10 de mayo de 1988
Debería haber sospechado que Angola se acabó para mí cuando mataron a la gente de dos haciendas al norte de la nuestra, el hombre con el cuello hacia abajo en los escalones, es decir, clavado a los escalones con una barra de cortina que le atravesaba la barriga, la mujer desnuda de bruces en medio del desorden de la cocina, mucho más desnuda que si estuviese viva, sin manos, sin lengua, sin pecho, sin pelo, descuartizada con el cuchillo de trinchar con un gollete de cerveza acechándola entre las piernas, la cabeza del hijo mayor mirándonos desde una rama, el cuerpo que la sierra mecánica había cortado en lonchas desparramado en el arriate, la cabeza del hijo menor en la parte trasera
(donde tomábamos té por la tarde con ellos, comíamos pastas secas y nos refrescábamos con abanicos de rafia)
mezcladas sus tripas con las tripas del perro, marcas de dedos con sangre en las paredes, los trastos caídos, los marcos en pedazos, las cortinas de las ventanas abiertas barriendo el silencio y el olor de las vísceras, una gritería de gansos por encima de la cantina, de los tractores y de los campos de girasol incendiados, en los que los capataces ovillados en el suelo masticaban sus propias narices y sus propias orejas con enjambres de escarabajos que zumbaban en las llagas, mi padre y los soldados recorrieron las tierras de labor sin encontrar a nadie excepto a los perros del bosque que desgarraban a los difuntos y retrocedían resoplando, con el pelo erizado, abandonando a disgusto trapos y huesos, mi padre sin encontrar a nadie excepto a su propia sombra asustada, con un pañuelo en la cara ordenando que los enterrasen, por primera vez sin seguridad ni autoridad ni certezas, no me importa el sitio, me da igual el sitio, abran un hoyo y échenlos dentro, los holandeses de los diamantes reparaban el asfalto que las lluvias habían destruido con fogatas que escupían piedras y lágrimas negras, los perros del bosque regresaban olisqueando troncos, mi padre a los soldados, siempre con el pañuelo en la cara, mientras retrocedía resoplando igualito a los perros, pero qué cruces ni qué hostias, déjense de cruces, no vamos ahora a perder tiempo fabricando cruces, y en esto un rumor de pasos, una agitación de fuga, una prisa de reguero de pólvora, una desbandada de gorriones, una aflicción en la hierba, el cabo que corría entre las plantas ajeno a la espesura, los soldados que golpeaban raíces con los cañones de las armas y aceleraban así los pasos hacia el granero, la prisa de reguero de pólvora y la desbandada surgieron en el patio de las camionetas transformados en un bailundo de ocho o nueve años plantado frente a nosotros con un saco de alubias robado bajo el brazo, un árbol podado del que no sé decir el nombre
parece que estoy viéndolo y no me acuerdo del nombre
sacudía el vocerío de los cuervos, en las cortinas de las ventanas abiertas, sin marcos ni cristales, madejas de tejido sucio seguían barriendo el silencio y el olor de las vísceras, el cabo se inclinó ante el bailundo con la culata apoyada en el hombro y mi padre
—No
un chico descalzo de ocho o nueve años apoyado en el granero con un saco de alubias robado bajo el brazo miraba las escopetas, miraba a los soldados, los perros del bosque excavaban los hoyos de los muertos, mi padre resoplaba con el pañuelo en la cara igualito a los perros, de nuevo con seguridad, autoridad, certezas, olvidando la cabeza en la rama, la mujer de bruces en la cocina más desnuda que si estuviese viva
—No
la hacienda al norte de la nuestra, una hacienda pequeña con una casa pequeña, sin maíz ni algodón ni arroz, casi sin máquinas, labrada por luchazes comprados más baratos en Moxico y por tanto aún peores y con más enfermedades que los espectros que teníamos, mi padre iba de vez en cuando, antes del té, a azuzarlos con el bastón sin creer en disculpas de paludismo y diarreas, levantando a los que se fingían moribundos y exhibían sus labios secos y los escalofríos de la fiebre
—Patrón
y sin embargo apenas les dábamos la espalda se les pasaba y se ponían a fumar y a beber vino, mi padre con la bota en alto
—Andando
porque le daba pena la mujer en la parte de atrás con su tetera rajada y su blusa raída que nos ofrecía sillas de lona sin color y banquetas de cocina, nos ofrecía bizcochos, nos repartía a mi madre y a mí soplillos de rafia de los de atizar el fogón, se disculpaba por el té, por el azúcar, por existir, nos trataba a mi madre y a mí de señoras, a mi padre de señor, humilde, fea, triste, con una voz menuda de derrota
—¿A las señoras les apetece, al señor le apetece?
