14 de noviembre de 1994
Sólo cuando Maria da Boa Morte dijo
—Detrás de ti
y al volverme di con los cinco buitres en el tejado de la cabaña pequeña que nos miraban y dos más que, en los ganchos de la empalizada, roían la corteza del árbol con el pico, comprendí que habíamos muerto y no estábamos sentadas en el balcón de Marimbanguengo sino hinchadas como los cadáveres de la guerra a la espera de que la hierba se cerrase sobre nosotras después de que los pájaros se fueran. Mi padrino solía decir que la diferencia entre Europa y África era que Europa se olvidaba de nosotros mientras que África no se acordaba siquiera y que vivíamos en Angola por preferir ser no siendo a haber sido un día, años y años en un cajón de cementerio y en un retrato de la sala que no se sabe a quién perteneció, el hermano de un cuñado, un tío, un abuelo, un primo anónimo, una fecha borrada y una firma ilegible, mientras la tierra de Angola crecía en las sepulturas transformándolas en sementeras y mangos y bosque y aquello que el fotógrafo de Malanje nos entregaba era una sonrisa que flotaba en una isla de yodo con la sombra de un esmoquin por debajo o de lo que se suponía un esmoquin y podía ser una levita, una túnica, una gabardina, un traje, Maria da Boa Morte
—Detrás de ti
los cinco buitres en el tejado de la cabaña y dos más, en los ganchos de la empalizada, roían la corteza del árbol con el pico y nos miraban, y como Luanda era la ciudad de los difuntos, ocupada de la carretera de circunvalación a las chabolas por el olor y los vapores de los difuntos que ahuyentaban a los vivos, hasta los catangueses con collares de orejas que se alimentaban de tejones, hasta los cubanos que juraban alimentarse de placentas de embarazadas, hasta los mendigos de la bahía que se alimentaban de sí mismos con una boca vuelta hacia dentro que masticaba y masticaba, como Luanda era la ciudad de los difuntos
en las avenidas, en las calles, en las plazas, en las aceras, en los senderos de Sambizanga y en las palmeras, llegué a verlos en el extremo de las palmeras que acaso habían crecido con ellos haciendo señas al unísono las hojas y las camisas como quien vigila la isla
tal vez los difuntos nos protegiesen de los buitres, de los perros salvajes y de las hienas caminando en diagonal como enfermos de escoliosis, o armasen un barco con grumetes, maquinistas y pasajeros muertos en dirección a Lisboa y que acabaría por encallar en un bajío y se desharía en la arena rodeado por la indignación de las gaviotas. Mi padrino solía decir que la diferencia entre Europa y África era que Europa nos arrancaba los huesos para que trabajásemos de dependientes o albañiles en Brasil y en Francia mientras que África construía su esqueleto con ellos, basta fijarse en los baobabs y en la yuca que se seca en las chozas, convénceme de que no son huesos, convénceme, basta fijarse en nuestras casas, basta fijarse, por no ir más lejos, en nosotros, cómo todo se disuelve, cómo no tropiezas con señales, ruinas, vestigios, mi padrino cuya hacienda desapareció con él, el tabaco, las máquinas, los cráneos de leones e hipopótamos, uno iba a Dala Samba y no encontrábamos nada más que césped, arbustos que engordaban y crecían hasta transformarse en acacias, como mucho un pedazo de pared, una biela de tractor, un gozne de portón y una vieja con pipa sentada en una mecedora en lo que se suponía que había sido hacía siglos la cocina
