13 de agosto de 1989
Sinceramente no sé qué veía mi madre en esa mujer pero cuando estaba moribunda fue a ella a quien llamó, no a mí, a ella a quien pidió ayuda para encontrar el aire que le faltaba agarrándole la mano, y ahora imagínese mi papel, el cura dando vueltas por la habitación con sus rezos y bendiciones y en lugar de la hija encontraba a una bailunda con sandalias de plástico convertida en pariente a la cabecera de la cama, yo arrinconada como chatarra junto al imbécil de mi marido, un inútil a quien nadie con sentido común prestaba atención, imagínese la vergüenza de la escena, la ingrata de mi madre cambiando la dedicación de la familia por la criada, cambiándome delante de toda la gente por una mujeruca de poblado
(y si me cambia por una mujeruca de poblado, ¿qué soy yo al fin y al cabo?)
las visitas y los amigos escandalizadísimos, el pobre cura disimulando lo mejor que podía me alzaba las cejas
—¿Continúo, doña Isilda?
yo desde el fondo, qué remedio, con ganas de estrangular a Josélia levantando las cejas también
—Haga lo que tenga que hacer, padre, continúe
con la esperanza de que la estúpida fuese sensata, se apartase, regresase a la cocina no ya por decencia, que es algo que no conoce, sino al menos por temor a lo que le haría después del velatorio, del entierro, de la lectura del testamento que mi madre todos los días se sentaba a corregir en el despacho, sentada con nosotros a la mesa mirándonos uno a uno en medio de un silencio de amenazas y sugiriendo sin palabras Como no puedo tocar nada de la hacienda ni de la casa tal vez deje el edificio de Henrique de Carvalho a los franciscanos, el terreno de Benguela a la Cruz Roja y las acciones del tramo de la línea férrea que vayan a los pobres y a los viejos de la diócesis, y yo igualmente sin palabras ordenando a Damião que le sirviese más sopa Si no piensa en mí piense por lo menos en sus nietos, dispuesta a descuartizarla y sonriente, humillada y colocando la servilleta en el cuello de Rui tal vez con demasiada fuerza porque el chico dejó de respirar y se puso morado, Damião circulaba con las bandejas, Fernando destapaba el vino, Maria da Boa Morte aparecía con el flan, mi madre recorría con la vista a los chicos arqueando la boca con desprecio, Mis nietos, dices tú, qué nietos, un mestizo, un epiléptico y una desgraciada que por lo que se ve acabará muy pronto en la primera zanja de Luanda, a eso llamas mis nietos, Isilda, no son mis nietos, nunca fueron mis nietos, prefirieron la sangre de tu marido y de tu padre, no quisieron ni una gota de mi familia, el viento al cambiar de dirección acalló a los girasoles y agrandó la sala, mi madre escondida tras los párpados como detrás de un muro echando las gotas de la tensión en el vaso con el estruendo de las gotas de canalón del insomnio, el ritual más importante del mundo, tan importante que era imposible no concentrarnos en él, una, dos, tres, cuatro, cinco gotas que formaban pequeñas nubes en el agua, cada nube repetía Mis nietos mis nietos mis nietos, un mestizo comprado en Malanje que ni siquiera es mi nieto, usando los cubiertos que yo uso, cenando lo que yo ceno, un epiléptico que se retuerce de ataques y una infeliz que vivirá medio desnuda con las otras infelices en las barracas de la isla calentando ollas en la arena, pisando yuca, atendiendo a soldados
leva de soldados, leva de soldados
adulta a los doce años, vieja a los treinta, con un jarro de ácido en la cara o un cuchillo en el cuello a los treinta y cinco años en una riña de vagabundos en Sambila, mis hijos en Ajuda arreglándoselas no sé cómo sin mí, ojalá Carlos reciba mis cartas y las lea en voz alta a sus hermanos, mi madre sin nietos llamando a Josélia para encontrar el aire que le faltaba, agarrándole la mano con tanta fuerza que, apenas el cura acabó y le anudamos el pañuelo en el mentón, tuvimos que separarle los dedos uno a uno para peinarla, lavarla, vestirla, Josélia inmóvil a la cabecera de la cama
(se oían los martillazos de los carpinteros que construían el almacén nuevo y el granero nuevo, apartando a las tórtolas que insistían en posarse en el tejado, y el llanto de becerro de esos búhos diurnos que detesto, siempre en busca de erizos en los surcos del algodón)