con los hijos también humildes, también feos, también tristes, un par de ratones vestidos de personas, quietecitos y delgados, con una palidez verde, rozándose en las esquinas y admirando los bizcochos de lejos, mi madre les extendía el plato desplegando la sonrisa como cola de pavo real
—¿No queréis?
se notaba que los ratones vacilaban por su pestañeo avergonzado, una reverencia de rodillas, algo semejante a una aquiescencia temerosa, y enseguida la mujer tensa, brusca, le quitaba el plato a mi madre y lo volvía a poner en la mesa cubierta por un mantel con un rasgón en el centro
—Ellos ya han comido, señora, no os quedéis ahí parados, id a jugar
los ratones, lentamente, obedecían mudos con una última mirada de soslayo a los bizcochos y al marcharnos aún los encontrábamos contemplando nuestro jeep nuevo, con ese olor a barniz y a cuero de los coches flamantes y faros suplementarios en el tejadillo, comparándolo con el automóvil sin parabrisas, sin pintura, con el parachoques sustituido por troncos, que parecía no haberse movido nunca, inclinado hacia la derecha con la atención miope común a los papagayos y a los aficionados a las acuarelas, los ratones callados y monótonos que subían y bajaban del estribo con una satisfacción de propietarios, la mujer furibunda
—Si llegáis a estropearle el jeep al señor, ya veréis lo que os hago
los ratones pegados como siameses, chupándose el pulgar, rodeaban la casa, la mujer limpiaba el estribo con el dobladillo de la falda, temblando de inquietud, de disgusto
—Perdone usted, caballero, perdone usted, señora, son unas sabandijas, pero pueden quedarse tranquilos que no les han rayado nada
al alejarnos hacia el portón que no había, sólo un cubo de piedra con una argolla oxidada y un fragmento de madera antaño blanco encajado en un fragmento de gozne, mientras la mujer y el marido de la mujer, con sombrero de paja en la cabeza, se inclinaban en adioses respetuosos, los ratones súbitamente ágiles volaban con las bocas abiertas, inmensas, aterradoras, de pozo, capaces de comerse el mundo, hacia el plato de los bizcochos, el azucarero, la tetera, dispuestos a devorar de paso el mantel y las sillas de lona, unos ratones raquíticos del tamaño del niño bailundo contra la pared del granero con un saco de alubias robado bajo el brazo, protegiéndolo del cabo que apoyaba la culata en el hombro inclinado hacia él, mi padre que desabrochaba la pistolera
—No
la casa pobre con envases de yogur que servían de vasos y sillones semejantes a restos de naufragio, la hacienda pobre, sin agua ni río próximo ni generador, con el humo de las lámparas de petróleo que ennegrecía el techo, el girasol roído por los parásitos que ningún exportador compraría, una aldea con media docena de chozas sin alambre en torno que impidiese a los luchazes regresar a Moxico en un tropel de manada, los envases de yogur y las lámparas de petróleo rotas, un retrato de boda rajado, la casa pobre, la hacienda pobre, el girasol picado por los lirones pudriéndose de tan maduro, la mujer de bruces en la cocina, sin manos, sin lengua, sin pecho, sin pelo, descuartizada con el cuchillo de trinchar, con un gollete de cerveza acechándola entre las piernas, mucho más desnuda que si estuviese viva, ofreciendo un té flojísimo y bizcochos ordinarios que cogíamos de mala gana
—Tengo que meterme esto en la boca, qué asco
la mujer que me trataba de
—Señora
como los peluqueros de la ciudad, debería haber sospechado que Angola se acabó para mí cuando el muchacho bailundo con un saco de alubias robado bajo el brazo, apoyado en el granero bajo la culata del cabo, mató a varias decenas de blancos en Luanda, en Salazar, en el Dondo, recorrió las villas, las chabolas y los barrios del suburbio pisando huertos, incendiando viviendas, degollando gallinas y personas, racimos de cabezas colgadas de los árboles, guirnaldas de intestinos, niños a quienes los gatos desventraban entre los tiestos con dalias, la mujer que escondía deprisa el rasgón del mantel de hule poniéndole el azucarero encima
