4 de diciembre de 1984
Porque soy mujer. Porque soy mujer y las mujeres no mueren como los hombres pues les falta la misma carga de miedo en la carne, la misma espesura en los huesos de inocencia y soledad: se transforman en fantasmas o tal vez ni siquiera en fantasmas, en cosas vagas, en fosforescencias que rondan de habitación en habitación con los gestos y el modo de caminar que poseyeron en vida, estremeciendo las cortinas, nublando los cromados, mirándonos desde el huerto o desde la cocina, peinadas y agitando abanicos y regresando a la tierra a medida que nos miran, a la sepultura donde hace semanas o meses las dejamos, con esa rapidez sin densidad con la que el agua se escurre. Porque soy mujer. Porque soy mujer durante años y años, después del entierro, encontré sin sorpresa a mi madre tejiendo en la mecedora de la galería, la llamaba en voz baja, casi sin sonido, dentro de mí
—Madre
los setters no reparaban en ella ni mi marido ni los pavos reales ni las azaleas, mis hijos continuaban jugando bajo el árbol de la China, la sombra de la mecedora en el suelo oscilaba vacía y no obstante mi madre guardaba la calceta en el cestillo, sonreía, extendía el brazo feliz por tocarme la ropa
—Qué bien te sienta ese vestido, hija
mi prima casada con un hacendado de Duque de Bragança entraba con la bandeja del té mirando en torno admirada
—¿Te ha dado por hablar sola, Isilda?
señalando la mecedora sin nadie, la enredadera en las columnas, los párpados de las flores de algodón que pestañeaban al viento mientras un perfume azucarado como la tinta de las cartas antiguas me embalsamaba de ternura, dos dedos con anillos me palpaban la falda
—Qué bien te sienta ese vestido, Isilda
yo me sentía contenta, joven, bonita como cuando me arreglaba para salir con ella a los bailes del Ferroviario, toda de blanco, guantes blancos, zapatos blancos, una gardenia blanca en el escote, el gobernador me levantaba la nariz con el pulgar
—Cómo has crecido, niña
y estaba segura de que nunca sería vieja ni con arrugas ni con canas ni enferma y la orquesta tocaría en el escenario hasta el fin de los tiempos. Porque soy mujer. Porque soy mujer y me educaron para ser mujer, es decir, para entender fingiendo que no entendía
(bastaba cambiar las palabras por una especie de despiste gracioso)
la debilidad de los hombres y el revés del mundo, las costuras de los sentimientos, los disgustos zurcidos, los dobladillos del alma, me educaron para disculpar las mentiras y el desasosiego de ellos, no aceptar, no ser ciega, disculpar como disculpé a mi padre sus infidelidades aparatosas y a mi marido su indecisión patética, me enseñaron la inteligencia de ser frívola con mis hijos hasta que la viudez me obligó a hacerme cargo de ellos y de la hacienda con la misma dureza con la que me hacía cargo de las criadas, y a embarcarlos
—Angola se acabó para vosotros, ¿habéis oído bien?, Angola se acabó para vosotros
en el barco de Lisboa y a quedarme entre difuntos que me interrogaban desde el parral y desde el patio, limpiando con la punta del pañuelo las heridas de las balas que los mataron. Porque soy mujer. Porque soy mujer y la tropa del gobierno me ha ocupado la casa, me ha despojado el techo de vigas y tejas para construir refugios contra los luchazes, los bóers, los mercenarios pagados por los diamantes de Lunda, me ha robado las vacas y los cerdos y las gallinas y las cabras que encontraba asándose en espetos improvisados con mangos de escoba, ha dejado que el girasol y el arroz se secasen con el