21 de junio de 1982

Comprendí que la casa estaba muerta cuando los muertos comenzaron a morir. Mi hijo Carlos, de niño, creía que el reloj de pared era el corazón del mundo y me dieron ganas de sonreír porque desde hacía mucho sabía que el corazón del mundo, el verdadero corazón del mundo, no estaba allí con nosotros sino más allá del patio y del bosque de secuoyas, en el cementerio donde en tiempos de mi padre enterraban uno al lado del otro a los negros y a los blancos del mismo modo que antes de mi padre, en la época del primer dueño del girasol y del algodón, sepultaron a los blancos que paseaban a caballo y daban órdenes y a los negros que trabajaron la tierra en este siglo y en el otro y en el anterior, un rectángulo acotado por muros de cal, el portón abierto esperándonos con un crucifijo encima, losas y losas sin orden alguno ni fechas ni relieves ni nombres en medio del césped, sauces que no crecían, cipreses secos, un pedestal para las despedidas en el que dormían los gatos monteses, enfurecidos con nosotros prohibiéndonos la entrada. El auténtico corazón de la casa eran las hierbas sobre las tumbas al caer la tarde o al hacerse de noche, diciendo palabras que yo apenas entendía por miedo a entender, no el viento, no las hojas, voces que contaban una historia sin sentido de gente y animales y asesinatos y guerra como si murmurasen sin parar nuestra culpa, nos acusasen, repitiendo mentiras, de que mi familia y la familia antes de la mía habían llegado como salteadores y destruido África, mi padre aconsejaba

—No escuches

puesto que vivo en lo que me pertenece, en la quinta que hicimos y me pertenece como me pertenecen Maria da Boa Morte y Josélia a quienes eduqué, y en esto ayer, la semana pasada, quizás el último mes, la hierba se calló, las copas de los sauces se callaron, las ramas de los cipreses desistieron de hablar, mis pasos desaparecieron del pasillo, dejé de distinguir mi sombra, las luces de los rostros en los marcos, fundidas, se apagaron y entendí que los muertos comenzaban a morir y la casa con ellos, el esqueleto de la casa con pedazos de cartílagos de cortinas y de cuadros suspendidos de los huesos, el esqueleto de la casa sin nadie excepto yo, las criadas y la enredadera del balcón amortajándonos en su sábana de insectos. Fue sin duda por eso por lo que Damião se marchó: al despertarme esta mañana no llevaba los guantes ni la chaqueta ni los botones dorados: venía descalzo, sin brillantina, con una camisa de mi marido que le di hace siglos con la condición de que yo no se la viese puesta, se había vuelto como los soldados del gobierno que ocupan el poblado ahora a la espera de los guerrilleros de la Unita o de los sudafricanos o de los mercenarios ocupados en perseguir a los lechones que los cubanos olvidaron llevarse al huir rumbo a lo que suponían Luanda y que no era más que una trampa en la primera o segunda curva del sendero del bosque, la tropa del gobierno con un cabinda con alpargatas y gafas oscuras que se presentaba como alférez y subía las escaleras de la puerta principal, golpeaba, exigía mi cama para él y el resto de la casa para los soldados atontados de marihuana que cogían las bazucas al revés y me plantaban yuca en los charcos del arroz

—Camarada

yo una mujer vieja con dos mujeres viejas más en la cocina comiendo las mismas conservas y las mismas legumbres que las orugas despreciaban y bebiendo la misma agua castaña del depósito o sea la misma lluvia, la misma herrumbre y el mismo lodo, recogiendo las tres el algodón y el girasol con la esperanza de llegar un día Dios sabe cómo a Caxito en la furgoneta sin neumáticos y sin motor que servía de palomar a los cuervos y vender la cosecha a los americanos del petróleo, yo en lo alto de los escalones cerrando el paso al vestíbulo

—Fuera

el cabinda sacaba un cigarro roto del bolsillo y una caja de cerillas sin cerillas, miraba a los compañeros que se burlaban de él, mi padrino apuntando a la liebre

