24 de diciembre de 1995

Mi hermana Clarisse a mí

—Es allí

en la parte de Luanda ni ciudad ni chabolas o ambas cosas al mismo tiempo o ninguna de las dos, viviendas y hasta edificios pero inacabados, chozas pero con apariencia y pretensión de edificios, construcciones mitad de ladrillo mitad de madera con jardincitos primorosos, cubiles lánguidos, ropa de obreros colgada de cuerdas, una fila de personas junto a la fuente pública, es decir, un grifo de metal, empotrado en un bloque de cemento, que goteaba un hilillo de agua avarienta, terrosa, que se extendía por el suelo enloqueciendo a las abejas, construcciones mitad de ladrillo mitad de madera habitadas por blancos más pobres que los otros blancos, es decir, pobres, y negros más ricos que los otros negros, es decir, casi miserables, viviendas y edificios que los constructores dejaron sin terminar dispuestos a hacer residencias de vacaciones para los norteamericanos del petróleo y los portugueses de la cerveza, los barrios y monumentos apresurados del gobierno, compañías de seguros, bancos, hoteles, fábricas, a hacer enfermerías y ranchos y cuarteles del ejército, viviendas y edificios sin chimeneas ni tejado, con ventanas esbozadas, puertas oblicuas, hierros aprovechados por las cigüeñas en lo alto de las columnas, a los que se añadían cabañas de tablas y arena amasada que completaban pasillos, salas, cocinas, habitaciones, Clarisse a mí

—Es allí

como si pudiese existir un consultorio médico en aquellos callejones y travesías con varices de baobab y viejos con rifles amenazando la extensión del mar, como si un médico especialista en enfermedades de los riñones se estableciese en medio de hormigoneras y tibias de guindastes con una cabra olisqueando sus rodillas, mi hermano Carlos en la casa de Alvalade que daba a la bahía, a los hombrecitos que cambiaban moneda angoleña y portuguesa, diez por ciento, doce por ciento, dieciséis por ciento, veinticinco por ciento, en la plaza de Versalles, la casa de Alvalade alquilada a unos compadres de mis padres con pieles de antílope y de cebra no sólo en todas las tarimas sino también en los respaldos de todos los divanes, arcos, lanzas y escudos de leopardo en todas las paredes, grullas y pelícanos disecados en todos los armarios sin hablar del mono en la jaula del balcón a carcajadas apenas nos presentía, un mico al que yo torturaba con el atizador de la cocina, Clarisse al verlo en el suelo de la jaula

—¿Qué tendrá el animal?

lucecitas que andaban por la noche en la arena, el profesor de Historia en el colegio se ponía de puntillas en medio de las carteras, con los brazos extendidos como si fuese a volar

—Y César dijo

nosotros clavados a los cuadernos mientras el profesor crecía, crecía y se hinchaba, crecía, crecía, crecía con traje a rayas, chaqueta, chaleco, pantalones y cadena de reloj formando una sonrisa de anillos de plata a la altura del ombligo, la cadena relucía, el lustre de los zapatos relucía, el profesor entero relucía con la actitud de un saltador de trampolín gritando su frase decisiva

—Y César dijo

y tirándose de golpe a la piscina del estrado a sujetar con ambas manos el borrador, exhibiendo la esponja de la tiza como un trofeo, no la esponja sino un continente entero que lo llenaba de polvo, el profesor que tosía y soltaba vaharadas blancas

—Te he pillado, África

tendido en el suelo sin conseguir levantarse ni parar de toser, con el reloj aplastado bajo el letrero que decía Somos la antorcha de la civilización y el terror de los comunistas ateos, Clarisse encontró pelos de mono y un olor a carne quemada en el atizador de la cocina

—Francamente, Rui

el mico que habría hecho una alfombra estupenda sumada a los antílopes y a las cebras en la casa que mis padres alquilaron en Luanda

(lucecitas de fantasmas, de muertos, de soldados de permiso en busca de mujer que andaban toda la noche por la isla)

para que Carlos y Clarisse estudiasen en el instituto y para verse libres con el pretexto de mandarlos a estudiar, es decir, para que mi madre se viese libre del escándalo de un hijo mestizo y de una hija desnuda como una bailarina de cancán y maquillada como un payaso que era la vergüenza de Baixa do Cassanje

(a veces las lucecitas caminaban por el mar)

Carlos y Clarisse estudiando y yo por consejo del especialista tomando yodo en la playa