(el azucarero en peor estado que el mantel)
con la esperanza de que no nos fijásemos, no nos diésemos cuenta, no viésemos, la mujer con una amabilidad angustiada pensando que escondía la miseria y la falta de dinero y el hambre junto con el rasgón
—Señora
mi madre abría el bolso con un chasquido de metal
tic
(me gustaba tanto ese ruido que por mi cuenta abría y cerraba el bolso mil veces para oír las bolitas cromadas una al encuentro de la otra
tic
separándose
tic
juntándose
tic
separándose de nuevo
tic)
buscaba el monedero en medio de pastillas melancólicas para endulzar el café que daban a la taza un sabor de viudez, mi padre y yo desviábamos la mirada como si algo fascinante, vital, irresistible, pasase en la dirección contraria, mi madre con un murmullo de préstamo, de oferta, extendía los billetes hacia el bolsillo del delantal de la mujer y la mujer de golpe rechazándole los dedos
—No me ofenda, señora, no me ofenda
su marido con la guadaña al hombro secándose las mejillas con el pañuelo
clavado por una estaca que le atravesaba la barriga
movía las orejas como si asintiese no sé si a ella o a mi madre, me recordaba a un campesino sin ánimo ni suerte abandonado por las lluvias, por el párroco, por el sol en el escalón de la iglesia, a la espera de una limosna, sin pedirla ni rechazarla, flotando bajo el sombrero de paja en un desconsuelo vago, los ratones amparándose a distancia con una expectativa temerosa y compartiendo el triciclo demasiado pequeño para ellos, con las ruedas torcidas, le faltaban tejas a la casa, un refuerzo a la chimenea, tabiques a la letrina, una fosa, un pozo, faltaba jabón, el árbol
uno de esos árboles vulgares conocidísimos de los que no recordaba el nombre
no, mango no, qué disparate, ya lo diré dentro de un rato
lamentándose con nosotros, las nubes estiradas en la meseta de Diamang navegaban hacia el este, la cantina
¿anacardo?
cerrada
acacia qué va
la distancia como es su obligación azulaba el horizonte, la mujer de repente, herida, sonrojadísima, sin manos, sin lengua, sin pecho, sin pelo
—No me ofenda, señora, no me ofenda
tan desnuda
Santa María madre de Dios
tan desnuda, las nalgas, los muslos, la nuca, las pantorrillas, nunca he visto a nadie tan desnudo en mi vida, tan desnudo, cómo explicarlo, no era el estar desnudo que tiene la desnudez, era estar desnudo de una manera obscena, yo también con un pañuelo en la cara, no horrorizada, no con asco, sorprendida con el gollete de cerveza acechándola entre las piernas, la falta de decencia, de vergüenza, el impudor de ella, imaginándola con su marido con sombrero de paja pegados el uno al otro, distraídos, soñolientos, hartos, imaginando a los ratones al nacer, el líquido extraño, las membranas, mi madre sorprendida
—Vale, doña Matilde, ni una palabra más
guardó los billetes en el monedero, guardó el monedero en el bolso con el estallido de metal de las bolas cromadas juntándose
tic
y así ya no era posible que me dejasen hacer aquello, no era sólo el ruido, era sentir los muelles que resistían primero y se atraían sin que pudiésemos impedirlo después
tic
baobab, ahora baobab, cállate
las bolas que costaba encajar y que después de encajadas se negaban a desencajarse, se negaban al principio hasta el
tic
y después se separaban sin ganas de unirse hasta que las usábamos otra vez, las arrimábamos, hacíamos una presión delicada con el índice y el pulgar, las bolas frotaban sus pequeños vientres rotundos, decidían obedecerme, allí venía el
tic
entrelazaban las astas que las unían al bolso
tic
siempre que le pedía a mi madre que me dejase hacer
tic
aquello, me miraba poniendo su mano propietaria sobre el cierre como si yo fuese una tonta
—No crecerás nunca, ¿eh?