frío de la niebla y que la hierba devorase sus raíces hasta el punto de no encontrar vestigio alguno de la plantación de mi padre, del que le vendió la tierra y emigró a Venezuela o a Brasil, y de los anteriores a ambos que durante dos o tres o cuatro generaciones derribaron el bosque y los nidos de los animales a fuerza de esclavos y machete, a fuerza de sangre, obligaron a fuerza de sangre también a que el algodón naciese en la cima de las colinas y al sur del algodón las chozas de los esclavos entre el jardín y el río, junto al mármol de los cocodrilos en la arena, los esclavos a quienes
aunque siguiesen siendo esclavos
llamábamos portugueses de color y ahora ocupaban mi cama, mi habitación, las habitaciones de mis hijos, el despacho y las salas desiertas de mis muebles y de mis cuadros con las armas, las esteras y las radios a pilas, me obligaban a dormir en un somier de cañas en la cocina con Josélia y Maria da Boa Morte, y yo despertaba a cada sobresalto del sueño de ellas, sufría su presencia, soportaba su olor, Josélia y Maria da Boa Morte que decían sin decirme
—Angola se acabó para usted, señora, ¿ha oído?, Angola se acabó para usted
sirviéndome el pescado seco que había sobrado de la cantina y que habían escondido entre la leña del fogón, las conservas caducadas de la despensa, los pájaros muertos de las acacias y algún que otro pollo que la tropa había olvidado y al acabar de comer veía a mi madre en la mecedora, la veía guardando la calceta en el cestillo, contenta de tocarme la ropa, no una falda ni una blusa, un paño del Congo que había pertenecido a Damião atado a los riñones como hacían las lavanderas, mi madre orgullosa de mí
—Qué bien te sienta ese vestido, hija
palpando la tela con una caricia alegre, yo por un instante joven y bonita caminando del brazo de mi padre, al son de la música, en las losas de la cocina o en las arcadas del Ferroviario, admirada por oficiales de uniforme y hombres de chaqueta, por las gafas del gobernador que reflejaban las lámparas y las condecoraciones con puntitos geométricos
—Muy elegante, sí señores, muy elegante
el gobernador que pedía permiso a mi padre para bailar conmigo, sujetándome la palma con su palma, apoyando el codo en mi espalda y en esto el mundo entero comenzaba a girar, no sólo las paredes, el techo artesonado, los invitados, la mesa del bufé, la ciudad, las palmeras, África, Josélia, Maria da Boa Morte, el somier de cañas de la cocina, todo, el mundo remolineaba junto con las gafas del gobernador ora transparentes ora opacas en equilibrio con las insignias de metal del cuello
—Muy elegante, sí señores, muy elegante
el alférez que me llamaba desde el umbral
—Camarada
mi madre que dejaba de sonreír, se marchaba, la música callada, el gobernador fallecido hace siglos, el Ferroviario destruido por la guerra civil, el universo de repente estrecho, el generador sin gasóleo, la nevera estropeada, la vajilla reducida a cinco o seis platos de lata que Maria da Boa Morte trajo del poblado, me gustaría tanto que mi madre estuviese aquí sin dejar de tejer, de sonreír
—Qué bien te sienta ese vestido, hija
pedirle que me esperase
—Madre
Josélia preocupada por mí
—Señora
viento en el rastrojo que llena de polvo los tallos, corta las azaleas, devora rama a rama el árbol de la China con la hamaca de Clarisse colgada en un tronco, el alférez que se peinaba con mi peine y se sentaba frente a mi espejo apuntándome con la pistola como a un conejo o a una liebre
—¿Dónde has metido al policía blanco, camarada?
