1 de septiembre de 1987

Una tarde, poco después de que trajéramos a Carlos de Malanje, estaba sentada en la terraza con mi marido, Amadeu leía el periódico de Lisboa que el cartero entregaba con un mes de retraso y yo embarazada de Clarisse a la espera de la noche, deseando que fuese de noche para que ninguna voz, ninguna presencia me molestase, sola en la cama con el péndulo del reloj balanceándose desde la nada, las ramas del árbol de la China tiradas en la alfombra, los goznes de la cancela al compás del viento, los milanos desaparecieron en el matorral, mi marido dejó el periódico en el borde del balcón y me miró, los cantos de las páginas se levantaban pidiendo

—Agárrame

y en ese momento Clarisse se me movió en el vientre, me quité la alianza del dedo, la tiré a los arriates de abajo, al césped y a las enredaderas que nadie podaba, vi la marca blanca del anillo y me enfurecí, Clarisse volvió a movérseme en el vientre, mi marido miraba sin hablar y me enfurecí con él también, arrepentida de no haber escuchado a mis padres y no haberme quedado en la habitación de soltera con los muebles de color rosa de soltera, la vida de soltera, el cuerpo de los quince años en equilibrio entre dos lunas, libre del peso de Clarisse creciendo en mí sin pertenecerme, de la sangre de un extraño en mi sangre, quedarme en la habitación, pasear a caballo, dirigir la hacienda, vender las cosechas, discutir con los exportadores al mismo tiempo que mi madre, en el sofá de la sala, con los estores corridos y una toalla mojada en la frente, con Josélia que le preparaba tisanas, ya amenazaba con marcharse ya nos pedía que la dejásemos morir en paz

—Soy un estorbo para vosotros, un día de éstos, palabra de honor, cojo, me voy hasta el poblado y me tiro al río

al minuto siguiente soltaba la toalla, dejaba a Josélia tisana en mano frente al sofá vacío, subía al primer piso corriendo sobre nuestras cabezas a abrir grifos, entornar puertas, hurgar en cajones, pensaba

—Va a encontrar el revólver y se va a pegar un tiro en el pecho

me acercaba a la escalera

—Madre

mi padre se arrellanaba para un solitario en la mesa de las cartas, ajeno al drama, al cadáver, a la sangre, a las últimas palabras de una boca pálida, y en esto mi madre en el umbral, sonriente, una de sus manos en la cintura y la otra arreglándose el peinado con gestos menudos de tórtola, caminaba hacia nosotros con una lentitud vanidosa, girando como un planeta alrededor de mi padre, se plantaba frente a él y sacudía la cabeza para destacar los pendientes en el instante en que él cambiaba de lugar un caballo

—Dime, ¿no sigo siendo interesante, Eduardo? Dime, ¿me sigues queriendo?

los mirlos en las ramas de los cedros nos observaban con aquel aire de necedad ofendida de los pájaros grandes, Fernando cruzaba el jardín con el petróleo del motor, mi padre mordía un ángulo del caballo dividido entre una sota de espadas que abría un palo y la sota de bastos que no abría ninguno pero liberaba un as

—Claro que te sigo queriendo, claro, querida

los zapatos de ante, las piedras de los pendientes idénticas a las piedras del collar, el sello que, según afirmaba mi padre, había sido encargado por catálogo a un joyero de Benguela, la lavanda que una amiga le trajo de Europa, un lunar postizo en la mejilla, la pintura que hacía más gruesos los labios, mi madre agradecida observándome como si me venciese

(me dabas pena, madre, lo que recuerdo de ti es que me dabas pena, tan vulgar ridícula teatral)

inclinada sobre mi padre para besarle el cuello, se daba cuenta de repente de la solución del solitario, olvidaba el beso, desplazaba cartas triunfales cada vez más deprisa, transformaba la baraja en cuatro montoncitos ordenados por naipes dos tres cuatro cinco seis venciéndolo también

—No te enteras de nada, Eduardo

mientras él intentaba impedir sus movimientos, desesperado

—Este solitario es mío, no te atrevas a mover nada que este solitario es mío

mi padre que detestaba que le leyesen las revistas por detrás o le resolviesen los crucigramas

