10 de abril de 1993

Cuando un día le pregunté en el despacho la razón por la que había ido a Angola respondió que si se hubiese quedado en Portugal seguiría pasando sumarios a máquina en una comisaría cualquiera y persiguiendo vendedores ambulantes en las travesías de Castelo mientras que en Malanje dirigía la patrulla de blancos y soldados a la que llamaban policía sin que nadie le pidiese cuentas, quitando Luanda que estaba demasiado distante para exigir lo que fuese siempre que las toneladas de algodón y girasol no disminuyeran en el puerto, los holandeses de los diamantes no se quejasen de emboscadas y los curas españoles de la misión no se acordasen de escribir al gobernador comunicando abusos imaginarios y matanzas inventadas

los curas que me di prisa en expulsar a Cazombo por sermones subversivos y conspiración contra el régimen además de problemas sexuales de los que adjunto declaraciones escritas y firmadas de las víctimas delante de testigos que aquí se identifican y firman también aunque como mínimo me parece importante mantener la confidencialidad de este informe en virtud de no ser mi intención perjudicar nuestras relaciones con la jerarquía de la Iglesia católica guardándolo como argumento para el caso de una mansa inquietud de celo apostólico del Vaticano yo mismo, solo, que estas cosas necesitan de diplomacia y discreción, me desplacé personalmente a las cinco o seis iglesias de Cassanje a darles cuarenta y ocho horas para desalojar el distrito, o vengo aquí con los chavales y arraso todo esto que ni un libro de primer curso ni un san Felipe les queda, sin hablar de los rusos que formáis en la catequesis para guillotinarnos, vengo aquí con los chavales y ofrezco a cada diácono una parroquia de difuntos obedientes sin exigencias ni dudas sentaditos con mucho juicio en los pupitres sólo con el hueco de la oreja un poco más ancho, mandé esa noche prender fuego a la guardería para subrayar el discurso con rojo y a la mañana siguiente allá se iban ellos como van los circos, una hilera de caravanas con un enjambre de payasos con barbas postizas dentro convencidos de que a golpes de hisopo mejorarían el mundo que no quiere ser mejorado, quiere seguir siendo lo que es, absurdo y cruel y egoísta y violento e injusto y sin sentido alguno

yo que pensaba ganamos una hacienda palmo a palmo a veinte mil hectáreas de pantanos y bosque con alfanjes, azadas, tractores y homicidas y ladrones antiguamente desterrados que nos robaban, la ganamos a costa de nuestros huesos y de nuestra carne como lo muestra el cementerio de la parte trasera y las sepulturas que devoró el maíz, y nos expulsaron de ella sin otro motivo que no fuese una palabra cuyo significado desconozco, libertad, las codornices gritaban de libertad en el jardín, los setters ladraban de libertad en la terraza, los jingas dormían libremente en el poblado, libertad de mandar a mis hijos a Lisboa a la ventura en un barco miserable, me confinaron con Maria da Boa Morte en este antiguo pabellón de caza con sólo tres paredes, un fragmento de tejado y pieles y cuernos y calaveras de gacela despegándose de la herrumbre de los clavos, un túmulo en Marimbanguengo con una reja alrededor, aquello que la hierba permitía que sobresaliese de la reja donde permanecían ruidos atenuados de cucharas, carcajadas, apuestas, discusiones

—¿Y tiras ahora un as, Eduardo, tiras un as?