el viento saltaba el estanque y los arriates, el portón de la hacienda con los pilares rajados y los goznes que agujereaban la pared, lo que quedaba de los tractores
(chapas torcidas, cilindros, una rueda)
servía de muralla contra los cañones de la Unita, Josélia acomodándome el paño del Congo en lo que fue el cuello y ahora son cuerdas de arrugas
—Muy elegante, sí señores, muy elegante
—Señora
los soldados cogieron a Fernando en el atajo de Chiquita, lo llevaron de regreso a la hacienda apretándole los tobillos con nudos de bejuco, con los pómulos transformados en llagas azules, una pasta confusa en lugar de la boca, los pantalones rasgados hasta el hueso de la pierna, Fernando de rodillas en la terraza golpeado por las botas de la tropa, los culatazos en la cara, las hebillas de cinturón en los riñones, el primer tiro y un estremecimiento, el segundo tiro y una bandada de murciélagos gritando su terror en los campos infecundos, tordos embistiendo en las tablas del almacén en cuyas tinieblas chillaban de furia ratones del tamaño de perdices, un militar con galones de cabo, las polainas de mi marido y uno de mis collares comprados en Europa, en París o Bolonia, que yo colgaba en la percha del tocador, repartidos entre ellos con una gula de chillidos, el militar con galones de cabo
(me acuerdo del olor a las azaleas pisadas, del tabaco barato y de aquél más distante de barro amasado y de raíces del agua, del perfume de la francesa en el jersey de mi padre cuando volvía silbando del convento y de mi madre que me abrazaba y me hacía llorar
—Cojo a la pequeña y me marcho, Eduardo, te juro que cojo a la pequeña y no volverás a vernos nunca más
un perfume ácido y dulce y cálido que perturbaba a los claveles en los floreros)
el militar con galones de cabo, dos aspas rojas hurtadas a un colega europeo en el desconcierto de la partida cuando los batallones se atropellaban hacia el interior de los barcos, surgió detrás de mí apartando a Josélia, introdujo una cinta en la ametralladora, manipuló la culata, Fernando desmadejado y elástico comenzó a saltar y a saltar y a saltar, había círculos encarnados en sus axilas, en su tripa, en su pecho, y continuó saltando en la terraza a medida que los tiestos se quebraban solos y pedazos del pasamanos caían en silencio hasta que el militar soltó la ametralladora en el borde del estanque, Fernando finalmente en paz se acercaba a la tierra como si la besase, los setters lo observaban a medio camino del miedo y del hambre, los buitres sólo bocado de Adán y uñas caminaban con un andar cansado de pavos sacudiendo el aire con el barro de las alas, las tropas volvían a entrar en la casa que, sin ventanas ni puertas, con las paredes deshechas por las bazucas, a partir de las tres de la tarde se ovillaba, llenándose de insectos en la resonancia de la noche, un estanque asaltado por la hierba menuda con los gansos que sobrevivían al apetito de la tropa engullendo las orlas de las cortinas y los flecos de las alfombras, los mastines que se revolcaban en las mantas, los bufidos de los gatos monteses que mamaban en el techo del desván y en el pretil de la ducha, Josélia, Maria da Boa Morte y yo amortajamos a Fernando con sacos de algodón y lo enterramos
(tres mujeres porque soy mujer o por lo menos porque fui mujer antes de que el ácido del estaño me surcase de arrugas, tres viejas con palas y picos y rastrillos y los cuchillos de cortar la carne que no teníamos ayudándonos una a otra con una solicitud encorvada)
junto al generador, a salvo, pensábamos, de los buitres y de los setters que aun así lo buscaban con la avidez de las patas, mientras los soldados se reían de nosotras y alineaban cervezas en los escalones del patio, Maria da Boa Morte a los perros y a los pájaros
—Fuera
y en cuanto encendimos los pabilos en la cocina mi madre guardando la calceta y palpando con dos dedos el paño del Congo con una sonrisa feliz
—Muy elegante, sí señores, muy elegante
—Qué bien te sienta ese vestido, hija
confundiéndolo con los satenes y las sedas de los bailes de Malanje, de Luanda, de cuando fuimos al Luso a la boda de la sobrina del obispo, una villa con una docena de personas y una docena de callejas perdidas entre llanos en una meseta de arena, el avión de la Marina trajo la tarta de Nova Lisboa, yo besando el anillo fofo del obispo y el obispo
—El demonio te ha hecho a propósito para tentarme, muchacha
los llanos iluminados con fuegos o luces mortecinas, un cinturón de chabolas aún más pobres que en el norte, niños de pelo pálido y tripa dilatada, una fila de cadillacs con cortinillas de muselina frente a la misión, monjas españolas flacas como galgos acechando desde los claustros, sargentos de los que Lisboa no se acordaba consumidos por la disentería en una explanada de cañas, el obispo bendiciéndome con el pulgar que olía a vinajera y a santo óleo
—No hay duda de que el demonio te ha hecho para tentarme, muchacha
de regreso del entierro de Fernando en cuanto mi madre se levantó de la mecedora satisfecha conmigo como si en lugar del paño del Congo llevase un lazo en el pelo y una banda de lamé
—Qué bien te sienta ese vestido, hija
escuchamos al alférez del gobierno
—Camarada
no a Josélia ni a Maria da Boa Morte sino a mí, distinguiéndome de las criadas con un instinto certero de animal, un tropismo esmerado de planta
—¿Dónde has metido al blanco de la policía, camarada?