la cocina frente a nosotros con la mesa de piedra, los armarios, los estantes con azúcar y alubias y arroz y pasta y garbanzos, los mil frascos y botellas y jarros de la despensa, la máquina de hacer helados con su llamita de petróleo, las gallinas, las cabras y los pavos paseándose entre los paños, las cacerolas, las sartenes y los cazos colgados de los clavos, el aparador de los platos y de los vasos y de las copas de oporto talladas donde la luz eléctrica se concentraba saltando como en los anillos de la francesa, una vieja con pipa sentada en una mecedora en lo que se suponía que había sido hacía siglos la cocina avivando un fogón imaginario con un soplillo de mimbre, nosotros
—Armandina
y ella moviendo el soplillo más deprisa
—El cordero diez minuto, señor
y en esto, porque de Marimbanguengo a Luanda teníamos que pasar por lo que fuera la vivienda entre eucaliptos de la hacienda del tabaco, vimos a mis padres bajar conmigo del jeep en los escalones de la entrada, mi padre con botas de montar, mi madre atenta a las charcas de barro levantaba una punta de la falda y avanzaba con la sombrilla abierta, yo con corpiño rosado y panamá rosado con cintas rosadas espaldas abajo, mi padrino que gritaba hacia dentro
—Armandina
Armandina con pipa sentada en la mecedora avivando el fogón con un soplillo de mimbre, no una vieja, una mujer de treinta o cuarenta años y digo treinta o cuarenta como podría decir veinte o treinta, o cuarenta o cincuenta, puesto que no creo que ninguna persona en el mundo se atreva a suponer o imaginar que acierta la edad de un negro siempre mucho más jóvenes o más viejos de lo que parecen, los blancos sí señor, los animales y las plantas puede ser que sí puede ser que no, los negros ni pensarlo a no ser tal vez cuando sonríen
una mujer de treinta o cuarenta años pero en todo caso no una vieja
Armandina
—El cordero diez minuto, señor
y en la sala con las ventanas abiertas hacia el ruido de mar de los eucaliptos, los troncos y las bayas en medio de aquel sonido de olas, en medio de aquel eco de caracoles, en medio de aquel flujo y reflujo de guijarros de cristal, en la sala además de nosotros y de mi padrino el dentista ambulante
la furgoneta junto a la jaula del avestruz, con las puertas cubiertas de una lista de precios con letra cuidada
doctor Salema extracción sin anestesia tanto y con anestesia tanto obturación tanto desinfección tanto limpieza tanto coronas de dos muelas una de cada lado tanto coronas completas tanto cortes de pelo aunque no sea mi especialidad tanto más tanto de porcentaje destinado a pagar la humillación de un trabajo menor
y docenas de diplomas en español y francés con sellos de plata falsa pegados en el óxido con trozos de papel celo, el dentista tocaba el claxon de hacienda en hacienda con la silla semejante a un trono que mi padrino juraba que había sido comprada a un limpiabotas de Luanda, un sillón de madera en el que nos instalábamos con una servilleta al cuello rechinando de terror encías y tablas, los tornos, el espejito para examinar muelas en la punta de un mango que nos introducía en la garganta
—Aaa aaa
retrocedía un paso para limpiar el espejo en la bata, liberándolo de una mota de polvo con la delicadeza del meñique
—Aaa aaa
nosotros con miedo enjuagándonos con un vasito
vasos de papel como en las fiestas de la escuela o mejor un único vaso de papel ya agujereado que reciclaba lavándolo en la pecera
—¿Algún problema, doctor?