de manera que cuando
(las nubes de Diamang, de un encarnado de manto o de sangre, marcas de dedos con sangre en la casa, en los escalones, en la cocina, en el mantel de hule del té
sangre
las nubes de sangre en viaje hacia el este, nubes y unos pájaros parecidos a palomas que no eran palomas pero sangraban también, sangraban sangre, sangre
sangre
y desaparecían en un bosquecillo detrás de la cantina)
de manera que cuando
—Vale, doña Matilde, ni una palabra más
cruzó las bolas
tic
agarré el bolso, le arranqué el bolso del regazo para accionar el cierre, vencer su inercia, escuchar el ruidito
tic
la mujer creyendo que yo insistía en los billetes, me disponía a ocultarlos en el delantal, me apretó la muñeca con las uñas sudadas, la nariz sudada en mi nariz
—No necesito nada suyo, no quiero nada suyo, sólo exijo que me respete, ¿ha oído?
yo que debería haber sospechado que Angola se acabó para mí y haberme marchado el día en que el muchacho bailundo de ocho o nueve años con un saco de alubias robado bajo el brazo, apoyado en el granero bajo la escopeta del cabo, mi padre al cabo, con la pistolera desabrochada, mientras disimulaba el olor a cadáveres con el pañuelo en la cara
—No
el día en que el muchacho bailundo mató varias decenas de blancos en Luanda, en Salazar, en Caxito, en el Dondo, recorriendo durante la noche villas, chabolas, campamentos, manzanas de los suburbios, los propios barrios del centro de la ciudad, las viviendas del barrio de la fortaleza y del palacio del gobierno, el muchacho bailundo de ocho o nueve años todo ojos, todo pupilas, apartando el saco de alubias del cabo, degolló con alfanje gallinas y personas, las colgó de los árboles con cuerdas o con ganchos o las abandonó al apetito de los mastines, varias decenas de blancos con los testículos, las orejas, las narices hundidos en la garganta junto con el silencio de las mariposas y el zumbido de las avispas, las larvas y las moscas en los estómagos podridos, los fetos de las embarazadas arrojados a los gatos como pescado sin valor, en Lobito, en Benguela, en Sá da Bandeira, en São Salvador, en Carmona, en Tentativa, en Huambo, no bandas de salvajes borrachos, no grupos organizados por los comunistas rusos o húngaros o rumanos o yugoslavos o búlgaros, no una liga, un movimiento, un partido que quisiese mandar en Angola, decidir sobre Angola, sustituirnos en las empresas, en la administración, en las oficinas, quedarse con nuestras casas y nuestras haciendas, amontonarnos en el muelle abrazados a trastos sin valor, expulsarnos, no el odio o la venganza
(¿por qué, Padre Celestial, venganza por qué?)
o la impotencia o la rebeldía contra nosotros sino sólo un muchacho de ocho o nueve años con un saco de alubias bajo el brazo, un solo muchacho con los rizos descoloridos oculto en el bosque como un tejón, una cría de comadreja, un erizo, un solo muchacho bajo la escopeta del cabo, mi padre con el pañuelo en la cara
—No
asegurándonos que Angola se acabó para mí, no solamente Baixa do Cassanje, nuestro algodón, nuestro arroz, nuestro maíz, Angola, Angola entera
toda
la tierra los ríos las ciudades y las playas de Angola incluyendo las calles desiertas y las viviendas desiertas de Moçâmedes, las tías que no conocí atildadas como las bisabuelas de los retratos, el furriel enemigo de Gungunhana cuyos ojos vieron los ojos de Caldas Xavier y los de Mouzinho de Albuquerque, coleccionando sellos
—Isilda
las palmeras amortajadas en la arena protestando y quejándose como seres vivos
—Isilda
la casa pobre, la hacienda pobre, las sillas de lona, la mesita del té con el rasgón del hule a la vista sin azucarero que lo cubriese, el cabo apoyó la culata de la escopeta y yo trabando su movimiento
—No
no mi padre con el pañuelo en la cara, descompuesto por el olor, yo trabando su movimiento
—No
cabezas, guirnaldas de intestinos, bastones de cuero, de mimbre, de goma clavados entre las nalgas, nucas aplastadas por piedras, órbitas extraídas con una cuchara, un tenedor, la punta de un cuchillo, los soldados que avanzaban resoplando como los perros del bosque, la mujer desnuda sin manos, sin lengua, sin pecho, sin pelo
sangre