Damião clavaba el pescuezo de un animal en un gancho, me clavaba a mí y a Maria da Boa Morte en un gancho, cabeza abajo, las piernas flojas, los ojos que miraban sin mirar, dígame la razón de cambiar su comisaría y sus vendedores ambulantes de las travesías de Castelo por Angola, vivir en un cuartel mohoso en las orillas de una ciudad más desamparada que un poblacho de provincias adonde el mundo llega, si llega, en periódicos a los que les faltan páginas, con quince días de retraso y las hojas tachadas con cruces superpuestas por la tinta de la censura, Maria da Boa Morte, no, mi madre me sacudía en la estera, levántate, Isilda, levántate, y no es mi madre, es el viento en el maíz, mi padrino indignado

—¿Tiras un as, Eduardo, tiras un as?

es un dedo que me toca suavemente el vestido del desván, el sombrero

—Qué guapa estás, Isilda

el entierro de mi padre bajo la lluvia, el entierro de mi madre bajo la lluvia, el entierro de mi marido bajo la lluvia, todos mis entierros bajo la lluvia, el agua que desvaía las flores mojadas, la cal hirviendo en la madera, levántate, Isilda, levántate

al entrar por primera vez en el puesto de policía de Malanje tres meses antes de la rebelión de los cosechadores de algodón, los guardias jugaban a la brisca entre los pavos de la parte trasera, con un cochinillo amarrado por una pata a la pata de la mesa, no había sala de interrogatorios, no había despachos, no había cárcel, no había un torno de dentista para avivar la memoria, los judíos traficaban con diamantes casi en la calle sin una ley que reglamentase el negocio y después de varios asaltos no se sabe de quién, claro que nos pidieron auxilio, los hacendados no pagaban impuesto de defensa con el argumento idiota de que no había impuesto de defensa, pero al segundo incendio y con la comprensión del señor gobernador que necesitaba remodelar el palacio es evidente que comenzó a haberlo, siempre defendí que la primera obligación de la policía consiste en volverse deseada como fuimos deseados cuando en enero de mil novecientos sesenta y uno los bundi-bangalas se negaron a trabajar en la cosecha, asaltaron cantinas, destruyeron poblados, vagabundeaban por los senderos, presentes incluso cuando no estaban, ausentes cuando estaban y no estando nunca después de refugiarnos en la ciudad, cuando la aviación se marchó y nos trasladamos a Baixa do Cassanje a fin de recuperar el algodón, jingas y chokwes con permiso de trabajo, alojamiento y paga que cumplimos aunque los curas sostuviesen malignamente que no cumplíamos por el simple hecho de que los indígenas gastaban sin prudencia en demasiado pescado seco, demasiada yuca, demasiado tabaco en la cantina, pescado seco, yuca y tabaco que los curas, sin noción del precio de las cosas, nos acusaban de vender demasiado caro del mismo modo que nos acusaban injustamente de practicar una especie de esclavitud encubierta, pescado seco, yuca y tabaco que se comprometían a pagar en la cosecha siguiente y en la siguiente y en la siguiente aumentando la deuda en lugar de amortizarla y enredándose en una madeja de compromisos comerciales de los que se volvían culpables como se volvían culpables de consumirse de fiebre, conocí a la madre del epiléptico cuando me pidió auxilio para resolver el conflicto con un delegado portugués que exigía un porcentaje absurdo por el traslado de unas pocas camionetas de jornaleros, una mujer ni guapa ni muy joven que no aceptó la silla que le ofrecí prefiriendo instalarse en el borde de la mesa con su mano sobre la mía con el fin de aumentar el peso de sus razones, algunos luenas a quienes los curas llenaron la cabeza de teorías extrañas limpiaban la hierba del campo de reeducación policial, la acacia que mandé plantar amarilleaba el crucifijo y el mariscal en la pared con un mosquito aplastado en el lugar de la nariz, la amarilleaba a ella y a mí, una mujer, explicaba el delegado portugués, traicionera, señor comandante, como son las personas del norte de Cassanje que ganaron las plantaciones a las hienas, no al bosque, y nos cortan las piernas antes que la arteria del cuello debido a que no saben matar, lo que pedí, además del precio de los jornaleros con salud, fíjese en que no traigo ni un tullido y sólo uno o dos niños que trabajan tanto o más que los otros porque no les ha entrado aún el vicio de la pereza sin hablar de que comen menos, beben menos cerveza y no preñan por ahora, fue el sueldo del chófer y del ayudante para mantener al personal en orden y la gasolina destinada al viaje de Nova Lisboa a Chiquita por ser casi en Chiquita, en ese poblacho de mangos perdidos donde la timadora, perdón, la señora aquí presente y la familia viven

no Chiquita

—Levántate, Isilda, levántate

ni Marimba, ni Dala, en el antiguo pabellón de caza de Marimbanguengo clavada en el gancho por Damião, incapaz de responder cuando mi madre me llamaba siendo niña a la entrada de la habitación