—El yodo hace bien a los nervios y calma los ataques, señora, una temporada respirando yodo y el chico volverá como nuevo

de modo que mi madre podía quedarse sola en el despacho sin testigos con el comandante de la policía mientras mi padre bebía whisky en el piso de arriba fingiendo no escuchar, el comandante de la policía que habría hecho una alfombra estupenda en medio de los antílopes y de las cebras para que yo pisase, pisase y volviese a pisar con fuerza, mi padre que nos sonreía limpiándose el mentón con la manga y yo que lo pisaba igualmente, yo furioso con él como si lo quisiese, que no lo quiero, cómo habría de quererlo, yo que lo pisaba igualmente

padre

si al menos pudiese explicar lo que no soy capaz de explicar, tocarlo, yo qué sé, en lugar de pisarlo, nunca he tocado a nadie, me han tocado, nunca he tocado a nadie

y uno o dos o tres meses después de llegar a Luanda, Clarisse se despertaba pálida con los ojos saltones, vomitaba, se apoyaba en las sillas, engordaba su cintura, se apretaba las costillas quejándose de los riñones

(a veces las lucecitas caminaban por el mar buscándome y no eran insectos ni animales ni gente, era mi padre acaso

padre

eran Josélia, Fernando, Damião preocupados por mí

—Niño)

Clarisse en la casa de Alvalade apretándose las costillas

—Necesito ir al médico, me duelen los riñones

recostada en el sofá sin interesarse por nada ni responder a nadie, atenta a su cuerpo o a algo dentro de su cuerpo como si los nervios y las venas conversasen con ella, Clarisse que no se pintaba, no se peinaba, no olía a perfume, no susurraba besos y risas por teléfono mientras me echaba

—Vete

con gestos rápidos, moviéndose despacio, llena de precauciones, yendo de sillón en sillón con precauciones de bandeja, Carlos vacilante

—Dolores en los riñones, vaya

escribo a Malanje, se lo digo a mis padres y el resultado se verá enseguida, mi madre subirá a la habitación y lo culpará obligándolo a beber el doble, a volverse más ridículo, a suicidarse más deprisa, o hago como si no me diese cuenta de nada, como si no supiera, no escribo a Malanje y puede ocurrir que los dolores en los riñones, el problema

—¿Qué problema, Carlos, qué problema?

los dolores en los riñones se resuelvan solos y si no se pasan solos ella tenga el sentido común de solucionar lo que ha hecho

—¿Qué ha hecho Clarisse, Carlos? Dime qué ha hecho Clarisse

en el hospital, en una clínica, en una farmacia, con un médico complaciente, con una bruja, con una enfermera clandestina de Mutamba o de la Cuca, se pase unos días en la cama y al salir de la cama se pinte, se peine, se perfume, susurre por teléfono varias horas seguidas, baje las escaleras con un vestido nuevo, un vestido, por exagerar, del tamaño de un pañuelo, al encuentro de un silbido en la calle, un ruido de motor, un claxon, la casa de Alvalade con un par de sicomoros en la parte trasera, escarabajos calladitos a la espera de que se enciendan las lámparas, la casa que los sicomoros demasiado grandes para el huerto oscurecían más temprano y amanecían más tarde que el resto del barrio, el mar aún claro allí fuera y nosotros flotando, no moviéndonos, flotando en una pecera de tinieblas seguidos por la atención de las grullas y de los pelícanos disecados

—¿Por qué motivo si Carlos escribiese a Baixa do Cassanje nuestros padres morirían, Clarisse?

Lady murió, mi abuela murió, innúmeros negros murieron, mi abuela en la habitación y Lady y los negros en el suelo, me acuerdo de que acababan todos parecidos con las mismas moscas verdes en la nariz y en las orejas y los colocaban bajo tierra junto con un saco de cal

(se oía la cal que daba la sensación de arder burbujeando en el pecho)

en el cementerio de la hacienda con los musgos que nadie limpiaba, las lápidas en latín, las cruces de piedra y las verjas caídas, me acuerdo de lagartos inmóviles abriendo las patas con el pescuezo estirado en posición de carrera, de mi madre diciendo al regreso para olvidarse enseguida en cuanto se quitaba los crespones del luto

—Haré que arreglen esto, es una falta de respeto no hacerlo arreglar

de forma que las lápidas en latín casi invisibles bajo el musgo y la hierba permanecían rotas, las cruces de piedra roídas por una especie de lepra o de cáncer iban perdiendo las coronas de espinas, las verjas no protegían a los difuntos de los gatos monteses y de los perros del bosque, los tulipanes artificiales en jarrones de porcelana vidriada se deshacían en granos de colores si un dedo los rozaba, el cura, Damião y Fernando bajaban el ataúd mientras mi madre, con el paraguas abierto aun sin lluvia y gafas para seguir las oraciones que no rezaba nunca en el misal cerrado, con el índice entre las páginas en la oración de los difuntos, miraba en torno con un remordimiento distraído