el dentista hurgando en el maletín en medio de un tintineo de metales
—Aaa aaa
un alicate angustioso que lo volvía gigantesco, un hombre pequeño de repente enorme, de repente Dios, insistía con una amplitud severa
—Aaa aaa
el capataz con el dedo aprensivo inspeccionaba una mandíbula, el dentista trazaba círculos con gestos de segadora
—Ni una raíz recuperable, señora, hay que quitarlo todo
al pasar por lo que fuera la vivienda entre eucaliptos camino de Luanda, negros antes de la noche y claros mucho después del día, iguales al reloj de pared que tenía una idea personal de las horas y del tiempo sin relación con las horas y el tiempo del mundo, vimos a mi padre con botas de montar y el cuello cerrado con una pinza de cobre que si lo llamase
—Padre
miraría a su alrededor sin responderme, mi madre con la sombrilla abierta debido al sol que pasaba junto a nosotros sin notarlo levantaba una punta de la falda con el guante, yo con corpiño rosado y panamá rosado, con cintas rosadas espaldas abajo, el panamá que hace años encontré en el huerto colgado en una caña para asustar a los cuervos y que podía no asustar a los cuervos pero me asustó a mí, con los codos en cruz y la cabeza hecha de trapos con las facciones dibujadas con un desprecio rápido, yo que me pasaba horas pintándome, perfeccionando, impacientándome, repitiendo, tan fea e indefensa delante de los pájaros que me apeteció abrazarme
—Isilda
cuidar de mí, ir a buscar el rímel y el pintalabios, peinar con mi cepillo las hebras de maíz, arreglar el sombrero, volver a ponérmelo, ser de nuevo adolescente, llenar la habitación de muñecos, no casarme con nadie, detrás de mis padres cuando podría haberme dicho
—Espera
pero tuve miedo a alzar las cejas sin reconocerme o a llamar a mi padre y que mi padre me echase
—Vete
por haberse olvidado de mí incluso mi pasado, la única persona que nos prestó atención fue el infeliz de la furgoneta de los precios y de los diplomas extranjeros que dormía en el coche envuelto en una manta
—Aaa aaa
internándose en mi boca con el espejito
—Aaa aaa
yo aterrada
—Madre
mi madre sin oírme, a un metro a lo sumo y sin oírme preocupada por las charcas de barro, conversaba de sementeras y criados con mi padrino que la ayudaba en los escalones, el cordero asado, el olor a tabaco, el olor a eucaliptos y su soplo de mar, nunca me tocaron tormentas en Luanda o en Lobito, sólo el solitario de las olas jugando con las conchas, en una ocasión un pez grande en la arena sofocándose entre cocoteros, agallas que desistían en un adiós sereno, mi madre y mi padrino se esfumaron en los cráneos de leones e hipopótamos, mi padre se detenía como si oyese algo, una fuga de comadreja, un chasquido de topo entre las cañas, se limpiaba las suelas en el felpudo, y se evaporaba también conmigo pasando ante mí misma con las cintas del sombrero que saltaban sobre los hombros
—Isilda
con apenas un gesto de despedida indiferente
—Eres tan vieja
Armandina con menos de veinte o treinta o cuarenta años, o por lo menos tanto cuanto se puede decir que un negro es joven antes de que sonría, servía el cordero en el comedor, una casa desaliñada de hombre sin mujer excepto aquellas de quienes tenía los hijos y permanecían en el poblado, aun después de la cosecha, que le lavaban las sábanas y las camisas en el río, los niños que fingíamos no ver para poder visitarlo sin escándalo y a quienes mi padrino no hacía caso salvo para conducir el tractor o desinfectar las plantas
Teófilo Plínio Marciano Nepomuceno Isaías
que vivían no en chozas sino en cabañas de ladrillo todas iguales en la plaza de la parte trasera de la misma forma que se parecían unos a otros aunque de madres diferentes, silenciosos, gigantescos, serios, cada cual haciendo la comida en su horno de barro como vecinos desavenidos, Maria da Boa Morte y yo observábamos el comedor donde resonaban bayas, ramas, hojas, la indecisión de las primeras lluvias en el tejado de hierba, mi padrino en una cabecera, mi padre en la otra, el dentista a la derecha de mi padrino
un doctor
que intentaba convencernos de sustituir los incisivos verdaderos por coronas de porcelana que además de evitarnos los abscesos se lavaban con un cepillito y no se necesitaban palillos, Maria da Boa Morte y yo olisqueábamos las batatas y la salsa de cordero sin poder probarlas, Armandina se cruzaba con nosotras como si no existiésemos y realmente no existíamos, descalzas, delgadas, con un paño del Congo amarrado a la cintura, con los cinco buitres en la cabaña pequeña que nos miraban y dos más, en los ganchos de la empalizada, roían la corteza del árbol con el pico, Armandina llamaba a los perros hacia la olla de las sobras y nosotras saltábamos a su alrededor con ellos, mi madre suspendía el tenedor en alto mientras comíamos y se alzaba el velo con un horror delicado
—¿Qué te ha ocurrido, hija?