—No seas cobarde, no tengas miedo, dispara

el humo de la cocina a trescientos metros, la liebre inmóvil en la vereda, el cañón de la escopeta hacia arriba y hacia abajo desobedeciéndome, señalando con la mira troncos, un poste, la choza del hechicero en pleno labrantío por donde nadie, ni los policías, se atrevía a pasar, adivinaba el futuro y las enfermedades con cauris, piedrecitas y espolones de pollo, palidecía, se ponía gris, cortaba el pescuezo a un gallo y lo masticaba temblando, el cabinda con galones de alférez exigiendo las llaves de mi propia casa

—Camarada

las orejas de la liebre súbitamente alerta, los muelles de las patas listos para el salto, mi padrino irritado conmigo me afirmaba el gesto, colocaba su dedo en mi dedo en el gatillo

—¿Quieres ver cómo disparas, quieres ver cómo disparas, muchacha?

y enceguecí y dejé de oír, con el martilleo del arma, el estruendo, la flor de polvo donde se perdió la bala, las sienes con tanta fuerza que no reparé en la liebre esfumándose, no reparé, aliviada, en que el animal seguía vivo, ningún bulto con pelos se retorcía en la tierra, mi padrino me arrancó la escopeta, me levantó por los codos hasta rozar con su nariz mi nariz, las dos cejas una sola ceja, los dos ojos un solo ojo que ardía, el mentón clavado en mi mentón

—Nunca harás nada bien, muchacha

esperando otra liebre conmigo y ordenándome que agarrase la escopeta, la cargase, la volviese hacia la hierba por donde la liebre huyera, yo de pie y él contra mi nuca ya no furioso sino decepcionado, triste

—Nunca harás nada bien, muchacha

vivía en Dala Samba a un kilómetro de los montes de los reyes jingas

matas de palmeras en las cumbres desnudas y los fantasmas de los príncipes en medio de un silencio de misterio rodeados de ollas y calabazas y pipas y tal vez

se decía

los cadáveres del ganado que les había pertenecido y de las mujeres y de los hijos

en la vivienda de columnas en el centro de la plantación de tabaco con calaveras de hipopótamos y elefantes en el balcón, cabezas de leones, leopardos y antílopes entre pieles de cebra, flechas, lanzas, trabucos, mi padrino con casco colonial y docenas de nietos mulatos nacidos de bastardos mulatos patinando en las habitaciones de la casa, el viejo con un puro entre los dientes que el primer domingo de cada mes incluso durante las lluvias, con senderos transformados en cascadas de barro y el cielo negro de nubes, sacaba la mula del establo, la azuzaba con la fusta para recordarle la obediencia y amansar su carácter mientras el animal intentaba cocear a los relámpagos, la ensillaba, le ponía el freno, le daba puntapiés en la barriga tres o cuatro veces más para avivar su memoria, se ponía un impermeable de látex amarillo y trotaba veintiséis horas por el bosque hasta Baixa do Cassanje para visitar a mi familia con uno de los hijos mestizos armado con una escopeta tras él, enorme y tan callado como hablador era mi padrino y magro de carnes, el hijo a quien se dirigía como a un desconocido importuno y que lo trataba de señor siguiéndolo incluso si el viejo se instalaba a la mesa para comer con nosotros, o paseaba con mi padre hablando sobre las plantas, buscando parásitos, deslizando el meñique a lo largo de los tallos, salían a cazar búfalos traqueteando por los desniveles de la hierba, el chófer luena conducía, mi padrino y mi padre en el asiento delantero dirigían las miras hacia las huellas de pisadas, el mestizo con cartucheras al cuello y en esto el jeep parado en una ensenada, cuernos que bebían, el viejo al hijo sin volverse, extendiendo la mano abierta

—Sansão

y el mestizo entregaba los prismáticos y la carabina, mi padrino buscaba en la niebla empañada al macho que dirigía el grupo por la disposición de las hembras y de las crías entre los cuellos curvados hacia el agua, lo encontraba, escupía la punta del puro, sacaba un nuevo puro del impermeable amarillo, se lo clavaba en los labios como una especie de cuña

