25 de marzo de 1991

Cómo volver a casa si no hay casa, hay un pabellón que mi padre mandó construir cerca de Marimbanguengo, una cabaña sobre estacas en un claro del bosque para dormir y jugar al bridge cuando perseguía con sus amigos gacelas, ciervos y búfalos y me llevaba consigo, me acuerdo de los ganchos donde se desollaban los animales y de la cuba de salar la carne, mi padre extendía una hamaca entre dos troncos y yo me quedaba viendo a Damião que traía leña de una segunda cabaña rodeada de mariposas amarillas, más pequeña y sin balcón, donde guardaba su estera, la lámpara de aceite y el tabaco, tardábamos media semana con un jeep y una camioneta que bailaba en las planchas sueltas del puente, había que colocar tablas en los vados, tapar con esparadrapo los agujeros del radiador, mi padre, mi padrino, el delegado portugués, el veterinario del Estado nos disculpaban las vacas enfermas con certificados y sellos que el matadero no podía rechazar, los de los poblados dejaban de no hacer nada para mirarnos, mientras sentados en círculo se pasaban la pipa de calabaza unos a otros, escandalizados porque hiciéramos tanta fuerza y nos moviésemos tanto, viviendas de colonos olvidadas en la hierba habitadas por un silencio vegetal, una bicicleta de chica, sin ruedas, aún apoyada en la bomba inútil del agua, mi padre me dejaba pasear de sala en sala en busca de objetos muertos en los cajones, un cinturón en un respaldo, álbumes, dedales, restos de visillos en los cristales, colocaba los dedos sobre marcas de dedos vivas en el polvo, los pies sobre marcas de pies que se marcharon, el timbre de la bicicleta seguía llamando a nadie después de tantos años

Filomena Dulce Fátima Margarida Idalina

la mía tenía guardabarros y un cesto de metal delante, después de la primera vez di vueltas y más vueltas por el jardín y por la terraza sin caerme, sólo me hacía falta que sujetasen el sillín un momento, que corriesen a mi lado cinco o seis metros

—Cuidado con los tiestos

nunca rompí un tiesto, nunca pisé un arriate, nunca torcí el manillar, giraba hacia la derecha y hacia la izquierda, giraba en ocho, llamaba mirando el suelo, concentrada, sin atreverme a levantar la cabeza

—Madre, mire

Maria da Boa Morte con la muñeca apretada en el pecho me admiraba en silencio, me ofrecí a prestarle la bicicleta y ella tuvo miedo apenas montó

—No, no

en mayo y octubre llegábamos a Marimbanguengo, Damião descargaba la camioneta, limpiaba la cabaña, hacía las camas, fabricaba una choza del tamaño de una colmena y tranquilizaba a los espíritus

—Cuidado, niña

creía en los espíritus como yo creía en el cine, si el actor no se casaba con la actriz me daban ganas de llorar, películas en las que ellos se querían pero se divorciaban y se encontraban por casualidad en un restaurante acompañados por el nuevo marido y la nueva mujer, se quedaban sin palabras, acordándose de cuando estaban juntos

(reviviríamos episodios desenfocados de la felicidad antigua, besos, paseos en la playa, ellos abrazados en un taxi)

con el nuevo marido y la nueva mujer esperando, me removía en el asiento, me daban ganas de subir al escenario y arreglarles la vida, gritarles que no fuesen tontos, me marchaba sonándome con el pañuelo, indignada con la injusticia del mundo, mi padrino barajaba los naipes rezongando por las distracciones de mi padre

—¿Y tiras un as, Eduardo, tiras un as?

