24 de diciembre de 1995
Cuando mi madre me llevaba al médico en Malanje y al acabar la consulta me compraba un pastel de nata en la cafetería, en vez de regresar enseguida a la hacienda por la carretera de Diamang conducía el jeep hacia un pequeño barrio de viviendas todas iguales en la parte trasera de un cuartel, se alisaba la blusa, se arreglaba el pelo, corregía la pintura, se pasaba el tapón del perfume por el cuello, me pedía con una caricia en la cara, con una mirada distinta
—Quédate aquí quietecito y no hagas trastadas que vuelvo enseguida
cruzaba la calle con un modo de caminar diferente, más atrayente, más despacioso, que me hacía darme cuenta de que mi madre era mujer, de que dejaba de ser mi madre para volverse mujer, de tal forma que me apetecía, como a las bailundas, rondarla, olisquearla, tocarla, tratarla mal, yo sentado en el jeep con el pastel de nata la veía cruzar la calle en una danza que dejaba suspendido un rastro de hombres y me alteraba el ritmo de la sangre, la veía rodear una de las casas, volver horas más tarde ya no mujer, mi madre otra vez pero con la pintura fuera de sitio y los botones mal abrochados, la veía reparar en la ausencia de un pendiente, guardar el que tenía en el bolso, una silueta corría la cortina y descubría la lámpara del techo, me parecía ver un brazo que hacía señas, me parecía que mi madre o sea mi madre tal como la conocía respondía al brazo levantando la mano del volante, movía la palanca de los faros porque era noche dentro y fuera del jeep, dentro la claridad azul del salpicadero que nos hacía más solemnes, fuera la ciudad sustituida por campos y campos y cercas de ganado que se prolongaban en la oscuridad, el perfil de mi madre fruncía la boca como si conducir un jeep a treinta o cuarenta por hora por una carretera desierta requiriese la atención y la minucia de un relojero
—¿Has hecho alguna trastada, Rui?
yo sin ganas de rondarla, olisquearla, tocarla, tratarla mal porque no era una mujer de verdad, es decir, como las de la isla de Luanda o las sobrinas del gobernador, la que estaba allí conmigo era sólo la persona que me reñía por cualquier motivo, me mandaba lavarme los dientes, no ser malcriado con mis hermanos, irme a la cama cuando había cosas interesantes en la sala, chicas, juegos de cartas, puñetazos en la mesa, discusiones, la persona que me llevaba al médico lloriqueando ante el doctor mientras retorcía el pañuelo entre los dedos
—Él se va a curar, ¿no es verdad que se va a curar?, dígame que se va a curar
y en cuanto abandonábamos el consultorio, después de unas lágrimas más y unos gimoteos y unos besos dramáticos que me sofocaban
yo que quería librarme de ella y respirar y no podía
se dirigía como si tal cosa, olvidando las tristezas, hacia el pequeño barrio en la parte trasera del cuartel mientras yo me aburría de muerte encerrado en el jeep sin nada que me distrajese ni una simple mosca para arrancarle las alas y durante el viaje a la hacienda era el olor de mi madre lo que me intrigaba, no el perfume, otro que se sumaba al perfume parecido al olor de las sábanas de nuestra cama si dormía un extraño allí, a las cercas de ganado les sucedía un desierto con luces distantes mezcladas con estrellas y una luna redonda, medio azul, medio gris, que imitaba un plato chino de los que se cuelgan con tres dientecitos de alambre al lado del espejo y nos complican los sueños, mi madre respiraba por la blusa, respiraba por los hombros
—¿Qué olor, Rui?
un poco menos madre y un poco más mujer
—¿Qué olor, Rui?
buscaba pelos en la ropa, se frotaba la palma en el cuello y la acercaba a la cara a medida que los baches del asfalto nos sacudían y las luces se apagaban, sólo las estrellas y el plato chino cruzado por vetas de nimbos, telas de araña, vapores de gasa a la deriva en el cielo
—¿Qué olor, Rui, qué olor?
