24 de julio de 1978

Hay algo terrible en mí. A veces el murmullo de los girasoles me despierta por la noche y siento que mi vientre crece en la oscuridad de la habitación con eso que no es un hijo, no es una inflamación, no es un tumor, no es una enfermedad, es una especie de grito que no saldrá por la boca sino por el cuerpo entero y llenará los campos como el aullido de los perros, y entonces dejo de respirar, agarro con fuerza la almohada y los mil tallos del silencio se mecen despacio en el interior de los espejos, aguardando la claridad pavorosa de la mañana. En momentos así pienso que estoy muerta, rodeada de chozas y de algodón, mi madre murió, mi marido murió, sus lugares desaparecieron de la mesa y en donde vivo ahora hay habitaciones y más habitaciones vacías cuyas lámparas enciendo al atardecer para engañar la ausencia. De niña, antes de que volviésemos a Angola, presencié el linchamiento del loco del pueblo en Nisa. Los chicos le tenían miedo, los perros huían si pasaba, robaba mandarinas, huevos, harina, se plantaba en el altar mayor e insultaba a la Virgen, un día abrió la barriga de un ternero del pescuezo a la verija, el animal entró en la plaza tropezando con sus tripas, los campesinos de la heredad cogieron al loco

yo al acabar la consulta mientras Rui se vestía con ayuda de la enfermera

—¿Qué tiene el pequeño, doctor?

Un problema hereditario en el cerebro, señora, corrientes eléctricas desordenadas, su comportamiento puede cambiar

lo llevaron a empujones hacia la era, comenzaron a golpearlo con azadas y palos sin que se defendiese, sin que protestase siquiera, un vagabundo que sonreía y crecía su sonrisa a cada golpe, me acuerdo de un olivo encorvado, del sol, de hombres que alzaban y bajaban los rastrillos, el loco, sonriendo siempre, sacó el peine del bolsillo de los pantalones y se arregló el pelo, en el momento siguiente una piedra le aplastó el pecho y los mechones semejaban el nido que las cigüeñas construían encima del tanque del agua

Volverse agresivo por ejemplo, volverse rebelde, déle estos comprimidos en la comida y en la cena y en mayo, ya veremos, tráigalo de nuevo a la consulta

ramas y hojas y barro y pedazos de tela, cuando los campesinos se alejaron me quedé no sé cuánto tiempo sola con el hombre hasta que apareció la Guardia, yo y las palomas torcaces revoloteando en la represa, como nadie me miraba cogí el peine del loco, un peine roto al que le faltaban dientes, lo escondí en mi cajón detrás de los lápices y de los cuadernos de la escuela, lo conservé durante años conmigo en una lata de bizcochos abollada y rayada sin pintura en la tapa, en cuanto lo tocaba veía las casas de Nisa y el ternero que entraba en la plaza tropezando con sus tripas, los otros que nunca comprenderán nada de nada

—¿Eso es un peine, Isilda?

—No es nada

—Seguro que es un trozo de peine, enséñamelo

—No te lo enseño, no es nada, déjame

y creo que por esa época me di cuenta de que había algo terrible en mí. Despertaba de noche con el murmullo de los girasoles

Te despiertas con los girasoles pero no te despiertas si los niños lloran

mi vientre crecía en la oscuridad de la habitación con eso que no era un hijo, era una especie de grito que no saldrá por la boca sino por el cuerpo entero llenando los campos como el aullido de los perros, mi cara sonreía la sonrisa del hombre de bruces en la era acerca de quien el cabo de la Guardia, tocándolo con la bota, aconsejó a mi tío

—Entiérrelo en la zanja donde entierran a los perros vagabundos, servirá de abono a las cañas y asunto arreglado

permití que Carlos

(no, Carlos no)

se formase en mí para ahogar el grito, el embarazo fue mi cuerpo convertido en el cajón donde un cadáver crecía

—¿Estás peinando al bebé con ese peine horroroso, Isilda?