conteniendo los tacos por mi causa, lo que habíamos ido a buscar a África no era dinero ni poder, eran negros sin dinero y sin poder alguno que nos diesen la ilusión del dinero y del poder que aunque los tuviésemos no los teníamos, el delegado portugués y el veterinario ganaban todas las partidas, se oía el ruido menudo de los insectos, un relámpago perdido en el Congo, el temblor de las hierbas, Damião atornillaba el faro en el jeep por no ser más que tolerados, aceptados con desprecio en Portugal, mirados como mirábamos a los bailundos que trabajaban para nosotros y, por tanto, en cierto modo éramos los negros de los otros de la misma forma que los negros poseían sus negros y éstos sus negros también en grados sucesivos bajando al fondo de la enfermedad y de la miseria, tullidos, leprosos, esclavos de esclavos, perros, Maria da Boa Morte y yo en Marimbanguengo subiendo los escalones de la galería, si encontrásemos la bicicleta de la chica apoyada en la bomba del agua no conseguiría girar a la derecha y a la izquierda, girar en ocho, andar, el faro del jeep inventaba un día sin colores en medio de la noche, puntitos de búhos y conejos aparecían y desaparecían, planchas descoyuntadas, el motor traqueteaba en dirección al río, un par de tallos, un resoplido de narices, un peñasco gris que corría, el delegado portugués se levantó, el peñasco se desvaneció del faro, mi padre descendió la cuesta con la intención de dar con él más abajo, se sentían las ramas mojadas y la cercanía del agua, un suspiro líquido en los juncos, Maria da Boa Morte y yo en Marimbanguengo en medio de los cuernos y de las pieles, cartuchos vacíos, la baraja sobre la mesa, coloqué los dedos sobre marcas de dedos, los pies sobre marcas de pies, la gacela inmóvil a diez metros de nosotros, enredada en el faro

—Para el jeep, Eduardo

más pequeña de lo que yo imaginaba, más delgada, restos de visillos en el cristal, el cinturón de mi padre en un respaldo, cogí el cinturón y como en el cine

qué tontería el cine

me di cuenta de la energía que hace falta para no

espero que en Lisboa mis hijos nunca

de la energía que hace falta para no llorar, no le daría un placer semejante a quien me robó la muñeca, me robó a Carlos, apreté muy deprisa la boca con la mano, los dientes se ocuparon de mi mano, mi mano no se ocupó de nada, el delegado portugués y mi padrino dispararon al mismo tiempo en el instante en el que cerré los ojos, al abrirlos la gacela permanecía inmóvil, la cabeza erguida como si fuese ya uno de los trofeos de la sala, el veterinario disparó, mi padrino y el delegado portugués dispararon, las patas del animal desistieron, la mandíbula cayó sin prisa en un pequeño relieve de hierba, puse la mandíbula en el alféizar entre los pedazos de cristal, Damião no traía leña para nosotros, el animal clavó la mirada en el delegado portugués, en mi padrino, en el veterinario, negándose a desaparecer, lo alzaron hacia el remolque con la grúa, suspendidos del aguilón los ojos nos seguían mirando, no ya rojos, oscuros, pedaleaba durante horas en la terraza porque no sabía bajar sin tropezar con algo y no quería decirle que no sabía bajar, pedir ayuda, mandarle sujetar el freno o el manillar, el veterinario

el doctor Mendes o el doctor Nunes, un apellido en plural, Nunes, doctor Nunes, no, Mendes

suspendió la linterna de un gancho y las sombras bajaron desde la pared hasta nuestros pies, mi padrino bufaba, inquieto por mi padre que no se preocupaba por las bazas

doctor Mendes

—¿Estás dormido, Eduardo?