—Levántate, Isilda, levántate

porque mi padre, mi padrino y el veterinario me esperaban en el jeep

—Levántate, Isilda, levántate

para salir en busca de los bundi-bangalas que merodeaban de hacienda en hacienda en vez de trabajar las tierras de labor, yo ya crecida, ya casada, ya con un máuser de hombre, el gobernador nos aconsejaba enterrar los cadáveres

—Sobre todo que no se sepa en los periódicos, sobre todo que no se sepa en el extranjero

cuerpos que se escurrían por las zanjas, redondos, con una blandura fétida como Maria da Boa Morte y yo nos escurríamos de los ganchos

y cuando el delegado portugués se marchó entre disculpas y reverencias y más disculpas y más reverencias todavía, receloso de una carta dirigida a la administración del distrito

(que hacía lo mismo que él pero no podía admitir que él lo hiciese)

de un destierro hacia Ninda o Chiúme entre eucaliptos y arena, la mujer a mí

Supongo que duerme en el cuartel donde está su habitación

aun así, sin inmutarse, en el borde de la mesa con sus rodillas contra mis rodillas

Supongo que duerme en el cuartel donde está su habitación

un cuchitril, un desván, una despensa, un uniforme en una percha, un jergón de enfermo, una lámpara en el techo con pantalla esmaltada, una maleta debajo de la cama, un despertador con campanilla y una fotografía en un cajón que me impidió ver

tal vez no una habitación de hotel sino un sitio decente y limpio, en todo caso mejor que el dormitorio en Lisboa con ventana a los tejados y un pedacito de cielo sobre el alambre del muro sin hablar del lavabo, el cubo y el tubo de goma añadido al grifo que servía de ducha, un sitio limpio y decente que los soldados encargados de la limpieza barrían los domingos y me ahorraba el gasto de alquilar una casa

donde me acosté con él en las sábanas de mala calidad que olían a jabón barato

(mi madre a la puerta sin fijarse en nosotros

—Levántate, Isilda, levántate, ¿no oyes el jeep?)

como me habría acostado con un conductor escogido al azar a dedo

—Tú

y lo habría llevado al despacho y le habría ordenado

—Desnúdate

sintiendo su sorpresa, su malestar, su vacilación, oír el ceceo del girasol

—Desnúdate

y quedarme quieta mirando el techo, sufriendo el peso de un cuerpo sin reparar en el cuerpo, una tripa hinchada de bundi-bangala, redonda, redonda, escurrirse por la zanja con una blandura fétida, adivinar que se vestía sin verlo vestirse, se marchaba sin notar su partida, se detenía con la mano en el picaporte sin importarme que me mirase, permanecer en el despacho como un animal que Damião desollaba con aquel sonido de la piel que se despega

—Levántate, Isilda, levántate

puesto que al mirarme no me veía o veía las reliquias de aeroplanos antiguos, ofrecidos por los alemanes, haciendo círculos en Baixa do Cassanje, suspendidos en el aire por un capricho de la gravedad, y en las ventanillas de los aeroplanos personas que lanzaban montones de bombas, también antiguas, en la selva, en las aldeas, en los graneros

la mujer a mí, admirada no entiendo de qué, mientras observaba el lavabo, el cubo, la cama, el tubo de goma de la ducha, acomodaba las rosas de tela en la jarra, alisaba una arruga de la cortina donde agonizaba una abeja, se extrañaba

Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas en una habitación cerrada con una mujer, ¿usted no se desnuda?