Josélia no con blusa y falda como nosotros, con delantal, extendiendo la palma hacia mi madre como si la difunta, con el crucifijo en el pecho, fuese a cogérsela, conversar con ella, donarle el edificio de Caxito, la acostamos sobre el damasco, trajimos el oratorio del pasillo y las sillas del salón, Fernando tapó las ventanas con los crespones por otra parte carísimos que vinieron de Malanje cuando murió mi padre y la tontorrona de Josélia plantada en medio de las visitas, de los amigos, de los hacendados que ni tiempo tuvieron para cambiarse de camisa, con la marca del fieltro de los sombreros en la frente, dejando polvo y barro de las botas en el suelo, la tontorrona de Josélia sin reparar en nosotros que la defendíamos del ataúd, de la muerte que sólo comienza a existir en el momento en el que los acompañantes del entierro, en el que el ataúd aparece, en el que atornillan la tapa y sentimos la vuelta de cada tornillo cuando entra en la madera, se abre camino en el interior de la madera, de los nervios y de la carne de la madera, no sirve de nada pedir
—Esperad
no tiene sentido pedir
—Esperad
porque los destornilladores se hundieron en nosotros, soldaron el plomo, no podemos salir, no oímos si nos llaman, mi marido que a pesar de todo conservaba de milagro dos o tres nociones dispersas de educación se puso la corbata y se peinó los mechones sueltos, el generador comenzó a trabajar convocando a la noche, los escarabajos y las mariposas surgieron bailando de los pliegues de las paredes, minúsculos y sin embargo dotados de siluetas enormes que corrían por el estuco, la tontorrona de Josélia en medio de los patrones, de los blancos, atenta a mi madre, escuchándola como a las visitas, los amigos y los hacendados con sombrero en la mano ensuciándome la tarima con hierbas y barro la escuchaban explicar a toda Baixa do Cassanje, al cuartel, al palacio del gobierno Mi familia dices tú, mis nietos dices tú, qué nietos, nunca han sido mis nietos, llamar mis nietos a un mestizo, a un epiléptico, a una prostituta
leva de soldados, leva de soldados
llamar mis nietos a personas que por nada de este mundo me atrevería a meter en el autobús y presentarlos a mis tías y a mi padrino en Moçâmedes
—Los hijos de mi hija Isilda, tía Benvinda
(o tía Lúcia
o tía Encarnação)
mis nietos
y tía Benvinda o tía Lúcia o tía Encarnação corriendo despavoridas hacia la despensa en medio de un torbellino de encajes, terciopelos, sedas, organdíes, sacudiendo en desbandada los abanicos incrédulos
—No lo creo, no es verdad, estoy soñando, no puede ser
—Mi nieto mestizo, tía Benvinda
—Mi nieto epiléptico, tía Lúcia
—Mi nieta prostituta, tía Encarnação
los nietos que mi hija Isilda me dio, con lazo negro, chaqueta negra, calcetines negros, rojos de calor siguiendo mi ataúd bajo este cielo de tormenta, esta lluvia de marzo, mi nieto mestizo al final del cortejo mezclado con los de su raza, mi nieto epiléptico que persigue a los animales para cegarlos con clavos colgado de su madre, mi nieta prostituta midiendo a los vecinos con una mirada adulta, lenta, morosa, acercándose a ellos con una casualidad distraída, rozando el cuerpo en sus cuerpos con el pretexto de la lluvia, susurrándoles de puntillas, sonriéndoles y en Moçâmedes la tía Benvinda, la tía Lúcia, la tía Encarnação desoladas, ofreciéndome licor de café y un banquito para el fresco de la tarde
—Te quedas aquí, no vuelves nunca más al norte, querida
Josélia que cuando volvimos del cementerio continuó sola bajo la lluvia, con la mano extendida hacia la tumba no fuese que mi madre la buscase entre las lápidas, la llamara, le dijera
—Ayúdame
le dijera
—No dejes que me muera
que es lo que dicen todos con los ojos cuando ya no son capaces de hablar, cuando comienzan a deslizarse hacia atrás, cada vez más pequeños, cada vez más lejos de nosotros estando allí
—No dejes que me muera