una gacela demasiado joven para enorgullecernos de ella y que Damião miraba con pena, no le guardó la piel ni los cuernos, la enterró en la fosa adonde los perros del bosque no llegaban, le echó cal y a pesar de ello los buitres rozaban los vientres embarrados y el delegado portugués corría hacia ellos con el revólver, los buitres que nos acechaban a Maria da Boa Morte y a mí con una paciencia aviesa, entraron deslizándose en la sala con el pico abierto y huyeron en remedos de vuelo hacia el techo de la cabaña pequeña cuando los amenacé con una vara, cuando Lady desapareció dimos con ella una semana después en el cementerio, vértebras, costillas sueltas, un pedazo de hocico, la calavera fracturada y picoteada, Clarisse aseguraba que habían sido los bailundos para vengarse de un castigo cualquiera por el robo de yuca en la cantina, un ahorcamiento creo yo, y proponía que enviásemos a los soldados al poblado a hacerles lo mismo a cuatro o cinco antes de perder la dignidad de mandar de la que hablaba mi padre, pero fuesen los buitres o los bailundos era así como dentro de un mes o dos el gobierno, la Unita, los tránsfugas del gobierno y de la Unita nos encontrarían en Marimbanguengo si es que alguien se acordaba de que Marimbanguengo existía, de repente me dieron ganas de olvidar quién era y abrazarla, no porque la quisiera, sino porque no tenía a nadie más a quien abrazar pero gracias a Dios recordé a tiempo el comportamiento de mi madre con Josélia, avergonzándonos a todos, y le volví inmediatamente la espalda ahora que me he vuelto escrupulosa con la edad, Damião llenó el depósito, limpió de insectos y manchas de tierra el faro, mi padre me dejó coger la carabina hasta llegar al bosque antes del río donde descubrimos las heces, las huellas de los cascos y las ramas rotas

quién descubre mis huellas y las huellas de Maria da Boa Morte aquí, los cascos y las ramas rotas, quién camina de pista en pista hasta dar con nosotras, los perros del bosque, los buitres, los mercenarios, la tropa, la luz que nos atrapa, quién dispara primero, quién dispara después, quién nos levanta con la grúa, nos pone ojos de cristal, nos diseca las cabezas, nos clava el cuello a una base barnizada entre ojos de cristal, cabezas, bases barnizadas con la fecha en una placa metálica, quién vuelca un cubo de cal en lo que sobra de nosotras y con todo no la toco, no la abrazo, no le digo

—Ayúdame

digo

—Muévete

digo

—Consígueme una estera en condiciones

digo

—Si por casualidad han dejado conservas en algún sitio, ve por ellas

digo

—Busca de comer aunque sean hormigas

y pienso que soy demasiado generosa al permitir que se quede conmigo salvándola del ejército, de la Unita, de los jornaleros que, no pudiendo regresar a Huambo, escapaban al ejército y a la Unita como nosotros escapábamos de ellos, ni una sola hacienda, un solo comercio, una sola plantación en condiciones, las misiones vacías, mi padrino, el delegado portugués y el veterinario junto al río, a la espera, con el faro del jeep apagado, pasándose la botella de coñac que me pasaban también sin pensarlo, el delegado portugués arrimaba la oreja a un tronco, dejábamos de verlo, regresaba al jeep anunciando en voz baja

—Nada

excepto los burbujeos del lodo, las lechuzas, una presencia parda de lluvia, los animales rastreros en la hierba, me faltaba mi madre, una hoja de papel y un lápiz para hacer dibujos tumbada en la alfombra de la sala, un hermano para jugar conmigo, los arbustos comenzaron a moverse, mi padre me entregó la botella, extendió el brazo hacia el interruptor del faro, el veterinario

—Todavía no, no los espantes

doctor Mendes

sonido de patas en la hierba, no de un animal solamente puesto que se sobreponían, aquel sonido de cuernos, mi padrino y el delegado portugués rígidos, el veterinario a mi padre

—Ahora

la claridad blanca y gris, árboles tras árboles, no verdaderos, de cartón pintado, hojas impresas en un telón con búhos, un alboroto de animales que vacilaban, se empinaban, huían de nosotros, corolas monstruosas, pájaros invisibles, una tela de hilos caídos que se enmarañaban, grutas de ecos como en una mina, el espanto de los murciélagos, el delegado portugués con una agitación de fantasma

—Avanza con el jeep, avanza con el jeep

doctor Nunes, doctor Mendes, Nunes, Mendes

(¿Barros?)

vivía en Malanje en un edificio con una cafetería donde conversaban hombres con sombrero, tenía dos caballos de bronce, un tintero de plata y un secante verde en el escritorio, la mujer me ofrecía caramelos de miel acariciándome el flequillo y declarándole a mi madre Pero qué grande está la pequeña, qué grande está la pequeña, mientras el veterinario sellaba informes sobre el ganado de mi padre, servía oporto y mi padre le entregaba el sobre que él guardaba en la chaqueta como si fuese sólo la mano quien lo aceptase y era porque él no se fijaba en que yo me fijaba