veía los aeroplanos casi rozando los árboles con un catarro de viejo, no me veía a mí o me veía con la nuca aplastada, una de las piernas a diez metros del cuerpo, ni sangre ni grasa ni tendones, torreznos y ceniza

como si yo fuese de una especie diferente o de una raza diferente

Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas en una habitación cerrada con una mujer, ¿usted no se desnuda?

yo que si me apeteciese la encerraría en una celda sin orden del juez durante un mes o un año o el tiempo que mi terquedad durase sin que un colono, el obispo, el gobernador se atreviesen a una pregunta

Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas con una mujer

sacudiéndose las manos por temor a que hubiese polvo en mi habitación o cualquier cosa, chinches, microbios, garrapatas que le produjesen una enfermedad de la piel, buscando manchas en la funda, palpando la almohada, vacilando en tumbarse en la cama, comprobando con la sorpresa de hacía poco

—¿Usted no se desnuda?

como si yo fuese un perro, como si ella, como si alguna mujer mereciera que me volviese un perro avanzando con las ancas trémulas y la boca abierta hacia la colcha con una avidez triste, me acuerdo de mi madre cosiendo en la cocina y de mi padrastro que volvía de la huerta tropezando con los muebles, guiado por el olor, únicamente guiado por el olor, me acuerdo de su expresión, de la boca abierta, del estremecimiento de las rodillas, mi padrastro sin preocuparse por mi presencia se la llevaba sujeta por el brazo, me acuerdo de que siempre había un cacharro que caía y después nada más, un intervalo, el goteo del botijo que se balanceaba en el borde a punto de irse al suelo, mi madre que regresaba a la cocina, mi padrastro que regresaba a la huerta, el tiempo recomenzaba y no había pasado nada de nada, escardaba remolachas en un surco y las pinzas de la ropa le ajustaban el bajo de los pantalones cuando se iba en bicicleta hacia el café

y apenas los aeroplanos alemanes desaparecieron cojeando en el aire, un pie en una nube, otro pie en otra nube con una demora de pantuflas de inválido, apenas bajamos del jeep para rematar a los heridos en los hoyos de la tierra, una leve protesta infantil, un chiquillo

—Fue usted quien me pidió que le enseñase mi habitación

el comandante de la policía acomodaba la colcha y los boliches de latón de la cama, daba la vuelta a la almohada, ocultaba un resto de óxido girando el cubo, esperando a que yo preparase la escopeta, apuntase despacio, comenzase a apretar el gatillo

(–Levántate, Isilda, levántate)

y él, el hombre, el comandante de la policía

—Fue usted quien me pidió que le enseñase mi habitación

la maleta debajo de la cama, siempre me impresionó una maleta bajo la cama

el tiempo recomenzaba y no había pasado nada, absolutamente nada, mi madre era la misma, mi padrastro era el mismo, un cacharro cae sin que nadie lo mueva

siempre me impresionó una maleta bajo la cama como siempre me impresionó que en mi familia enterrasen a las mujeres con el velo de novia, no blanco, gris, tan fino que se deshacía en botones de madreperla al menor descuido y las flores de azahar conservadas en una redoma para evitar que se abriesen, cuántas veces mi madre subió al desván a mirarlo, cuántas veces la sorprendí ante el espejo con el vestido pegado al cuerpo con una alegría que me trastornaba, hombros con hombros, pecho con pecho, la corona del velo en el pelo canoso, no derecha, torcida como una caricatura de virgen, un reflejo cruel

—Quiero que me pintes la boca y las mejillas, Isilda

idéntica a los finados que encontramos en el jardín mirándose en el pozo sin ninguna imagen que oscile, con ramas, sí, de buganvilla, del árbol de la China, no de ellos, mi madre se rizaba las pestañas con un cepillito, caminaba hacia mí flotando en la basura del desván sentada en un caballo de madera que, aunque inmóvil, no dejaba de balancearse con una rigidez que crecía y crecía