(me acuerdo de las patillas rojizas, del bigote rojizo, me acuerdo de la cabeza pequeña y del pelo como cepillo)

medía al búfalo y lo obligaba a caer sin un espasmo, con las patas flexionadas, en un desamparo de piltrafa, como él dos o tres agostos después, en lo más frío de la estación, cuando el tabaco amanecía rígido por la helada y nosotros lo protegíamos con jaulas de cañizo y cubiertas de plástico constantemente amenazadas por la ira de los perros, el viejo caído durante una emboscada a un guepardo solitario, un animal viejo al que le faltaban uñas, como se apreciaba en los terneros y las cabras devorados, amarramos un cabrito a una estaca, preparamos una pirámide de tablas y paja a fin de escondernos junto a la angustia del animal preso, mi padrino, mi padre, yo y el hijo mestizo, tan obediente y silencioso que casi parecía no existir con todas las armas bajo el brazo, esperamos que los gritos de niño asesinado del cabrito, sus balidos de puro terror, atrajesen al guepardo, una noche entera sin hablar, con los huesos que castañeteaban, no dientes, huesos que castañeteaban mientras escuchábamos a los búhos, los arbustos, las palmeras de los túmulos de los reyes jingas y en esto el cabrito sin moverse por primera vez desde que lo habíamos traído, una sombra en diagonal o la sombra de una sombra

o la sombra de una sombra de una sombra

escurriéndose como agua o luz sobre las restantes sombras, una respiración amarga de hambre que nos pesaba en la sangre y la espesaba obligándola a oscilar en las venas, no a correr, a oscilar

—El guepardo

susurró mi padre a las tinieblas de tablas y paja de la cabaña que mi insomnio enrojecía encendiendo en mi cuerpo candelas dolientes

—El guepardo

mi padrino a su hijo encontrando el punto donde apoyar la escopeta

—Sansão

el mestizo sacaba los prismáticos del estuche, los limpiaba, armaba la carabina, comprobaba la culata, se detenía en el seguro mientras mi padre lo observaba como si adivinase no sé qué, comprendiese no sé qué, como si hiciese años y años que esperaba, no tenso, calmo, no incrédulo, resignado, algo que iba a ocurrir o que mi padre creía que iba a ocurrir ahora, mi padrino que no esperaba nada, no desconfiaba de nada, atento al cabrito empinado en una actitud de ofrenda, a la sombra larga y estrecha sobre las restantes sombras

—Sansão

el hijo que lo escoltaba siempre, corriendo con sandalias junto a la grupa de la mula, soltaba los prismáticos, apoyaba la carabina en el pecho, la destrababa, subía el cañón sin prisa hasta los hombros de mi padrino, lo llamaba suavemente sin que me diese cuenta de que era la primera vez que oía su voz, la primera y última vez que oí su voz

—Padre

y era de día ahora porque se veían las ramas mojadas y las hierbas y los primeros insectos, el guepardo se había ido, el cabrito había vuelto a chillar, mi padrino encaró al mestizo durante la eternidad de una vida, continuó encarándolo en el suelo cubriéndose la mancha púrpura de la camisa como una debilidad de la que se avergonzaba al mismo tiempo que el hijo, con una serenidad morosa sin arrogancia ni enfado, volvía a cargar el arma, la apoyaba en el pecho, la apuntaba ajeno al cabrito y a nosotros y al viejo que ordenaba en un susurro como yo en lo alto de las escaleras al cabinda del gobierno

—Fuera

mi padrino intentaba incorporarse, lo apartaba con la bota, intentaba que el cuerpo entero se le vistiese de dedos, repetía

—Fuera

sin arrogancia ni enfado tampoco como si riñese a un niño o castigase una trastada, casi con dulzura, con afecto