—El recuerdo de costumbre

la mujer sin fijarse tampoco, juntando los papeles de los caramelos en el cenicero

—Pero qué grande está la pequeña

una vieja por quien mi madre se interesaba tosía allí dentro con ruidos semejantes al de un desmoronamiento de ladrillos, la mujer del veterinario hasta entonces alegre señalaba el pasillo con el mentón resignado

—No sale de ésta, pobrecita

para ponerse alegre otra vez y depositarme en el regazo un libro cuyos cierres me lastimaban la piel

—Entretente con estas fotografías, niña

caballeros con casco y bigote y leones muertos al mismo tiempo que la vieja abría el gaznate y derrumbaba un pedazo más de casa, en mi opinión después del pasillo sólo existían ruinas, polvo, escombros, dentro de poco la lámpara del techo se descolgaría, surgirían grietas entre los cuadros, cruzaríamos la frontera del Congo, embarcaríamos en un barco que nos dejase en Lisboa, aun sin camarote, sin comodidad, emplearía a Maria da Boa Morte como cocinera en un restaurante de la Baixa y el sueldo de ella, el recuerdo de costumbre que el veterinario deslizaba en la billetera como si tal cosa, habría de ayudar en los gastos, después de los sellos de la aduana acechaba miles de veces hacia atrás con la certeza de que vería caerse el edificio, el faro tropezaba con los árboles de cartón pintado siguiendo a los búfalos, atajos que imitaban atajos, juncos que imitaban juncos, una capilla remolineaba al alejarse, el nicho de la campana sin badajo, la huertecita pisoteada de los curas, los búfalos galopando en diagonal en un descampado, el delegado portugués agarrado al parabrisas aporreaba el jeep

—Más deprisa

mi padrino intentaba calcular la dirección con la brújula, los neumáticos cada uno para un lado en una sementera, el estómago ya en la boca ya en los pies, los hombros lanzados contra hombros que saltaban, uno de los guardabarros estalló y se soltó, subió hasta mi cara y se perdió en el aire, chozas que nos evitaban encogiéndose, una lechuza se aplastó contra el faro en una explosión de plumas, el delegado portugués golpeaba con la culata en la espalda de mi padre

—Más deprisa

lo que parecían nubes, lo que parecían luces distantes, una sepultura en lo alto de un cobertizo con columnas derruido, el remolque se alzaba encima de nosotros, el coñac se destapó, el alcohol bajó en llamas por mis piernas, mi padre intentaba ahuyentar a los búfalos hacia donde se viesen obligados a detenerse y el faro los apresase, aunque sólo dos, aunque sólo uno pero adulto, el macho adulto cuya muerte desorientase a las hembras, con el dinero que Maria da Boa Morte ganase nos mudaríamos de Ajuda a un apartamento mayor, una habitación para Carlos y Lena, una habitación para Clarisse, una habitación para Rui, una habitación con vistas al Tajo para mí, una sala decente, una cocina, un balcón para la estera de la criada con esas cosas de quitar el olor que se ponen en el techo, me ocuparía como se debe de la enfermedad de Rui y de la boda de Clarisse que los hijos por más que crezcan nunca crecen bastante, un grupo de mandriles que la claridad plateaba pasó delante de nosotros y se perdió en todas las direcciones como las cuentas de un collar roto que se deslizan bajo los sofás, los armarios, los estantes, que ni retirándolo todo, a gatas y con una linterna, las encontraríamos, a veces conseguía tocar con la yema del dedo una, allí lejos, que se escapaba burlándose de mí a un agujero cualquiera, meses después metía la mano por casualidad entre los cojines del sillón y zas, un capuchón de bolígrafo, una caja de cerillas y la perla, o si no en el bolsillo de un abrigo de invierno que no me ponía hacía años, la malicia de los objetos inanimados, su vidita cruel, un tenedor que nos pincha a propósito, el calentador que se niega a encenderse y nos mira con aire inocente haciéndose el tonto, bombillas que se apagan como si estuviesen fundidas y después de pasarnos horas revolviendo el sótano lleno de todo menos de lo que nos hace falta buscando una bombilla nueva se iluminan