—Isilda

el hombre no, el comandante de la policía no, el bundi-bangala herido que se arrastraba apoyado en los codos lejos de la escopeta, sin miedo a morir, sin pedir disculpas, sin prometer que trabajaría, sólo arrastrándose sobre los codos y las nalgas lejos de la escopeta, no, el bundi-bangala no, mi madre con vestido de novia, con las arrugas rebosantes de carmín, me abrazaba en el cuchitril del cuartel de Malanje que olía a desaliño y a insomnio como huelen las habitaciones de soltero, la barraca de mi marido en las travesías de borrachos de la Cotonang, los aeroplanos con las cruces alemanas pintadas en las alas regresaron a la madrugada siguiente y a la siguiente tirando bombas por las ventanillas abiertas, confundiendo la casa de la hacienda con la cantina del poblado, la desesperación de nuestras señales de aviso con los gestos de amenaza de los negros, destruyéndonos la terraza, el jardín, el invernadero, el almacén, el granero, cambiando los camiones que no nos habían robado por los que nos robaron en realidad, mi madre

—Ay, Dios mío

arrodillada en el oratorio besaba a sus santos, uno de los aeroplanos resbaló en una nube y se deshizo en carbones de aluminio en la misión de los franciscanos, los mártires se entrechocaban a cada explosión, mi padre buscaba la bandera para agitar en la balconada

la abracé sin desnudarme

Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas

no como mi padrastro abrazaba a mi madre ni como el perro que ella pensaba que era yo abrazando a la perra que ella pensaba que no era, yo incapaz de desnudarme como un campesino en la ciudad

(llamar ciudad a Malanje, un instituto, una comisaría, un centenar de edificios, perdón, medio centenar de edificios, perdón, veinte edificios y unas chabolas de papanatas viviendo de las sobras)

respetaría a una blanca por temor a que lo linchasen

de manera que tuve que obligarlo a acostarse, un niño amedrentado que no atinaba con la corbata ni con los puños de la camisa, sin valor para pedirme ayuda, con la maleta debajo de la cama en su cuartucho de soltero, una maleta de emigrante pobre como los colonos de Cela, con sombrero y chaleco, que araban en África como si continuasen en el Miño, perplejos por la inexistencia de estaciones, un guardia que frotaba las suelas en el suelo de cemento

—Mi teniente

una paloma sobre las palmeras, dos palomas, tres palomas, el hombre que se acomodaba la camisa con un alivio inmenso

—Disculpe

apareció en Baixa do Cassanje cinco o seis meses después, afeitado, perfumado, peinado, es decir, con la melena estirada con brillantina como Damião, estacionó el jeep en el patio, subió las escaleras de mi casa con una determinación feroz, apagó el cigarrillo en el tiesto de piedra de los jacintos sin incomodarse con mis hijos, mi marido, mis padres, el comandante de la policía a Fernando, el blanco casi negro para los blancos y el negro casi blanco para los negros hasta el punto de poder vivir en la orilla del barrio de chabolas de Luanda donde vivía mi nuera, reservado a los infelices que no admitían la infelicidad y a los pobres que no admitían la pobreza, rodeados

(como yo también, para qué engañarme, como yo también ofreciendo muebles caros, en la soledad del bosque, al apetito de la carcoma)

de lámparas de plástico y estantes patéticos, el comandante de la policía a Fernando, tirando la colilla al estanque para humillarme de la misma forma que podría haber volcado la taza del café en el mantel o rasgado una silla de damasco

—Usted, señora

con un tono de orden que se oyó en la sala, en la cocina y en el piso de arriba y del cual se dieron cuenta mis hijos, Rui distraído, Clarisse con curiosidad y Carlos furioso buscando la escopeta de perdigones de su hermano, la navaja con la hoja mellada, una piedra para matar al intruso como nosotros matamos a los bundi-bangalas de las plantaciones de algodón

