24 de diciembre de 1995

Si me separase de Lena sin duda habría más polvo en los anaqueles y más ropa sucia en el cesto pero en compensación no tendría que comer a horas fijas ni dormir con la ventana cerrada y el apartamento resultaría más grande. Hay momentos en los que se me ocurre pensar que la idea de mis padres al comprar un cuchitril así fue obligar a las personas que viviesen en él a odiarse, obligar a Lena y a mí a divorciarnos, puesto que no es posible que dos adultos vivan tropezándose constantemente, vacilando sobre quién pasa primero por las puertas en un baile cómico, tú yo tú yo, retrocediendo, avanzando, retrocediendo, avanzando a la vez al tiempo que nos pisamos los pies y desgranamos insultos

—Idiota

—Idiota serás tú

no es posible que dos adultos sientan todo el tiempo el sofá ocupado cuando nos apetece sentarnos, un puño furioso y un bufido de ogro en la puerta del cuarto de baño

—Acaba de una vez

en el exacto momento en el que acabamos de abrir el grifo de la ducha, no es posible ser infeliz de a dos porque la infelicidad es solitaria y aquí hasta el gusto de la tristeza nos quitan de modo que acabo quedándome ante la ventana que da al Tajo y que no debo abrir ya que la menor corriente de aire la constipa, observando las colinas de Almada a la espera de un olor caliente y un grito a medio metro de mí

—La comida está en la mesa

de nuestras rodillas tocándose debajo del mantel y rehuyéndose enseguida con un estremecimiento de disgusto, de los dedos mezclados, furiosos, en la cesta del pan, de los ojos que se evitan y del silencio anguloso, pensando

como mis padres querían que pensásemos

por qué no te mueres, por qué no me muero, por qué no nos morimos ambos, mi madre aún viva en Angola escribiendo desde la hacienda primero y en Marimba después cartas que no leo por saberme de memoria las quejas, la cantilena, las recomendaciones, no te olvides de tus hermanos, aliméntate bien, no cojas frío, mi padre en el cementerio del Dondo y mi madre en una choza de la aldea con las criadas de uniforme, sembrando con aquel sombrero de color perla

(de color perla creo)

de las cenas de gala un acre de grelos entre lechones y cabras, mejor que yo con traje nuevo en Ajuda, en este apartamento donde el árbol de Navidad parpadea luces de morondanga y el bacalao se hiela

se hiela se hiela se hiela

en el horno de la cocina. Si Lena se marchase el apartamento es más grande: nueve décimas partes de la ropa desaparecen del armario, el desdén de las máscaras africanas se borra de la pared, abro la ventana y la sala se prolonga de paloma en paloma en dirección al río, puedo tocar los barcos con la mano, ir con ellos si me da la gana a Panamá o a Turquía, sentir el olor del reflujo en la cama que no comparto con nadie, ningún hueso en mis costillas, ningún muslo que me aprese la rodilla, si Lena se marchase llevo las sábanas a la lavandería dos callejones abajo, ceno un bocadillo plácido con un libro colocado entre la jarra y el plato, paso un paño rápido los domingos para ahuyentar las hormigas, dejo que el árbol de Navidad pestañee los meses que le apetezca hasta que las bombillas se fundan una a una, dejo que esta noche dure eternidades prohibiéndome los momentos de fragilidad que de vez en cuando por idiotez me invaden, cómo estará el tonto de Rui, cómo estará la tonta de Clarisse, recordándome que mis hermanos me desprecian, mi mujer a la que decidí arrancar quién sabe por qué de un barrio de chabolas me desprecia, el padre de ella al encontrarme por primera vez reconoció mi color y me despreció también, y digo que reconoció mi color porque no dejó de observarme como si bajo el disfraz de las facciones, de la piel, del pelo, existiesen las facciones y la piel y el pelo que ningún blanco aceptaba y descubrí en mí el día en que Maria da Boa Morte me dijo en la cocina, no tratándome de señorito como a mis hermanos, tratándome de tú, yo a la mesa con un vaso de leche contemplando el vaho de abril en los arriates, a los hombres que subían del poblado cargando sacos, tenía siete u ocho años y las pantuflas de mi padre en el piso de arriba bombardeaban el techo, Josélia sacudía alfombras, Damião limpiaba objetos de plata en la sala, las codornices paseaban en el jardín y Maria da Boa Morte no tratándome de señorito sino tratándome de tú como si valiese lo mismo que yo, fuese mi igual

