24 de diciembre de 1995
Alguien dijo mi nombre, tal vez Luís Filipe, tal vez mi madre que me llamaba o tal vez fui yo que me dormí sin darme cuenta, mi boca gritó
—Clarisse
y desperté con miedo a mi nombre en el sofá de la sala, frente a la mañana de Estoril. No la mañana todavía: las luces seguían encendidas, los cristales no mostraban las palmeras ni el mar, mostraban mi cuerpo sentado, las manos que estiraban la blusa, arreglaban el pelo, se frotaban los ojos
un grano de rímel me entró en el párpado y me escoció
arrugaban el cheque, encontraban el ramo de flores, el vestido y la pulsera que se habían deslizado del cojín a la alfombra, Rui sacudió enseguida la rodilla de mi padre
—Clarisse no cogió ninguno de los regalos, está tirándolos, padre
mi abuela desenvolvía el mártir nuevo haciéndolo girar una y otra vez desconfiada
—¿Se lo han dado al señor obispo para que lo bendiga por lo menos?
porque antes de bendecirlo no era santo, era muñeco, y milagros con muñecos nanay, compraron un árbol de Navidad en Malanje que se guardaba en el desván con colgajos y todo, ya preparado para el diciembre siguiente, abríamos el armario y encontrábamos la Navidad resecándose allí dentro, mi padre medía el pecho de una camiseta en su pecho
—¿No te gusta el reloj de pulsera, Clarisse?
el primer reloj verdadero después de los relojes de juguete con una esfera de plástico en lugar de cristal y con correa elástica, se les daba cuerda y las manecillas giraban manteniendo el mismo ángulo, doce y cuarto, una y veinte, dos y veinticinco, tres y media, el primer reloj con las agujas de las horas y de los minutos independientes, la de los segundos más larga, más fina, roja, marcaba rayita tras rayita con sacudidas nerviosas, me ponía el reloj, andaba de puntillas, crecía por lo menos cinco años, no les prestaba atención a mis hermanos, dos niños, Carlos intentaba ponerme la zancadilla
—Presumida
y yo siempre de puntillas saltaba por encima de su zapato, con la nariz levantada pues no oía así como mi madre no oía a los hombres en el café murmurando con la boca cerrada
—No sé qué, no sé qué
nosotras, mi madre y yo, sordas, superiores a los hombres, desviando rápidamente el jeep en dirección a la hacienda mientras la última chabola desaparecía a lo lejos en medio de una humareda
—¿Qué querían, madre?
frases que yo no entendía, gestos con el índice, palabras complicadas, muros de pastoreo, niños con el ombligo al aire entre chozas dispersas, bocas escondidas tras las palmas insistiendo
—No sé qué, no sé qué
si me dejasen fumar encendería un cigarrillo en el jeep
—¿Qué querían, madre?
una bandada de gansos salvajes no sé qué no sé qué en el cielo, mi madre que no parecía enfadada como yo me enfadaba por la estupidez de Carlos
—Presumida
(el llavero del jeep era una pata de conejo y había una segunda pata casi sólo hueso en el espejito)
mi madre que debía ofrecerme un cigarrillo y no me lo ofrecía a pesar de que yo con el reloj y de puntillas era prácticamente de su edad, si me llevasen a la peluquería y con uno o dos anillos no se notaría la menor diferencia
—Nada
las luces de Estoril quietas en la oscuridad excepto una guirnalda de bombillas lilas que se balanceaban
¿un barco?
si pudiese embarcar en un paquebote con diversiones y piscina, si Luís Filipe me invitase a un crucero por Grecia, tengo para eso tantos kilos y kilos de ropa sin estrenar que da pena, yo observándome en los cristales sin descubrir a la chica superior a los
—No sé qué, no sé qué
del café, examinando a la mujer que me gustaría llegar a ser y detesto ser ahora, descalzarme y pasear de puntillas con un reloj de pulsera con correa elástica mejor que los verdaderos, las personas con esas reverencias que se guardan para las princesas
—¿Tiene hora, doña Clarisse?