no en Dala Samba sino en la habitación de la hacienda mientras se colocaba el alfiler de brillantes en la solapa, la habitación que la tropa del gobierno, los cubanos, los rusos, la Unita quemaron y saquearon y la hierba sepultó, mi madre que elegía pendientes en la cajita de carey pensando en la envidia de la francesa, guardaba la cajita en el cajón y escondía la llave en el jarrón, no sorprendida, disgustada
—¿Qué te ha ocurrido, hija?
cogía el frasco de perfume con una pera de satén que se apretaba para que soltase el aroma deseando que yo no le manchase el escote con arena, semillas, pajas, insectos, mi madre sin canas ni gotas para la tensión se inventaba un lunar con un golpe de lápiz
—¿Qué te ha ocurrido, hija?
a la que al morir ayudé a Josélia a amortajar con el vestido de novia, mi madre que apretaba en secreto, con la esperanza de que nadie me viese, la rodilla de mi padre ocupado en elegir uno de los puros que mi padrino le ofrecía paseándolo con los ojos cerrados bajo la nariz
—Eduardo
Damião me adelantaba para llegar al pasillo llevando una botella y un vaso de anís en una bandeja, yo jugaba con Maria da Boa Morte en la aldea de los leprosos, mi padre se acomodaba el nudo mientras el comandante de la policía de Malanje comenzaba a reír
—¿Querida?
una silla contra el picaporte del despacho, señalando mi paño del Congo, vengándose por tratarlo como a un encargado de almacén, un jinga
—Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas con un hombre en una habitación cerrada, ¿usted no se desnuda?
retiraba del escritorio el secante, el tintero, el retrato de Amadeu en la Cotonang con un grupo de ingenieros de regreso de una cacería, un jarrón con las azaleas que él siempre pisaba cuando no las derribaba con el jeep al marcharse o los militares no las aplastaban con las alpargatas, el comandante de la policía soltaba el paño del Congo que me ajustaba a la cintura
—Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas con un hombre en una habitación cerrada, ¿usted no se desnuda?
mi pecho y mis nalgas de africana, mis cicatrices de diez o quince partos, mi piel marcada por las garrapatas, las agujas de la tierra, las brasas del fuego, la rabia de las espinas, pensaba que ustedes se desnudaban usted no se desnuda, el escritorio en la pared, la respiración de Carlos contra la puerta, quería golpear, golpeaba, movía el picaporte, golpeaba otra vez, una lechuza en el borde de la ventana, no una paloma, una lechuza, las patas arrugadas y duras como mis dedos ahora, mi madre
—¿Qué te ha ocurrido, hija?
pidiéndole a Josélia que la ayudase a acostarse en el ataúd, se colocaba el crucifijo en el pecho y me explicaba con los párpados caídos
—Ya no puedo hacer nada por ti, hija, no puedo
cuatro velas en los rincones y más velas en la cómoda en candelabros, tazas, tapas de betún, platos, mudando del claro al azul siempre que alguien entraba o salía, el humo empañaba las cortinas, las personas de las haciendas vecinas, el secretario del obispo, el teniente coronel, el ayudante del gobernador, mujeres con misal, gente de luto susurrando, aceptando bizcochos, diciendo que no con un gesto, advirtiéndome
—No podemos hacer nada por ti, Isilda, no podemos
las nubes de Chiquita, un conjunto de cincuenta o cien o doscientos mandriles que saltaban unos sobre otros en la colina, se espulgaban, nos esperaban, mi padre en la terraza que los recorría con la mira de la escopeta, mi padrino le sujetaba el arma
—No
Maria da Boa Morte y yo en Dala Samba, camino de Luanda para juntarnos a los cadáveres que la tropa del gobierno cubría de petróleo y empujaba hacia la bahía con rastrillos y palas mezclados con los mendigos de las palmeras y los hierros torcidos de los automóviles de los blancos, la helada en Salazar y en el Dondo parecía algodón, el agua que las plantas segregaban de noche, la hierba húmeda incapaz de arder, el dentista sin garganta en su trono de tablas, con una segunda boca en el cuello abierto hirviendo de moscas, la bata manchada de penínsulas pardas, los precios y los diplomas extranjeros en la furgoneta volcada, los alicates, las pinzas y las tenazas en el suelo, unas coronas de porcelana que se le escurrían del bolsillo