mi marido que llegaba a la superficie, se hundía, se agitaba debajo de la vida, conseguía alcanzar la superficie de nuevo que yo bien lo vi gritar no dejes que me muera, no sé si el enfermero, mis hijos, Damião que traía y llevaba jeringuillas y orinales, veían o no pero yo lo veía a pesar de estar inmóvil bajando, tragando agua, ahogándose, logrando por un segundo acercarse a nosotros, a pesar de que las facciones permanecían quietas se descubrían los visajes, las súplicas, el miedo, deslizándose por fin hacia atrás después de bracear no sé cuánto tiempo alejándose de nosotros mientras sigue allí, cada vez más pequeño, vago, difícil de ver, y entonces al observar la cama damos con algo acostado que ya no son ellos, que se asemeja a ellos o finge que es ellos sin ser ellos, algo acostado que los imita y es eso lo que enterramos como si fuese ellos, no ellos realmente, no ellos puesto que ellos no existen, se desvanecieron en una gruta vertical de pozo, hasta en los retratos cambió la expresión y la fotografía de un difunto no es idéntica a la fotografía de un vivo, nos siguen temerosos o no nos siguen pero nos olisquean por la casa con la humildad rastrera de los perros, tía Benvinda, tía Lúcia, tía Encarnação en el balcón al fresco de la tarde, Moçâmedes sumergida en la arena, el vértice de los tejados donde estuvieron las casas, la cima de las palmeras en el lugar de la plaza, el mar frotándose los puños en las rodillas como un campesino en el umbral, te quedas aquí con nosotros, no vuelves nunca más al norte, niña, cuando regresamos del cementerio Josélia continuó con la mano extendida hacia la tumba en medio de las lápidas rotas, de los crucifijos, de las jarritas con flores artificiales, de lo que quedaba de las verjas, aguardando una súplica, una petición, una orden, los amigos, los vecinos y los hacendados se marcharon en medio de un cortejo de lámparas que estremecían el algodón, algodón, algodón, más algodón todavía y la lluvia soltando una risa de piedrecitas a los cristales, jugando en el árbol de la China, partiendo, regresando, a la mañana siguiente el tractorista vino a contarme que Josélia permanecía junto a la piedra que marcaba el lugar mientras no llevasen el ángel de piedra caliza de Luanda elegido en el catálogo de ángeles cuyo precio variaba según la actitud, ángeles lacrimosos, que leían, tocaban la trompeta
(o con arpas de cuerdas verdaderas diez por ciento más caros)
que apuntaban al cielo el índice feliz, elegí el del libro, que un libro, aun sin nada escrito, difícil de hojear, siempre entretendría un poco durante el montón de años en que se quedara allí hasta que lo comiesen las hierbas y las hormigas, así que le dije a Damião que la trajese y Damião regresó casi al mediodía después de haber ido a beber, no me cabe la menor duda a juzgar por el aliento, una caja de cervezas a la cantina, afirmando que Josélia con pretensiones de dueña de sí misma se negaba a volver para ayudar a mi madre, le dije a Fernando
—Ve a buscarla
y antes de que se perdiesen para siempre los dos en el cementerio, entreteniendo al ángel, sin perder un momento salí detrás del bailundo, un seductor, un esteta que tomaba en el camino de los serafines el desvío del poblado con el propósito de analizar a las mujeres llegadas en la víspera para la cosecha de arroz, lo pillé con las manos en la masa, todo zalamerías, todo languideces, acechando a una mujercilla entre las cañas del río, Fernando que perdía la sonrisa galante
—No me pegue, señora
la frase que los pelmas repiten cuando hacen tonterías
—No me pegue, señora
con más miedo al látigo que a las camionetas de ganado en las que viajaban una semana entera de Huambo a Luanda y de Luanda a Malanje para que les pusieran un saco entre las manos y los obligaran a recoger arroz de las seis de la mañana a las seis de la tarde a cinco escudos por día cuando pagaban diez de comida y quince por el alquiler de la choza sin hablar del impuesto del Estado, Fernando corría hacia el cementerio con la tía Encarnação mirándome tras el abanico, severa, aprobadora, tu abuelo nunca le permitió una falta de respeto a un indígena, niña
mi abuelo en Luso en su establecimiento
en su almacén
en su tienda
en su especie de cantina