No, déjame en paz, vete

y después Clarisse, y después Rui, yo como un ternero despanzurrado sangraba y tropezaba con las tripas en cada nacimiento, desgarrada del pescuezo a la ingle caía de mí misma en una agonía exhausta, sin una protesta, una queja, una palabra de odio, de bruces en las sábanas

—Póngase boca arriba, doña Isilda, póngase inmediatamente boca arriba, no sea así

con el peine en la palma, sonriendo desafiante a quien me mataba porque hay algo terrible en mí que vosotros desconocéis pero que los animales y los negros descubren, las criadas descubren mirándome con miedo en cuanto entro en la cocina y fijo las comidas del día como si fuese a morir delante de ellos, algo terrible que se prolonga en Rui

Un problema hereditario, señora, una complicación que se transmite a los hijos, nunca puede preverse cómo van a reaccionar

y que Carlos y Clarisse no tienen, dado que ni los animales ni los africanos se asustan de ellos, se les arriman a las piernas, se restriegan, nos olfatean, ríen, una forma de quedarse quieto, suspenderse, mirar, una expresión, un olor, la casa se ha vuelto diferente sin los hijos, no mayor, diferente, dicen que cuando los hijos se van las casas crecen y se vuelven tristes, no es verdad, al volver a la hacienda de regreso de Luanda apenas el barco desapareció en medio de una confusión inmensa, cargado de equipaje y de gente por no hablar de los frigoríficos y fogones y automóviles que quedaron en el muelle y que los cubanos y los habitantes de las chabolas se repartían a tiros, capaces de morir por una cacerola eléctrica o un lavaplatos averiado y de cargarlos por la ciudad en una concentración de hormigas, al volver a la hacienda de regreso de Luanda la casa había cambiado, conocía los objetos y los hallaba extraños, conocía las sillas y no me sentaba en ellas, los retratos en los marcos me mostraban desconocidos de los que sabía los hábitos y el nombre, la cocinera, el único ser en el mundo que Carlos quiso, no me quería a mí, no quería a sus hermanos, no quería a su mujer, la quería a ella, encaramado en el barco me pedía que la tratase bien, Maria da Boa Morte con la brasa del cigarrillo en el interior de la boca, a quien enseñé buenas maneras como se enseña a un animal y a quien tenía allí por pena entre jarros y coles, y mi hijo, quién me explica esto, sin despegarse de ella un centímetro, bebiendo de su mano, comiendo de su mano, exigiendo que se quedase a su vera para conseguir dormir, no me lo exigía a mí, nunca me lo exigió a mí ni a su padre, era a Maria da Boa Morte a quien él quería, apenas llegaba del instituto en las vacaciones se metía en la despensa a conversar con ella, al volver a la hacienda de regreso de Luanda la casa había cambiado, conocía los objetos y los hallaba extraños, conocía las sillas y no me sentaba en ellas, el pasado de los retratos en los marcos había dejado de pertenecerme, quién demonios es éste, quién demonios es aquél, esa señora allí del brazo de su marido lleva un sombrero que yo tuve

Qué bien te sienta ese sombrero, Isilda

se parece a mí de joven, la boca, la nariz, la curva de la cintura, una pamela que se ajaba en el desván, deshilachada por las polillas, un esqueleto de gasa que si me lo pusiese ahora me plantarían en el jardín para ahuyentar a los gorriones, un espantajo de percal abriendo los brazos a los pájaros en medio de las gardenias

Qué bien te sienta ese sombrero, Isilda

lo mandé traer de Portugal, lo llevé en la cena del gobernador con pendientes de zafiro, fue un éxito en el bautizo de Rui, lo llevé conmigo a Europa, visité París con él, lo paseé junto al mar en Barcelona, si me sentía apenada iba corriendo a buscarlo, cerraba la puerta con llave, me lo probaba frente al espejo de la habitación aun sin pintura en los labios, aun sin sombra en los párpados y me apetecía cantar, en la época en la que mi madre enfermó era rara la semana en la que no me ponía los zapatos de ante, subía al desván en secreto, lo buscaba en el baúl, se lo mostraba a mi madre y mi madre

—Qué bonito

no para halagarme, sinceramente

—Qué bonito

levantándose a duras penas del cojín y rozándolo con la yema de los dedos

—Qué bonito

si un día voy a Lisboa a visitar a mis hijos lo mando arreglar a la costurera de Malanje, remendarle la copa, retocar el ala, unos puntitos que apenas se notan en los agujeros de la gasa, saco del paragüero la sombrilla que compré en Roma y me quedo esperando en el rellano a que ellos me admiren, yo con treinta años, feliz, sin arrugas en las mejillas, Clarisse y Rui en mis brazos, Carlos escapándose tras la cocinera

