24 de diciembre de 1995

Cuando volví a Portugal lo que más me gustó en Ajuda fueron los tranvías y los hombres gordos que saltaban de las plataformas en movimiento de la misma manera que se posan los buitres: bajaban planeando desde el estribo, con el tronco hacia atrás, equilibrándose con los brazos abiertos, echaban una carrera con pasitos cortos y se juntaban balanceando la tripa, muy dignos, con los compañeros en la terraza del café, se atropellaban en torno al cadáver de una mesa, antílope de patas de metal y cuerpo de formica del que disputaban entre aullidos los pedazos de carne del dominó. Siempre que pasaba por la avenida, por la mañana y por la tarde, los encontraba instalados en ramas de sillas, con la cabeza metida en las hombreras, pacientes y calvos, mirándome con sus párpados blancos esperando que me muriese. Bajo ellos, en la sabana de la plaza, hienas de alumnos de la escuela corrían en círculo cheposos de mochilas, con el pelo de las zamarras erizado de frío y la baba de los chicles colgada de las mandíbulas, olisqueando las bandejas de los vendedores ambulantes, saltando de lado, rumiándose motes, desapareciendo en el bosque del jardín desde donde se avistaban barcos hipopótamos que encendían los ojos en el Tajo con la llegada de la tarde, búfalos grúas que bebían las olas alzando los cuernos de hierro contra las colinas de Almada, un grupo de contenedores dormían en el alquitrán con las gaviotas paseando sobre ellos, buscándoles los parásitos de la piel, los perros salvajes ladraban toda la noche en el barrio de los gitanos, Rui quería traer la escopeta de perdigones que había dejado en África y sorprenderlos en la oscuridad, Damião, Fernando, Josélia y dos o tres soldados sonreían desde la pared en la que Lena los colgó, con las órbitas huecas y los labios huecos

—No toques mis máscaras, Clarisse

si Rui acertaba, los perros retrocedían con un salto eléctrico, sorprendidos por aquella muerte minúscula alojada en ellos de la que intentaban liberarse corriendo más deprisa que el dolor, Damião, Fernando, Josélia y los soldados de madera barnizada cambiaban de expresión al encender la lámpara del techo como si fuesen a soltarse de los clavos y hablar

—Niña

me traes un vaso de leche, me abres la cama, te arrodillas y me quitas las botas que se adherían a los pies, me acerqué a Damião que susurraba algo divertido acerca de Lena

—Ya te he pedido que dejes las máscaras en paz, Clarisse

por ejemplo que se casó con un mestizo por creer que el padre del mestizo

—Cuántas veces tengo que repetir que dejes las máscaras en paz

tenía más dinero que su padre y una hacienda mejor que una casa en el barrio de chabolas sin imaginar que el padre del mestizo, que no me soltaba la mano mojándome con besos

—Clarisse

sólo tenía un hígado enfermo y una botella de whisky escondida en el armario, y que a su muerte no heredaría ni una corola de girasol ni un tallo de maíz, la dueña de la hacienda era la madrastra del mestizo que no tardaría en mandarla de vuelta a la polvareda de Marçal y a las monedas contadas una a una en la venta, al pollo casi polluelo de los domingos, compartido con seis o siete parientes con las muñecas enrolladas en rosarios, Lena convencida de que iba a gastar fortunas en vestidos, anillos y cómodas de estilo anchas de caderas y de tobillos curvos como las parientas de los rosarios sólo que con cajones y más caras, y al final vivía en un apartamento de dos habitaciones en Ajuda, conmigo y con Rui en el sofá de la sala, con los estores estropeados que nos despertaban a las siete de la mañana, con el sol en los ojos y una corriente de aire en el cuello, sin hablar de la sábana que se enrollaba bajo el pecho con arrugas que dolían, despertaba más cansada de lo que me había acostado, Rui me hacía cosquillas con la respiración y Carlos del otro lado del tabique con una vocecita quejumbrosa

—¿Por qué no quieres, Lena? Explícame ¿por qué nunca quieres?

sin acordarse de que era un mulato pobre, no de la ciudad, del bosque, nacido en una choza de Malanje entre la indignación de las gallinas, sin acordarse de que en vez de las cómodas de estilo con incrustaciones y asas de bronce lo que Lena recibió fueron muebles usados que había que equilibrar con pedazos de cartón y golpear con todas las fuerzas para que aceptasen abrirse, la lluvia que se filtraba por el techo, el invierno pasado tapando rendijas con hojas de periódicos, platos y cubiertos desparejados, tenedores con dientes torcidos, Rui que amotinaba el edificio con los ataques y molestaba a la gente rompiéndole los cristales, el vecindario escribió una instancia al presidente de la comunidad y el presidente de la comunidad apareció en el vestíbulo hinchado como una tórtola, con anillo con iniciales de servilleta, escoltado por una delegación en pie de guerra menos próspera e hinchada