yo con una mirada desdeñosa sin prestarles siquiera atención
—La una menos diez
las personas repitiendo encantadas
—La una menos diez, vaya
todos los relojes, nerviosísimos, poniéndose de prisa en hora según el mío hasta que me apetecía que fuesen las tres y cuarto porque odiaba el almuerzo, girar la cuerda y pum, ya está, las tres y cuarto de repente en el mundo, el mundo agradecido, libre de albóndigas y sopa y reprimendas por apoyar los codos en el mantel
—Esos codos, esos codos, Clarisse
Josélia partía las albóndigas de Rui sin que nadie lo incordiase por los codos y el mentón en la mesa, mi abuela colocaba el mártir bendecido por el señor obispo en la sección de los mártires asesinados con piedras, flechas, crucifijos, briquetas, ruinas de templos, tiros de comunistas, leones, en el centro los mártires que sufrieron más, pobres
—Y ponte derecha si no quieres quedarte cheposa como la prima Deodata, imagínate qué bonito
yo encorvada, vestida de luto, dos alianzas, la que me pertenecía y la del difunto, escurriéndose de mis falanges delgadísimas, sonreía con una mueca de modestia, agradeciendo lo que no me hacían
—Gracias, gracias
exiliada en un apartamento del barrio del instituto donde sobraban cosas, estuches, osos de porcelana, cajas chinas, acaso sin dinero, acaso con hambre, la prima Deodata de joven en un retrato sin chepa alguna, mi abuela que se ponía las gafas para observarla mejor con la nariz en el marco, una muchacha con paraguas
(no se entendía la razón del paraguas)
junto a un sillón alto, el mismo que seguía allí perdiendo el color y navegando en un rincón
—Qué distinta eras, Deodata
la prima Deodata casi tocando la tripa con la frente, avanzando entre sollozos chinela a chinela
—Gracias, gracias
si yo quisiera bastaría retroceder con el reloj de pulsera con correa elástica y la prima Deodata volvería a estar junto al sillón, retroceder hasta la época en la que mi padre no bebía, hasta el principio de la noche, y visitaría a Carlos en Ajuda, compraría una loción para después de afeitarse en el centro, un perfume cualquiera para Lena que no sabe de perfumes y tanto le da siempre que huela, cogería el tren, cogería el autobús, tocaría el timbre
—Hola, Carlos
el horror de la avenida sin gracia, las moreras, los edificios desconchados, hasta el tiempo en el que mi padre no bebía, a veces me distraía de la importancia que el reloj me daba, volvía a ser pequeña, a apoyar los talones en el suelo, atravesábamos los dos la terraza a la pata coja, marica el último en llegar al tiesto, Carlos furioso
—Así no vale, padre te ha dejado ganar
mi madre le guiñaba el ojo a Carlos y lo mandaba callar, que yo bien la veía
—No es cierto, no lo ha dejado ganar, qué dices
mi padre me cogió en brazos y saltamos ambos compitiendo con Carlos que para colmo hizo trampa varias veces sin que mi madre, que era el árbitro, lo mandase volver al principio, mi padre se detuvo de repente, Carlos alcanzó el tiesto antes que nosotros y me apeteció darle un sopapo, no comprar lociones para después de afeitarse en el centro, sólo coger el tren, coger el autobús, tocar el timbre en Ajuda, el horror de la avenida sin gracia, las moreras, los edificios desconchados, golpearlo
—Tramposo
cruzar corriendo el campo de algodón y vivir en Malanje sola, mi padre me cogió por la cintura en el sendero, me apoyó despacio en el suelo, o le llamo
—Tramposo
o le pido que me levante otra vez
—Levánteme otra vez
flotar en medio de un remolino de pájaros y árboles al revés, una pirueta, un vértigo, un pánico feliz
—Voy a caerme
como si fuese a morir y no me moría porque mi padre me sujetaba antes de estrellarme en la tierra, me acuerdo de su olor, de sus manos, de la uña estropeada del pulgar que no daba impresión, era gracioso llegar tan alto con el dedo, nunca más atravesamos la terraza a la pata coja, mi madre tomando partido por quien iba retrasado
—Deprisa, deprisa
mi abuela enfadada porque no hablábamos con ella reprendía a las criadas en la cocina
—¿Quién llenó el aparador de botellas de whisky?