—Prometo que haré que arreglen esto, es una falta de respeto no hacerlo arreglar

la casa de Alvalade olía a baúl y a animal apolillado, el mono rumiaba desventuras dentro de su barba blanca, Carlos salía camino al instituto y llegaba del instituto hundido en una rabia extraña, con el ceño fruncido, sin hablar con Clarisse, cada vez más gorda de cintura y más delgada de cara, que se levantaba a las dos o tres de la mañana desencajada por la acidez, no para comer queso sino la cáscara de parafina del queso, no para comer mermelada sino el moho de los frascos, me topaba con ella en camisón apoyada en el frigorífico, blancuzca en la claridad blancuzca mirando las luces de la isla, riendo con una expresión que no le conocía, yo afligido

—Te duelen los riñones, ¿no es verdad que te duelen, Clarisse?

las luces que a veces caminaban por el mar y no eran insectos ni animales ni barcos, era Damião con una linterna

—Niño

Clarisse apoyada en el frigorífico riéndose y riéndose

—Pero qué tonta soy, qué tonta

yo afligido le sujetaba el mentón, le hacía volver la cara hacia mí

—Te duelen los riñones, ¿no es verdad que te duelen, Clarisse?

un pedazo de cáscara de queso en la mano, un grumo de moho en la lengua, una procesión de hormigas de la ciudad desaparecía en una junta de azulejos y Clarisse riendo, sin parar de reír con el camisón que se agitaba a su alrededor

—Pero qué tonta soy, qué tonta

si estuviese en la hacienda sentiría el murmullo del girasol aun sin viento, más allá del reloj de pared que según Carlos era el corazón de la casa, Carlos temía que si dejase de latir dejaríamos de latir con él, si estuviese en la hacienda cogería la escopeta de perdigones, abriría la ventana a pesar de la niebla, de las anginas y de las descomposturas de mi madre y apuntaría a los pavos reales agitados por sueños en el árbol de la China, si estuviese en la hacienda Fernando apagaría el generador, la casa dejaría de sacudirse y estremecerse, los filamentos de las bombillas se desmayarían hasta reducirse a una pequeña línea rosada desfalleciente, las azaleas se estremecerían de frío, el algodón, despierto, comenzaría a centellear, los sicomoros nos acecharían desde el huerto, Clarisse soltó la parafina del queso, se enderezó, se alisó el pelo, se puso seria, Clarisse a los escarabajos, a las mariposas de las tinieblas, a nadie

—Pero qué tonta soy

y barrió el suelo, cerró los armarios, pulsó el interruptor, se despidió de mí a la entrada de la habitación con el neón que le arrugaba la piel como les ocurre a las estatuas, tan sola como mi padre

—Mañana irás conmigo al consultorio, Rui, mañana el médico me quitará la piedra y me pondré buena

el médico en la parte de Luanda ni ciudad ni chabolas o ambas cosas al mismo tiempo o ninguna de las dos, en la parte de Luanda donde Luanda terminaba, edificios pero inacabados, chozas pero con apariencia y pretensión de edificios, construcciones mitad de ladrillo mitad de madera con jardincitos primorosos, cancelas oblicuas, ropa obrera colgada de cuerdas, una fila de personas junto al chorro de la fuente, un grifo empotrado en un bloque de cemento que goteaba un hilillo de agua avarienta, terrosa, que se extendía por el suelo enloqueciendo a las abejas, construcciones mitad de ladrillo mitad de madera habitadas por blancos más pobres que los otros blancos, es decir, pobres, y negros más ricos que los otros negros, es decir, casi miserables, edificios a los que se adosaban cabañas de tablas y arena amasada que completaban pasillos, salas, despensas, habitaciones, la parte de Luanda donde Luanda terminaba en filas de anacardo, casuchas sin inquilinos y ocres de solar, un furgón de vía férrea y a la izquierda del furgón lo que fuera un comercio, una tienda de indios, una barraca para guardar semillas o carros o herramientas o ganado en el tiempo en que Luanda era un sitio con pantanos y tiendas y se paseaban las vacas por la playa, un tejado sin sostén, paredes desprovistas de pintura, el añadido más reciente de un balcón que las próximas lluvias, el próximo calor o simplemente la usura de los próximos meses acabarían por derribar, mi hermana

