntarme dónde estuve si no la visitaba en un mes o dos, aparecía de repente con un frasquito de perfume de la cantina, le quitaba el vestido con una prisa que no era prisa sino vergüenza y en esto reparé en mi hijo Carlos, me asombré de mi hijo Carlos, lo sentí agitarse cuando lo toqué, mi hijo Carlos
—¿Adónde vas con la furgoneta, Carlos?
—Tengo una cita con un intermediario en Malanje, mañana sin falta estoy de vuelta
que fue a Malanje y regresó de Malanje sin encontrar respuesta alguna más allá de una mujer embalsamada en sus olores amargos, mi hijo Carlos
decía mi nombre
Carlos
y yo era diferente de aquel nombre, no era aquel nombre, no podía ser aquel nombre, las personas cuando llamaban
Carlos
llamaban a un Carlos que era yo en ellas no yo, ni era yo en yo, era otro, de la misma forma que si les respondía no era yo quien respondía, era el yo de ellos que hablaba y el yo en yo se callaba en mí y por tanto sabían sólo del Carlos de ellas, no sabían de mí y yo seguía siendo un extraño, un extranjero, un yo que eran dos, el de ellos y el mío, y el mío por ser sólo mío no era y entonces decía como ellos decían
Carlos
mi hijo Carlos
Carlos
solo en la Nochebuena en el apartamento de Ajuda que incluso sin ropa en los armarios ni máscaras de Lunda ni la ausencia de la mujer no crecía siquiera un centímetro, mi hijo Carlos despreciándome, despreciando Angola, despreciando África, el color y la espesura de su propia sangre, con las cartas que su madre le escribía desde la hacienda en la mano, sin leerlas, sin haberlas leído nunca, sin intentar leerlas hasta que el ayuntamiento apagó las luces, el río se alzó despacito con la primera claridad de la mañana, sin reparar en las chimeneas, en los guindastes y en las moreras de la avenida, sin reparar en tantos edificios y tantos edificios de la ciudad y en las calles y en las plazas y en un campo de algodón que temblaba con un gesto de adiós en el fondo de la memoria.