24 de diciembre de 1995

Como suele decir mi hermana Clarisse en el fondo él me da pena, siempre encerrado en el apartamento de Ajuda mirando el río por un espacio entre las cortinas al tiempo que piensa en Angola, esperando que Maria da Boa Morte lo llame

—Niño

para bañarlo, servirle el desayuno, ofrecerle a escondidas las golosinas que hacía en secreto para él, compota de mango, mermelada de papaya, cocada, mi abuela aparecía de repente en la cocina tratándolo como trataba a los bailundos, con la misma impaciencia exasperada

—¿Qué estás comiendo, Carlos?

sin que yo entendiese la razón de su furia, mi abuela a mi madre por la noche, cuando creía que estábamos acostados y no oíamos

—Es una vergüenza para la familia tenerlo en casa, Isilda, sabe Dios la vergüenza que siento

mi padre tras la trinchera del periódico, el péndulo del reloj en silencio, los árboles agrandados por la oscuridad, con los pavos reales y los búhos sentados en las ramas, Carlos que tiraba deprisa el mango o la papaya o la cocada en el cubo de las sobras al lado del fogón

—No estoy comiendo nada, señora

nosotros en pijama en el piso de arriba, inclinados desde el rellano con envidia de las personas mayores a las que nadie mandaba a la cama y que no estaban obligadas a mostrar las uñas

—Esas manos, esas manitas

sólo se lavaban los dientes, que además eran de quita y pon, si querían, viendo el periódico temblar sin padre alguno detrás, las piernas se cruzaban y descruzaban con una franja de piel idéntica a la piel de un pollo entre el calcetín y el pantalón, el humo del cigarrillo en línea recta hacia el techo, mi madre tejiendo más deprisa, Clarisse orgullosa de las chinelas nuevas susurrando como en misa con una risita excitada

—La abuela se avergüenza de ti, Carlos, ¿por qué la abuela se avergüenza de ti?

las personas mayores no saben la tabla del nueve ni la capital de Albania ni conjugan verbos y no las riñen por eso, les gusta la sopa de nabizas, detestan las tortugas y las ranas, no mastican estearina, usan zapatos a medida y no tres números más grandes, no hacen caso a paraguas de chocolate, en el caso de que haya hermanos no se visten igual, pueden toser a gusto sin tomar jarabe, dejar patatas y ensalada en el plato sin escandalizar al mundo, apagan la luz antes de dormir, que los hechiceros no se las llevan, sólo nos llevan a nosotros, Clarisse extendió el pie mostrando la chinela

—Es una vergüenza para la familia tenerlo en casa, Isilda, sabe Dios la vergüenza que siento

la chinela se soltó, dio una voltereta en el aire, cayó con un ruido blando

plof

entre el sofá de mi abuela y el sofá de mi madre, mi abuela con la mano en el pecho olvidando la vergüenza

—Qué susto

mi padre desaparecido del todo salvo las piernas, la franja de piel de pollo que separaba el calcetín del pantalón, peleando con las páginas del periódico que, vivas de repente, se retorcían, se separaban, se esparcían por el suelo, el reloj caminaba de número en número con pasos de pavo a lo largo del tiempo, el generador tiraba despacito de la mañana en nuestra dirección como quien tira de un juguete con ruedas deformadas sujeto con una cuerda, mi madre, furiosa con mi abuela, lo que se notaba en el color del cuello, sin alzar la voz ni levantar los ojos del ganchillo

—Niños, a la cama

mi abuela aún con la mano en el pecho, sosteniendo al gorrión del corazón, miraba la chinela con miedo como si encarase al demonio, nosotros nos escapábamos hacia la habitación, Clarisse cojeaba intrigada

—La abuela se avergüenza de ti, Carlos, ¿por qué la abuela se avergüenza de ti, Carlos?

oíamos la precipitación del periódico, mi madre a mi abuela, seguro que de pie, seguro que con el dedo admonitorio

—Rece a todos los santos para que el niño no se haya dado cuenta de nada, si por casualidad el niño ha notado algo la interno hasta que muera en un asilo de Malanje

el reloj bamboleando la celulitis, el generador, sin energía, arrastrando la mañana con un esfuerzo de muecas de gasóleo, mi abuela, por miedo a que la condenasen a una silla de ruedas y a que la alimentasen mediante un tubo de la nariz al estómago, cogía la chinela para volverse útil y ahuyentar el asilo e intentaba disculparse esgrimiendo evidencias