—Suélteme

con la brasa del cigarrillo en el interior de la boca, para comer pescado seco con ella en la cantina, no quiere a sus hermanos, no quiere a su mujer, prefiere el tufo de la miseria y del aceite de palma, las gallinas todo el tiempo asomando el pescuezo en las chozas, al volver a la hacienda de regreso de Luanda la cocinera había cambiado también, chancleteando por las baldosas, por primera vez sin recelar de mí, colgada de la campana rajada de la hora del almuerzo para llamar al personal, Maria da Boa Morte, Josélia, Damião, Fernando, servían la mesa con chaqueta blanca con botones dorados, se los presté al obispo para la recepción del nuncio, música al aire libre, toldos amarillos, el coro de la iglesia, los invitados sudorosos con sus franelas festivas y el nuncio sorprendido por la eficiencia de los criados

—Vaya trabajo que le habrán dado

Fernando con los rizos alisados a base de fijador se quitó un incisivo y lo sustituyó por un diente de plata de modo que al hablar las palabras brillaban, abriendo mucho la boca, contentísimo, exhibiendo la púa descomunal que le clavaran a martillo en las encías, al volver a la hacienda de regreso de Luanda apenas el barco desapareció en medio de una confusión inmensa cargado de equipaje y de gente, con trastos salvados aprisa del apetito de los cubanos y de la tropa, ráfagas de ametralladora en las esquinas, piquetes de soldados harapientos, con alfanje, degollándose unos a otros, belgas rubios con uniforme de camuflaje que ajustaban morteros en los balcones, cadáveres desnudos o sólo con una bota calzada que la lluvia arrastraba por las cunetas en dirección al mar, las prostitutas de la isla, sin clientes, se sacudían los pechos en los cocoteros, un mestizo barbudo en Muxima me quitaba el depósito y el neumático de repuesto

—Camarada

blancos en las plazas, rodeados de camas y mesas, sentados en banquillos a la espera de nadie, codos envueltos en trapos, cráneos envueltos en trapos, cenizas de motocicleta a la que prendieran fuego, una sede del FNLA ardiendo, el barrio de la Cuca despedazado a cañonazos, pilas de cuerpos a la entrada del depósito de cadáveres, el mestizo barbudo desatornilló los faros, quitó los limpiaparabrisas, arrancó con una tijera la capota de lona, un par de muchachas me envidiaba el anillo

—Camarada

que pertenecía a la familia y que mi padre me dio antes de casarme, un anillo sin piedras que acaso le importaba mucho pero que no valía un pimiento, una de las muchachas apretándome el dedo

—Vamos, vamos, deprisa, que no tengo toda la tarde

mi padre con aquella expresión que no era una sonrisa, parecía una sonrisa

—¿Ves qué bien te queda, Isilda?

se afeitaba y vestía traje y corbata para cenar en la hacienda bajo los centenares de lámparas reflejadas en los cubiertos y en los platos, mi madre elegantísima, yo con lazo en la cintura y allí fuera, en lugar de una ciudad, Londres por ejemplo, el rumor del algodón, el olor de la tierra entraba por las ventanas abiertas y el viento palpitaba en las cortinas, Damião avanzaba con la sopa con una majestad de Rey Mago, señoras escotadas con uñas rojas, labios rojos, cejas sustituidas por una curva de lápiz que mudaba sus facciones en una mueca de asombro, me ponían un cojín en el asiento para que quedase más alta y las cejas a mí con vocecitas de papel de seda

—Cómo ha crecido, Dios mío

caballeros de esmoquin fumaban puros, las luces apagadas para el postre, roces de lino, roces de pulseras, alboroto de abalorios, tacones que picoteaban la tarima con una prisa de cristal, piernas cruzadas en los sofás, una mesa de bridge, mi padre que repartía coñac y licores con aquella expresión que no era una sonrisa pero que parecía una sonrisa, besos que me dejaban aturdida de esencias, los coches que partían uno a uno encendiendo el girasol, el algodón, los árboles a lo lejos y las chozas, los hombros de las señoras en las escaleras, cubiertos por una transparencia de chales como si hubiese frío en el interior del calor, mi madre a mi padre, entre dientes

—No le has quitado los ojos de encima a la francesa, Eduardo

una mujer con un lunar postizo en forma de rombo que al inclinarse sofocaba a mi padrino, desorientaba los relojes e interrumpía el bridge, me acuerdo de ella a caballo más allá de la iglesia, de mi padre sujetando el estribo

