24 de diciembre de 1995

Y entonces decidí que este año festejaríamos la Nochebuena en casa. Mandé iluminar lo que queda del jardín con lo que queda del generador, ha de haber una lata de petróleo por ahí, olvidada en el almacén o en las cenizas del sótano o tal vez reparando una o dos piezas el motor funcione, quiero que se vean las azaleas crecidas y el árbol de la China derecho, los arriates limpios, el césped segado, las lanzas del portón sin una mancha de óxido, la terraza cubierta de grandes toldos azules y entrar yo del brazo de mi padre a la vuelta de la iglesia, mi padre y yo sonriendo delante y mi marido solo detrás moviendo la alianza en el dedo, bailando con el frac de alquiler con los botones cambiados que se notaba enseguida que no era nuevo por el brillo de los codos y de las rodillas y el bolsillo descosido del pañuelo, hasta el clavel en la solapa, que alquiló sin duda con el traje, me parecía marchito, un clavel no rojo, desvaído, con los pétalos reblandecidos por los años, gastado por decenas de bodas de guardeses, desgraciados, gente pobre

Señora señor Eduardo señora doña Isilda con reverencias solemnes que se repetían observaba por el cristal del coche y allí continuaban ellos gesticulando

decenas de bodas y otros tantos bautizos como mínimo, las mujeres de los amigos de mi padre señalaban a Amadeu susurrando tras los guantes, los abanicos, la gasa de los sombreros

Embarazada embarazada apuesto el ajuar de mi sobrina a que está embarazada y yo con los ojos sin dejar de sonreír furiosa, que ellas bien lo notaban

Soy virgen

el obispo con el secretario, el gobernador con el ayudante de campo, el comandante de la policía, no éste, el que mandaron a Baixa do Cassanje antes de que protestásemos en Luanda puesto que ni a un chiquillo como ejemplo detenía, los jingas hacían lo que les daba la gana sin consideración por las personas, compraban el pescado seco y el tabaco en las cantinas de los pueblos con el pretexto de que era más barato que el nuestro y nosotros, porque no nos debían nada, obligados a liberarlos al final de las cosechas o a pagarles sueldos casi de blanco, las mesas cubiertas de gladiolos y rosas, las porcelanas holandesas y los cubiertos de alpaca sin estrenar saldados por un belga que quebró, llegados a saltos desde Bié en la paja de los cajones, mi madre a Josélia que levantaba los platos, soplándolos uno a uno

—Cuidado

mi padre con el pulgar en el borde en busca de rayas, de defectos, cubiertos, porcelanas, vasos desparejados de cristal, si se los golpeaba suavemente con el cuchillo soltaban un sonido interminable como si los habitase una tristeza de perro enfermo, el simple hecho de existir los hiciese sufrir, o como si el belga se lamentase a través de ellos del ganado perdido

Embarazada embarazada apuesto el ajuar de mi sobrina a que está embarazada

el belga que en vez de tomar el barco de Europa se ahorcó en la viga del establo con el billete del viaje en el chaleco, apiló las maletas, se puso de pie encima, dio un paso hacia delante y adiós

¿No te impresiona usar las cosas de un muerto, Eduardo? Hay momentos en los que me pongo a mirarlas y siento una especie de escalofrío

Qué tontería, querida

en serio una especie de escalofrío, se me ocurre que el extranjero va a entrar aquí de un momento a otro y las reclamará y me mirará callado enfadado conmigo, exigiendo que se las devuelva, oí al hombre en el corredor, las llaves que giraban con dificultad, estoy segura de que eran sus pasos buscándome, por amor de Dios, antes de que ocurra una desgracia

Qué tontería, querida, siempre me has dicho que te encantaba tener un servicio en condiciones

saca de aquí la vajilla y los cubiertos para que pueda dormir tranquila

las porcelanas, los objetos de alpaca y los vasos desparejados que los soldados del gobierno no tocaron, el belga se les apareció colgado en el establo y huyeron despavoridos, los cajones sin duda intactos en la despensa, Damião y Fernando estuvieron limpiándolos toda la tarde, los pusieron en las mesas de la terraza sobre los manteles de mi boda, los gladiolos, las rosas, las tarjetitas impresas cada una en su sitio, Carlos, Lena, Clarisse, Rui, Amadeu, mi madre, el árbol de Navidad en el centro, no en un tiesto cualquiera, en el florero de Sèvres de la sala, con las ramas decoradas con velas y bolas plateadas, nada que ver con el abeto comprado en Malanje de cuando mis hijos eran pequeños y no era abeto, les aseguraba que era abeto pero no lo era, era un pedazo de acacia o de cedro, esta vez un abeto auténtico con agujas auténticas de Noruega o de Suecia, aún con restos de nieve adheridos, que hubiese visto a hombrecitos ancianos, mofletudos, gordos, con túnica roja y barba blanca en trineos tirados por renos entrando y saliendo de las chimeneas con un frenesí de campanas, la primera Navidad en serio que les doy, traigo el vestido del desván, la pamela