—No puedo hacer nada por usted, señora, lamentablemente no puedo
los diplomas que él mismo escribía en un español inventado al que llamaba español, un francés inventado al que llamaba francés, un latín inventado al que no llamaba nada y argumentaba que se lo había entregado en persona un cardenal de Roma en agradecimiento por una extracción allí, la segunda
fíjese
empezando por arriba en la lista de precios, la más cara, lamentablemente no puedo hacer nada por usted, señora, porque me mataron al volver de Baixa do Cassanje, ni obturaciones ni limpiezas ni un puente móvil, un tronco en el sendero, el parachoques de la furgoneta frente al tronco, el ruido de lata de los escarabajos, la noche en capas sucesivas de ramas, los faros, el de la derecha más intenso, el de la izquierda más pálido, apuntados a las raíces del bosque oscilando con los sobresaltos del motor, una zorra asustada por la luz o por lo que al principio, mientras intentaba apartar el tronco, creyó que era luz hasta que vio las piedras que escoraban el tronco y entendió, pensó sin tiempo de tener miedo en regresar al coche, dar marcha atrás, irse, hay un sitio donde evitar esto, si consigo alejarme cien metros cojo la curva en el cruce y listo, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta, un sitio donde evitar esto, un sitio donde evitar esto, ahora con tiempo de tener miedo, de aumentar los gestos de miedo, el volante, el freno, la palanca de cambios, los pedales complicadísimos que alguien había cambiado, que hacían que la furgoneta se agitase entre chillidos negándose a moverse, el dentista sin darse cuenta de que gritaba porque la voz se había vuelto un sonido autónomo al mismo tiempo ruidoso y callado, independiente de él, un sitio donde evitar esto, un sitio donde evitar esto, un miedo aún vago, difuso, que se precisaba poco a poco cobrando vida, le impedía forzar a la furgoneta a seguir por el bosque o salir de la furgoneta y correr, le pareció escuchar un alboroto de animales, no ardillas, algo mayor que ardillas detrás de las copas, un guepardo dijo el dentista sabiendo que no era un guepardo, era imposible que fuese un guepardo, apuesto a que era un guepardo, no puede dejar de ser un guepardo, un guepardo o un leopardo o un ñu que abandonó la manada, probando la furgoneta a medida que el miedo
ahora con forma, olor y densidad de miedo, una forma, una densidad y un olor que conocía hacía mucho, miedo a mi hermana mayor cuando se ponía seria, a las enfermedades, a la policía, a los lagartos, a la muerte, a dormirme, noches y noches pellizcándome la piel hasta hacerme daño, si me duermo no despertaré y mi hermana aprovecha, seguro, para enterrarme enseguida, miedo por ejemplo a no ser yo, a ser otro, a entrar en casa y las personas
—Fuera
el miedo duro, insistente, tibio, agudo, pesado, que bajaba a lo largo de los brazos y de las piernas, extendía prolongaciones ácidas por los dedos, prometía desvanecerse, vaciarse, y en lugar de vaciarse aumentaba de nuevo, de forma que no lo asustaron los angoleños uniformados que caminaban sin prisa en su dirección y el extranjero, uniformado de manera diferente, que le pareció que dirigía a los angoleños, el dentista en la furgoneta de los precios y diplomas que ocultaban no sólo la ausencia de pintura sino también los agujeros, las abolladuras, las arrugas y los defectos de la chapa, giraba el volante, aceleraba en vano, como no lo asustó que pusiesen la silla en el centro del atajo y le ordenasen