—Denise

mi padre que comenzaba a quedarse calvo, con la manita trémula

—Denise

la francesa que echaba el cuerpo hacia atrás y me apuntaba con la fusta haciéndole señas y mi padre, indiferente, subía los dedos del estribo a la bota

—Denise

mi madre se descalzaba y se masajeaba los pies

—Estas sandalias me matan

se deshacía el peinado tumbada en el sillón en medio de copas, ceniceros rebosantes, un seis de copas en la alfombra, Damião alineaba botellas en la vitrina y ordenaba la sala

—¿Tú te crees que soy tonta? ¿Qué hay entre tú y la francesa, Eduardo?

el pulgar subía de la bota al pantalón, del pantalón a la cintura, desaparecía en el intervalo de botones de la blusa, regresaba, desaparecía, los girasoles estremecidos por la amenaza de lluvia, los jornaleros se acercaban por un atajo entre la hierba, la francesa que no llevaba el rombo y ahora de día, sin pintura, se me figuraba menos elegante, más vieja, con canas y una desesperanza en los ojos, lanzaba un beso, susurraba alguna cosa, se alejaba al trote y las herraduras raspaban las losas de la capilla con los nombres de los difuntos escritos mitad en portugués y mitad en latín, tan gastados que apenas se descifraban, el cielo completamente opaco y en esto el primer relámpago, la primera gota gomosa de la lluvia, la cabeza del caballo y la cabeza de la mujer hacia arriba y hacia abajo en el arrozal, las lámparas encendidas, las lamparillas de las cómodas encendidas, Damião limpiaba una mancha de café de la alfombra, mi padre trancaba las ventanas batidas por el viento que desordenaba las cortinas, evitaba a mi madre que lo buscaba en los espejos dividida entre él y el talón dolorido

—¿Para qué tanto embuste, Eduardo? No seas niño, no disimules, eres malísimo mintiendo

la francesa, después de una discusión de su marido con mi padre que hizo que nadie nos visitase durante meses ni hubiese cejas asombradas ante mí

—Cómo has crecido

vendió la propiedad a un indio de Mozambique y se trasladó al Congo con su familia, nunca más volví a ver el caballo, el lunar en forma de rombo, nunca más los hombres interrumpieron el bridge, mi madre se exilió en la habitación de huéspedes y se valía de mí para hablar con mi padre

—Pídele la sal a tu padre, Isilda

—Pregunta a tu padre si quiere comer más pescado, Isilda

—Avisa a tu padre de que la hija del jefe ha muerto, hay que dar algún dinero para organizar, qué lata, la ceremonia, yo me voy a Luanda, que no estoy para aguantar festejos

mi padre, humilde, acercaba la sal, aseguraba que no le apetecía más pescado, prometía que daría dinero al jefe, rondaba como un espíritu la habitación de huéspedes sin atreverse a llamarla, tosiendo lo más fuerte que podía para que mi madre oyese y nada, ninguna claridad bajo la puerta, ninguna respiración, ningún sonido, una mudez de pozo, la cama hecha por la mañana muy temprano, la toalla puesta a secar en el alféizar, migas de tostada del desayuno, la mantequera con la tapa de alpaca al revés, una pasta de azúcar en la taza, mi madre en la quinta de una amiga el día entero o en Malanje o en el convento de las monjas, mi madre enferma tocándome el sombrero con la yema de los dedos

—Qué bonito

y al volver a la hacienda de regreso de Luanda apenas el barco desapareció en medio de una confusión inmensa cargado de equipaje y de gente, un barco gordo, torpón, hecho para andar sobre carriles pues daba la sensación de cojear en el agua, de regreso de Luanda, sin anillo, sin depósito de gasolina, sin neumático, tropezando a cada paso con furgonetas patas arriba, chozas destruidas, soldados muertos atravesados en la carretera, militares catangueses, zaireños, sudafricanos, al volver a la hacienda antes de llamar al orden a los criados y escribir a mis hijos informándoles de que llegué bien, estoy bien, voy a estar bien

me ponían un cojín en el asiento para que quedase más alta, tan alta como ellos y las cejas a mí con vocecitas de papel de seda

Cómo has crecido

no hay problemas aquí, los empleados de las máquinas continúan, nadie se ha ido, todos los días, al contrario, aparecen desgraciados