un poco menos madre y un poco más mujer como las mujeres de los hacendados cuando traían a sus hijos pero no me daban órdenes a mí, no me prohibían romper tazas ni me mandaban acostarme, me miraban con miedo, miraban a mi abuela con respeto
—Su nieto debe de estar mejor con el tratamiento, se ha portado muy bien todo el día
las mujeres de los hacendados, susurrando a sus hijos que no se acercasen a mí, fingían no enterarse si yo gritaba, incluso la delgada, de castaño, de quien aceptaría un beso si aceptase besos de alguien
—Su nieto debe de estar mejor con el tratamiento, se ha portado muy bien todo el día
quejándose en la terraza de las criadas, de los maridos, del funcionamiento de los intestinos, del calor, los hijos aunque tuviesen ganas de jugar, de pedirme el triciclo prestado, mis coches de cuerda, no se apartaban de ellas por miedo a mí o por el miedo que las madres me tenían por ellos, mi abuela a la mujer delgada después de una mirada de disgusto, retomando el ganchillo con un suspiro
(la mujer delgada se abanicaba y el pelo le brillaba y los dientes le brillaban)
—Ataques y ataques y ataques, doña Cacilda, llega a tener cuatro o cinco en una hora y ya no sé si puedo soportarlo
todos tenemos nuestra cruz y la mía son mis nietos, mi yerno y mis nietos, cuántas veces le he dicho a mi marido
—Eduardo
cuántas veces le he advertido a mi marido
—Ten cuidado, Eduardo
y mi marido sin oírme
—No te aflijas
preocupado por las amantes de Luanda, la francesa que me hizo sufrir hasta la muerte, mi marido que me ignoraba, me rebajaba, me humillaba, no quería saber de mí durante meses, no semanas, meses, si le hablaba con ternura
—Eduardo
huía como si lo picase o sufriese una enfermedad de la piel
—La semana que viene, querida, tengo una muela que me duele mucho
yo despierta escuchando el reloj, escuchando el silencio dentro del reloj y con pena de mí, mi hija igual que su padre, mis nietos igualitos que el padre de ellos, si me dejasen marchar, me dejasen sola, si no fuese por Josélia, díganme si hay algo más triste que encontrar consuelo en compañía de una africana, conversar con una africana que
naturalmente
no comprende, preguntarle
—¿Qué te parece, Josélia?
y la africana que sí con la cabeza
—Señora
buscando mi pañuelo en el cajón de la cómoda, me lo extiende con esos extraños dedos de ellos
—No llore, señora
díganme si hay algo más triste que llorar delante de una criada, abrazarme a una criada llorando, palabra que llegué a abrazarme a Josélia llorando
—Siéntate a mi lado
Josélia en el borde de la silla con lo que para ellos es vergüenza
—Señora
mirándome con lo que para ellos es pena
—Señora
de manera que al morir le pedí que me ayudase a respirar, me cogiese la mano, me llevase a Moçâmedes lejos de mi hija, de mi yerno, de mis nietos, de los compañeros y de los vecinos de mi hija y de mi yerno, lejos de esta hacienda en que habita el demonio, le pedí cara a cara como siempre me dirigí a las personas y tal vez fuese esto lo que a mi marido no le gustaba de mí, la sinceridad, la franqueza, tal vez me prefiriese deshonesta y falsa como las otras, todo muy bonito por delante y después por la espalda ya se sabe cómo es, yo sin servirme de subterfugios, de mentiras, cara a cara, le pedí que me llevase a Moçâmedes donde vive mi familia y se lo pedí no a una blanca sino a una angoleña, porque las blancas se burlaban de mí y me cohibían, se lo pedí en medio de los rezos, de las lágrimas y de las bendiciones
—Llévame a Moçâmedes, Josélia
mi familia pensaba que yo estaba muerta, me lavaba, me cambiaba la ropa, me peinaba, telefoneaba a los ángeles de mármol, traía sin cuidado alguno el oratorio del pasillo y lo golpeaba en la esquina de la puerta, me cambiaba los Cristos de sitio y me rompía una santa
—Que les parta un rayo a la santa y a las otras santas, que nunca he visto tanto santo junto en una caja
mi hija trajo el pegamento y le arregló la cabeza diciéndoles a las amigas
—Pobre
con una sonrisa comprensiva y melancólica y ellas oyeron con una sonrisa comprensiva y melancólica también
—Si mi madre supiese que le rompí la santa no habría quien la soportase
pensando que yo estaba muerta, me encajaban un crucifijo entre los dedos, me llenaban la habitación de flores donde la cera de las velas se escurría en gotas transparentes, cambiaban sillas, calentaban caldo, preparaban bocadillos en la cocina y yo allí abajo cogía con Josélia el autobús de Moçâmedes, yo en Moçâmedes con Josélia cada una con su bolsa y su paraguas en la mano saludando a diestro y siniestro camino de casa
mi madre buscaba pelos en la ropa, se frotaba la palma en el cuello y la acercaba a la cara
—¿Qué olor, Rui, qué olor?