—Es allí

como si pudiese haber un consultorio o un médico o un enfermero o hasta un empleado de hospital en un almacén de sacos y arreos con las desconchaduras del revoque disimuladas con mantas, pollos que entraban y salían por el agujero de la puerta, una segunda habitación vedada con una sábana que olía a petróleo, a creolina, una especie de inodoro, una especie de cama, una especie de lavabo de esmalte descascarillado con un trozo de toalla, un pedazo de jabón y un cubo debajo, una niña con un sapo vivo en el extremo de una cuerda que corría la sábana y desaparecía de nuevo, arrastrando el sapo entre el hedor de la creolina, un zumbido de gas, un ruido de aluminios, de tapas, la niña otra vez con los rizos comprimidos en dos trenzas de alambre y detrás de la niña una mujer con delantal que llevaba lo que fuera una toca de enfermera deslizándose hacia la oreja, yo en voz baja, intimidado como en la iglesia, agarrando a Clarisse cerca de un montón de cestos y botellas partidas, de esas cosas que se cogen en la bajamar y se venden al peso

—¿Ésta es la médica de los riñones, Clarisse?

Clarisse desaparecía a su vez por la cortina de la sábana, gaviotas venidas de la bahía posadas en la sembradora y yo sin la escopeta, qué pena, sin un guijarro, las gaviotas aún esperaron un rato mirando ora con un ojo ora con el otro deseándome, solicitándome, hasta que se cansaron y regresaron a los cocoteros y a las manchas de gasóleo tan decepcionadas como yo, la niña obligaba al sapo a saltar tirándole de la cuerda, una jauría de mastines perseguía a una perra que se detenía olisqueando los postes de la luz como el comandante de la policía, el gobernador, el adjunto del gobernador y los delegados portugueses que acompañaban en manada a mi madre, le encendían cigarrillos, le llevaban bebidas, le ofrecían ceniceros, intentaban sujetarle el brazo, acariciar su mano, besarla, vi al sobrino del obispo besándola en el espejo, lo rompí enseguida con un candelabro de bronce, el beso cayó al suelo en cascada y no había beso alguno, sino añicos que reflejaban el techo, mi madre y el sobrino del obispo se marcharon del marco y mi padre podía mirar sin beber, sin hurgar en las copas, los vasos, los golletes de la cómoda, Clarisse y la médica de los riñones conversaban más allá de la sábana o a mí me parecía que conversaban o la médica conversaba y Clarisse reía como en la noche de la víspera en la cocina con la parafina del queso que se le escurría de la mano

—Pero qué tonta soy

se reía y se reía y se reía con restos de pintura pegados a la piel, el pelo despeinado y los ojos muertos, fijos y muertos sobre la boca viva que temblaba

—Pero qué tonta soy

los sicomoros se fundían, las luces de la isla caminaban en las olas, yo me hacía cargo de mi hermana sin pegarle, sin volcar su perfume en el retrete, sin romper sus collares, sin sacar el cajón de sus blusas a la calle, le ponía la mano en el hombro sin ponerle la mano en el hombro porque detesto que me toquen y detesto tocar sea a quien fuere desde que mi madre en los espejos, desde que los espejos, desde que la llave giraba en el despacho y ellos allí dentro, no toco a no ser con perdigones, un palo de escoba, un atizador, una hogaza y me di cuenta de que las muecas y los sonidos son los mismos, las facciones contraídas, los párpados bien arriba, los extraños resoplidos de la garganta, cuando empezó a oscurecer y los edificios y las chozas

(los edificios inacabados semejantes a chozas y las chozas con apariencia y pretensión de edificios ajustándose unos a otros, pegándose unos a otros por medio de planchas de porexpán, de uralita, de cinc, de pedazos de lona, de hule, de tela áspera de rafia, sostenidos por tornillos, ganchos, papel celo, pinzas de ropa, cuerdas, los edificios y las chozas de blancos pobres y negros ricos tan miserables como mulas enfermas o animales vagabundos)

comenzaron a diluirse en coágulos a los que las velas y las llamas de aceite conferían un pálpito desordenado, una inquietud difusa, Clarisse apartó la sábana caminando despacito por el suelo de tierra y sosteniéndose como si el cuerpo no le perteneciese y mi hermana lo sujetase por las axilas obligándolo a andar, buscándome sin encontrarme en el montón de cestos de mimbre y botellas partidas, en el sueño de los pollos, en los alféizares desconchados