dedos que palpan la seda, se demoran en un deslizarse melancólico despidiéndose de mí

no vas a morir, madre, yo no lo permitiré

Qué guapa estás, Isilda

le almidono los plisados, disimulo las marcas de las polillas con una puntada aquí y otra más allá, un echarpe, un pañuelo de seda como si fuese un cinturón, no hago demasiados gestos para no romper la cintura y nadie se da cuenta, más difícil es con la pamela tantos años sirviendo de merienda a los insectos, cambiar la posición de los frutos de baquelita, cortar un poco el velo, aunque no quede completamente bien no se ve por la noche cuando ni los propios espejos lo reflejan, el de la habitación, por ejemplo, el maquillaje ayuda, casi muestra a una muchacha joven, los hombros más rollizos, las arrugas del cuello que ocultan la sonrisa y los collares

yo sin dejar de sonreír con los ojos tanto que ellas se callaron enseguida tragándose el escándalo

—¿Dónde descubrió Isilda a este paleto?

Soy virgen

mis hijos orgullosos de mí, Carlos y Rui con los trajes de domingo, Lena con aquella exageración sevillana de muchacha de chabola, si no he dicho nada y la acepté fue porque no podía esperar demasiado para mi hijo, era imposible que no se diesen cuenta por las aletas de la nariz y el pelo, aunque sólo tuviese un tatarabuelo de sangre negra las aletas de la nariz y el pelo no mienten sin hablar de la levedad especial de los gestos, Clarisse un pelín excesiva en la manera de andar pero este año ni una observación por mi parte, una pregunta, haciéndome la distraída, sobre cuándo conseguirá a un hombre como se debe y se casará, este año juntos en Baixa do Cassanje tanto tiempo después, mi marido sin beber, el algodón y el girasol brillantes, mi madre que no conoció la guerra, la enterramos en las tierras de labor antes de los cadáveres despedazados por los alfanjes, por las segadoras

no quiero hablar de eso ahora

casi contenta a pesar del yerno y de los nietos

un borracho, un mestizo, un enfermo, una muchacha que acabará en las barracas de la isla tendiendo ropa con las otras desgraciadas mientras los clientes llegan, qué suerte que la enfermedad te salvó de ver esto, Eduardo

sentada a mi derecha mientras echaba las gotas de la tensión de una forma que era imposible no contarlas con ella, el universo entero preocupado por el número de gotas, después de tomar la medicina mi madre volvía a desaparecer con su cesto de ganchillo en un rincón de la sala, superflua como un candelabro desparejado, con quien no se hablaba, por quien no nos preocupábamos, de quien nos olvidábamos constantemente, murmurando entre las agujas contra la francesa difunta, callándose de súbito con la mano en la oreja

—Esperad

a fin de oír el mar de Moçâmedes, voces de primas sepultadas hacía siglos que se confundían con el sonido del maíz y la ayudaban a alegrarse

—Esperad

las paredes de la sala, los adornos, los cuadros que resonaban según el ritmo de los árboles y la cadencia de las olas como el algodón durante la cena cuando Fernando trajese la sopa de gallina, el pavo, el roscón de Reyes, los buñuelos, las lonchas doradas, el vino espumoso, mi marido que encendía las velas del abeto, Damião que amontonaba los regalos junto al tiesto