—Fuera

y sólo entendí que recuperaba el aliento, contraía los músculos, formaba las palabras cuando el cabrito se desprendió de la estaca y corrió hacia el bosque, la segunda bala lo hizo callar y lo llevamos en la mula, con el mestizo caminando detrás, más allá del patio y del bosque de secuoyas, al cementerio en el que se enterraban uno al lado del otro los negros y los blancos antes de mi padre, en la época del primer propietario del girasol y del algodón y de los hombres que trabajaron la tierra en este siglo y en el otro y en el anterior, lo llevamos hacia el rectángulo acotado por un muro de cal, un portón con crucifijo, losas y losas sin orden alguno, fecha alguna, nombre alguno entre los sauces que no crecían y los cipreses secos, el comandante de la policía ordenó que cavasen dos fosas

(yo con ganas de sonreír porque mi hijo Carlos, el ingenuo de mi hijo Carlos, pensaba que el reloj de pared era el corazón del mundo)

en el espacio libre cerca de los granados donde el mestizo sin una palabra y sin que mi padre, el comandante de la policía o el cabo le dijesen siquiera una palabra, ayudó a los soldados a guadañar y a roturar la tierra, a poner las cruces de madera en los montoncitos de piedra que coronaban las fosas, a sepultar al viejo, a echar la cal, a decorar la arena mojada con margaritas de tela, y él mismo colocó el segundo ataúd en la fosa con un cuidado idéntico al primero

(mi hijo Carlos creyendo que no lo quiero porque)

se acostó sobre los pliegues de satén, apoyó la nuca en la almohada, acomodó la sábana, cerró los ojos aguardando la pistola del comandante de la policía, y fueron los soldados quienes echaron la cal sobre la tapa con un Cristo de cobre, los soldados a quienes nadie impidió que le decorasen la arena mojada con margaritas de tela mientras mi padre abría el paraguas porque comenzó a llover, no una lluvia en serio sino las gotas lodosas de marzo, goterones de cera escurriéndose por los zapatos, el comandante de la policía guardó la pistola en la pistolera, la hierba de las tumbas contaba una historia muy antigua de gente y animales y asesinatos y guerra que yo no entendía por miedo a entender, murmurando sin parar nuestra culpa, acusándonos

qué injusticia

de haber llegado como ladrones incluso los misioneros, los cultivadores, los enfermeros que curaban la lepra, la hierba de las tumbas repitiendo mentiras frente a las que mi padre aconsejaba tapándome los oídos

—No escuches

(mi hijo Carlos, el mayor, el primero de mis hijos y Dios sabe lo que me costó aceptarlo, el que se ocupa de sus hermanos en Lisboa y cree que no lo quiero porque)

mi padre que se dirigía conmigo a la casa de la hacienda en la época en la que la hacienda y la casa y los espejos y yo éramos jóvenes, sin maíz pisado ni tejas rotas ni pecas de la edad ni manchas del ácido del estaño corroyendo el cristal, los setters esperando la cena, los soldados volvían al poblado con los picos y las palas, el cantinero vendía cerveza y pescado seco a los jornaleros del algodón, anotaba las deudas en una libreta con un resto de lápiz, el comandante de la policía sin que mi padre se molestase con él, sujetándole la muñeca hasta que los dedos perdían el color

—No teníamos más remedio que enterrarlo también antes de que Luanda lo enterrase a él y a nosotros, usted sabe que no teníamos más remedio

(yo no soy su madre)

mi padre que subía las escaleras sin invitar al comandante de la policía a acompañarnos, tropezando con un baúl con servilletas y manteles y ramitos de espliego, tropezando con un segundo mueble como el cabrito del guepardo enloquecido de terror, tambaleándose sin pupila ni iris, sólo el blanco gelatinoso, de clara de huevo, de la órbita, se sentó conmigo en el balcón frente a las telarañas de la lluvia ahora suave, transparente, lisa, casi feliz, entonando una musiquilla distraída que excitaba a las azaleas, y nos pusimos a mirar la aldea y el río, la misma aldea y el mismo río de hoy cuando el cabinda exige mi cama para él y el resto de la casa para la tropa zafia del gobierno o de eso que los africanos se empeñan en llamar gobierno para pensar que lo tienen con la ilusión de no obedecer a los rusos ni a los cubanos, estar libres de los portugueses y mandar en nosotros, humillarnos y saquearnos en el muelle cuando parten los barcos de Lisboa