—Tú eres negro

mientras el sacudidor soltaba polvo a intervalos regulares, el capataz dispersaba a los bailundos con el silbato, yo sin entender

—Tú eres negro

Maria da Boa Morte trajinaba en el fogón con la brasa del cigarrillo en el interior de los labios en el instante en el que los pavos reales comenzaron a repetir a coro

—Tú eres negro

en el que los setters y los bailundos me miraron más allá de los cristales bajo un cielo de desastre

—Tú eres negro

las seis hileras de ojos de buey de un paquebote hacia la barra del puerto se sobreponían a las guirnaldas de la Junta de Freguesia y a los focos del astillero que la lluvia descomponía, Lena hizo ademán de quitarse el collar abriendo el cierre de la nuca

—¿Nos vamos a quedar esperando a tus hermanos hasta la madrugada?

y en esto al cabo de dieciocho años de casado y de ceguera entendí que no quería que la dejase embarazada para no llevar la vergüenza de un mestizo en el vientre, que le apestase la cuna, que le apestase la casa, entendí por qué huía en la cama apenas comenzaba a estirarme bajo la manta

—Me duele la cabeza, Carlos

la lluvia en los cristales, cada gota también encendida y brillante imitando los ojos de buey del paquebote, mi padre montaba el belén en Angola, sierras de papel marrón, un estudiante de Coimbra de loza tocando la guitarra, carneros, serafines, figurillas de barro, Rui a mi padre sin saber qué era la nieve ni tener la menor idea de qué podía ser

—¿Y la nieve?

uno de los Reyes Magos, negro, igual a los Reyes Magos blancos, con corona y todo pero negro, Clarisse bailaba a mi alrededor chasqueando los dedos

—Maria da Boa Morte dice que Carlos es negro

mi padre inmóvil, mi madre inmóvil, mi abuela inmóvil, el reloj de pared inmóvil

(la casa debía desaparecer cuando el péndulo se detuvo pero no desapareció)

el Rey negro detrás de los otros, no delante, detrás, en último lugar y negro, Clarisse se acercaba a la puerta mirándolos al borde del llanto

—No me miréis de esa forma, no me peguéis, lo ha dicho Maria da Boa Morte, no he sido yo

mi abuela

—Clarisse

mi padre con una estrella de papel de seda, mi madre telefoneó al comandante de la policía y una hora después el alboroto de los gansos, el pánico de los setters, el motor del jeep en el patio, órdenes, carreras, la cocina un torbellino, un látigo en el aire, los soldados que se llevaban a Maria da Boa Morte hacia el jeep, el comandante de la policía en voz baja

—Está todo en orden, doña Isilda

el jeep cada vez más pequeño en la carretera, Lena abriendo el cierre del collar

—¿Nos vamos a quedar esperando a tus hermanos hasta la madrugada?

yo pensando

—¿Por qué coño no te marchas y me dejas solo?

puesto que si me separase de ella sin duda habría más polvo en los anaqueles y más ropa sucia en el cesto pero en compensación no tendría que comer a horas fijas ni dormir con la ventana cerrada y el apartamento resultaría más grande, el paquebote alcanzó la barra del puerto en dirección a América, a China, al quinto pino, ningún taxi se paraba en la avenida, ningún autobús avanzaba traqueteando, nadie pronunciaba mi nombre en la entrada, Rui a los compañeros de Damaia

—Mi hermano es negro

Clarisse al ingeniero o al abogado o al coronel que la mantiene ahora

—Fíjate en que me ha invitado a cenar un africano, imagina el descaro de esta gente

un mestizo en el vientre, la vergüenza de un mestizo apestando la casa, Maria da Boa Morte de vuelta en mayo, un mes en el que mi padre se tambaleó de la mañana a la noche de botella en botella forzando picaportes con un frenesí despacioso, más delgada, con el pelo rapado, con verdugones en el lomo, el comandante de la policía aceptando un puro, un anís

—Manteniéndola aquí no corre el riesgo de que invente historias acerca de su hijo por Baixa do Cassanje, doña Isilda. ¿Ha pensado, si no, en qué líos se metería?