—Sólo a medianoche, sólo a medianoche

la casa pintada, la maleza cortada, las baldosas rotas sustituidas por mármol

la tropa del gobierno y los extranjeros de la Unita nunca estuvieron aquí, los bailundos nunca escaparon hacia el bosque, nunca dejé a mis hijos en el muelle hacia Lisboa, ni un solo cadáver en las calles de Luanda, mi marido, qué historia más tonta, nunca escondió siquiera una botella en los cajones, no me casé por estar embarazada ni mi padre me consiguió un novio y le pagó para ocultar la vergüenza, soy virgen

los tractores a la puerta del almacén, los pabilos del poblado confundidos con las escamas del río y las aristas de la piedra donde las mujeres lavaban ropa por la mañana, decir a Fernando que sirva la sopa y el pavo mientras no me mandan subir a la camioneta con los restantes condenados y nos llevan hasta el final de la carretera de Corimba, detrás de los baobabs donde abrieron las zanjas que se distinguían a distancia por el vuelo de los pájaros, se perseguían los perros a tiros y ellos regresaban siempre, con el hocico bajo, gruñendo, cojeando, el olor de cuerpos sobre cuerpos cubiertos de moscardas casi llegaba a Luanda con el curso del viento, un soldado descalzo con el rifle atravesado en las rodillas nos vigilaba, nosotros acuclillados en el suelo sin sentir los mosquitos, frotando con los paños del Congo las costras de polvo de la boca y de la nariz, si Fernando se da prisa con las bandejas tengo tiempo, ya que las ametralladoras aún no han comenzado y después de las ametralladoras tiros dispersos y después de los tiros dispersos la cal viva y después de la cal viva una capa de barro, de cenar con mis hijos, repartir los regalos, pedirle a Carlos que descorche el espumoso, decirles que no se inquieten por mí, recoger las porcelanas y los cubiertos de alpaca, verlos marcharse, observar cómo se apagan las luces del jardín, subir las escaleras del desván tropezando con la alfombra, tanteando los peldaños, quitarme el vestido y la pamela, cerrar el baúl, dejar caer el echarpe, amarrar los trapos en mi cintura, acuclillarme en el suelo con los demás presos y respirar el sudor de ellos, sus excrementos, pensé decirles a Clarisse y a Carlos que se hiciesen cargo de Rui pero me dio miedo ponerme sentimental, conmoverme, pensar que me colocarían delante de una zanja y dispararían y después la cal y después una capa de barro, estropearles la Navidad después de dieciocho años separados, mis hijos que viajaron durante no sé cuántos días de Lisboa a Baixa do Cassanje para cenar conmigo

Carlos Clarisse Rui

hay momentos en los que creo que debía, podía, era fácil haber tenido una vida diferente aun en África adonde habíamos venido a buscar

explicaba mi padre

no dinero ni poder sino negros sin dinero ni poder alguno que nos diesen la ilusión del dinero y del poder que aunque lo tuviésemos en realidad no lo teníamos por no ser más que tolerados en Portugal, mirados como mirábamos a los que trabajaban para nosotros y por tanto, en cierto modo, éramos los negros de los otros de la misma forma que los negros poseían sus negros y éstos sus negros también en grados sucesivos que descendían al fondo de la enfermedad y de la miseria, tullidos, leprosos, esclavos de esclavos, perros, hay momentos en los que creo que mis hijos me detestan igual que mi marido me detestaba a causa del ruido del escritorio en la pared más fuerte que los gritos de los pavos reales, el reloj, el generador, Carlos escondido en el árbol de la China tirando piedras al jeep, el comandante de la policía que corría tras él, el olor de las azaleas que se imponía sobre el olor del girasol, del maíz, de las sábanas lavadas, del espliego, del almidón

—Mulato de mierda, un mulato de mierda

lo que vinimos a buscar a África no era dinero ni poder, las ametralladoras en la carretera de Corimba, primera ráfaga, una pausa, segunda ráfaga, una pausa, tercera ráfaga, una pausa, y ahora sí tiros dispersos de pistola, el esfuerzo de las máquinas empujando el barro, sacudir la nuca de Carlos en la raíz del árbol, la boca de él que me insulta, forma la palabra y se calla, no sólo la boca, los ojos, mi escote como el escote de Clarisse, mi falda aún más ajustada, la ventana de mi marido abierta

—Dilo, atrévete, no tengas miedo, dilo

mi hijo callado, fueron los pavos reales los que hablaron, el comandante de la policía lo cogió para sacudirlo de nuevo, las piernas flojas de Carlos, la cabeza, las nalgas, algo diferente en la ceja, una mancha, una rojez y sin embargo la boca fija de él, la boca no temblaba como no temblaban los ojos, los autobuses vacíos de regreso excepto una sandalia, una muleta, un anillo, sólo que no eran blancos quienes los conducían, eran angoleños, cuando acabemos de cenar y Damião traiga el espumoso les pediré a Clarisse y a Carlos que se ocupen de Rui, que no lo dejen solo, que no lo internen, Lena que fue criada en una chabola y aprendió a compartir la miseria, un cubo de agua para todos, un pollo para todos, comprende, los pobres comprenden mejor