mi padre se acercaba y bebía en el aparador a escondidas, mi madre discutía en el despacho con los aduaneros de la Cotonang mientras mi padre tropezaba en la habitación, sin importarle los bailundos, era mi abuela o Carlos quien los contaba por la noche, la voz de mi padre desafinaba en la oscuridad espantando a los búhos, Lady galopaba en carreras acongojadas, Carlos se equivocaba y recomenzaba cambiando la voz, uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve, señalándolos con una fusta de mimbre con la autoridad de mi padre antes de las botellas, los que enfermaban de disentería o paludismo esperaban sentados envueltos en mantas y pedazos de saco, el capataz los educaba con la bota para enseñarles modales
—Tú
asalariados que comenzaban a consumirse apenas llegaban de Huambo, mayores que nuestros negros, más obedientes, más gordos, y que ahora con las costillas visibles intentaban incorporarse y desistían
—Tú
mientras mi padre interrumpía la canción para toser, si conectaban el generador la casa nacía de súbito del mismo tamaño que durante el día pero diferente, el árbol de la China brillaba, una casa que se ocultaba bajo otra casa, a la espera, se oían ruidos distantes incluso junto a nosotros, sapos, ranas, un zorro trémulo, los insectos no cavaban el suelo, cavaban mis huesos, alguien dijo mi nombre, no Luís Filipe, no mi madre, no yo, no la prima Deodata
prima Deodata
—Clarisse
y desperté en el sofá de la sala frente a la mañana de Estoril con el ramo de flores desparramado, el vestido y la pulsera en la alfombra como si una mujer que no conozco se hubiese desembarazado de ellos para acostarse en mi cama, había momentos en los que llegaba a casa con tanto sueño que empezaba a desvestirme en la entrada, la chaqueta, el bolso, los zapatos, el ejercicio de los brazos hacia la cremallera de la nuca, no tenía un hombre que me ayudase a abrirla, el matrimonio es un hombre que, cuando nos damos la vuelta y nos recogemos el pelo, nos sube la cremallera, abrocha el corchete y se aleja pensando en otra cosa
—Listo
seguía desvistiéndome por el pasillo sin encender la luz, el sostén en una silla, las bragas en el suelo, el collar en el cenicero, un puntapié en el árbol de caucho agonizante, los pendientes que mañana, mejor ni pensarlo, tardaré una eternidad, furiosa conmigo, en encontrar a gatas, alguien dijo mi nombre, no mi madre, no Luís Filipe, no mi abuela, no Rui, no los dibujos animados de la televisión, los automóviles de los hijos de Luís Filipe rodeaban jardines en dirección a Alcabideche, Cascais, Sintra, salvo yo y el mayor de la Fuerza Aérea del bajo izquierdo nadie más vive en este edificio, la mujer del mayor no me responde si la saludo, me cierra la puerta en la cara como si no me viese, sacude al marido y me señala con la nariz creyendo que no me doy cuenta, lo mismo con la dueña de la carnicería, lo mismo en el estanco donde compro los cigarrillos, las personas en una conspiración de sonrisitas, el dependiente de la dueña de la carnicería me deja notitas en el buzón entre extractos del banco y tarjetas de fontaneros de hacemos todos los trabajos, ¿Vamos al cine, amor?, los domingos me sobresalta con los estampidos de la moto hacia abajo y hacia arriba en la calle, trepa por las pilas de andamios y los montones de arena de las obras, desaparece acelerando en medio de una humareda de gasolina apenas levanto la cortina, si mi padre supiese lo que me hacen doblaría el periódico, se levantaría enseguida del sofá, inventaría bromas para consolarme, atravesaría conmigo la terraza a la pata coja y pararía antes del tiesto, fingiéndose cansado, para que yo pudiese ganar, me ayudaría a encontrar saltamontes en la hierba, haríamos barcos de papel que soltaríamos en el estanque para intrigar a los peces, me prometería una bicicleta con faro para mi cumpleaños, mi madre que discutía con mi abuela los puntos de una revista de bordado