—Nueve horizontal, río de Francia Sena, qué estás esperando, pon Sena, siete vertical, robara hurtara, nunca he visto a nadie tan lento, dame el bolígrafo que me pones nerviosa

se lo quitaba bruscamente, escribía Sena, escribía hurtara, las bombillas de las lámparas aumentaban como la claridad de las manzanas y descubrían una alfombra de Arraiolos deshilachada que yo no sospechaba, un insecto en la pared, el barniz cascado en un marco, una cuña de cartón en la pata del armario, mi padre se levantaba de la silla capaz de estrangularla, mi madre acababa por rendirse, se descalzaba dando puntapiés a los zapatos, se quitaba los enganches de los pendientes que la lastimaban, se arrugaba, se encorvaba, se desplomaba en el sofá, imploraba la toalla, le ordenaba a Josélia que bajase los estores y le trajese la tisana, nos pedía que la dejásemos morir en paz

—Soy un estorbo para vosotros, un día de éstos, palabra de honor, cojo, me voy hasta el poblado y me tiro al río

los mirlos en las ramas de los cedros con ese aire de necedad ofendida de los pájaros grandes, Fernando cruzaba el jardín de regreso del motor, dentro de unos días vendría el jefe a llamarnos, la aldea entera en la orilla, el capataz y el tractorista arrastrando algo con rastrillos y pescaríamos un cuerpo con un collar de piedras y un sello falso

(y finalmente no fue así, madre, durante años rondaste por la casa poniendo al revés las fotografías de mi padre

Acabaré con tu amiga francesa, cabrón, armaré un escándalo con su marido

pidiéndome ya en cama que me pusiese la pamela azul

Qué guapa estás, Isilda

habrías llegado casi a quererme si no hubiese sido por mi primer hijo

Pero ¿por qué este crío mestizo con nosotros, Virgen Santa?

habrías sido casi feliz con tus dietas, tus gotas de la tensión, los pendientes con los que te sepultamos para que sedujeses a mi padre bajo tierra)

el capataz y el tractorista arrastraban con rastrillos un cuerpo con collar de piedras y sello que nos miraba desde los musgos con un espasmo de terror. Sin embargo una tarde, poco después de que trajéramos a Carlos de Malanje, estaba sentada en la terraza con mi marido, Amadeu leía el periódico de Lisboa que el cartero entregaba arrugado y sin precinto con un mes de retraso, con páginas cortadas y tachadas por la censura en Luanda, el árbol de la China en los azulejos, con hojas que se marchitaban como en un lago estancado, yo embarazada de Clarisse a la espera de la noche, deseando que fuese de noche para que ninguna voz, ninguna presencia me molestase, sola en la cama con las fogatas del bosque en los cristales, el péndulo del reloj suspendía desde la nada su monólogo invariable, sí no, sí no, sí no, una pausa, un meneo de cintura, un cortejo de campanadas, un suspiro, un cambio de ritmo, no sí, no sí, no sí, y en esto mi madre aparecía en la terraza con una maleta vacía y un paraguas antiguo que encontró quién sabe dónde, con las varillas en pedazos

—Como el canalla de tu padre no se quiere ir, me marcho yo con Josélia porque preciso que alguien me cocine en Moçâmedes

Josélia por primera vez con vestido, por primera vez con sandalias, caminando como un ganso tras ella también con una maleta vacía y un paraguas aún más antiguo, dos o tres palmos de tela apolillada pegados al tuntún en el alambre del armazón, una leva de jornaleros había llegado de Huambo la semana anterior y las milicias aumentaban la aldea transportando bloques de barro, hierba seca, varas, estacas, Maria da Boa Morte que nunca hablaba de la muñeca ni daba muestras de conocerme y me trataba ahora de

—Señora

de

—Patrona

hacía tintinear ollas en la cocina, los capataces distribuían hoces, sacos, un plato y un jarro de aluminio por cada jefe de turno, el canalla de mi padre que no se quería ir irrumpió desde el despacho derecho hacia mi madre

—¿En qué sitio has escondido mis revistas de crucigramas, Eunice, las que llegaron anteayer de Portugal?

mi madre volviéndose hacia él alzando el ceño con una vanidad de reina en el exilio