—¿Qué descaro es éste?

se fijó en mí, cambió la expresión, se deshinchó, se ajustó la corbata, se frotó los zapatos en el felpudo, la delegación a la espera, el presidente de la comunidad que guardaba la instancia en el bolsillo y alzaba sus ojos de mis piernas a mi pelo como si estuviese desnuda

un anillo de plata con iniciales entrelazadas en una moneda oval

—Disculpe esta invasión, señorita

después de la cena quitábamos los cojines del diván, desdoblábamos el armonio del asiento hasta transformarlo en cama, Lena revolvía en la habitación y daba puñetazos a las puertas alabeadas lanzándoles insultos, traía del armario una manta que olía a coles como en la chabola durante la niebla

me sentaba en el regazo de mi padre, las codornices tosían en el huerto, los setters tosían en la terraza, la respiración de mi padre tenía agujitas dentro, el enfermero sacaba un jarabe del maletín que me aterrorizaba porque había jeringas y una tenaza de arrancar dientes

No debería fumar, señor ingeniero

la palma de mi padre subía y bajaba despacio por mi espalda, el mundo se desenfocaba y en esto sin transición alguna estaba en el primer piso y era de día, si la gente sólo duerme un segundo por qué motivo las agujas del reloj, nunca conocí nada tan lento, dan vueltas y vueltas, era de día, mi padre conversaba con el tractorista, no era el padre de Carlos ni de Rui, era mi padre

No es el padre de Carlos ni el de Rui, ¿no, padre?

mi padre porque el padre de Carlos es un negro y el padre de Rui aquel policía de Malanje

Lena traía una manta más pequeña que el diván y Rui tiraba de ella hacia su lado al volverse y así me abandonaba al frío, antes de apagar la luz la habitación era clara y la ventana oscura y después de apagar la luz la habitación era oscura y la ventana pálida con manchas irisadas que parpadeaban, Damião, Fernando, Josélia y los soldados no se distinguían en la pared, se notaba por un peso en nosotros que continuaban en Ajuda, tenían la boca y los ojos huecos pero no se distinguían en la pared, el roce de la ropa de Carlos al desvestirse, Lena daba cuerda al despertador, pasos en el piso de arriba, aquellos enjuagues de quien se lava los dientes, el vecino que se desencajaba observando sus encías, palpaba un lunar pensando en tumores, separaba mechones midiendo los progresos de la calvicie, la mujer se quitaba el maquillaje con una crema blanca y el algodón se ponía negro, pisaba un pedal, la tapa del cubo se elevaba, tiraba los restos de la belleza al cubo, soltaba el pedal y la tapa se cerraba con una prisa de ostra, Carlos extendía el brazo hacia la lámpara y lo que aún quedaba del apartamento desaparecía, Ajuda desaparecía, las manchas irisadas se borraban, el mundo comenzaba más allá del río, en Almada, con las farolas del astillero, un mundo muerto, sin ruidos salvo los perros salvajes en el barrio de los gitanos y los hombres gordos que saltaban de las plataformas en movimiento planeando desde el estribo, con el tronco hacia atrás, equilibrándose con los brazos abiertos, echaban una carrera de pasitos cortos y se juntaban balanceando la tripa, muy dignos, con los compañeros, cuando llegamos a Luanda a fin de embarcar hacia Lisboa allí estaban ellos con la cabecita escondida en las hombreras, recostados en las palmeras de la carretera de circunvalación, en los tejados de las casas o a saltos en la calle huyendo de las ametralladoras del ejército, allí estaban ellos en los mástiles de los barcos y en los guindastes del muelle atraídos por la sangre de color rosa que los soldados impulsaban con chorros de bombero en dirección al mar, sangre, trozos de personas, niños que flotaban un momento en la bahía antes de que los congrios los hundiesen en los pozos misteriosos bajo las olas en los que se acumulan, criando malvas, restos de naves, no me dio pena irme de Angola donde apenas se dejaba la ciudad todo era excesivo y demasiado distante, horas y horas de una hacienda a otra, señoras que tomaban tisanas, alarmadas en cuanto me veían como si me deseasen

qué tontería

los maridos que proponían en voz baja sábados en un hostal del Dondo observando el agua que se movía hacia atrás como les sucede a los ríos al sospechar la desembocadura, es decir, parece que se desplazan hacia atrás y no obstante avanzan, como los trenes cuando es la tierra la que se desplaza al contrario y no la gente que camina, postes, árboles, casas, sábados en el Dondo con los maridos que se acomodaban rápidamente el faldón de la camisa