(tan desgraciados como los jingas, que felizmente para ellos no se dan cuenta de las desgracias)

suplicando trabajo, a veces sin un brazo, sin piernas, escribir a mis hijos que con la demanda que tengo puedo perfectamente bajar los sueldos hasta acabar con los salarios pues se quedan gratis porque no tienen adónde ir, decir a mis hijos que estoy bien, voy a estar bien, no os preocupéis, comenzamos a sembrar el martes, no va a haber retrasos en la cosecha de este año, si no le vendemos a Portugal le vendemos a Japón, fletar paquebotes es lo de menos y en lo que se refiere al transporte basta con que me entienda con los rusos o con los americanos del petróleo que labran el mar en Cabinda

con el cojín en el asiento quedaba mucho más alta que ellos, si es necesario le pido a Maria da Boa Morte que me ponga un cojín ahora y me instalo en la cima del mundo con el resto del universo agitándose insignificante allí abajo

escribir a mis hijos para tranquilizarlos porque a pesar de la guerra ni siquiera una planta de maíz, una cabra, una gallina nos robaron, la normalidad habitual, calma absoluta, tranquilizarlos ya que no hay motivo para asustarse en la Baixa do Cassanje, Carlos abre las cartas, se las lee a sus hermanos, es fácil imaginar su miedo a rasgar el sobre por temor a las noticias, la vacilación, el pulgar tembloroso en el borde del pegamento, la ansiedad primero y el alivio después, pasadas las chimeneas se ve el puente, el Cristo, el astillero y las colinas de Almada, lo compré en vida de mi marido y mi marido, pobre, que detestaba la metrópoli

Cuando me muera, enterradme en el Dondo

mi marido al firmar la escritura

—Pero ¿para qué si no salimos de África?

se lamentaba de que tenía frío, de que la posición diferente de las estrellas lo cohibía, de que le faltaba el aire, de que se ahogaba en Europa

—Me ahogo en Europa

equivocándose constantemente de calle mientras suspiraba por el olor de la yuca, el olor de la tierra, su almohada

—No consigo dormir con esta almohada

de manera que lo llevamos con la niebla rozando las telas de araña de las efigies, las tumbas y las cruces del cementerio del Dondo desenfocadas en medio del vapor, Damião con chaqueta blanca y botones dorados acercó los crisantemos a un ángel inclinado ante un libro abierto y ahora tal vez lo ahoguen los crisantemos, un pájaro invisible se apiadaba de nosotros del otro lado del muro, Clarisse cogió los bastones sin una palabra, desapareció en el campo, a la hora de la cena no los tenía y yo pensando en cómo el agua del Dondo corre sin prisa, señores, pensando en que nunca había reparado en la lentitud del Dondo ni en la lentitud de las noches en África, el murmullo de los girasoles me despertó y sentí el vientre crecer en la oscuridad de la habitación con eso que no es un hijo, no es una inflamación, no es un tumor, no es una enfermedad, es una especie de grito en el cuerpo entero como el aullido de los perros, agarré con fuerza la almohada hasta que el viento desistió

hay algo terrible en mí

los girasoles enmudecieron y los mil tallos del silencio volvieron a ondear en el interior de los espejos, aguardando la claridad pavorosa de la mañana, el ternero entró en la plaza, una pata aquí, otra más allá, conmigo que hablaba alto casi sin darme cuenta de que hablaba alto

terrible en mí algo

—Estoy muerta

los ojos del ternero enteramente blancos, desprovistos de iris y pupila, dos esferas blancas sin párpados, la barriga desgarrada del pescuezo a la verija, Damião muy serio con la bata de cuando no teníamos visitas hecha con un camisón que él elevaba a la dignidad de manto, se inclinó ante mi marido, depositó una moneda en cada órbita, encendió todos los cirios de la habitación y las sombras de repente gigantescas se pusieron a oscilar en el techo separándose y uniéndose, cuando lo de mi padre lo enterramos en Malanje y meses después supe que la francesa se había suicidado en el Congo, una extranjera de labios rojos que echaba a los criados, sacaba el revólver del cajón, lo acercaba a la oreja, cómo sería el asombro de las cejas entonces, una curva de lápiz trazada a compás en el lugar de los pelos, Carlos impasible, sin una lágrima, Rui