—Portugués de mierda

quitándonos las aspiradoras averiadas y los fogones sin piezas, los cuadros y libros de los que no entienden nada, los álbumes de fotos con el fin de inventarse parientes

—Mi tío era blanco, mi abuelo era blanco, fíjate, hermano

la tropa zafia del gobierno plantando yuca en los charcos del arroz, borrachos de chicha, de marihuana

—Camarada

instalados en mi sala, en mi cocina, desenrollando esteras en mi despacho, guisando ratas en mi terraza, obligando a Maria da Boa Morte a prepararles golondrinas para la cena, paseando por el pasillo con cinturones de granadas y tirantes con cintas de ametralladora, llamándome a mi habitación donde el cabinda, el alférez

(porque yo no soy su madre, imagínese, como si la madre de una persona)

escribía en mi tocador después de apartar con el dorso de la mano los frascos y los cepillos y los tubos y las cajas para esconder la edad, para mentir en la edad así como miento en las cartas a mis hijos y hablo del girasol y del arroz para que no se preocupen ellos ni me preocupe yo, fingir que imagino poder esperar todavía, como si la madre de una persona

(como si la madre de una persona no fuese)

aquí sola sin un hombre que la defienda como mi madre tuvo a mi padre y yo a nadie o tuve una botella de whisky y un pijama con algunos huesos dentro, aquí sola en compañía de dos mujeres tan cansadas como yo, comiendo las mismas conservas y bebiendo los mismos lodos del depósito, con la obligación o la humildad o el sino de inventar un presente que hace años dejó de existir, el cabinda escribiendo en el portugués aprendido en la misión en una choza con pupitres, un mapa y el busto de escayola de la República en una peana, mientras el cura les preguntaba nombres de ciudades que no verían nunca, Coimbra Beja Chaves Vila Real Barcelos Évora

—Tu nombre es así, escribe las letras de tu nombre para que lo vea el señor administrador

me entregaba la página informándome de que el gobierno acababa de incautarse de lo que me pertenecía, acababa de decidir utilizar lo que me pertenecía hasta el final de la guerra, el cabinda sentado y yo frente a él, yo la negra, la criada, la bailunda de Huambo, frente a él leyendo el papel, leyéndolo de nuevo, repitiendo la lectura mientras el alférez se peinaba frente al espejo con mi peine y probaba mi laca

—Tu casa es del pueblo, camarada

mi casa a cambio de una página de bloc cuadriculada con manchas de grasa y carbón, soldados en la habitación de mi madre, en las habitaciones de mis hijos

(la que lo aceptó desde pequeño y se encariñó con él y lo crió)

ajustando tornillos, preparando morteros, conversando en un dialecto que yo no conocía semejante al murmullo de las dalias en las noches de insomnio en las que algo terrible crecía en mí al ver al mestizo en el cajón respirando con una paz que me intrigaba y no intrigaba a mi padre, aguardando o deseando o pidiendo la pistola del policía, un sobresalto, un desorden y más paz todavía, la cal que hervía con burbujas rosadas en el cuerpo, mi casa invadida por la tropa que se llamaba a sí misma gobierno con el fin de vivir en las casas de la parte alta de Luanda desde donde se veía el mar y la isla y las traineras de pesca zarpando de la bahía al crepúsculo en un rastro de gaviotas y gasóleo, las casas abandonadas por los propietarios de la cerveza, del cacao, de la fruta y del café ahora en Brasil y en Suiza, un gobierno de ministros que en vida del mariscal Carmona trabajaban para nosotros

(y agradecían trabajar para nosotros)

de amanuenses, sirvientes, porteros, bedeles, se levantaban al oír nuestras toses, se reían con veneración antes de que habláramos, pedían disculpas por lo que no habían hecho como los asalariados que huyeron del poblado en busca de la meseta demasiado distante para su agotamiento y su hambre, como yo en esta carta que no puedo enviar a mis hijos en Ajuda preocupados por mí, intentando telefonear, saber de mí, enviando paquetes que no llegan, yo sin una protesta frente al cabinda sentado