cuando tomábamos el atajo, el aliento de las plantas atravesaba la ventana, el aliento del río, la aldea, el almacén, el granero, la farola del patio, mi padre, mis hermanos y mi abuela esperándonos en la sala, el mundo entero nuevamente en orden, mi madre
qué bien
ya no mujer, sólo madre, diferente de las mujeres de los hacendados, subía las escaleras conmigo, entraba conmigo en el vestíbulo, todo en su lugar, todo fácil, todo sencillo, confirmado por el reloj de pared que me aseguraba que sí, mi madre sólo madre corrigiendo esto y aquello, dando órdenes, inclinándose en el balcón para gritar a los setters, mis hermanos hurgaban en su bolso con la esperanza de caramelos rellenos, encontraban el pendiente que mi madre no había perdido
—Aquí hay un pendiente, madre
mi abuela interrumpía el ganchillo con una mirada perspicaz, una segunda mirada dirigida a mi padre
el estúpido de mi yerno que tiene la suerte de ser ciego y no se da cuenta de lo que todo Malanje sabe
retomaba el ganchillo, mi madre seguía la mirada de mi abuela, se sobresaltaba, se volvía mujer por un instante, se serenaba, era madre, le quitaba el pendiente a Carlos y lo guardaba en el bolso
—Pues qué bien
los setters se calmaban en el jardín, menos Lady que gruñía a los búhos
(me ocurría tropezar por la mañana con montoncitos de plumas sanguinolentas cubiertos de hormigas en el césped de los arriates que Damião recogía con el rastrillo diciendo que por cada búho que moría moría una persona, niño, Damião besándose el pulgar y santiguándose
—Por cada búho que muere muere una persona, niño)
mi padre que no bebía tanto en aquella época sonreía en el sofá llamando a Clarisse, la sentaba en su regazo, la ayudaba a desenvolver los caramelos perseguido por la voz de mi madre, una voz con el índice en alto y un tono más alto como siempre que se enfadaba o comenzaba a enfadarse
—No quiero babis sucios ni papeles en el suelo ni guarrerías ni sofás pegajosos
mi padre echaba los papeles en el cenicero, examinaba la alfombra, limpiaba las manos de Clarisse con el pañuelo
yo echaba los papeles en el cenicero, examinaba la alfombra, limpiaba las manos de Clarisse con el pañuelo porque no quiero babis sucios ni papeles en el suelo ni guarrerías ni sofás pegajosos, porque tengo que pagar el precio de lo que ocurrió en la choza de la camarera del comedor de la Cotonang hace muchos años, pagar el precio de la desconsideración hacia Isilda, cuando llegaba a la choza tenía que ahuyentar a ciegas a los pollos para tumbarme en la alfombra, se veía un pedacito de cielo, llamitas distantes que oscilaban, nunca conversé con ella, juro que nunca conversé con ella, me limité a observar su cuerpo al otro lado del mostrador mientras me acercaba con la bandeja y la veía servir las comidas y las cenas, me limité a preguntar en el despacho por el número de su cabaña y el mecanógrafo
—Veintiséis
nunca conversamos, nunca llamé a su puerta, nunca pedí permiso, entré, la encontré entre el rumor de las gallinas, es decir, mi mano, la que llevaba de regalo la cerveza alemana la encontró entre el rumor de las gallinas, un brazo, un codo, lo que parecía el pecho no escapándose ni requiriéndome, quieta, la respiración quieta, las piernas quietas
no quiero babis sucios ni papeles en el suelo ni guarrerías ni sofás pegajosos
quieta como yo aquí en casa quieto porque tengo que pagar el precio de lo que ocurrió en la Cotonang, el precio de Carlos, de un hijo mestizo en una casa de blancos, al día siguiente me servía en el comedor como servía a los demás, nosotros con la bandeja en el mostrador y ella sin fijarse en nosotros echaba la comida en los platos, llevaba una cadena de oro barata, metal bañado en oro, la invité un domingo a pasear conmigo en Malanje y rehusó, no me importaba entrar en el cine o en el café con ella
Carolina