—Vamos a llegar a las tantas a Malanje, qué lata

de nuevo el jeep en los baches del atajo, chozas, una familia de mandriles en la ruina de la misión, dedos que vacilaban en los billetes de la cartera intentando un compromiso entre lo mucho y lo poco

—Compra algo bonito para acordarte de mí

como si me acordase de ellos, qué pelagatos, no me acordaba de ellos, me acordaba del agua hacia atrás negándose a la desembocadura, maridos que en Europa serían tenderos o sirvientes y en África caballos, criados, muebles ingleses, automóviles alemanes, cenas con el gobernador, vacaciones en Durban, las tartas de novia de las hijas traídas de Negaje, juegos de vajilla china, gallos de pelea de cristal

—Vamos a llegar a las tantas a Malanje, qué lata

no me dio pena irme de Angola, tal vez Carlos por ser mestizo, tal vez Lena habituada a las chabolas, con una arruga en la frente como si contuviese lágrimas y el paquete con las máscaras en el regazo, Damião, Fernando, Josélia, dos o tres soldados de labios huecos y ojos huecos, Lena no soltó el paquete ni un momento, su padre en bermudas leía revistas y tartamudeaba de timidez frente a mi madre

a veces me entristece mi padre no

catorce días a la intemperie en la cubierta del barco sin aseos ni espacio para acostarnos, sopas y alubias al mediodía y por la noche, un cubo para las necesidades que se echaba por la borda para alegría de los delfines, las hélices nos revolvían la comida en el estómago, incluso en la piscina, incluso en los salvavidas viajaban personas, sacos, baúles, maletas, un piano despedazado, periquitos, Luanda que se empequeñecía a trompicones hasta que se esfumaban los cocoteros de la isla, ya no quedaba nada de África, sólo barro y personas llorosas y Lena con la palma horizontal en las cejas, su padre en bermudas en el pequeño huerto con margaritas y nabizas apoyado como un pobre en el bastón de la sonrisa, una de esas sonrisas que ayudan a mantenerse en pie, no dijeron nada, no se abrazaron, no se besaron, estruendos de bazucas y cañones, una ametralladora que disparaba sin descanso, un incendio que crecía en Roque, una mujer muerta en la acera, Lena y su padre uno frente a otro como si tuviesen la eternidad por delante, mi cuñada y aquel infeliz apoyado en el bastón de la sonrisa mientras la hija sujetaba las máscaras de madera que eran el bastón de la sonrisa de ella, las balas de la ametralladora tintinearon en el canalón y marcaron la fachada con cicatrices de viruela, cuando Lena llegó al jeep su padre se quitó el sombrero con ese gesto con el que los campesinos se descubren en los entierros, al mirarlo desde la avenida había vuelto a la silla de lona y leía la revista en medio de los ruidos de la guerra, de los difuntos, del jadeo de los cuervos, de los mercenarios haciendo apuestas sobre los muchachos que corrían como quien apuesta por liebres o perdices, uno de los muchachos se quedó siglos en suspenso antes de que sus miembros se desparramasen por el suelo, a medida que nos acercábamos a Portugal un brigadier vestido como para un baile, convencido de que Europa era una fiesta continua, iba arrugándose y volviéndose un trapo, los de la piscina preguntaban cada media hora si veíamos gaviotas como Rui cuando era pequeño e íbamos a comer con los belgas, encaramado en el asiento y sacudiendo a mi madre

—¿Falta mucho todavía?

parece que lo estoy oyendo a saltos en el asiento

—¿Falta mucho todavía, madre?

hasta dormirse ovillado entre nosotros, no me dio pena irme de Angola porque no me gustaban la hacienda ni la casa, Malanje parecía un pueblo de provincias en el que vendían diamantes en el mercado en lugar de repollos y congrios, no conocí a un solo hombre ni como botón de muestra que no me hablase cuchicheando y llevase una docena de pulseras, hasta los oficiales, hasta el gobernador, corpiños horteras con volantes en las veladas del Ferroviario, damas viejas en sillas vigilantes alrededor de la pista que se quitaban uno de los zapatos para rascarse los dedos con la costura de la media, me ataban un lazo en el pelo igual al lazo de la cintura, me escondía en el retrete para fumar, sacudía el humo con la toalla, mi madre a la puerta por miedo a encontrarme con un novio cualquiera, el funcionario del Registro, por ejemplo, se le metió en la cabeza que yo me interesaba por el funcionario del Registro