eso, en la cantina ni siquiera muy grande ni siquiera muy próspera de Luso, ropas, medicinas, cosas útiles variadas, baratijas, un hombre que siempre bufaba de enfado en el mostrador, dejaba cigarrillos rabiosos en todos lados y se olvidaba de ellos, tres o cuatro calles, media docena de casas, un destacamento de soldados perdidos en aquel culo del mundo hace veinte o treinta años arrastrando polainas de choza en choza, baobabs, arbolitos escuálidos, mi tía Encarnação novia de un cabo que le hablaba de Viseu como del paraíso
—Ay, Viseu, qué maravilla
que le quemaba la mantilla con los cigarrillos y ella enarbolaba el tabaco, acusadora, mientras aplicaba un trozo de margarina en el codo dolorido
—Ay ay
el cabo confundiendo el pasado con la memoria sin recordar las comidas con patatas y repollo, los tejados de pizarra, el sueño compartido con los carneros, el padrastro tropezando con los cántaros, el frío
—Ay, Viseu
la cantina de Luso, una cantina vamos a decir por no exagerar modesta, vamos a decir como hipótesis con más perdidas que beneficios, también qué negocio prospera con treinta o cuarenta clientes sin dinero, los soldados a quienes el gobierno debía décadas de soldada lo máximo que podían hacer era empeñar las gorras y las escopetas sin culata arrancando de la tierra unas verduras escasas, mi abuelo y sus hijas cerraban el almacén, corrían la cretona de la ventana para que no los viesen y comían yuca en secreto mirando a su alrededor, agachándose, mi abuelo endilgaba retales de tela con la esperanza de una monedita futura
—Después me lo pagas, no te preocupes, llévatelo que me lo pagas después con un pollito en mayo
deseoso de un ala asada, un muslo, un arroz con menudos, una sopa en la Pascua, mi tía Encarnação al cabo que imaginaba Viseu no como una ciudad, ciudades tengo aquí de sobra, qué va, todas las ciudades son iguales, me agobian las ciudades, sino como un mantel interminable repleto de bandejas de cordero asado y orejas de cerdo en salsa de cilantro
—¿Y callos, Celso, hay por ahí callos al menos?
un ala asada, la mitad de un ala incluso raquítica, insignificante, roída por escarabajos, alguna que otra vez los luchazes atravesaban una rana con una caña, pescaban una anguila o un pececito amargo del tamaño de un dedo y mi abuelo al acecho soltaba el cigarrillo, salía de la cantina a saltos, todo bigote, todo dientes, encaraba al de Luchazes no con fuerza, no con autoridad, humilde, trastornado por el hambre
—Quédate con toda la quinina, si quieres, pero dame el pescado, quédate con la quinina pero déjame el pescadito
mi abuelo con la esperanza de que le diesen una anguila, un pescado amargo de la planicie, una rana lista para salar en la punta de una caña
mi abuelo que entraba conmigo en el cementerio donde Josélia aguardaba que una voz indefinida entre las mil voces de los muertos le pidiese a ras de hierba
—No me dejes morir
mi abuelo
tu abuelo, niña, un hombre de verdad que sabía imponerse y nunca permitió una libertad o una falta de respeto a un indígena
un infeliz con los bolsillos llenos de pan seco, galletas, granos de arroz, terrones de azúcar, llamando por mi boca en la mañana de niebla que impedía que el olor a algodón se esparciese por la hacienda, suspendido en lágrimas de agua sobre las plantas
—Josélia
mi abuelo en Moçâmedes que rondaba la cocina hasta que llegó la herencia del primo, la vivienda donde el mar resonaba, el paquete de acciones de la línea férrea y del café de Uíje, la hectárea en Novo Redondo donde está hoy el instituto, la suerte de mis tías se alteró, compraron esmaltes, porcelanas, ropas decentes, ayudaban en la iglesia, perdieron de vista las fuentes con oreja en salsa de cilantro, el cabo continúa en Luso apoyado en el bastón de la escopeta añorando tejados de pizarra, alientos de buey, y el padrastro que tropezaba con los cántaros transportando la disentería de la cantina al cuartel
mi abuelo en el cementerio llamando por mi boca
—Josélia
la arena debe de haber cubierto hace mucho tiempo la sepultura de Moçâmedes justo a la entrada, a la izquierda, con pórtico, cornisas, visillos de muselina como una vivienda de verdad, tejado de granito con falsas aguas, tejas y canalones fingidos, un pequeño jardín con jacintos, no sé si eran jacintos, nunca he visto ningún jacinto pero me gusta el nombre jacintos