Maria da Boa Morte con la pierna izquierda coja calentando las sobras de los setters en la olla, yo tirándole del delantal

—¿Es verdad que soy negro?

ni aprensivo ni triste, curioso, tirándole del delantal mientras correteaba a su alrededor

—¿Es verdad que soy negro?

negro como Josélia, Fernando, Damião, los jornaleros, el capataz llegaría a la cocina y me mandaría a trabajar en la cosecha, me quitarían la habitación, los juguetes, mi lugar en la mesa, comería gachas y pescado seco, bebería cerveza en la cantina, dormiría en una estera, me curaría la ictericia con tubérculos, no creería en Dios, tal vez en la próxima Navidad, como había vivido unos años por error en la casa de la hacienda, heredaría los pantalones cortos usados de Rui, Maria da Boa Morte arrastrando el tobillo lejos de mí

—Por favor, señorito

había tardes en las que los yacarés jóvenes llegaban hasta el poblado y se oía el tauteo de las zorras reuniendo a sus hijos, tardes durante las quemas de rastrojo en las que el fuego atraía hacia nosotros a centenares de milanos despavoridos, mi padre olvidando el whisky salía a la terraza a proteger las azaleas

(si me separase de Lena compraría un tiesto y semillas de azalea para acordarme de Angola)

había tardes con bandadas de color rosa de aludas, los tractoristas fumaban en la taberna, Maria da Boa Morte como si tuviese alambre de púas en lugar de nervios echaba alubias en los cuencos de los setters, yo tirándole una y otra vez del delantal no aprensivo ni triste, curioso, el comandante de la policía sacudiéndose la ceniza del uniforme aconsejaba a mi madre

—Mejor aquí, sin quitarle el ojo de encima para evitar líos, doña Isilda, si por casualidad la mujer no entra en razones y el problema con su hijo se repite la cuestión se resuelve de una vez

(Clarisse chasqueando los dedos muy divertida contaba en la escuela en la ciudad a las amigas

Maria da Boa Morte dice que Carlos es negro, Maria da Boa Morte dice que Carlos es negro)

—¿Es verdad que soy negro?

yo a Lena que miraba la hora y me miraba a mí vacilando en recoger la mesa, fue a la peluquería, se tiñó el pelo, se arregló las uñas y en lugar de parecer más joven se volvió una persona extraña que conocía y no conocía, una prima lejana con un trazo de lápiz y un carmín severo acomodando el mantel, enderezando las tacitas de almendras, limpiando con la servilleta una mancha en el vaso

—Siempre supiste que yo era negro, ¿no, Lena?

limpiando con la servilleta una mancha en el vaso sin que el movimiento de la mano se alterase ni una arruga mudase su cara, cuando nos casamos mi madre nos pagó un viaje a Lobito, quince días en un hotel junto a la playa de la que aún veo los cocoteros y las olas, los troncos de los cocoteros contra el lila del mar, el comandante de la policía despidiéndose de mí con un codazo irónico

—Chaval

apenas mi padre iba a hacerse los análisis del hígado a Malanje se encerraba con mi madre en el despacho, no se oía sonido alguno allí dentro, pensaba con el oído pegado a la puerta, sin valor para llamar

—Se han muerto

me quedaba horas a la escucha, preocupado, lo único que distinguía por el hueco de la cerradura era un ángulo de escritorio y después ruidos de suelas y voces, el pestillo que saltaba, el comandante de la policía a mi madre apuntándome con el mentón

—¿Nos estabas esperando, chaval?