y se negó, estaba sin bata lavando ropa aquí fuera y rehusó como rehusaba el dinero que le quería dar, un collar de conchas, un cojín nuevo y no obstante aceptó el cheque de mi mujer como aceptó que se le llevasen el niño por considerar que era una paga justa por el hijo de un ingeniero o por considerar que el hijo de un ingeniero no le pertenecía sin que
por admitir que era negra
me admitiese a mí, la dejé lavando ropa allí fuera, al final de la travesía, al volverme seguía sumergiendo paños en un barreño sola como yo en mi habitación oyendo a las personas allí abajo, las conversaciones, los muebles arrastrados, los pasos, la puerta del despacho que se cerraba cuando mi mujer y el
no quiero babis sucios ni papeles en el suelo ni guarrerías ni sofás pegajosos
la risa en la entrada sin sentirse incómodos conmigo, la fusta contra su propia cadera, el sillón al sentarse debido al chirrido de aquel muelle suelto, la voz, la oía dar palmas, dar órdenes a mis hijos sabiendo que yo me daba cuenta y divirtiéndose con la idea de que yo me diese cuenta
—A jugar al jardín, niños, que tengo un asunto importante que resolver con esta señora
oía a mi mujer preocupada por mi suegra no por mí
—Chitón
más risas, más gracias, más anécdotas, el ruido de las botas en las baldosas, el ruido de la llave, ruidos como cuchicheos, susurros, el escritorio en la pared, yo sacando la botella de la mesilla de noche con todo el ruido que hace una botella al golpear en esto y en aquello, el despertador, las chinelas, las cajas de medicinas y a pesar de que yo sacaba la botella mi mujer con el soplo de quien apaga una vela preocupada por mi suegra no por mí
—Chitón
de modo que hay ocasiones en las que creo que es una pena que el whisky mate sin dejar sordo a un hombre, el enfermero asegura que el alcohol destruye el hígado, las arterias, el estómago, el esófago, los nervios, las piernas, la memoria y no obstante
—Chitón
todos los lunes y jueves el soplo de quien apaga una vela
—Chitón
mi mujer y el
ni guarrerías ni sofás pegajosos no quiero
que subía al primer piso a visitarme sin tomarse el trabajo de disimular, de alisarse la ropa, de acomodarse la chaqueta, el
no quiero
que me ayudaba a echar el whisky en el vaso sin volcarlo, me limpiaba, me echaba más whisky, me limpiaba de nuevo, me daba palmaditas en la mejilla, comentaba a Isilda guiñándole el ojo y estirándome el pijama
—Tiene un marido estupendo, doña Isilda
Carlos furioso con el
babis sucios papeles en el suelo
furioso conmigo que le apuntaba con la escopeta de perdigones de Rui, disparaba, los perdigones rompieron el cristal sin dar a nadie, Carlos que apenas le llegaba a la cintura avanzaba hacia él amenazándolo con la culata, Clarisse discutía con Josélia bajo el árbol de la China, mi mujer
—Carlos
el
(una cadena de oro barata, metal bañado en oro al cuello, cuando llegaba mi turno le extendía la bandeja y me servía sin fijarse en mí, no me importaba entrar en el cine o en el café contigo, no me importaba que nos viesen y fingiesen no vernos, que me llamasen a la dirección no para prohibirme estar contigo, lejos de eso, qué va, señor ingeniero, lejos de eso, las personas son libres y la esclavitud acabó hace mucho tiempo, sólo me gustaría que reflexionase un segundo acerca de su posición de funcionario superior de la empresa, de la conveniencia para su futuro, promociones, becas de estudio, viajes a Europa, de una imagen que no lo perjudique y no nos afecte a nosotros, los accionistas luxemburgueses son tan diferentes de los latinos, tan meticulosos, tan detallistas, hablando claro, tan rígidos, creo que me he explicado bien, señor ingeniero, creo que me ha comprendido perfectamente)
le quitaba la escopeta a Carlos
—Cabrón
yo incapaz de levantarme derramaba whisky en las sábanas, ensordecía finalmente por un grito de pavo real, yo sin dolores ni malestar derramaba whisky en las sábanas y sonreía
mi madre con el olor que mi padre, mis hermanos y mi abuela no percibían
(—¿Sientes el olor, Clarisse?