jacintos jacintos jacintos
mi abuelo, mis tías, el furriel de Gungunhana muy bien estirados allí dentro hasta que el fin del mundo los resucitase en el desierto frente al mar
aquí espero el fin del mundo
algún que otro junco petrificado, un viento de basalto corriendo sin parar en la plaza
Josélia parecida al ángel del arpa separándose de mi madre
Mis nietos, qué nietos, muéstrame una sola gota de mi sangre en ellos
—Señora
con los aullidos de los perros del bosque más allá del poblado, cuando Clarisse era pequeña comenzaba a gritar si los oía, exigía dormir en nuestra cama, cuántas veces desperté en medio de la noche con mi hija en camisón, descalza en la oscuridad tirando de la sábana, persistente como un remordimiento
—Madre
un animalito que tiraba y tiraba de la sábana, mi marido dormía del lado de la puerta y ella atravesaba el pasillo sin luz, la sala, rodeaba el colchón hasta aparecer de repente a mi vera
—Madre
los dientes le salieron antes que a sus hermanos, comenzó a andar antes, a decir frases antes, a coger el tenedor antes, nos miraba de una forma que era como si mirásemos en nuestro interior a través de ella y no nos gustase lo que veíamos, de manera que hay momentos en los que pienso que si yo, hay momentos incluso aquí, en lo que queda de mí, en lo que queda de Chiquita, un fragmento de mujer en un fragmento de choza entre fragmentos de ruinas, en los que pienso que si le hubiese dado por así decir
persistente como un remordimiento
y sin embargo de qué sirve o qué puedo corregir ahora, Josélia volvió conmigo a casa traída por Fernando a quien los perros del bosque intimidaban igualmente, Fernando tirándome de la sábana en medio de la noche
—Señora
hasta que llegamos a la cocina donde Maria da Boa Morte
Carlos no miraba así, Rui no miraba así, mi marido claro que no miraba así pero Clarisse era como si mirásemos en nuestro interior a través de ella y no nos gustase lo que veíamos
encendía el fogón para preparar la comida, Josélia semejante al ángel del arpa, segura de que los difuntos la llamaban
si me preguntasen si creo en Dios no tengo la menor idea de lo que respondería, pero si Dios existe es blanco y por tanto no hay Dios para los negros, de donde resulta que si fuese negra no creería en Dios o incluso ni siquiera la idea de Dios me vendría a la cabeza por un momento, ocupada como estaría con la lepra, el hambre, el paludismo y todo eso
el olor a los perros del bosque aumentaba hacia el lado del generador, ese lado donde no me acordaba de ordenar que cortasen la hierba y como no me acordaba es lógico que no se acordasen, se acuerdan de robar y huir y enfermar, no se acuerdan de nada sensato
tu abuelo, niña, era un hombre de verdad, nunca permitió una libertad o una falta de respeto a un
los perros del bosque aullaban en el patio, acechaban desde la terraza, metían sus hocicos en las azaleas obligando a los pavos reales a buscar el equilibrio, inseguros, agitando las alas en el extremo del árbol de la China tal como Josélia, Maria da Boa Morte y yo al mudarnos huyendo de la guerra, de la tropa del gobierno que alternaba con los mercenarios de la Unita, de las bombas de napalm y de los militares degollados, de la miseria de Chiquita que ya no existía a la miseria de Marimba que acaso tampoco existía, treinta kilómetros al norte pasando Pecagranja y las colinas, el poblado de la reina, Josélia, Maria da Boa Morte y yo huyendo de los navajazos, de las emboscadas, de los bandoleros con alfanjes y pistolas y de las minas en los senderos, en el momento después del primer río en el que comenzamos a sentirles el olor, la respiración jadeante, una leve agitación en los arbustos, Josélia en busca de una rama caída y amenazando a las sombras con ella
—Los perros
los ladridos y los ojos de niños crueles, las colas fosforescentes entre árbol y árbol, lo que se me figuraban bocas, lo que se me figuraban patas, los perros del bosque corriendo en círculo e impidiéndonos llegar al río, la garita que marcaba el término de una plantación con tallos de maíz que las quemas tostaron, Josélia que separaba las hojas de la rama, no un tronco grueso, una rama, una fusta que la primera rodilla rompería