no necesito nada suyo, no quiero nada suyo, sólo exijo que me respete, ¿ha oído?, el sabor a barro seco del té, el sabor a yeso de los bizcochos, el automóvil sin parabrisas con troncos en el radiador inclinado hacia la derecha con una admiración miope de papagayo o de aficionado a las acuarelas, el muchacho bailundo mirando al cabo, mirando a mi padre, mirándome a mí, el muchacho que robó un saco de alubias como nos robó Angola, nunca imaginé que Angola fuese un saco de alubias en las manos de un muchacho, y sin embargo era un simple saco de alubias, no lomas, no colinas, no plataformas de petróleo, no fábricas, no plantaciones, no aquella nube que parecía ser nube con forma, densidad, espesura y movimiento de nube y al final no era más que una bandada de patos que decidía el sentido del viento, no más que un saco de alubias robado bajo un brazo de niño, un saco que yo no entendía, no podía entender si le pertenecía a él o a nosotros, como este país, esta tierra, esta casa de pobre con sus trastos a los que les faltaban asas, cajones, adornos de metal, pedazos de incrustaciones y de relieves, esta hacienda de girasol gris que los intermediarios se negarían a transportar a Luanda
—Tenga paciencia, amigo
estropeado de tan maduro, picado por los lirones, la cantina, es decir, el cuchitril, la garita, el gallinero anguloso al que llamaban cantina, cerrada por un candado que cualquier soplo de cañas, cualquier aliento de hierbas rompería, sin tabaco ni pescado seco ni cerveza ni esas cosas voluminosas y relucientes que les gustan a los jornaleros, el hombre con sombrero de paja clavado a los escalones con una barra de cortina que le atravesaba el ombligo nos sonreía junto a la tetera y se secaba las mejillas con el pañuelo mientras el muchacho bailundo incendiaba la media docena de chozas del poblado y los esclavos
los trabajadores, los campesinos, los obreros, no esclavos
comprados al delegado portugués
asalariados por intermedio del delegado portugués, un amigo de los nativos que defendía sus derechos y les buscaba empleo, los trabajadores asalariados por intermedio del delegado portugués no habituados a la humedad, no habituados al calor, consumiéndose de paludismo y diarrea
asalariados con sueldos absolutamente justos, asistencia médica gratuita, medicamentos gratuitos, escuela gratuita, vivienda gratuita, un comercio sólo para ellos, libertad completa, dónde están los esclavos, dígame, por favor, dónde están los esclavos
los ratones, felices, subían y bajaban por los estribos del jeep, las paredes de Marimba de Marimbanguengo de Chiquita de Santo António del poblado Macau deshechas por el fuego por los rifles por las balas, nuestra terraza, nuestro parral, nuestro patio, nuestro jardín de azaleas, nuestro anexo para las visitas, el muchacho bailundo que nos derribaba las cómodas, las rinconeras, los sillones, el reloj, la sopera japonesa de la vitrina que sólo mi madre, con cuidados de orfebre, se permitía limpiar, el muchacho bailundo con los rizos descoloridos y la tripa dilatada de hambre, un saco de alubias robado bajo el brazo, que se acercaba a mi madre con un gollete de cerveza, le rasgaba la ropa, la desnudaba, la volvía más desnuda que si estuviese viva, desnuda de una manera desvergonzada, obscena, el cabo que apoyaba la culata de la escopeta y yo que le trababa el gesto
—No
no mi padre con pañuelo en la cara con ganas de sentarse, de huir, las bolitas cromadas
tic
y
tic
y
tic
y
tic
mi padre difunto defendiéndose del olor de los difuntos, mi padre con los testículos en la garganta que nos miraba desde una rama, no mi padre a quien la sierra mecánica desparramaba en el arriate, el cuerpo, las piernas, las rodillas, los cartílagos color leche, los propios dedos, mi algodón ardiendo, mi arroz ardiendo, mi maíz perdido, el generador babeando una sangre de gasóleo
sangre
el cabo que apoyaba la culata de la escopeta y yo que le trababa el gesto
—No
el muchacho que me mató, corrió detrás de mí para matarme y mezcló mis tripas con las tripas del perro, el muchacho bailundo apoyado en el granero, en lo que quedaba del granero, con el saco de alubias robado bajo el brazo que me miraba como si aceptase
no, no como si aceptase, aceptando
sin una palabra, un gesto, una amenaza de fuga, que yo sacase la pistola de la pistolera de mi padre, quitase el seguro
tic
apuntase
tic
encogiese el índice
tic
el muchacho de ocho o nueve años que siguió mirándome a medida que se deslizaba despacito granero abajo como se desliza una gota de cera o de resina, como se desliza una lágrima, hasta desplomarse en el suelo.