y Clarisse movía la nariz en todos los sentidos
—¿Qué olor?)
sumado al perfume, escandalizada con mi padre que comía tantos caramelos como nosotros
—Francamente, Amadeu
le quitaba la bolsita y la guardaba en el cajón
—Se acabaron las golosinas que si no no cenáis
la cena de Nochebuena en Ajuda a la que me invitaron mi hermano o Lena telefoneando a Damaia para reñirme todo el tiempo por tocar las cosas, no quedarme quieto, desenfocar la imagen del televisor, subir el volumen, bajar el volumen, cambiar de canal con la esperanza de dibujos animados y deportes, la cena de Nochebuena en el apartamento de Ajuda atestado de máscaras africanas y menudencias que me bastaba mover la rodilla para que cayesen al suelo, Lena agachada mientras barría los añicos
—Ay, Rui, ay, Rui
la cena de Nochebuena con mi cuñada a la cabecera de la mesa idéntica a mi madre cuando mi madre en la hacienda era sólo madre, no mujer, sólo con el olor a su perfume, sólo con las reprimendas y las órdenes, por la noche las palomas no vuelan entre Monsanto y la escuela ni se posan donde pueda llamarlas con mendrugos de pan para atraerlas, duermen en la fachada de una iglesia aseladas en los nichos, guardando la cabeza bajo el ala como los motociclistas el casco bajo el brazo, por la noche no se encuentran gatos ni perros vagabundos en la avenida y el ruido de las moreras me asusta, aquellas vocecitas desconocidas
—Rui
no tenía miedo de lo que dijesen los mangos, los baobabs, el árbol de la China, pero las moreras de la avenida incluso con luz, gorriones y gente, no, gracias, cuántas veces las sentí en el diván donde dormíamos Clarisse y yo y al sentirlas me tapé los oídos con la almohada, Clarisse sin despertar
—Suéltame
por la mañana aún acostada se creía en Malanje, se quejaba de la niebla que le daba fiebre, le gritaba a Maria da Boa Morte pidiéndole el desayuno y de repente abría los ojos, veía el techo estropeado, el papel pintado con manchas y rajas, los guindastes, el Tajo, se daba cuenta de Ajuda
—Dios mío
del diván que ocupaba toda la sala de forma que teníamos que desarmar la mesa y arrimarla al pasillo junto con el sillón de mimbre donde Carlos se irritaba, de la vajilla aún sin lavar que fermentaba moscas en la cocina, de las colinas de color de adobe de Almada erguidas delante de nosotros que nos separaban de la casa de mis padres, Clarisse en Ajuda
—Dios mío
con Carlos esperándome listo para prohibirme cualquier cosa, Lena se acercaba observándome la piel con una expresión caníbal
—Quietecito
se apoderaba de mí, me maniataba, me enterraba las uñas en las mejillas, en la frente, en las mandíbulas, en las orejas
—No te estoy haciendo daño, ¿no?
dado que el mayor placer que la vida ofrece a las mujeres es quitarme espinillas de la cara, mi madre, mi abuela, Lena
—Quietecito
quitarme espinillas de la cara
—Caramba
exhibirlas en la yema del índice
—Mira ésta, Rui, mira el tamaño de ésta
y recomenzar sus exploraciones y sus manejos con una alegría que nunca he entendido
—Una enorme, no te muevas ahora, no te muevas
mi madre, mi abuela, Lena con las pupilas graduadas, observándome, mirándome de lado, aguardando a que me distrajese, me olvidase de ellas, me sentase, preparando las manos con una celeridad feroz apenas me pillaban vulnerable y sin poderme defender
—Quietecito
y allí estaban los pulgares entrando en mi carne hasta el hueso
—No hagas muecas, Rui, no seas mariquita, es imposible que te esté haciendo daño
allí estaba el asombro complacido
—Caramba
el orgullo victorioso, la yema del índice, la exigencia de que admirase sus proezas antes de depositarlas en el borde del cenicero
—Mira ésta, mira el tamaño de ésta
de manera que si yo aceptaba la invitación de Carlos para cenar en Ajuda no eran sólo las menudencias que se rompían, Lena agachada barriendo añicos
—Ay, Rui, ay, Rui
mi hermano que me levantaba la voz, una toalla húmeda, solícita, frotándome las manchas de la chaqueta, la ausencia de palomas por la noche, las moreras de la avenida, aquellas voces
—Rui
las uñas que me acechaban, me rondaban, me miraban de lado aguardando a que me distrajese, me olvidase de ellas, me sentase, sin poderme defender
—Quietecito
y entonces cuando el director dijo que Carlos
tu hermano
telefoneó a Damaia para pedir que me metiesen en el autobús de Monsanto lo convencí de que Clarisse
Clarisse no obtenía placer alguno de las imperfecciones de mi piel
me esperaba en Estoril junto con el resto de la familia, es decir, mi madre, Josélia, Maria da Boa Morte, Damião y Fernando, la enfermera me compró el billete y me dejó en el tren de Cascais, no en medio de los pasajeros de la estación sino en el interior de un vagón vacío, un lugar junto a la ventanilla desde donde se avistaba el Tajo después de conversar con el revisor que me observaba rascándose la gorra
—¿Y si hace alguna tontería, si se le cruza algún cable y golpea a la gente o se tira a las vías?