—Los perros
colocándose delante de mí como si la tropa del gobierno o los sudafricanos o los belgas quisiesen abrirme la garganta de una cuchillada, explicándoles a los perros del bosque
—No es patrona, es comadre
el primer río detrás de nosotras, el segundo, el de la jangada, demasiado lejos, ninguna choza, ninguna casa, ningún mango al que pudiésemos subir incluso viejas, incluso gastadas, con los huesos pesados por la niebla transformados en un ganchillo de escayola, y en esto vi a los perros que nos examinaban, nos medían, caminaban en diagonal, nos evitaban, saltaban una raíz, regresaban de nuevo, diez, doce, quince perros que buscaban no nuestra cabeza, no el cuello, sino las piernas, los tendones de las piernas como hacían con las vacas hasta que las vacas caían y sólo entonces la garganta y sólo entonces el pecho, las vacas con los belfos muy abiertos aún se arrastraban, los perros del bosque se abrían camino junto con los buitres en el interior de la piel y de las costillas y arrancaban trozos de pulmón, de músculos, de hígado, asomaban y desaparecían, goteaban grasa, sangre, nervios, en un cangilón de ladridos, Josélia frente a mí agitando su rama
—No es patrona, es comadre
Josélia que sinceramente no sé qué veía mi madre en ella pero la prefería a mí
la prefería a mí
puesto que al morir fue a la bailunda a quien llamó y la retuvo allí, le agarró la mano y ahora imagínese mi enfado, lo que le haría después del velatorio, del entierro, lo que le haría una vez que los perros del bosque se fuesen, la felicidad de ella fue que Maria da Boa Morte me tiró del brazo, volvió a tirarme y a tirarme del brazo en dirección a la jangada del segundo río donde los perros del bosque no llegaban, su suerte fue que Maria da Boa Morte me llevase contra mi voluntad con ella desviándome de los gruñidos, de los dientes, de las patas, de los ojos de niños crueles, de las colas fosforescentes entre árbol y árbol, su suerte fue que yo estuviese en la jangada mientras Maria da Boa Morte hacía girar las roldanas y las cuerdas que la ligaban a las márgenes, la plataforma de ripias avanzaba en el agua
si me preguntan crees en Dios, si me preguntasen así de repente sin darme tiempo a pensar crees en Dios
mientras Josélia nos miraba para comprobar que abandonábamos la balsa y caminábamos hacia Marimba, Josélia que golpeaba a los perros del bosque con la rama a medida que la rama se rompía, golpeaba a los perros del bosque con los puños, los perros que la examinaban, corrían en diagonal, la evitaban, saltaban una raíz, regresaban de nuevo, diez, doce, quince perros que buscaban no su cabeza, no su cuello, sino los tendones de las piernas como hacían con las vacas hasta que las vacas caían y sólo entonces la garganta y sólo entonces el pecho, las vacas intentaban alcanzarlos con los cuernos arrastrándose todavía, la felicidad de Josélia fue que yo no pudiese volver atrás a reprenderla, a ponerla a raya, a castigarla, la felicidad de Josélia fue que existiese un río entre nosotras, lo que era un río en las lluvias y ahora un pantano de barro ralo donde los cocodrilos no encontraban abrigo
si me preguntasen crees en Dios
jacintos
no tengo la menor idea de lo que respondería
la felicidad de Josélia fue caer apenas un perro le agarró el tobillo, un segundo perro le agarró el muslo, fue seguir primero de rodillas y después tumbada golpeando a los animales con la rama rota, fue desaparecer por fin bajo una confusión de ladridos y aullidos, una confusión de uñas, patas, colas fosforescentes, lomos que saltaban, la felicidad de Josélia
si me preguntasen crees
fue que los perros del bosque se abriesen camino en el interior de su piel, de sus costillas, arrancando trozos de pulmón, de músculos, de hígado, y ella me mirase
en Dios no tengo la menor idea
una última vez como si quisiera decir algo que yo no entendía, que el ruido del río no me dejaba entender, intentando disculparse de lo que yo no la disculpaba porque tal como mi abuelo no admito libertades ni faltas de respeto a una indígena, no permito libertades ni faltas de respeto a una fulana cualquiera.