—Las he quemado

y no eran sólo los solitarios y los crucigramas

(acacias, me acordé ahora de las acacias, el polvo en el pelo, en los dedos, en la poyata de los aparadores, despertar por la mañana con centenares de puntitos amarillos en la habitación, me acuerdo del olor a verbena en la época de las lluvias, aun aquí en Chiquita me acuerdo del olor a verbena, siendo pequeña arrancaba un tallo, me lo frotaba en la espalda en el lugar donde debía tener alas y me sentía

puede parecer idiota pero me sentía

capaz de dar un salto y volar como los flamencos y los tucanes pero sobre todo me acuerdo de las acacias, no pasa un día en que no me acuerde de las acacias y del espejo partido del río devolviendo mi cara en fragmentos inconexos, reunidos en un orden arbitrario, irónico)

no eran sólo los solitarios y los crucigramas, era mi padre que iniciaba una historia y mi madre que lo interrumpía

—Eres tan lento

para contar el final, mi padre comenzaba una anécdota y mi madre

—Ésa sí que es buena

cambiando de tema, yo tomándola del brazo

—¿Que se va a Moçâmedes con Josélia?, debe de estar soñando

un brazo que casi no existía bajo la manga, el relente de moho de la maleta, el paraguas de mendigo, Josélia con un pasmo sumiso dispuesta a seguirla en autobús hasta el polo sur a pesar de su incomodidad con los corchetes y con la cremallera, Moçâmedes donde mi madre no conocía a nadie salvo a su familia, un cortejo de difuntos que podían escucharla pero que era improbable que respondiesen bajo el peso de las cruces, mi madre paseando con la sombrilla abierta por las calles de Moçâmedes y dirigiéndose a las fachadas en diálogo con los finados

—Hola, tío, hola, tía

tal vez con un poco de suerte encontrase un tronco de palmera donde apoyarse y dormir, tal vez con un poco de suerte la internasen por loca en el hospital si es que existían hospitales en el desierto, lo que recuerdo de Moçâmedes son personas desnudas con palos atravesados en la nariz, arena y arena, ni siquiera dunas, arena, una pequeña franja de mar, viejas a las que mi madre besaba y me obligaba a besar respirando el fresco de la tarde entre columnas de cerámica, una cabeza disecada de león, un primo que fue furriel del ejército y combatió a Gungunhana en Mozambique

(se decía)

mostrando la colección de sellos italianos y franceses descoloridos y rotos, mi madre con la sombrilla abierta por las calles de Moçâmedes

—Hola, tío, hola, tía

convencida de que los muertos le respondían, de que algo más podría conversar con alguien más además del mar que

(tal como el reloj de pared, sí no, sí no, sí no)

no conversaba con nadie, siempre me indignó el egoísmo del mar y su monosílabo incesante

—Yo

en cada ola, cada friso de espuma, cada escama de la noche, cada caracola con un eco dentro

—Yo yo yo yo yo

mi madre y Josélia entrando y saliendo de viviendas con columnas de cerámica, revolviendo baúles, herbarios, postales violetas, bizcochos mohosos, cadáveres de escarabajos, fantasmas de cuencas vacías respirando el fresco de la tarde en sillas de lona, una dulzura polvorienta y fúnebre, un estremecimiento de cortinajes pensativos, señoras con abrigos largos y hombres con sombrero hongo tostándose al sol, disolviéndose los domingos en la avenida atendidos por sirvientitas que sujetaban bandejas de limonada y platos con galletas, el primer automóvil que llegó a Moçâmedes

y me imagino una marmita con ruedas

pertenecía a su padre

—El primer automóvil que llegó a Moçâmedes pertenecía a tu abuelo, Isilda

mi madre sin explicarme que la marmita falló al cabo de doscientos metros entre chorros de cataclismos mecánicos, agua hirviendo, tornillos, una de las ruedas delanteras, del grosor de una rueda de bicicleta con los mismos neumáticos y los mismos radios, disparada en la euforia de la explosión, aún sigue abollándose en lo alto de un árbol donde intriga a los pájaros, mi madre y Josélia con sus maletas vacías y sus paraguas apolillados dispuestas a persignarse ante los destrozos que se descomponían al sol

(un manubrio torcido, un parachoques oxidado, una medusa de cables)

como ante el mausoleo del padre, mi madre y Josélia

yo tomándola de un brazo que casi no existía

—En Moçâmedes, debe de estar soñando

seguras de que los hombres con sombrero hongo y las señoras con abrigo largo vivían aún martillando pianos desafinados, pegando sellos en álbumes, olvidándose del tiempo en los calendarios parados