—Y me estropean los arriates, no tiene ningún sentido
poco antes de morir me hizo una seña desde la cama con el dedo, acerqué mi oído a su boca, un hilo de voz, los tendones del cuello endurecidos, la lengua intentando separar las palabras, colocarlas en fila, pronunciarlas por orden sílaba a sílaba, juntando las frases como piezas de puzzle en medio de un montón de piezas de otros puzzles, lo que no había tenido tiempo de decirle a mi madre o a su madre muchísimos años antes, las frases que mi madre o su madre no tuvieron tiempo de decirle
fragmentos de canciones, plegarias de niño, los afluentes de la margen izquierda del Duero, los nombres de las canicas, boche vico hoyuelo chócolo gua, aceituna media luna pan caliente diecinueve y veinte, hoyos abiertos con el tacón, el ritual de la peonza, los compañeros elegidos poniendo la puntera del zapato delante de la otra puntera quien pisa comienza, punta y tacón, explicarle a mi hija que en cuanto esté bien, en cuanto esté mejor, los afluentes de la margen izquierda del Duero, las sierras del sistema galaico-duerense Peneda Soajo Gerês Larouco Falperra, yo que nunca supe lo que era el Duero o el sistema galaico-duerense, para quien Portugal no era más que una manchita rosada llena de reyes y monasterios que no se entendía cómo cabían todos juntos al lado de la mancha verde de España, quería explicarle a mi hija que en cuanto esté mejor y no encuentro el resto entre tantas frases mezcladas, quién quiere ver la bella barca que va a echarse al mar no, que sepa abrir la puerta para ir a jugar tampoco, cuando mi abuelo enfermó levantó la cabeza de la almohada, nos pidió con la palma esperad, nosotros a la espera de la revelación decisiva, tragaba, aclaraba la voz, volvía a hacernos una seña, mi tío Joaquim a nosotros
—Callaos
a mi abuelo
—¿Qué quiere, padre?
nosotros atentos al último consejo, mi abuelo con la palma levantada desistía de la palma, dejaba caer la cabeza en la almohada
—No puedo
ni siquiera desesperado, muy lejos, escuchando lo que nadie más escuchaba, acaso quién quiere ver la bella barca que va a echarse al mar, acaso que sepa abrir la puerta para ir a jugar, acaso otra retahíla aún más remota o acaso ninguna retahíla
—No puedo
el silencio, el cuerpo parado por dentro, acaso esta nada, la sangre en vaivén danzando al final de la cuerda, yo que la sentía vacilar sin alarma alguna porque es sencillo, la vida entera con miedo a esto, la vida entera pensando en esto y es tan sencillo
—En cuanto esté mejor compramos la bicicleta, Clarisse
cuando lo que yo quería explicarle a mi hija es que es tan sencillo, creo que te quiero, debo de quererte pero mi quererte se ha alejado tanto que no sé, debo de quererte pero no me importa que te quedes sola, no me preocupo por ti del mismo modo que no me preocupo por mí, Peneda Soajo Gerês Larouco Falperra, da igual, caras que conozco o no conozco, que aunque conozca he dejado de conocer, capaces de estar de pie, de moverse, qué extraño, quién quiere ver la bella barca que va a echarse al mar, en cuanto esté mejor compramos la bicicleta, Clarisse, pero qué bicicleta, no me apetece que me toquen, que me hablen, que se preocupen por mí, que me pregunten
—¿Y?