—¿Qué estás haciendo ahí, Clarisse?

la persona más insulsa que imaginarse pueda, para colmo con un defecto en el habla, siempre asomando la lengua, preocupado por llamarme aparte para explicarme la importancia vital del Registro, lleno de

—Eventualmente

de

—Necesariamente

de

—Básicamente

con mi padre me bastaba sentarme en el borde de la cama para que le cambiase la cara y fuese feliz, no tocaba una botella de la mesilla de noche, fingía no beber, los párpados casi no le temblaban, se abrochaba el pijama como otrora se abrochaba la chaqueta, ceremonioso, antes de dirigirse a una señora

Una semana de reposo y me pongo bien, tuve un pequeño brote de malaria, ¿comprendes?

un pequeño acceso de malaria o disentería o ictericia como los refugiados del barco

—¿Falta mucho todavía, madre?

agarrados a los hatos de miseria con miedo de que se los robasen como Lena no soltaba a Damião, a Fernando, a Josélia y a los soldados en su envoltorio de papel, boca y labios huecos incapaces de responder

—Patrona

de obedecer a una orden por simple que fuese, colgados de clavos en la sala, los mercenarios elegían a un muchacho a cien metros, que saqueaba una tienda incendiada, depositaban el dinero de la apuesta en la gorra, acercaban la culata al hombro y la mejilla a la culata, apoyaban el codo en la tabla de una mesa, las botas se separaban, el índice quitaba el seguro del gatillo, el cañón se desplazaba un poco apuntando, apenas se oía el sonido y el muchacho de rodillas, los compañeros que lo rodeaban, la mitad de atrás de la cabeza con una pasta blanquecina, no roja, no oscura, blanquecina, la tienda desierta en un instante, de nuevo el hombro, la mejilla, las botas separadas, el índice, un segundo muchacho que cojeaba, se palpaba el pantalón, se observaba la palma cojeando más deprisa, arrastraba la cadera floja en dirección a una trinchera, el mercenario azuzado por el sargento hacía restallar la culata, corregía la mira, apoyaba mejor el codo en la mesa, el mismo silencio extraño, el muchacho que cojeaba, empujado hacia delante, se doblaba por la cintura, intentaba uno o dos pasos, se desplomaba en arrugas sucesivas como un sobretodo que se cayó del perchero, un helicóptero sobre los tejados, los baobabs de la Cuca en llamas, el funcionario del Registro me llamaba aparte con la lengua que asomaba todo el tiempo entre sus labios

—Eventualmente

—Necesariamente

—Básicamente

a veces me entristece mi padre no

sopa en la comida, un plato de alubias en la cena, una botella de agua para todo el día, arrimábamos la nariz a las celosías del salón de lujo custodiado por marineros con pistola donde una fila de criados entraba con pudines ardiendo, varillas doradas que despedían estrellitas, secretarios provinciales, administradores de fábricas, canónigos, directores de bancos, los marineros nos mandaban regresar a cubierta mientras la música sonaba, en esto los primeros albatros rondaban el barco soltando chillidos, se distinguía la maldad de cristal de sus pupilas

mi madre aseguraba que si mi padre estuviese vivo y tuviese salud suficiente para ponerme a raya yo no sería así por una cuestión de autoridad y ejemplo, la autoridad y el ejemplo de su amante rondándome, creía que no había nada mejor que su amante para enderezar a los hijos y por eso tropezábamos con el educador a cada paso

más albatros, gaviotas, las señoras de la clase de lujo aplaudían mientras Lisboa crecía hacia nosotros, no ya el mar, el Tajo, humo de chimeneas, almacenes en medio de una llovizna parda, un tren que corría a lo largo de la muralla, el padre de Lena que vacilaba encima de la sonrisa como las lamparillas de alcohol antes de apagarse, nos entregaron un resguardo para reclamar nuestro equipaje cinco meses después, nos llevaron a los alrededores de la ciudad sin mercenarios ni chabolas que ardían para que nos vacunasen, nos sacasen sangre y nos tomasen la tensión, aterrorizados con la idea de que trajésemos enfermedades de negros contagiosas, lepra, rabia, fiebre aftosa, bocio