mi reflejo se balanceaba en el cristal atravesado por edificios y árboles y de vez en cuando por la nada del agua, sonreía si yo sonreía, bostezaba si yo bostezaba, se sacudía en el asiento si me sacudía en el asiento imitándome en una broma que asustaba al revisor que hacía sonar el alicate preocupado por nosotros, unas veces la vía corría sobre las olas y se distinguía el reflujo, rocas, pontones, espuma, otras veces se alejaba para entrar en una aldea sin nadie o en una quinta abandonada mientras nosotros, transparentes, con troncos y paredes en el medio, nos hacíamos señas en la ventanilla moviendo la boca al mismo tiempo y diciendo las mismas palabras, interrumpidos por las islas de claridad de los apeaderos que nos borraban del cristal con un trapo fluorescente para volver a existir en cuanto las olas volvían, intentando alcanzarnos a saltos en la muralla, en esto reconocí Estoril por el casino, las arcadas con terrazas y tiendas, la alameda, el revisor con pánico de que lo ahogase como a una paloma, si el comandante de la policía de Malanje fuese paloma echaría cortezas por la terraza, me escondería en la enredadera, lo pillaría en la hamaca, lo apretaría con fuerza y mi padre dejaría de beber, de rechazar la comida, de adelgazar en la habitación y volvería a tener buena salud y a llevarme a pasear con mis hermanos a Duque de Bragança, a Salazar, a Luanda, mi padre en busca de la botella en la mesilla de noche mientras mi madre y el comandante de la policía discutían en el despacho como si peleasen puesto que el escritorio chocaba y volvía a chocar contra la puerta
—¿Por qué madre y el comandante de la policía están discutiendo, padre, por qué están peleando?
el whisky avanzaba por la garganta y se escurría por el pijama, Lady ladraba en el huerto
—¿Por qué madre y el comandante de la policía están peleando en el despacho, padre?
mi padre abrazaba el gollete, una segunda mancha crecía desde las nalgas en la sábana, mi madre a gritos llamando a Damião
—Qué asco
—¿Por qué madre y el comandante de la policía?
había adornos de Navidad en las calles, guirnaldas, arcos, globos, luces que parpadeaban, música, adornos de papel dorado, hombres de barba blanca y trineo en los escaparates, había mujeres y hombres que entraban y salían a pesar de la lluvia, el apartamento de Clarisse estaba detrás del casino en un callejón inacabado, sin asfalto ni luz, donde me magullaba con ladrillos, tablas, montones de arena, restos de andamio pero no me importaba la lluvia ni me molestaba porque dentro de poco mi hermana, guapa, vestida como las actrices de cine del cartel de Damaia me daría coca-cola, piñones, almendras, caramelos, me entregaría el mando, me instalaría frente al televisor y subiría el volumen y cambiaría de canal para ver deportes, para
—Qué incordio, qué mal le he hecho a Dios para tener que soportar este incordio
ver dibujos animados, sin pensar en que Clarisse discutía y peleaba en la habitación con un señor de la edad de mi padre que me miraba desde el sofá, desesperado
—Cómo puedo concentrarme así, cómo puede alguien concentrarse así
que me miraba desde el sofá con el puro de su derrota encendido, sudado, rojo, furibundo, deseándome la muerte.