el ventilador giraba en el techo de la habitación de Lobito removiendo la gelatina del calor, el mar nos ofrecía conchas en la palma extendida donde otros mares pequeñitos entonaban secretos, cajas chinas en el interior de cajas chinas en el interior de cajas chinas, mariposas de alas recogidas paseaban en la pantalla de la lámpara, mi pie tocó el pie de Lena y el pie de Lena se apartó

—¿No tienes calor?

la orquesta del hotel eran tres músicos decrépitos que atropellaban mambos, el comandante de la policía me agarró por el cuello y me arrastró hacia el pasillo con el gesto con el que expulsaba a los bailundos

—Andando, chaval

nunca Carlos, chaval, él que me arrastraba hacia el pasillo y mi madre ni mu, Clarisse era Clarisse, Rui era Rui, yo

(–Tú eres negro)

era chaval porque Maria da Boa Morte había dicho

—Tú eres negro

Lena colocó el vaso en la mesa, dobló la servilleta por los pliegues, comprobó que todo estaba en orden en el apartamento

que resultaría más grande si me separase de ella

para cuando mis hermanos llegasen, las luces del árbol de Navidad, los adornos, los regalos, el vino espumoso, en Angola como las manos de mi padre temblaban mucho era Damião quien descorchaba el champán mientras mi madre fruncía el ceño y mi padre observaba sus propias falanges con el horror de quien examina algo que forma parte de él y no le pertenece, Damião servía el champán en las copas y mi padre con miedo a cogerlo y derramarlo sonreía como si realmente alzase la copa que no tocaba

la sonrisa lista para caer con un ruido húmedo y rodar en la mesa

la lluvia en la ventana ocultaba el astillero y las colinas de Almada, todo excepto nosotros dos en la sala vestidos como para un bautizo o un velatorio

más bien un velatorio

nosotros dos en la habitación del hotel de Lobito bajo las aspas del ventilador removiendo la gelatina del calor

—Siempre supiste que yo era negro, ¿no, Lena?

mariposas de alas recogidas en la pantalla de la lámpara, harapos de cocoteros, de crepúsculo, de música como los harapos de murciélagos en la noche en la que mi abuela murió y nos mandaron a jugar a la parte trasera donde el motor de la electricidad hacía vibrar el suelo moviendo las sombras

dados de sombras

unas contra otras, el motor de la electricidad se averiaba de vez en cuando sacudiendo su pulmón doliente y la casa desaparecía entre tinieblas, la casa y la no casa en espasmos alternos, había la hierba, había estrellas entre las nubes marrones, no había sitio donde nosotros vivíamos ni había nosotros, Maria da Boa Morte traía candelabros y una casa diferente, insegura, ora más pequeña ora mayor, ora gorda ora delgada, comenzaba a nacer, a ganar una forma desprovista de forma, a elevarse de la tierra en llamas amarillas, mi padre y mi madre bailaban en el piso repentinamente elástico, las facciones iluminadas desde el interior de la calavera se retorcían en muecas extrañas, mis dedos eran larguísimos en el espejo, un sedimento de lágrimas lechosas se endurecía en las tapas de mármol y ahora no existía hierba, existían nuestros fantasmas sobre una nada oscura, si aquí en Ajuda cortasen la corriente acabarían con la Navidad y este abeto horrible, sólo Lena y yo como desde hace quince años, el perfil de Almada y los saltos de gorrión de la lluvia, Lena se levantó para apagar la luz en el hotel y ambos nos esfumamos, el mar surgió en las persianas, el silbido del ventilador se hizo más próximo, el colchón crepitó en el instante en el que Lena se extendió a mi lado, volvió a crepitar con el movimiento de las caderas en busca de espacio, comprendí que se quitaba el camisón porque me rozó una palidez turbia, el pie tocó mi pie con una resignación cansada

—Ahora

la boca cerrada, la muralla de los dientes que me repelían, el ombligo que se escapaba de mí, los senos cóncavos en mi palma, el cuerpo que se plegaba de

estoy seguro

asco, de asco de blanca obligada a dormir con un guardés, un soldado, un jornalero, ni una caricia, un escalofrío, un susurro, un beso, seguro que con los ojos abiertos hacia el ventilador del techo contando las vueltas de la hélice, Lena quieta al apartarme de ella, con nostalgia de la casita al borde del barrio de chabolas, arrepentida de no haberse casado con un vecino cualquiera de su raza, el comandante de la policía me agarraba por el cuello