—Esta casa es del gobierno, camarada

yo a quien mi hijo Carlos podría querer si fuese negra

(como si la madre de una persona no)

y para quien sería motivo de

válgame Dios, detesto esta palabra

orgullo, como lo era para Rui sin duda, como tal vez para Clarisse si pensase lo suficiente y comprendiese que su padre no era un hombre, era un desgraciado en pijama nadando en whisky como los helechos en los brocales, bebiéndose las cosechas con Angola entera encerrada en botellas en los armarios, mi marido que nunca se atrevió a contarme nada del telegrama que le entregué y en el cual la camarera del comedor de la Cotonang pedía dinero para

(Carlos nunca supo quién era ni preguntó nunca quién era del mismo modo que estoy segura de que nunca la buscó en Malanje en el caso de que aún estuviese en Malanje, en el caso de que aún estuviese viva)

su hijo, nosotros por la noche en la habitación, mi marido mirándome desde la almohada, yo quitándome los pendientes, el telegrama encima de la colcha, los pájaros y las mariposas buscando la luz en las cortinas, no me sentía decepcionada ni furibunda ni con ganas de discutir, me sentía cansada, una flojera de quien no duerme hace siglos, sólo pretende no hablar y que no le hablen, desabrocharme como un vestido, quedar desnuda de mí, extenderme en el suelo y poder ser una cosa, uno de los setters gimió en el parral excitado por una lechuza o un búho, alborotó a los pavos reales, solté los pendientes en la copita de plata y mi boca habló sin que yo hablase

—No quiero saber nada de divorcio, sólo quiero que me dejes en paz

con una voz que no reconocí y que se confundía con el agua del lago, una voz sin palabras o donde las palabras flotaban sin sentido, hojas podridas blandas deshilachadas

—No quiero saber nada de divorcio, sólo quiero que me dejes en paz

no por amor, por esa especie de egoísmo resignado que se llama amor, no por querer a mi marido, necesitarlo, sentir su falta sino por indiferencia, inercia, no soportar en aquel momento el sopetón de las partidas, la maleta abierta, los pasos de un lado a otro impacientes, un sujeto a gatas huroneando bajo la cómoda en busca de una corbata perdida, moviendo sillas, cortinajes, comentando con un despecho canceroso

—Nunca se encuentra nada en esta pocilga

las frases agrias o la mudez ofendida, autosuficiente, rechazando la ayuda, más agria que las frases, el telegrama de la camarera del comedor de la Cotonang encima de la colcha supurando desencanto, yo que por primera vez me ponía el camisón sobre el sostén para que mi marido no me viese el pecho, prolongando las frases en una morosidad que dolía como si cada sílaba, cada letra, fuese un incisivo con raíces del mentón al cerebro que arrancaba de mí

—Sólo quiero que me dejes en paz, déjame en paz

dirigiéndome a una persona que no oía, había retrocedido meses hasta el prefabricado, sin rastro de mujer, sin señales de la presencia de una mujer, que compartía en Malanje con el químico holandés, los carteles de bailarinas con comentarios a lápiz que preferí no descifrar, dibujos que preferí no ver, floreros que eran envases de coca-cola, la mesa del comedor con tablas sobre un barril, la suciedad, el abandono, el calcetín en el lavaplatos, el tubo de betún en el bidé, Amadeu que había salido de la habitación seguía aún allí caminando con linterna por las travesías de la Cotonang hacia una casa sin pintar en el lado opuesto de la cerca, la enfermería desierta con su jardincito con margaritas polvorientas y frisos de cristales de color que recortaban arabescos en la tierra, una sola habitación que olía a ácido fénico y a moho de queso, el cielo aquí y allí, estrellas, brillos de pizarra y vapores en las vigas del techo, la campana de metal otrora de color crema, el cubo de vendas, las letras cada vez más pequeñitas, aparatos medievales en un anaquel, la camarera del comedor