—¿Desde cuándo se mezcla un mestizo con blancos, Isilda, desde cuándo un mestizo come a la mesa con nosotros?

una rama golpeaba una y otra vez en los cristales, Maria da Boa Morte nos aprisionaba entre las sábanas, Clarisse tirándole del delantal

—¿Por qué la abuela se avergüenza de Carlos?

con Maria da Boa Morte allí la rama en el cristal, inofensiva, no era más que una rama, incapaz de alarmarme, los hombros de Carlos en la claridad negra, esa especie de luz de luna inversa que Damaia no tiene, donde los muebles, las cortinas y los cuadros respiran y viven, se sacudían hacia arriba y hacia abajo, los dientes brillaban, las mejillas brillaban, el pecho se encogía

—No llores, Carlos

en mi opinión se lo tenía merecido, que llorase por no haberme dejado, el muy tonto, con esa manía que tiene de mandar

—Rui

cazar saltamontes y quemarlos con una cerilla, yo que un día de éstos me hago mayor, me acerco a él, lo ato a un tronco y le atravieso la lengua con un clavo

—Toma

mi padre subía las escaleras y nos miraba desde la puerta casi hablando con nosotros, arrepintiéndose, hasta que desistía cambiando la charla por una botella de whisky, el médico subrayaba los análisis

—Mientras no le reviente el hígado y lo haga papilla no estará en paz, ¿no, señor ingeniero?

mi padre no estaba en paz de gollete en gollete, su cuerpo adelgazaba y se hinchaba su tripa, miraba el periódico sin verlo usando las noticias para estar solo, murmuraba discursos gargajosos y los limpiaba en el brazo, una tarde le acerqué el oído a la boca y él, como si flotase en un aceite de desilusión, repetía y repetía y repetía

—Santísimo sacramento

mientras se desplazaba por la casa con una marcha elástica, cautelosa, idéntica a la de esas aves zancudas llegadas de Egipto desacostumbradas a andar, la tarima devolvía tambaleos de cubierta, mi abuela atenta a las gotas de la tensión

—Disculpe, Amadeu, no lo he entendido

a quien le gustaba tan poco él como Carlos, la misma indignación ceñuda, el mismo rechazo, el mismo disgusto

obligándome, olvidado

Disculpe, Amadeu, no lo he entendido

a hurgar entre objetos anticuados en la memoria, mitades de tijeras, dedales, marcos con rositas de estaño oxidados y rotos, una pulsera pero de quién, Dios mío, de quién, fotografías en placas de esmalte, alfileres de corbata, tubos de pegamento, un pedazo de lacre, un balde y una roldana sobre un pozo, yo en brazos de alguien, mi suegra con una alegría de tortura

Disculpe, Amadeu, no lo he entendido

yo en brazos de alguien que ya no reconozco, un gallinero, una viña en bancales, sombreros de paja inclinados ante las parras, el tren de mercancías del mediodía, el correo de las seis, yo en brazos de una mujer en bata

(¿una pariente, una amiga, una vecina?)

que me consolaba, me acariciaba la nuca

No duele, no duele nada

Disculpe, Amadeu, no lo he entendido

mi padre que abría un armario de par en par, miraba hacia dentro como hacia un túnel sin fin, desaparecía en una penumbra de centelleos, hacía caer vasos, tintinear cristales, los labios vibraban, los dedos como hojas al viento, ningún whisky, ninguna ginebra, ningún vino, nada que lo ayudase a responder, a hablar, que lo salvase del desdén que le demostraban, si retrocediese diez años, si lo aceptasen en la Cotonang otra vez, mi padre que cerraba el armario, se enderezaba, se alisaba la camisa, la chaqueta, el pelo, levantaba una copa imaginaria hacia mi abuela

(un pedazo de lacre, un balde y una roldana sobre un pozo)