—Por lo menos mi familia, Dios nos ampare, tiene consideración por mí

mi madre y Josélia aguardando en Malanje el autobús que no había o encerrándose en un vagón de la estación de trenes fuera de servicio, un coche de otro siglo, con alma de vagón, a merced del apetito de la hierba, siguiendo desde la ventanilla los árboles, los tejados y los postes que no avanzaban al contrario, creyendo sentir el ruido de la locomotora y la trepidación de los carriles, oír el silbido que yo oía por la noche y que me aterrorizaba, un grito de persona, una protesta sangrienta, mi madre y Josélia mirando desde la ventanilla apeaderos que no había, la clavícula de un puente que cabalgaba en un río, mi madre y Josélia en Moçâmedes sin haber salido de Malanje buscando las palmeras, las viviendas con columnas de cerámica y el furriel del Gungunhana en los cafés, tocando timbres, empujando puertas, saludando a las personas en la terraza de la plazoleta que las miraban con una risa zumbona

—Hola, tío

mi madre y Josélia con sus maletas vacías y los paraguas abiertos, yo enfurecida con Clarisse en mi tripa, enfurecida con mi marido a través de ella, la camarera del comedor de la Cotonang, el hijo que no por haberlo comprado se volvió mío, el hijo que por haberlo comprado se volvió mío

(Carlos, mi hijo Carlos, el olor a verbena)

mi hijo Carlos en Ajuda que preguntó por mí, embarcó hacia Angola para llevarme consigo, el brazo de mi madre tan fino como el brazo de Josélia

—En Moçâmedes, debe de estar soñando

Carlos aquí en Chiquita, no Clarisse, no Rui, Carlos, sin hacer caso a Maria da Boa Morte, nunca comprendí por qué la quería a ella, por qué la prefería, Carlos haciéndome caso a mí

—Venga

mi padre furioso por la pérdida de las revistas de crucigramas, las historias que no le dejaban terminar, las anécdotas que con una sonrisa anticipada no lograba contar, los solitarios que le solucionaban en un minuto, él que se permitía hacer trampa tres veces sin resultado alguno argumentando que hacer trampa tres veces no era trampa, era colaborar constructivamente con el destino, el deber de caballero de ayudar un pelín a la suerte que buena falta le hace, mi padre susurrándome al oído con un tonito de esperanza

—Ella que se vaya y me deje vía libre

disfrutando por anticipado de una viudez feliz, tranquilo con su baraja, sus ríos franceses, sus sinónimos de robar, mi padre que ayudaba a la suerte espiando a escondidas el cuadrado de las soluciones en la penúltima página

—Te juro que no he visto nada, hija, no he visto nada

con el bolígrafo en la boca fingiendo que pensaba, se iluminaba, intentando convencerme de su habilidad al escribir Sena en el nueve horizontal, hurtara en el siete vertical

—Esto es coser y cantar, qué necesidad tengo de mirar las soluciones

(padre)

sentada con mi marido en la terraza, Amadeu leía el periódico de Lisboa que el cartero nos entregaba con un mes de retraso, yo embarazada de Clarisse deseando que fuese de noche para que ninguna voz, ninguna presencia me molestase, sola en la cama con el árbol de la China tirado en la alfombra, los goznes de la cancela al compás del viento, mi marido dejó el periódico en el borde del balcón, me miró y mientras me miraba Clarisse se me movió en el vientre, me quité la alianza del dedo, la tiré por encima del balcón a los arriates de abajo, al césped y a las enredaderas que nadie podaba, vi la raya blanca del anillo y me enfadé, Clarisse se me movió de nuevo en el vientre y me enfadé con ella también, yo gorda, hinchada, deforme, mi madre apareció a mi lado contenta, orgullosa

(el olor a verbena, me acuerdo del olor a verbena y de otros olores de plantas, tilo, melisa, albahaca, manzanilla)

una de sus manos en la cintura y la otra arreglándose el peinado con gestos menudos de tórtola

(las acacias el olor a verbena mi padre muerto Carlos mi hijo Carlos Rosarito Carlos)

sacudiendo la cabeza para destacar los pendientes

—Nueve horizontal Sena, a ver, decidme si no sigo siendo interesante, seis vertical hurtara, decidme si no me seguís queriendo.