Guarde su dinero

ya que se habituaron a repartir la nada, consiguen transformar la nada en una cosa que se come, protege de la enfermedad, del frío

Guarde su dinero, le he dicho que guarde su dinero, no me hace falta su dinero para ocuparme de Rui

el dinero de África que en Lisboa vale menos que caracolas o conchas o latas de conserva oxidadas o pedazos rasgados de periódico, la ilusión del dinero y del poder, explicaba mi padre, que en realidad aunque los tuviésemos no los teníamos, teníamos negros que poseían sus negros y éstos sus negros también en grados sucesivos bajando al fondo de la enfermedad y de la miseria, tullidos, leprosos, esclavos de esclavos, perros, los mismos animales humildes que a pesar de los tiros regresaban siempre, con el hocico bajo, gruñendo, cojeando, a las zanjas de Corimba, las azaleas iluminadas, la terraza iluminada, los grandes toldos azules, las orquídeas y las rosas en la mesa, el obispo, el gobernador, el comandante de la policía, no éste, el que el gobierno nombró antes de éste y que ni a un chiquillo castigaba, tumbado en su hamaca tardes enteras a la entrada de la comisaría sacudiéndose los escarabajos con la mano, el olor azucarado de los nardos en la iglesia, el órgano suspirante entre las notas

—¿Por qué, Isilda?

el sacristán indignado con mi novio que no dejaba de moverse por timidez, chillándole al oído

—Vuélvase hacia delante y estése quieto, señor

las mujeres de los amigos de mi padre que cuchicheaban tras los guantes, tras los abanicos, tras la gasa de los sombreros, pájaros del río con crueles pupilas pequeñas que tragaban peces de sílabas

—Embarazada apuesto el ajuar de mi sobrina a que está embarazada

yo con los ojos, sin dejar de sonreír, capaz de colocarlas lado a lado en las zanjas de Corimba

baobabs, hasta los baobabs cortaron

viéndolas caer en medio de un remolino de faldas, estolas de zorro, bolsos, cajitas con pastillas para la vesícula, de cubrirlas con una capa de cal viva, una capa de barro y aun así los chillidos tenaces pero más débiles, más débiles, afortunadamente más débiles seguidos por un silbido

—Embarazada apuesto el ajuar de mi sobrina a que está embarazada

decenas y decenas de automóviles en el patio, mi padre mandó a los guardeses que abriesen la cantina, pescado seco, cerveza, harina, tabaco, que es obvio que se apuntaban para descontarles del sueldo con un porcentaje adicional por ser más de las seis, hay ocasiones en las que llego a pensar, a medida que los comunistas gesticulan en Luanda o los jefes de la Unita, esos gorilas horribles del sur, nos saquean en Cacuaco, ladrones, ladrones, si en realidad no habríamos sido injustos con ellos

y por tanto, en cierto modo, explicaba mi padre, éramos los negros de los otros de la misma forma que los negros poseían sus negros y éstos sus negros también en grados sucesivos que descendían al fondo

y cuando pienso en la justicia y en la injusticia me acuerdo de que siendo niña, apenas tenía una mancha, la lavaba con demasiada agua y demasiado jabón hasta tal punto que no sabía si era aún la mancha o mi intento de limpiarla, cuando la mancha y el agua con jabón se secaban me daba cuenta de que persistían una sobre otra, dos aureolas que enfurecían a mi madre y la hacían coger la escobilla para golpearme

—Extiende la mano, Isilda

no sé si por la mancha pequeña, no sé si por la grande, yo contenía las lágrimas con la mano extendida aguardando en la hierba con los demás presos, no me daba miedo que me pegasen, me daba miedo la cara con la que me pegaban, que se marchasen, me dejasen sola en la hacienda, el jardín iluminado, la terraza iluminada, las azaleas y el árbol de la China iluminados, los grandes toldos azules, las porcelanas y los objetos de alpaca del belga, el abeto, la cena de Nochebuena, sillas y sillas, yo sin nadie más, salvo los búhos y los insectos de la noche, en la mesa decorada con orquídeas, rosas, yo con el vestido y la pamela del desván rodeada por la admiración de los muertos, por los presos que esperaban conmigo, los autobuses de la tropa, los mastines con el hocico bajo, gruñendo, cojeando

no me da miedo que me maten, me da miedo la cara con la que me matan, miedo que no me quieran, miedo la expresión de mi hijo Rui cuando levanta la escopeta de perdigones, me apunta, desaparece detrás de la escopeta, dispara, y no era una especie de ausencia, no era yo lejos, no era el dolor, era mi hijo que no me quería, si tiraba de la sábana de mi madre en medio de la noche