—A su salud, señora

nos miraba desde la puerta de la habitación, desistía, apagaba la luz, bajaba las escaleras tanteando aquel escalón traicionero al que le faltaba una tabla desde donde se avistaba el abismo con crías de rata del sótano, los hombros de Carlos hacia arriba y hacia abajo, el brillo de los dientes, el brillo de las mejillas, siempre encerrado en el apartamento de Ajuda mirando el río por el espacio entre las cortinas y pensando en Angola, Carlos esperándome para la cena de Nochebuena cerca de la avenida iluminada, de las farolas de un lado al otro de la acera que se derramaban en los arbustos y entristecían las fachadas, Carlos más delgado y menos fuerte que yo incapaz de prohibirme quemar saltamontes con una cerilla, estrangular a las palomas que rondaban de Monsanto a la escuela, les ponía maíz o pan de ayer en la galería, me fingía estatua permitiendo que se paseasen unos minutos por los tiestos, les tiraba una toalla encima y zas, Lena desde la cocina, con el cuenco de mayonesa en la mano, ofendidísima como si las palomas le perteneciesen

—Suelta a los animalitos, Rui

me prohibían todo, se irritaban sin motivo, no dejaban que me divirtiese, la paloma medio desfallecida, medio mareada, se unía a sus compañeras y se esfumaba en el recreo de la escuela, no sólo Lena y Carlos me prohibían todo sino también los quejicas de los vecinos, a ver si se ocupa de él como se debe que su hermano ha estado tirándoles piedras a los canarios toda la mañana, es la tercera vez en esta semana que me suelta la cacatúa del gallinero y yo como si no tuviese otra cosa que hacer trepando al plátano con guantes por culpa de los picotazos, fíjese qué incordio, había quien se daba a la fuga

—Míralo al idiota

si yo salía a la calle a molestar a los vendedores ambulantes y a los mastines vagabundos, quien me arrojaba regaderas encima sólo porque arrancaba la ropa de los tendederos o desatornillaba las placas de los timbres con un destornillador estupendo, los estúpidos de los obreros que pintaban la fachada del União juraban matarme si tocaba las brochas o les quitaba las escaleras, aquí en Damaia, al menos, los caboverdianos del barrio de chabolas con una cinta roja en la muñeca y gorros marroquíes, que viven en un solar con cañaverales y carrocerías de automóviles con su borracho asándose en los asientos, me piden con buenos modales, con delicadeza

—Eh, idiota, eh, loco

que los ayude a coger gatos para el menú de la cena, los hijos de los caboverdianos también con cinta roja y gorro marroquí, que debe de ser de nacimiento como mi mancha del ombligo, los ahuyentan golpeando ollas en nuestra dirección, extendemos una red, los envolvemos en la red y comenzamos el guisado dando los golpes de rigor, aquí en Damaia, al menos, los gitanos vendedores de blusas que encogen la mitad en el primer lavado y aparatos de radio imponentes con esferas y clavijas como estaciones espaciales pero que no dan noticias ni música, sino que sueltan unos estruendos de cometas, unos silbidos de estrellas alfa, unos mensajes marcianos en clave de individuos con antenas y orejas picudas, los gitanos me solicitan educadísimos debajo del sombrero y del bigote a cambio de una chupa americana sintética con letras plateadas en torno de un águila

san Francisco

capaz de durar meses a condición de no ponérnosla nunca

—Eh, chalado

que me coloque de centinela en la calleja de la comisaría, un callejón más bien, con casitas con santas en hornacinas

santa Filomena, santa Teresa de Lisieux, santa Bárbara para las tormentas y las penas de amor

me meta dos dedos en la boca y silbe con ganas al primer patrullero, en una de ésas silbo incluso sin coche para observar el espectáculo de muchas mujeres encorvadas, con falda larga y cesto en bandolera gritando como borregos y perdiendo zapatillas y niños de pecho por toda la manzana, acompañadas por los mensajes marcianos de las radios, aquí en Damaia, al menos, como todo el mundo, si pudiese, soltaría cacatúas y estrangularía palomas, no me riñen ni se enfadan conmigo, después de comer por ejemplo me gano honestamente la vida observando el dominó de los jubilados en la lechería porque el barbero me paga el diez por ciento de lo que gana si le doy pistas por señas

una rascadura en la nariz, una tosecita discreta, un bostezo

los vejestorios de los socios, retorciéndose al perder

—Caramba

me amenazan con los bastones con el falso argumento de que les gafo el juego, el barbero, doctoral, los tranquiliza rebañando las monedas