—Usted, señora

decidido a no ser el perro que ella pensaba que yo era sino a que la mujer fuese la perra que estaba segura de no ser y yo sabía que era, yo al pelmazo que me abrió la puerta, a quien sus amos enseñaron modales de gente con el propósito de volverse gente ellos mismos como si no conociese a estos hacendados tan desgraciados como yo, tan importantes aquí donde no había nadie salvo nosotros y los africanos y tan poca cosa en Lisboa donde había todo menos nosotros, los africanos que no eran más que africanos y nosotros que no éramos más que algo intermedio entre los africanos y ellos, aunque más cerca de los africanos que de ellos, tiré el cigarrillo al estanque para demostrarle quién era el amo, el hombre, sin preocuparme por dos o tres chicos que jugaban en el árbol de la China y dejaron de jugar al verme, un zoquete con un revólver de baquelita, una muchachita con trenzas en un triciclo al que le faltaba un pedal y un mestizo vestido como ellos sumido en una mueca de fastidio, yo sin preocuparme por el marido si lo tuviese ni por los padres si los tuviese

Usted, señora

yo que escuchaba a Fernando

—Patrón

mi madre intrigada que cerraba el cesto del ganchillo, comprobaba la disposición de los objetos, acomodaba un fleco

—¿Será la francesa, Isilda?

que seguía atormentándola de celos tantos años después de haber muerto en el Congo y tantos años después de haber muerto mi padre, esperando a cada momento que ella invadiese la casa a caballo, escotada, elegante, familiar, risueña, con pulseras de oro europeo, anillos de brillantes en los índices y en los pulgares, mi madre de repente como las viejas de la aldea del río, avergonzada, derrotada

al fin y al cabo idénticos a mí, al fin y al cabo venidos de una aldea del norte como yo, exprimida por una tenaza de helada entre encinas y pedruscos y manteniendo bien patente el recelo y la desconfianza de los jornaleros que eran, dispuestos a tratar de

Señor

o

Señora

a quienquiera que viviese en el municipio y usase zapatos, dispuestos a tratar de

Señor

o

Señora

a quienquiera que llegase al umbral y sin buenos días o buenas tardes se dirigiese a ellos tratándolos de tú, yo en Baixa do Cassanje con el muchacho mestizo que me rondaba empuñando la pistola de baquelita, el tal Fernando desapareció en un pasillo donde brillaban objetos de alpaca, paraguas en jarrones y pupilas de animales disecados, una casa que olía a la casa de mi padrastro, si acaso con una huerta, una bicicleta apoyada en una prominencia de muro, un cobertizo y una cerca de cañas que protegía el retrete, el criado a lo lejos

Patrona

un suspiro acongojado que corría perdiendo el equilibrio detrás de las sílabas

No es la francesa, no, dime que no es la francesa

una pausa, una agitación ruidosa, un silencio en el que se adivinaban susurros, otra pausa, otra agitación ruidosa, más susurros, el idiota y el mestizo que se disputaban el revólver, dos grullas que se insultaban en las acacias, la muchacha del triciclo que pedaleaba hacia sus hermanos

Si no sueltas a Rui, se lo digo a la abuela, Carlos

la voz moviendo los brazos

Un policía de Malanje, ¿qué puede querer un policía a esta hora, Isilda?

sin responder a mi madre ordené a Fernando que lo llevase al despacho, me levanté preguntándome a mí misma por qué no entró por la puerta de servicio como hace el administrador, la puerta de la cocina donde Josélia y Maria da Boa Morte, ocupadas con la cena, lo recibirían sin prestarle atención, indignándome con su mala educación, una persona que vivía en un cuchitril de cuartel con un tubo de goma que servía de ducha y la maleta debajo de la cama sin hablar del lavabo, del cubo, de las rosas de tela, una persona instalada en mi escritorio que encendía un cigarrillo y tiraba la cerilla al suelo, miraba la estantería de los libros, las facturas, el tintero, cogía la fotografía de mi marido, la ponía a un lado y me apuntaba con la fusta como con un dedo

—Creía que ustedes se desnudaban cuando se quedan a solas con un hombre en una habitación cerrada, ¿usted no se desnuda?