—¿Me quiere?

no me abrazaba, no me decía

Ven aquí

no me acostaba en la cama con ella

no dinero, no poder, negros sin dinero ni poder alguno

se sentaba soñolienta, encendía la luz para comprobar la hora, el pelo como nunca se lo había visto, un tirante que se deslizaba, el olor del sueño, una rendija de ojos menudos rodeados de párpados, párpados no, telas con venitas hinchadas, el bulto de mi padre contra la pared, de espaldas, desprovisto de facciones, de miembros, una pulsera en el suelo, un zapato boca abajo, los pulmones se vaciaban y parecía que nunca más se llenarían, pero gracias a Dios se hinchaban otra vez con un bamboleo de hucha que se agita, mi madre apagaba la luz con una protesta confusa, la pulsera y el zapato desaparecían, la ventana surgía de nuevo, el halo grisáceo de la plantación, las pequeñas hogueras del poblado, la casa una caverna donde las cortinas movían grandes alas lentas

—¿Me quiere?

no una casa, un espacio en el que los muebles se perdían, toalleros inseguros, puertas flojas, anaqueles sacudidos, dientes de goznes, los pies del maíz que caminaban en las alfombras, los soldados, madre, van a robarme, a llevarme con ellos, a encerrarme en una choza, a colgarme del mango, las losas y la hierba del cementerio en el pasillo, crucifijos, un fragmento de ángel

Isilda

yo que tiraba de la sábana de mi madre en medio de la noche, las personas mayores son tan grandes

—¿Me quiere?

si me pongo una camisa de ellas no veo mis dedos, necesito dar tres pasos por cada paso suyo, me cogen en brazos como si no pesase, no peso, cualquier soplo me

—¿Me quiere?

no llego a lo alto de los aparadores, mi madre con la luz apagada al marcharse

Qué pregunta

el árbol de la China no para de gemir, no para, no me da miedo que me maten

me dan miedo las camionetas finalmente aquí en la carretera de Corimba iguales a aquellas en las que llegaban los asalariados de Huambo, los soldados rechazaban a uno o dos por ser demasiado viejos o estar embarazadas o vomitar, mi padre les palpaba los riñones, los mandaba andar, firmaba facturas, pagaba al conductor, las camionetas dando tumbos en dirección a Malanje, cuatrocientos kilómetos de Malanje a Luanda, seiscientos kilómetros de Luanda a Nova Lisboa, tengo frío

cuando mi hija Clarisse

—¿Me quiere?

yo irritada le apartaba la mano

Qué pregunta

con miedo también, con miedo

Qué pregunta

las camionetas en Corimba, los soldados del gobierno que abrían las cajas, algunos llevaban corbatas de colores, gafas de espejo con montura metálica como si fuese plata

a propósito de espejos cuánto tiempo hace que no me comparo, no mido mi edad, la caída del pelo, las arru

uno de ellos con botines de charol como un novio

embarazada embarazada apuesto

siempre detrás, limpiándose el charol agrietado con el puño, ni siquiera nos amenazaban, nos hablaban, nos palpaban los riñones, nos mandaban andar, si me palpasen los riñones y me mandasen andar me rechazarían, no consigo cargar un saco más de una hora, no consigo moverme entre espinos, las flores escuecen, tocas el algodón y escuecen, las camionetas en la carretera de Corimba para transportarnos a Baixa do Cassanje

lo que habíamos venido a buscar a África

un clima tan diferente de mi clima, el color de la tierra, el río

lo que habíamos venido a buscar a África no era dinero ni poder, eran

los soldados nos repartían a empujones por las chozas desiertas

—Tú, tú

que necesitaban puntales, adobe, hierba, ollas alquiladas en la cantina, la cerveza, el pescado y el tabaco diez veces más caros, no internéis a Rui, Lena que fue criada en una chabola, un cubo de agua para todos, un pollo para todos, comprende, arreglada como los pobres se arreglan, cosas baratas, chillonas, guarde su dinero, le he dicho que guarde su dinero, no internéis a Rui