el cabinda que me despojó del jardín, de los tractores, de la trilladora, del granero
—¿Dónde has metido al blanco de la policía, camarada?
no señora ni patrona, sino tú
lo juro
camarada y tú como si lo hubiese invitado en la época en la que teníamos que comer servidos por los guantes y el traje de gala de Damião, mi padre en una punta, mi madre en la otra, una espesura de perfumes y humo de puro entre ambos, melenas platinadas, insignias, clavículas desnudas, risas, los cuernos de gacela sobre la salamandra impresionándome casi tanto como el reloj de pared que mi hijo Carlos creía que era
(aún lo cree estoy segura
el tonto
aún lo cree)
el corazón de la casa, el cabinda no de igual a igual sino de superior a subordinado, el dueño de los escombros de la hacienda a la prisionera que yo era
—¿Dónde has metido al blanco de la policía, camarada?
el comandante de la policía de Malanje a quien los militares portugueses se negaron a llevar en el atropello de los barcos en fuga, buscando de muelle en muelle, de paisano, un lugar en la bodega, exhibiendo papeles, elogios desvaídos, citas hechas jirones, medallas inútiles, pidiendo, arguyendo, ofreciendo dinero, corriendo hasta el barco siguiente y volviendo a pedir, el comandante de la policía a quien el gobierno detestaba, la Unita detestaba, los colonos detestaban por el porcentaje que cobraba en los fardos, el pueblo detestaba por ser trasladado de plantación en plantación en camiones de ganado y yo no llegaba a detestar por haberme dado lo que ni mi padre ni mi marido me dieron en la vida
(porque soy mujer)
mi padre demasiado ocupado con sus amantes y mi marido demasiado ocupado por el miedo a ser quien era y por el whisky
—Las arañas, Isilda, quítame las arañas
sacudiendo de los pantalones los animales que inventaba, arañas, langostas, lagartijas, culebras, el comandante de la policía, en busca de un barco que lo aceptase, dormía en el muelle en aparadores destrozados y vagones de desecho y, comprendiendo por fin que no lograría salvarse de Angola, acabó regresando a pie a Baixa do Cassanje con el rollo de elogios y el estuche de medallas, evitando a los blindados sudafricanos, a las patrullas del ejército, a los grupos de mendigos que asaltaban a las personas en la carretera y a los bandos dispersos del FNLA con sus armas robadas en los cuarteles de los blancos, de manera que la tarde en la que bajé al río en busca de sobras de comida en la aldea de los leprosos
(es decir, restos de tapias y una polvareda de cenizas)
lo encontré encogido en el interior de un tronco de tal forma que me pareció al principio un niño difunto con hebras grises que se le despegaban del cráneo, embalsamado en una blusa sin color y en unos pantalones militares con una raíz de yuca en la mano, lo reconocí abriendo un surco en la memoria hasta la imagen de un hombre alto, con espuelas, que ahorcaba a los jingas en los mangos y me esperaba sin inmutarse por el escándalo en las pensiones de Malanje, no clandestino, no cauteloso, no en la habitación, llamándome desde el bar donde jugaba a los dados con el adjunto del gobernador y los propietarios vecinos
—Isilda
indiferente a la sorpresa, al empacho, al malestar de ellos, señalando a sus compañeros con un desafío sereno
—Los conoces a todos, ¿no, Isilda?
los propietarios que cenaban en mi casa y en cuya casa yo cenaba me saludaban con una prisa ansiosa pretextando una cita con el notario, el dentista, el gerente del banco, una reunión de negocios, mientras el comandante de la policía
—¿No has tenido problemas con el borracho de tu marido, Isilda?