—Rui

como una ciega, igual que una ciega, los pies, las manos, la inclinación del tronco, de la cabeza, las narices husmeando los ecos, midiendo los sonidos

—Rui

Clarisse a quien la médica curara de las piedras de los riñones apoyada en las columnas de yeso mientras se encendían las farolas de Luanda, un jeep del ejército patrullaba el silencio, la basura y las lamparillas de aceite, todo idéntico

(la negligencia, el abandono, los desperdicios, la resignación, el olor)

al poblado de la hacienda pero más grande, más desesperanzado, probablemente con más leprosos y más miserable, más arruinado, más parecido a mi padre, más próximo a la muerte, mi padre prefería a Clarisse antes que a nosotros, no bebía delante de ella, no se lamentaba, se fingía mejor

—Ya casi estoy bien, estoy bien, mañana, si te apetece acompañar al viejo por ahí, nos damos los dos un paseíto

al levantar la cabeza de la almohada, sonreír, taparse el cuello delgadísimo con el cuello del pijama, incapaz de moverse

—Nos damos los dos un paseíto

al día siguiente pidió que lo vistiesen, lo afeitasen, le pusiesen una camisa, una corbata, unos pantalones que le bailaban, unos zapatos lustrados ahora demasiado grandes para él, lo sentasen para esperar a mi hermana en la silla junto a la cama, no mi padre sino una silueta burlona, un recuerdo apagado, un resumen cruel de sí mismo, y en esto un silbido, un motor, risas de mujer, una voz que llamaba, un claxon en el patio, Clarisse peinada, pintada, escotada como las actrices del cartel de Damaia, con falda roja, sandalias rojas, bolso rojo, gritando en el pasillo con el perfume que llegaba mucho antes que ella en medio de una brisa suave

—Ya voy

se alisaba una arruga, un tirante, un encaje, la costura de las medias, pasaba delante de nosotros poniéndose los pendientes como si mi padre no estuviese, las risas de la mujer molestaban a las codornices del jardín, los setters ladraban al claxon erizados de ira, se oían más carcajadas, más silbidos, más voces, pasos en los arriates, la protesta de campanadas del reloj, el temblor de las azaleas, el chisguete de ácido del timbre, mi padre, el ser exhausto en el que mi padre se había convertido, desparramado en la silla con su traje enorme, los zapatos demasiado grandes, los gemelos de oro que reservaba para la toma de posesión de los generales, las meriendas en el Ferroviario, los bailes de gala en Luanda

—Clarisse

los pavos reales de mango en mango indignados, en medio del ruido de colchas de satén de las alas, el reloj que soltaba horas que volaban al azar en medio de una desbandada de tórtolas, las horas que picoteaban los cristales intentando escapar, allí estaba el árbol de la China, el girasol, el murmullo del algodón, Clarisse se enroscaba el segundo pendiente, buscaba una tabla barnizada que la reflejase para envanecerse con sus rizos, con la pintura de los labios, con las pulseras, reparaba en mi padre, le rozaba levemente la mejilla con su mejilla como para no perder los polvos de arroz, no desarreglarse los mechones, no estropear la crema de la piel, espoleada por un nuevo silbido, una nueva desbandada de horas, un nuevo chisguete del timbre

—La semana que viene damos un paseíto por la hacienda, lo prometo

Clarisse en la parte de Luanda ni ciudad ni chabolas o ambas cosas al mismo tiempo o ninguna de las dos, sin pinturas, sin perfume, sin escote, sin joyas, sosteniéndose como si el cuerpo no le perteneciese y mi hermana lo sujetase por las axilas obligándolo a andar, husmeando ecos, midiendo sonidos

—Rui

como mi padre antaño, una copia de mi padre

—Clarisse

sabiendo que mi hermana lo llevaría, hablando con él, entreteniéndolo, distrayéndolo, ahuyentando a la muerte, hasta el portón o el cruce detrás del portón donde comenzaba la carretera de Malanje y acababan la fiebre, la parálisis, las inyecciones, el comandante de la policía y mi madre en el piso de abajo, una copia de mi padre

—Rui

sabiendo que yo la llevaría, hablando con ella, distrayéndola, ahuyentando a la muerte, hasta la casa de Alvalade que daba a la bahía y a los cocoteros de la isla y acabarían los dolores en los riñones, la náusea, las hinchazones, los vómitos, Carlos podría escribir a Baixa do Cassanje si quisiese, escribir lo que le diese la gana porque desde que aparté la sábana y me quité la combinación y me extendí en la camilla no había nada, ya no había absolutamente nada, nunca más habría nada que preocupase a mis padres.