irónicas

con una salud irritante apenas tocamos la pantalla para cambiarlas, si los objetos tuviesen un cuello que se pudiese apretar, una piel que se pellizcase con un apretón sañudo, un sitio que les doliese, los mandriles nos mostraban los dientes con un griterío de jardín de infancia, trepamos por un vallado de boj y se caló el motor, el jeep se ablandó sollozando, el faro apuntaba a los búfalos en el barro, una cría patilarga, dos hembras y un macho con los tobillos en el agua recortados centímetro a centímetro por la tijera de la luz se ofrecían con una inocencia trémula a los cocodrilos del río como mi familia y los demás hacendados de Cassanje se ofrecían sin una queja a los angoleños, tomad, matadnos si os apetece, tomad, estamos aquí hace veinte o cincuenta o cien o doscientos años pero tomad, mi girasol, mi algodón, mi maíz, mi casa, mi trabajo, el trabajo de mis padres, el trabajo de los padres de mis padres antes de mis padres, el lugar de mis difuntos, tomad, los que mandan en Lisboa han decidido que mi vida y, más que mi vida, su razón de ser os pertenecen porque los americanos y los rusos dicen que os pertenecen y ellos obedecen como vosotros nos obedecíais a nosotros con idéntica pasividad e idéntica sumisión, por tanto tomad, tomad lo que me costó los ojos de la cara y los ojos de la cara de mi familia, mi ganado, mi café, mi tabaco, mis máquinas, mi dinero en el banco, tomad, degolladnos uno a uno o arrastradnos hacia los barcos de Lisboa, robadnos lo que no tenemos en el muelle, metednos los testículos en la boca, adornaos con nuestros intestinos, tomad, una cría patilarga, dos hembras y un macho con los tobillos en el agua recortados centímetro a centímetro por la tijera de la luz, la claridad del faro se diluía despacito mientras el delegado portugués lo sacudía

—Lo que me faltaba

el delegado portugués con la amante que había traído hacía años de Dembos y no mostraba a nadie, encerrada en casa lejos de las ventanas para que no se notase ni el vestigio de un vestigio, no bajaba a la tienda, no tomaba el fresco en el balcón, no iba a misa ni al cine cuando el hombre del cine montaba la sábana de la pantalla en el pueblo, no colgaba la ropa en el huerto, nunca le oímos la voz ni los pasos, si acaso enfermaba era él quien iba al médico, describía la fiebre o la punzada y le llevaba las medicinas como le llevaba la comida, la lejía, el almidón, una chaqueta o unos zapatos comprados en Salazar en Navidad, se decía que tenían hijos pero tampoco los veíamos, el mismo secreto, la misma ausencia, la puerta siempre cerrada por donde él entraba de perfil tapando el interior con su cuerpo, aun después de comprobar que ninguna persona podía espiar el interior del vestíbulo, una casita con jardín maltratado con un soldado en cuclillas fuera, de vuelta de la escuela la pillé con un pañuelo en la cabeza mientras vaciaba con miedo un barreño y corría hacia dentro, mi asombro

—¿Por qué?

mi padre entusiasmadísimo con una novela cuando le pregunté, mi madre despertando del bordado me mandaba lavarme los dientes y las manos como siempre que no sabía qué decir

—Pensar que te diste un baño ayer, Isilda, nunca he visto nada así

una cría, dos hembras y un macho con los tobillos en el agua, mi padrino y el veterinario alejándose de nosotros a medida que el motor del jeep enmudecía con un leve silbido de náufrago, el faro se apagaba, el delegado portugués