—¿Se siente mejor?
me susurren
—Soy yo, padre, quédese quieto, no se mueva, no haga esfuerzos
estoy quieto, no me muevo, no hago esfuerzos, qué esfuerzos
—Hay que cortar la leña, Amadeu
los pulmones que respiren o no respiren, no es cosa mía, míos son los brazos huecos, prótesis sin peso, hojas y ramas llevadas por el agua, murmullos cuyo significado supe alguna vez y no comprendo ahora
poco antes de morir me hizo una seña con el dedo, acerqué mi oído a su boca, un hilo de voz, la lengua intentando separar las palabras, colocarlas en fila, pronunciarlas por orden sílaba a sílaba
—Clarisse
y desperté con miedo a mi nombre en el sofá de la sala frente a la mañana de Estoril, no la mañana todavía porque las luces seguían encendidas, los cristales no mostraban las palmeras ni el mar, mostraban mi cuerpo sentado, las manos que estiraban la blusa, arreglaban el pelo, arrugaban el cheque, encontraban el ramo de flores, el vestido, la pulsera que se deslizaba del cojín a la alfombra, el gato incansable que perseguía al polluelo irritante con pestañas gigantescas y vocecita infantil que hasta a mí me daban ganas de estrangular, hacerlo callar de una vez con un apretón en el pescuezo, no mañana todavía, noche, las gaviotas en la iglesia o en las cabinas de los barcos, a veces se nota que es de día no por el sol, por los pájaros en la playa, centenares de pájaros caminando por la arena, el generador que hacía vibrar Angola, despertaba con Josélia que roncaba en la estera a la entrada de la habitación de Rui en lugar de vigilar por si tenía algún ataque, Josélia se ha dormido, madre, mi madre en busca del vergajo
—Josélia
Josélia sin protestar
—No me duermo, niña, no me duermo, señora
encontraba el vergajo antes que mi madre, se lo entregaba, se subía el faldón por detrás, me acuerdo de las marcas más oscuras, del sonido, de mi madre
—Quieres matar a mi hijo, quieres acabar con nosotros, no descansaréis hasta acabar con nosotros
de Carlos que daba portazos indignado con mi madre, indignado conmigo, murmurando con la boca cerrada
—No sé qué, no sé qué
como los hombres en el café de Malanje, todo aquello que los hombres saben decir, todo aquello que los hombres siempre me dijeron incluso Luís Filipe y los otros antes de Luís Filipe, incluso acaso mi padre
—No sé qué, no sé qué
en una choza de la Cotonang a la camarera de quien tuvo a Carlos, no sé si quiero a mi padre, no sé si quiero a alguien, no sé si me quiero a mí, un hombre
—No sé qué, no sé qué
a fin de cuentas igual que los otros hombres, tan ordinario como ellos, Carlos dando portazos, mi madre que suspendía el vergajo
—Carlos
y le tiraba del brazo, alzaba el vergajo hacia él sin esperar que se subiese el faldón por detrás, que las marcas más oscuras, que el sonido
—Estás defendiendo a tus amigos, negro
la única ocasión en la que lo llamó negro, la única ocasión en la que supe que lo odiaba, lo trataba mejor que a nosotros porque lo odiaba más tal como mi abuela lo odiaba
—Debería mandarte a trabajar en el algodón, debería entregarte al capataz para ponerte a raya
la casa de repente extraña, mi madre huía hacia la terraza desde donde se veían los arriates, mi padre a nosotros
—No es nada, no es nada
mi padre a mi madre
—Isilda
Carlos y Josélia nos miraban, la misma expresión sin expresión, la misma indiferencia tranquila, y qué, pregunto yo, debajo de la indiferencia tranquila, debajo de la indiferencia tranquila, respondo yo, nada, ni resignación, ni pánico, ni respeto, nada, si al menos entendiese el motivo de que nos maten, de que nos crucifiquen en estacas como a animales, las botas de mi padre en la terraza, la voz de mi madre
—Nunca más en la vida se te ocurra tocarme
que rondaba a Carlos a la mañana siguiente, le planchaba las camisas, insistía en que bebiese más leche, le servía antes que a nosotros, le dejaba bombones en la almohada, lo señalaba al intermediario de Luanda
—Mi hijo mayor