Tranquilízate que no quiero el divorcio, quédate acostado, no hagas ruido, no me pongas nerviosa, sólo quiero que me dejes en paz

tal como uno imagina una camarera de comedor, delantal y zuecos y toca, una negra de dieciocho años a lo sumo, tal vez veinte porque nos equivocamos a cada paso con la edad de ellos, o parecen tener mucho menos o mucho más de lo que realmente tienen, como también nos equivocamos con el temperamento, el carácter, la honestidad, la obediencia y el afecto si es que puede llamarse afecto a lo que sienten, no se apegan a nosotros, no son fieles, no son agradecidos, nos odian, mi padre el pobre siempre me advirtió

—No seas tonta, no te hagas ilusiones, te detestan

por ejemplo cuando la independencia mi prima de Lobito bromeando con su criado porque ponía las manos en el fuego por él y lo llevaba en palmitas como a una persona de la familia

—Anda, ahora que vosotros mandáis, no me mates

y el mal agradecido, con el tono más serio de este mundo

—Quédese tranquila, que he quedado con el criado de la señora del sexto en que yo mato a su patrona y él la mata a usted

la camarera del comedor acuclillada en la estera con su hijo, un niño completamente blanco

(como si la madre de una persona no fuese)

labios de blanco, nariz de blanco, pelo de blanco, como mucho

mirando bien

un vestigio en la forma de las uñas que ni un médico observaría, un niño absolutamente blanco en el que sólo las negras viejas con la brasa del cigarrillo en el interior de la boca, Josélia, Maria da Boa Morte, detectarían sin vacilar el origen y el color de la sangre pero no dirían nada para protegerse a sí mismas y a él, mi marido a la puerta de la enfermería con el sombrero en la mano, ceremonioso como si no la conociese, indeciso, tímido, con miedo a la mujer y sobre todo con miedo a mí, a lo que pudiésemos decirnos la una a la otra, haciendo lo posible para no mirar a nadie sin preocuparse por el hijo con la idea de que al preocuparse me haría daño cuando era el hecho

(que él no comprendía como ningún hombre comprende dado que los hombres no comprenden nada de nosotras)

de que no se preocupase lo que me dolía y yo

entre mujeres

a la camarera del comedor, no entre una blanca y una negra, entre mujeres, que hasta una negra sabe lo que ningún hombre negro o blanco sabe, sacando el talonario de cheques, apoyándolo en la camilla

—¿Cuánto?

ayudándola a mantener el empleo, a que no la llamasen al despacho para despedirla en cuanto fuera imposible ignorar la presencia del chico, el insulto de un niño europeo en el poblado transportado a cuestas por una africana cualquiera, ayudándola a no ser repudiada por los de su raza, a no aparecer muerta en un sendero entre las casas o desventrada como un cabrito en una vereda entre la hierba, yo con el bolígrafo sobre el cheque mirando las nubes que avanzaban hacia el este en las vigas del techo, nubes grises delante de las nubes que traían la lluvia, escribiendo no la cantidad que ella no me dijo sino la que su empleo y su hijo o mejor mi hijo

(como si la madre de una persona no fuese la que lo adoptó desde pequeño y lo crió)

el mayor de mis hijos, valían, Carlos a nombre de quien puse la casa de Ajuda para demostrarle que no lo desprecio, no lo repudio, que a pesar de que no cree en mí lo quiero, no responde a mis cartas, no las lee, me olvidó como a los difuntos del cementerio, como Damião al despertarme hoy sin la chaqueta del uniforme, los guantes, los botones dorados, descalzo, sin brillantina, con la camisa de mi marido que le di hace siglos con la condición de que no la llevase puesta en mi presencia, Damião que si el obispo lo viese no lo reconocería

—Me marcho, señora

señalando los campos sin labrar, la cosecha perdida, el reloj de pared quieto, la ausencia de sillones, la ausencia de grabados, el silencio en los pasillos enormes, Damião a mí en voz muy baja en una confidencia compasiva mostrando la miseria y la soledad en las que yo vivía

—No puedo seguir aquí porque esta casa está muerta.