—Andando, chaval

nunca Carlos, chaval, Clarisse era Clarisse, Rui era Rui, yo

Tú eres negro

era chaval porque Maria da Boa Morte había dicho

—Tú eres negro

y me arrastraba hacia las chozas a las que pertenecía, entré en la habitación por la mañana y Lena continuaba en la misma posición de estatua de capilla como mi abuela en el catafalco, con los ojos abiertos hacia el ventilador del techo sin reparar en mí, las voces de los huéspedes cesaron, estoy seguro de que el grabado sobre la cama me miraba, la ropa en la silla me miraba, el teléfono me miraba de la misma manera que la familia de Lena, los parientes de Salazar, los parientes de Narriquinha, me miraban en la misa, yo con una piel más clara que ellos, una nariz más estrecha, pelo más lacio, si al menos pudiese olvidar y dormir, marcharme, tomar el autobús de Malanje, atarme un paño a los riñones, pedir un saco al capataz, empezar a recoger una hilera de algodón, yo en Ajuda colgando mejor las luces del árbol

—Siempre supiste que yo era negro, ¿no, Lena?

y después de colgarlas mejor, traer de la despensa la caja de cartón en la que las compré y guardarlas en ella, un cordón de muñequitos de plástico

(ángeles, pastores, corderos)

y cometas de cristal, ordenar los regalos con sus cintas rojas y su papel con campanillas, arrancar el abeto de los guijarros del tiesto, transportar la caja, los regalos, el abeto y el tiesto hacia el rellano, desparramar la Navidad en el ascensor, apoyarla en el vestíbulo en las bocas de los buzones, volví arriba para coger el paraguas y no estropearme el traje porque ahora mismo

con la miseria que el laboratorio me paga

no tengo dinero para comprar otro, Lena continuaba en la mesa comiendo las almendras de la tacita y acomodándose los mechones de la peluquería con las yemas de los dedos, el contenedor estaba una calle más arriba o sea a treinta metros de gripe segura y de charcos debajo del rumor de las ramas de las moreras, nadie en la calle, ningún automóvil, ningún taxi, ninguna cafetería iluminada, el mundo entero ahíto comiendo bacalao con grelos, se distinguían en los cristales letras recortadas, pegatinas de felices fiestas, lámparas, el Papa en la televisión rodeado de cardenales poniéndose y quitándose las mitras, decenas y decenas de cardenales y sólo uno o dos negros que nunca serán Papa, hice no sé cuántos viajes, cada vez más empapado, del vestíbulo al contenedor y del contenedor al vestíbulo, primero el tiesto y las piedras del tiesto, después las luces y los regalos y por último el estafermo del abeto hasta que la Navidad

qué bueno

desapareció de mi vida, mis hermanos qué embuste, la familia qué patraña, las cenas emotivas qué mentira, mientras las varillas y la tela del paraguas se retorcían al viento y un borracho se dirigía a mí entre eses felices

—Eh, amigo

un hombre más o menos de mi edad, más o menos de mi talla, avanzando en círculos entusiastas con los faldones del sobretodo sueltos y un paquete atado con cuerdas que se le escurría del brazo, las luces y los faros de los coches en el puente animaban un pino invisible, la lluvia en el halo de las farolas como los copos de nieve en el pisapapeles del despacho en la época en la que teníamos más de cuatrocientos bailundos trabajando sin contar a los leprosos en las chozas del río, el enfermero iba los sábados por la mañana a tocar la campanilla y a mandarles los comprimidos desde lejos, las colinas de Almada se asemejaban a las colinas de papel marrón de los belenes, el río era un trozo de espejo fingiéndose lago, el borracho me saludaba con una alegría complicada

—Eh, amigo

más o menos de mi edad, más o menos de mi talla, sujetando el paquete contra el pecho, un adorno en la noche de Ajuda con apariencias de trainera

—Eh, amigo

venía en zigzag, jovial y feroz, desde una taberna perdida en Monsanto, un antro de prostitutas de carretera que servía alcohol de droguería suavizado con una gota de miel, un leproso de Lisboa apoyado en los fémures como en bastones rotos, a veces cuando los belgas invitaban a mis padres bajaba con Clarisse y con Rui a las chozas del río y los encontraba caminando con los pulgares en el suelo entre comezones y gimoteos, Rui a mi oído

—¿Les tiramos piedras?