Un problema hereditario en el cerebro, señora, corrientes eléctricas desordenadas, epilepsia

qué palabra epilepsia epilepsia epilepsia

su comportamiento puede cambiar

sin ningún respeto por las visitas ni por mí comenzaba a reír, sentado en la cama de su padre muerto de risa, al volver a la hacienda de regreso de Luanda, antes de escribir a mis hijos para tranquilizarlos, no esperaba una respuesta, no esperaba un telefonazo y menos con la Unita rompiendo los postes y cortando los cables, siempre que el teléfono suena levanto el auricular y no hay ningún sonido o sólo fragmentos de palabras, alientos vagos, silbidos y crujidos que surgen y se apagan, o soy yo que creo, porque estoy sola y la noche me asusta, que el teléfono suena y no suena, hace semanas que no suena, cuelgo, lo sacudo, lo desconecto, pruebo en la otra sala en vano, acabaron llevándose a Rui y yo lo oía a carcajadas en el patio, radiante, disparando la escopeta de perdigones contra las libélulas, los campesinos cogieron al loco de Nisa, cogieron a Rui, lo llevaron a empujones a la era, comenzaron a golpearlo con azadas y palos sin que mi hijo protestase, me acuerdo de un olivo encorvado, del sol, de hombres que alzaban y bajaban los rastrillos, Rui sacó el peine de los pantalones para arreglarse el pelo y al momento siguiente una piedra le aplastó el pecho, cuando los campesinos se alejaron me quedé no sé cuánto tiempo con él hasta que apareció la Guardia, las palomas torcaces y yo dando vueltas en la represa vacía, como nadie me miraba cogí el peine roto al que le faltaban dientes

Seguro que es un pedazo de peine, enséñamelo

No te lo enseño, no es nada, déjame

y lo guardé en una lata de bizcochos abollada y rayada sin pintura en la tapa, yo con Rui en brazos apretándolo, acurrucándolo

—¿Estás peinando al bebé con ese peine horroroso, Isilda?

No, déjame en paz, vete

Rui no era como los otros, no hablaba como los otros, se quedaba inmóvil en medio de las comidas con el tenedor suspendido como si se hubiese ido muy lejos, Carlos y Clarisse se miraban, mi marido se encogía de hombros, yo preocupada

—Rui

Estos comprimidos en la comida y en la cena y en mayo, ya veremos

Rui con sus hermanos en Ajuda sabiendo que Carlos lo detesta como detesta a toda la gente menos a Maria da Boa Morte con la brasa del cigarrillo dentro de la boca, Lena es una chabolista hija de una pobretona de la Cuca y Clarisse con el carácter que Dios le ha dado no se preocupa por él, le preocupan los bares, las visitas a tiendas y los imbéciles que le paguen sus caprichos, Rui sin mí para controlarlo y llevarlo al médico perdiéndose en Ajuda, en Alcântara, sentado en Santo Amaro en medio de los jubilados con la escopeta de perdigones en las rodillas, haciendo señas al Tajo

Te despiertas con los girasoles pero no te despiertas si los niños lloran

con mechones semejantes a los nidos de ramas y hojas y barro y pedazos de tela que las cigüeñas amontonaban en el tanque del agua, de vuelta a la hacienda de regreso de Luanda, muerta de sed, la espalda dolorida por la suspensión del jeep, con gusto a polvo en la boca, las manos pringadas de aceite, de vuelta a la hacienda antes de escribir a mis hijos para informarles de que llegué bien, estoy bien, voy a estar bien, no habrá problemas en la cosecha de este año, si no le vendemos a Portugal le vendemos a Tailandia, me entiendo con los rusos o los americanos del petróleo que labran el mar en Cabinda, de regreso de Luanda, sin responder a las reverencias de Damião, sacudiendo el polvo de la vajilla, con una bata gris a la que él confería una pompa de canónigo, subí al desván, busqué en el baúl el sombrero deshilachado por las polillas, el esqueleto de gasa que llevé conmigo cuando fuimos a Europa, visité París con él, lo paseé en Barcelona, tranqué la puerta de mi habitación con llave, me miré al espejo sin pintura en los labios ni sombra en los párpados, mañana lo mando arreglar a la costurera de Malanje, remendarle la copa, retocar el ala, unos puntitos que apenas se notan en los agujeros del velo, aguardo a que el mestizo barbudo de Muxima levante el brazo para abrirme el vientre del pescuezo a la ingle

no os preocupéis que comenzamos a sembrar el martes

y entro en la cocina, una pata aquí, otra más allá, tropezando con las tripas hasta desplomarme como un ternero muerto frente al fogón.