—¿Cómo un pobre epiléptico, cómo un infeliz que se ve a simple vista que es tonto, puede gafar seriamente a alguien, amigo?

el barbero paternal, con el brazo rodeando mi cintura camino de la tienda y las monedas tintineantes en el bolsillo, oscuras, pegajosas, contadas una a una en la mesa de la manicura

—Vaya si tienes suerte

con una parsimonia avarienta

—No te rasques con toda la palma que salta a la vista, con la uña del meñique basta y sobra, y sobre todo no te pongas a aplaudir dando saltos cuando acaba la partida

mi salario, conquistado por traducir ases por ronquidos y bostezos, iba directo como una bala al bolso de una joven de pelo castaño claro que sorbía sinusitis, establecida por cuenta propia en un cajón de licor en el cruce de la curva de Buraca con la carretera del cámping donde aguardo mi vez, bajo la lluvia, en la sala de espera delimitada por retamas y excrementos de burro, después de un ciego acordeonista, tocador de fados quejumbrosos siempre con el mentón hacia arriba

—¿Hay sol, Irene?

buscándola entre las pinochas sin soltar el acordeón que gemía de vez en cuando su nota suelta, su re bemol de placer, lo llevaba de regreso a Damaia sosteniéndole el codo prolongado por la antena del bastón

—¿Hay sol, jefe?

el ciego embutido en una gabardina de canónigo que le arrastraba por el suelo a quien yo le aconsejaba

—Cuidado con el escalón

y él que alzaba la bota y tropezaba en el vacío

—Que te parta un rayo, que te parta un rayo

vivía en una furgoneta sin llantas detrás de la fuente con una jaula de jilguero en las bielas del motor, admirándose al introducir los dedos en las rejas

—No oigo al animal

sin darse cuenta de que yo le había abierto la puerta hacía mucho tiempo y el pájaro, huérfano de padre, trinaba en un alféizar cualquiera en Queluz o en Brandoa, el ciego tanteaba los trapecios, el alpiste, los grumos endurecidos del suelo, buscándome alrededor de la furgoneta

—Que te parta un rayo, que te parta un rayo

la claridad de la mañana iluminaba la fuente de piedra caliza con el escudo del rey o de un duque o de una marca de aceite que yo solía rascar con un clavo, donde las mulas de los gitanos, con mataduras cubiertas de grasa o de pintura gris, bebían con ruido de caldo, viejas con pañuelo y chal bajo el calor canicular extendían hacia el caño lebrillos y cazos, el ciego con el bastón en alto, yo corriendo hacia él

—Cuidado con el escalón

una bota de badana con los cordones desatados pedaleaba en la nada, un arabesco de mano, los brazos como aspas de molino

zumba zumba zumba

como los patinadores a la intemperie, la claridad de la mañana, roja azul verde castaña amarilla en las chimeneas en los tejados en las cortinas de ganchillo en las golondrinas de loza en los hierros forjados de los balcones, la claridad de la mañana que empolvaba con gorriones los árboles de la plaza, una bota de badana con los cordones desatados pedaleando, una segunda bota sin suela que resbalaba en un guijarro, el acordeón sin sentido musical alguno que rodaba en las balsas y perdía teclas e incrustaciones plateadas hasta desaparecer del todo

plaf

en el canalillo, el ciego

—Que te parta un rayo

aún debe de seguir allí, supongo, enfadándose en la jaula

—No oigo al animal

o un pie sí y otro no en los charcos del canalillo avanzando a borbotones hacia la desembocadura del río, el ciego con el mentón en alto interrogando a las gaviotas

—¿Hay sol, jefe?

yo plácidamente en Damaia con la actriz de cine en el cartel y Carlos que quería estropearme la noche esperándome para la cena de Nochebuena, decidido a darme la lata con mis modales en la mesa, con la servilleta que me pongo en el cuello en lugar de extenderla sobre las rodillas, con el borde del vaso sucio por no limpiarme los labios, con las aceitunas que escupo en el plato en vez de ponerlas con boquita de piñón en la hoja del cuchillo, Carlos que durante tres años me obligó a tragar comprimidos que daban sueño y me quitaban el gusto de inventar escalones y soltar cacatúas, tambaleándome con un cansancio de sauce de la cama a la sala y de la sala a la cama mientras levantaba los párpados con el esfuerzo de quien sube persianas alabeadas, las levanta a dos manos con una estridencia de estores, Carlos que durante tres años me arrastró de hospital en hospital y los médicos devolvían radiografías, exámenes y cartas con un papirotazo de hastío