hospitales donde las personas son tratadas como

nos señalaron las camionetas

—Tú, tú

el de los botines de charol me ayudó a subir golpeándome en las nalgas

Josélia

y se demoró en darles brillo con la punta del pañuelo

cómo se puede tratar a los africanos como personas si no son personas, nunca he visto a un africano afligirse por la muerte de un hijo

golpeó a una bailunda de mi edad, a una segunda, a una tercera, y ellas, seres deformes patos gansos

no personas

cuando los pañuelos se soltaban de las cabezas el retículo de grietas de la nuca, los rizos del pelo blancos, sin una queja

no personas

un lamento, una protesta, una palabra, los soldados manteniendo el equilibrio en los guardabarros, en los capós, en los estribos, gafas oscuras de montura metálica como si fuese plata, la carretera de Corimba que se deslizaba en las lentes, troncos y troncos, restos de chozas, un pedazo de fábrica, tripas de carros de combate, cañones tumbados, la única pared de una escuela, de repente me di cuenta de que no había pájaros, no era tanto la falta de gente aparte de los cadáveres desgarrados por los perros

no me da miedo que me maten me da miedo la

era la falta de pájaros, buitres, aquella especie de gaviotas zancudas de Mussulo que perseguían a las traineras o que se acostaban en la playa entre los cocoteros

cara con la que me matan toalleros inseguros puertas flojas anaqueles sacudidos dientes de goznes mi madre con la luz apagada al marcharse

Qué pregunta

quise explicar a mis hijos y a los soldados del gobierno que aun de puntillas no llego a lo alto de los aparadores donde durante meses escondían mi regalo de cumpleaños

mis hijos conversaban sin escucharme, los soldados del gobierno se sujetaban los sombreros civiles con la mano

lo que habíamos venido a buscar a África

Carlos Clarisse Rui despidiéndose de mí en la carretera de Corimba sonrientes y haciéndome gestos de adiós, Rui mayor que sus hermanos, el médico de Malanje me mostraba los análisis, epilepsia, era yo quien le secaba la orina, le agarraba los brazos durante los ataques, la cara rojísima, las rodillas torcidas, una desnudez de hombre que me horrorizaba, un mestizo, un enfermo, una infeliz que ha de acabar con las otras infelices esperando a los clientes en la isla, el jardín iluminado, la terraza iluminada, grandes toldos azules, orquídeas, rosas, mi marido con el frac de alquiler con los botones mal abrochados, se notaba que no era nuevo por el bolsillo descosido del pañuelo, hasta el clavel en la solapa me parecía marchito, con los pétalos reblandecidos por los años, gastado por decenas de bodas de guardeses o arrendatarios, desgraciados, gente pobre

señora señor Eduardo señora doña Isilda con reverencias que se repetían observaba por el cristal del coche y allí continuaban ellos en el patio muy graves gesticulando

las camionetas paradas junto a las zanjas, los perros que regresaban siempre con el hocico bajo, gruñendo, cojeando, el olor llegaba a Luanda con el curso del viento, los soldados del gobierno con corbatas de colores, gafas oscuras de espejo con montura metálica como si fuese plata

a propósito de espejos cuánto tiempo hace

tirantes floreados con los pantalones del uniforme, los soldados que me invitaban a salir de la camioneta

—Señora

el vuelo de los pájaros, alas de fieltro, gritos, el mar allí abajo, Mussulo, los cocoteros, bajábamos a la playa, mis padres y yo, mi padre con traje crema y panamá crema, mi madre con sombrilla abierta de color rosa, yo con un sombrero de paja que se ataba bajo el mentón, llevábamos el almuerzo en un cesto tapado con una servilleta que se extendía en la arena con las tarteras encima, una botella de zumo para mi madre y para mí, una botella de vino para mi padre, mi madre nunca se quitaba los guantes ni se descalzaba, sentada en un banquito combatía con el abanico los calores que mi padre combatía con el periódico, los pájaros sobre nosotros eran los pájaros de las zanjas de Corimba, con alas polvorientas de sarga, pero no tenía miedo porque era de día, los soldados, incluso el de los botines de charol, no iban a robarme ni llevarme con ellos ni hacerme daño, no había una sola habitación a oscuras en la casa de Malanje, alzaban las ametralladoras, me apuntaban, desaparecían detrás de las armas, entonces los músculos se endurecieron, entonces las bocas se cerraron y yo corría por la arena en dirección a mis padres, con el sombrero de paja que se me deslizaba hacia la nuca, feliz, sin que me hiciese falta preguntarles si me querían.

FINIS LAUS DEO