Clarisse con un hilo de voz

—¿Azuzamos a los perros?

se adivinaban las chozas por el alboroto de los gorriones, los halcones clavados en el cielo, la atención de los milanos, las águilas tirándoles de las vísceras como yo tiraba del delantal de la cocinera ni aprensivo ni triste, curioso

—¿Es verdad que soy negro, es verdad que soy negro?

porque si fuese negro podría andar descalzo sin que me riñeran, correría más deprisa que los otros, tendría más fuerza y nadie en la escuela me diría cosas ni me pegaría, Rui a mi oído

—¿Les tiramos piedras?

Clarisse con un hilo de voz

—¿Azuzamos a los perros?

la ingrata de Clarisse y el ingrato de Rui a quienes no eché, no expulsé de estas dos habitaciones donde si me separase de Lena sin duda habría más polvo en los anaqueles y más ropa sucia en el cesto pero en compensación no tendría que comer a horas fijas ni dormir con la ventana cerrada y el apartamento resultaría más grande libre de las baratijas de Angola, máscaras, collares, estatuillas, rinocerontes

(no quiero saber nada de Angola, no me habléis de Angola, dejadme en paz con Angola, hace siglos que Angola, palabra de honor, se acabó para mí)

Clarisse radiante en Estoril con sus discotecas, Rui radiante en Damaia con la animación del mercado y las actrices de cine en el cartel, ambos

diga mi madre lo que dijere

mucho mejor que yo vacilando sobre quién pasa primero por las puertas, retrocediendo, avanzando, retrocediendo, avanzando a la vez al tiempo que nos pisamos los pies y desgranamos insultos

—Idiota

—Idiota serás tú

sintiendo todo el tiempo una respiración en la nuca, el sofá ocupado cuando me apetece sentarme, un puño furioso y un bufido de ogro en la puerta del cuarto de baño

—Acaba de una vez

en el exacto momento en el que abro el grifo de la ducha y pruebo la temperatura con el índice cauteloso, yo pegado a la ventana que no puedo abrir porque la menor corriente de aire la constipa observando las colinas de Almada, observándome a mí mismo debajo de la aflicción de las moreras junto al contenedor de la avenida con mis regalos, mi abeto, mis guirnaldas y mi Navidad entre sobras de comida y botellas vacías, luchando con la tela rasgada y las varillas del paraguas, el borracho con una alegría complicada

—Eh, amigo

más o menos de mi edad, más o menos de mi talla, en círculos entusiastas con un paquete sucio atado con cuerdas que se le escurre del brazo acusándome entre chillidos de gaviota

—Tú eres negro

repitiendo con una insistencia maníaca

—Tú eres negro

repitiendo

—Tú eres negro

y

—Tú eres negro

y

—Tú eres negro

(siempre supiste que yo era negro, ¿no, Lena?, siempre todos supieron que yo era negro y me despreciaban, siempre supieron de la camarera del comedor de la Cotonang y que mi madre fue a Malanje a comprarme, tu padre, tu familia, mis compañeros, Angola entera lo sabía, ¿no es verdad que lo sabía, que siempre lo supo, Lena?)

el borracho que la lluvia formando espirales en el halo de las farolas como los copos de nieve en el pisapapeles hizo bajar en un remolino de virutas a las chozas del río con Clarisse y Rui ocultos en una esquina de Ajuda, ocultos en la hierba, que le tiraban piedras, azuzaban a los perros a la espera de que el enfermero después de tocar la campanilla dijese

—Chaval

no Papá Noel

—Chaval

(–Tú eres negro)

y le mandase desde lejos los comprimidos de la lepra.