—Si fuese usted lo mandaba de vuelta a África, donde todos son más o menos epilépticos, a hacer estupideces en la selva para distraer a los negros y agujerearles los ojos y las tripas que allí nadie se queja

Carlos preocupado porque yo abriese el gas, dejase un grifo abierto e inundase el edificio, tirase los muebles y las caretas de Lunda por la ventana, todo antiguo, todo descolorido, todo gastado, todo hecho un encaje por el apetito de bolillos de la carcoma y de la polilla, nos sentábamos en una silla y la silla con una de las patas sujeta con cuerda se sacudía como un diente de leche y sollozaba

—Ay

nos apoyábamos en un cojín y el cojín doliente vomitaba miraguano, la pila atascada, el lavabo atascado, el postigo de la cocina hinchado de óxido sin poderse abrir, Carlos esperándome para la cena de Nochebuena, diferente de nosotros, el pelo diferente, las mandíbulas diferentes, el color de la piel diferente, la boca más gruesa de la que mi abuela se avergonzaba y que a Clarisse le daba pena

En el fondo, pobre, me da pena, madre lo compró en Malanje como a veces compraba escobas y cestos

¿Entonces Carlos no es nuestro hermano, Clarisse? ¿Entonces a Carlos le gustan el pescado seco y las gachas?

mi padre que lo miraba desde la puerta sin atreverse a hablar, Maria da Boa Morte tratándolo no de

Niño

como a nosotros, sino de

Carlos

tratándolo de

Carlos

arrellanándose sin pedir permiso frente a él, Carlos aún menos que los soldados porque a los soldados ella les decía

Señor Tal, señor Cual

por respeto o consideración o miedo, creo que por miedo

Señor Tal, señor Cual

yo en Estoril comiendo galletas de vainilla, bebiendo coca-cola, pasando del canal de los dibujos animados al canal de deportes, subiendo el volumen del televisor hasta no oír las olas, rodeado por las fotografías de Clarisse con los amigos

¿Entonces Carlos no es nuestro hermano, Clarisse? ¿Entonces Carlos es hermano de los leprosos?

el gato detrás del polluelo, el perro gordo detrás del perro raquítico, el coyote detrás del pájaro que corría, el hombrecito pequeño detrás de la pantera digna fumando en boquilla, el pie descalzo de Clarisse balanceándose desde el sillón, laureles, rosas de té, viviendas de ricos, barcos, palmeras como las palmeras de Cassanje que hacían señas de adiós sin tristeza alguna al marcharnos

Adiós, Rui

la ardilla enamorada del tejón maloliente, la pareja de cuervos que discutía sin parar, los osos vestidos de personas, el pato viejo con anteojos y patillas blancas, la isleta del faro, el hervor de cacerola de las traineras de pesca aguardando la marea, mi padre bebía whisky no por mi culpa como siempre me dijeron sino por su culpa, enfermaba por su culpa, tumbado en la terraza, absorto, esquelético

¿Entonces Carlos no es nuestro hermano, Clarisse? ¿Entonces Carlos es hermano de los leprosos?

Carlos esperándome para la cena de Nochebuena mirando el río por el espacio entre las cortinas pensando en Angola, no en Clarisse, no en mi madre, no en mí, pensando en su familia verdadera en Malanje, en la hacienda, en la cantina, en los campos de algodón, en el poblado, los hombros de Carlos hacia arriba y hacia abajo, los dientes que brillaban, las mejillas que brillaban, el pecho encogido

—No llores, Carlos

y se merecía llorar por no haberme dejado, el muy tonto, con esa manía que tiene de mandar

—Rui

cazar saltamontes y quemarlos con una cerilla, se merecía que los caboverdianos lo cogiesen como a los gatos vagabundos y me llamasen para reunirme con ellos

—Eh idiota, eh loco

yo que envolvía a mi hermano en la red, lo tiraba al canalillo y lo veía partir por el Tajo en medio de un borbotón de despojos

(—¿Hay sol, Rui?)

incapaz de no dejarme estrangular a las palomas, incapaz de no dejarme ser feliz.