no es que los africanos no sean iguales a nosotros, claro que son iguales a nosotros pero, pobres, ni portugués hablan, he visto documentales estupendos, los más objetivos que hay sobre África con ellos medio desnudos comiendo arañas, vosotros, gracias a Dios, sois casi blancos, sois diferentes, os ducháis con esos embudos rarísimos llenos de agujeros, me encantaría ducharme en medio de los bananos y así tener un chimpancé o un león amaestrado, había una película con un león amaestrado que era un auténtico perrito, comía en la mano de su amo, se acostaba con la tripa hacia arriba, vosotros, qué suerte, lleváis casco y tenéis muchísimos cuernos de rinoceronte en casa que deben de costar un dineral, Pedro me prometió que haríamos un safari el año que viene, dormir en una tienda con un calentador de petróleo, conversar con una cacatúa, oír a los tigres por la noche, cómo me gustaría poner en la habitación un tigre muerto de alfombra, con esta vida horrible que llevamos siempre que lo pisase me acordaría de la selva y no me harían faltan tranquilizantes para nada, vuestros análisis afortunadamente son normales, adiós

el apartamento de Ajuda cerrado hace no sé cuántos años

si mi padre estuviese vivo y no bebiese yo no estaría aquí

la cerradura que se resistía, los muebles despedazados, se abría el grifo y no salía una gota, se pulsaba el interruptor y no había luz, encontramos unas velas en el fondo del armario, el empleado de la Compañía revisó la tubería y durante una hora sólo un líquido oscuro mezclado con tierra que atascaba la bañera, un apartamento en un edificio antiguo al que le faltaban azulejos en la fachada, Lena aun antes de desatascar la bañera y de barrer la basura cogió el martillo y colgó a Damião, a Fernando, a Josélia y a los soldados en la pared, tres de un lado del espejo y tres del otro frente a las colinas de Almada, los espejos donde mi madre se observaba de perfil y de frente paseando las manos por su cuerpo satisfecha con el pecho, la figura, la ausencia de tripa, las nalgas, el peluquero de Malanje que trataba a las clientas de ricura le teñía los mechones, le aplicaba en la frente un producto contra las arrugas

—El que yo uso, ricura, ¿cuántos años me echas?

los de la Unita entraron de repente en el establecimiento, no por la puerta, por el cristal del escaparate, derribaron los secadores, los utensilios de la manicura, las lacas, los tintes, los esmaltes, los estantes de marmolina, pasaron una navaja por la garganta del peluquero, lo abandonaron entre añicos en el sillón giratorio, como a los judíos de los diamantes, con los cofres forzados, de bruces en el despacho, como al cuerpo de policías sin armas y a los guardias con la tripa abierta en el suelo, perforaron una a una las muelas del dentista y el doctor salió gateando del consultorio entre aullidos, los habitantes de las chabolas robaban en las viviendas a pesar de las explosiones de mortero, desaparecían en los cráteres de la calle, reaparecían más lejos con un fogón entre los brazos, volvían a desaparecer con una chispa y el fogón se colgaba, abollado, en una horquilla de árbol, las moreras de Ajuda, así que yo sin segundas intenciones caía en la estupidez de sacar de la percha un conjunto diferente y de soltarme la trenza, Carlos en el vestíbulo me impedía llegar al taxi

—¿Adónde crees que vas con tantos preparativos, chica?

convencido de que yo le obedecería, de que tenía autorización de mi madre para imponerme normas de conducta, horarios, amigos, prohibirme el correo y el teléfono

—Cuelga inmediatamente

el cine con los compañeros, fiestas de cumpleaños, excursiones, paseos

—Ni lo sueñes

creo que porque Lena lo rechazaba, que bien oía yo por la noche el susurro quejumbroso

—¿Por qué no quieres? Explícame ¿por qué nunca quieres?

prohibirme salir a la calle sin que ningún mercenario lo buscase con la escopeta, un mestizo comprado por una nadería, como se compra un lechón o un cabrito, a la camarera del comedor de la Cotonang satisfecha por verse libre de un estorbo como ése, siempre solo, taciturno, callado, pasmado frente al reloj como si le sumase las horas, escapándose hacia la despensa pegado al delantal de las criadas, tan quieto por la noche como si estuviese muerto y a mí me apetecía abrir de par en par la ventana para que los hombres gordos saltasen de las plataformas de los tranvías, bajasen planeando desde el estribo, con el tronco hacia atrás, equilibrándose con los brazos abiertos, echasen una carrera de pasitos cortos, avanzasen balanceando la tripa, muy dignos, con la cabeza metida en las hombreras, a través de la sala, se atropellasen unos a otros en torno a mi hermano junto con los perros salvajes del barrio de los gitanos hasta que no quedase más que un pedazo de piel y un manojo de costillas que Lena, finalmente en paz en la cama, sin súplicas, sin lamentos, sin peticiones, se daría prisa en barrer y echar en el cubo al día siguiente, por la mañana.