—Lo que me faltaba, palabra de honor, lo que me faltaba

examinaba la batería, la correa del ventilador, la conexión de los bornes, los árboles eran de nuevo verdaderos y el pantano y el río, los insectos se elevaban del agua con una multitud de ecos, la cría y las dos hembras comenzaron a moverse sin miedo porque no valemos nada, no servimos para nada, dijimos a los negros tomad, abridme las venas, tomad, clavad el alfanje en el ombligo de mi hijo, de mi marido, de mi mujer, incendiadme la trilladora de parte de los americanos, de los rusos, de los ingleses, de los franceses, de los que mandan en Lisboa y nos ofrecen a vosotros, tomad, la hembra y las dos crías primero al paso y después al trote, la hierba se estremeció y se aquietó, la cría en tambaleos de alambre con una imperfección de crisálida, el delegado portugués

—Palabra de honor, lo que me faltaba

desenroscaba la tapa del distribuidor, limpiaba las bujías, se decía que su padre tenía una empresa en Lunda e informaba a la policía de los diamantes, había comprado terrenos en São Salvador y en Bié y nunca aceptaría nietos mestizos, trabajar toda una vida para nietos mestizos que traicionarían al hijo quemándole la casa con barriles de petróleo, tomad, qué puedo hacer en Lisboa, sentarme al lado de Carlos en el sofá de mimbre en el que apenas cabe una persona y mirar las grúas y las colinas de Almada desde la ventana mientras Rui maltrata a las palomas del barrio y Clarisse desaparece en la escalera al encuentro del primer idiota que le toca el claxon desde la calle, el padre del delegado portugués con las manos en la cintura frente a los estores bajados como si el soldado de guardia en la casa fuese una de esas estatuillas baratas que el tiempo encanece y disgrega

—Pórtate como un hombre y acércate, Arménio

el pueblo entero en la platea, mi madre y yo en la tienda acechando por un ángulo del cristal, el dueño subiéndose a un estante con el pretexto de coger latas para ver mejor, el padre del delegado portugués sacaba la pistola del chaleco, se desembarazaba del soldado con la punta de la bota

—Desaparece de mi vista, payaso

mi padre probaba el motor, mi padrino

Ofrezco este retrato de mi época de serbicio militar como cabo herrador en Santarém a mi querida aijada Isilda Maria con la estima de tu padrino amigo António Cândido Felício, aún no gordo, no autoritario, no rico, martillando juanetes de mula en un cuartel en Santarém, qué importaba un antiguo cabo herrador que ni oficial era, nacido pobre, a los que mandaban en Lisboa, quedaos con los cabos herradores que se os ocurran, haced lo que os de la real gana, tomad

mi padrino y el veterinario regresaban al jeep con una corona de luciérnagas y escarabajos alrededor, el padre del delegado portugués disparaba contra la vivienda

—Cobarde

disparaba el cargador entero en la fachada, entraba en la furgoneta, rodeaba la plaza, reducía la velocidad junto al soldado y se dirigía a él como si hablase con su hijo

—Cobarde de mierda, payaso

rozaba las alambradas y aterrorizaba a los chivos, mi padrino

Ofrezco este retrato de mi época de serbicio militar como cabo herrador en Santarém

buscando la botella de coñac en el jeep, el veterinario sacaba los cartuchos de la escopeta, el delegado portugués a mi padre con una petición de ahogado en la que burbujeaba aceite

—Ahora

el motor estornudó, tembló, pareció pretender levantarse con un esfuerzo de músculos, los cilindros golpeaban, se encontraban, vibraban al unísono, la cara del delegado portugués apareció y se esfumó en el faro encendido

—Acelera

apagando relieves, sombras, transformando los árboles y los arbustos verdaderos en arbustos y árboles de teatro, allí estaban el promontorio de barro, las madejas de cañas, las escamas del río, el macho que nos clavaba la vista con los tobillos en el agua, que continuaba mirándonos mientras mi padre hacía girar el volante hacia Marimbanguengo, encontraba el sendero que rodeaba el bosque, aumentaba la velocidad en el descenso, que continuaba mirándonos con una especie de desdén

—Payasos

y yo que me dormía en el regazo de mi padre apretujada entre hombres derrotados, soñando con un pobre cabo herrador sin futuro ni esperanza que martillaba juanetes de mula en un cuartel de provincias.