se fingía asombrado por la vergüenza de los compañeros y les ofrecía cigarrillos, lumbre, bebidas, les prohibía que saliesen de la pensión sólo con alzar un poco la ceja derecha y tratándome como a una infeliz de la isla
—Isilda, espera tranquila hasta que acabemos el juego
me ofrecía cigarrillos también y lumbre y bebidas no como se ofrecen a una señora sino como se ofrecen a una masajista de hotel, divirtiéndose con la incomodidad del adjunto del gobernador, de los propietarios, de los fiscales, uno de ellos compadre de mi marido, un segundo incluso primo, el comandante de la policía ordenándome que soplase en los dados para darle suerte
—Isilda, espera tranquila hasta que acabemos el juego
entregaba una propina al camarero, me metía un par de billetes en el bolso
—Cómprate unas medias de nailon
mostraba al corro la llave de la habitación como si blandiese un trofeo ante los compañeros sin valor para quejarse a Luanda o a Lisboa por temor a una emboscada en los arrozales, habitaciones de pensión barata como si me llevase allí para ofenderme, como si quisiese humillar a otra mujer o a todas las mujeres a través de mí y no obstante me daba lo que ni mi padre ni mi marido me dieron en la vida, una especie
(cómo decirlo)
de esperanza, una especie
(es verdad, no me preguntéis porque si me preguntáis no lo sé explicar, pero es verdad)
de alegría, el comandante de la policía después de quitarse las botas y colgar la pistolera en el clavo de la puerta
—Ven aquí
podía ser nuestro criado, no amigo, jefe de turno, telegrafista, amanuense, no una persona para ser invitada sino un inferior al que no se trataba ni mal ni bien y al que se pagaba más mal que bien a medio camino entre nosotros y los negros o, mejor dicho, a medio camino entre nosotros y los blancos pobres como la familia de mi nuera, a la que acepté por tratarse de Carlos y sentir que con Carlos debía callarme, a disgusto pero callarme, y que no toleraría, es evidente, que se casase con Rui o que un hermano acompañase a Clarisse, el comandante de la policía que si no fuese por su cargo de comandante de la policía no lo miraríamos siquiera como no mirábamos al gobernador ni al obispo
—Ven aquí
con pantalones militares en el interior de un tronco, tan encogido que me pareció un niño difunto con hebras grises que se le despegaban del cráneo, escondido en la aldea de los leprosos que le servían para entrenar a los soldados obligándolos a tirar granadas y valorando la puntería por el número de heridos, a quien yo llevaba bajo el paño del Congo un ala de pollo o un resto de conserva con el corazón transformado en una lágrima enorme que me goteaba del pecho, yo mucho más vieja de lo que mis hijos o el espejo suponían, comenzaba a aparecerme a mí misma en una esquina de pasillo o en un ángulo de habitación haciendo gestos de adiós antes de desaparecer camino de una sepultura que no sabía cuál era, yo a quien la lepra aterraba como si la vejez no fuese otra lepra, otra vergüenza y otro horror, acercándome al comandante de la policía
—¿No has tenido problemas con el borracho de tu marido, Isilda?
que había regresado a la Baixa do Cassanje para morir, no para estar conmigo, no para matar ni perseguir a nadie, para morir y pedir que lo ayudasen a morir, o así lo entendía mejor cada noche y lo entendí por completo cuando el alférez cabinda me preguntó desde el umbral, distinguiéndome de Josélia y de Maria da Boa Morte por un instinto de animal, un tropismo de planta
—¿Dónde has metido al blanco de la policía, camarada?
y habiéndolo entendido guié por misericordia al soldado a través de la niebla húmeda, de piedra en piedra y de canal de cemento en canal de cemento hacia el olor sucio del río, pasé la campanilla, las primeras chozas derrumbadas, los primeros utensilios en pedazos, la primera basura, el poblado deshabitado de perros y de gallinas que ni siquiera las hienas tenían valor de invadir, con un buitre o milano o halcón solitario con una paciencia sin tiempo sobre las copas deshojadas de los árboles porque los árboles enfermaban, adelgazaban y se empequeñecían también, guié al soldado a la orilla del agua si puede llamarse agua a un charco dudoso de sapos e insectos del color exacto del cielo, del color exacto de la mañana, le señalé el tronco del árbol y el niño allí dentro con sus medallas cómicas y sus elogios desvaídos, volví a casa, a lo que quedaba de la casa, a lo que el gobierno, la Unita, los sudafricanos y los mercenarios permitían que quedase de la casa y fue al entrar en la cocina y al acostarme en el somier de cañas cuando oí el tiro o tal vez no fuese un tiro, tal vez fuese una rama que se rompió, fue al tirar de la manta y al cerrar los ojos cuando oí el tiro o tal vez no fuese un tiro, tal vez fuese una puerta que se cerraba con estruendo, una puerta final que se cerraba.