con gestos, no con palabras, qué extraño pensó él, con gestos, que se instalase en ella, el dentista de repente sin miedo alguno y asombrado de su falta de miedo, lo buscó dentro de sí y no había miedo, dónde está mi miedo preguntó él viendo que el bosque se volvía oscuro pues los faros se desvanecían, gris y rojo y finalmente negro, no tan negro como antes pero negro, los arbustos y la hierba confundidos, lucecitas de mariposas, el restallido lejano de los conejos, dónde está mi miedo se preguntó él, dónde está mi miedo, viendo al extranjero coger la navaja, abrirla, empujarle el mentón hacia arriba, un vapor de estrellas, centelleos que se despeñaban en la nada, mínimos focos intermitentes en un cuadrado de pizarra, nubes de lluvia, relámpagos
dónde está mi miedo
en la margen del Congo, pasé meses buscando diamantes en aquel río del demonio y sólo esquirlas, pedacitos de carbón, grumos de arena que el tamiz retenía, se agitaba un poco y desaparecían en el agua, de modo que al encontrar los instrumentos de dentista en un almacén de Catete leí las extracciones y las caries en la enciclopedia, compré la furgoneta a un vendedor de haciendas, la arreglé en el huerto, la transformé en consultorio, dibujé los diplomas en hojas de cartulina e inicié el negocio, uno de los faros aumentó de intensidad, descubrió un principio de tierra labrada, una choza, un grupo de chozas y se apagó, el segundo faro jadeaba en una agonía de cirio iluminando a los angoleños, el extranjero, lo que quedaba del muro de piedra de la misión, una escuela, una cisterna, pensé
—¿Dónde está mi miedo?
sintiendo que las tablas de la silla se soltaban una a una desistiendo de mí, las tablas de la espalda, de las nalgas, de los codos, las bisagras, los fragmentos de alambre y los clavos que las unían, ni miedo de mi hermana mayor ni de las enfermedades ni de la policía porque yo no era médico, era contable de banco de Benguela, nueve horas al día cinco días a la semana y cuarenta y ocho semanas al año durante doce años por un salario de indígena que apenas alcanzaba para la habitación hasta que me hablaron de los diamantes, entre los judíos de Cassanje y un grupo de colonos que seguía hacia el norte con reactivos y balanzas y tiendas, un vapor de estrellas, centelleos que se despeñaban en la nada, mínimos focos intermitentes en un cuadrado de pizarra, nubes de lluvia, pensé
—¿Dónde está mi miedo?
y fue lo último que pensé antes de darme cuenta de que me rodeaban, sentir una especie de bulto junto a mí y la navaja abrirme el cuello, quise decir que no dolía nada, les estaba agradecido porque no me dolía nada
—No duele nada, finalmente no duele nada
conversar con ellos, saludarlos, ser amigos, explicarles que no los odiaba, no me importaba, no me sentía enfadado, el segundo faro se esfumó, el motor de la furgoneta se esfumó, se oían el Dondo y las cañas del Dondo, el crepitar de la estación eléctrica que la Unita había destruido y cuyas llamaradas aún permanecían, no tenía miedo y no me dolía nada, sobre todo no me dolía nada
—No duele nada, finalmente no duele nada
de forma que en cuanto las dos viejas, la blanca y la negra, ambas descalzas y con paños del Congo alrededor de la cintura si es que se puede llamar paños del Congo a harapos descoloridos y sucios, un par de viejas que parecían mellizas, hermanas, encaramadas en el respaldo mirándome con la cabeza metida entre las clavículas, idénticas a buitres, comenzaron a roer con el pico el extremo de la silla mientras agitaban los trapos de las alas, comprendí que había muerto sin importarme estar muerto, sin importarme que una de ellas le graznase a la otra
—Detrás de ti
dado que al perforarme la piel y al arrancarme las vísceras no dolía nada, como no habría de doler nada cuando la hierba se cerrase sobre mi cadáver después de que los pájaros se fueran.