dejaba caer la promesa de una moto para Pascua y se olvidaba de la promesa una semana después, y en el fondo seguía, apuesto todo lo que tengo, las joyas casi verdaderas, los vestidos casi franceses, los perritos made in Singapur casi antiguos, detestándolo, escondiéndolo, persiguiéndolo con una mezcla de rabia y remordimiento, no volvimos a atravesar la terraza a la pata coja
—Deprisa, deprisa
no volvimos a indignarnos
—Tramposo
si atraso las manecillas del reloj de juguete hasta el principio de la noche lo encuentro sin duda esperándome en el apartamento de Ajuda en medio de las máscaras horribles, de las jarritas de porcelana de color naranja que Lena adora, el bacalao, los grelos, las vinagreras que son dos patitos de cristal que gotean aceite y vinagre por los picos rajados, un árbol de Navidad adornado como una novia de provincias, un abeto, para ser sincera, feísimo, un regalo idiota para mí, un regalo idiota para Rui comprados muy baratos en una cafetería de Alcântara, Carlos que nos observa desde el balcón, que nos observa desde la avenida en aquel barrio de moreras y pobres que Monsanto embalsama con retamas por la noche, si Luís Filipe supiese que tengo un hermano mestizo se caería redondo, pobre, el marcapasos tic tic, tic tic, se debilita poco a poco en la camiseta, no me siento bien, mi cielo, te juro que no me siento bien, tráeme las pastillas del bolsillo de la chaqueta para ponérmelas debajo de la lengua, Luís Filipe que revira los ojos y yo que pienso estoy perdida, la puerta que se abre antes de que yo toque el timbre, Carlos en el rellano ajustándose la corbata, cohibido, vacilando entre besarme o extenderme esa mano que ellos tienen y que parece estar siempre sucia y nos dan ganas de lavarnos después no con jabón, con piedra pómez y un cepillo duro, Lena detrás de Carlos con la cabeza estirada en un impulso de cuco lanzado fuera de la caja por un muelle invisible, abriendo y cerrando el piquito de madera pintada
—No has cambiado nada, no has cambiado absolutamente nada, entra
el cuco aparatoso con volantes y collares, el esmalte de las uñas escamado, el dobladillo de la falda descosido, el pelo teñido en un instituto de belleza que cualquier gitana despreciaría, un par de gafas colgado del cuello con una cadena de metal y en eso me di cuenta de que para ellos, no para mí, habían pasado quince años, una especie de primos de provincias o de antiguos criados que ascendieron en la vida y ya no nos tratan de señorita, nos tratan por el nombre aunque tratarnos por el nombre les suene a falso o a pecado de manera que vuelven a tratarnos de señorita, a esperar a que nos sentemos para sentarse, a traer la mejor vajilla, a echar al gato de la silla mejor
—Aquí tiene, aquí tiene
a esconder la escoba deprisa en un pliegue de cortina, en esto me di cuenta de que habían pasado quince años, de las enfermedades, del peso, de las pecas en las manos, que hasta los muebles gastados se siguen gastando, las manchas de humedad se oscurecen más, el polvo se acumula sobre el polvo hasta que el primer polvo deja de existir, me di cuenta de la vejez de la vejez, de las arrugas de las arrugas, una tela con grietas colocada por encima de otra tela con grietas, tal como los paneles desvaídos de las iglesias, Lena contenta de verme con las gafas puestas
—No ha cambiado nada, señorita, no ha cambiado absolutamente nada, entre
yo incómoda en el canapé de muelles desiguales, terciopelo que fuera azul ahora morado, manchas de estearina y grasa, una nalga más alta, una nalga más baja, algo semejante a una espina de hierro que me hacía daño en el hueso, un travesaño de madera que me hacía daño en la espalda, Carlos que traía un vaso de agua en un plato con marcas de dedos cubierto con una servilleta bordada
(una capilla, campesinos bailando, una cigüeña en una chimenea)
movía una miniatura de farol y lo colocaba junto a mí
—¿No tiene sed, señorita?
solícitos, preocupados, enternecidos, agradecidos por visitarlos, por concederles una conversación, cuando me marche se secarán los párpados con la manga, escribirán a sus hijos para contarles, explicarán a los vecinos quién soy, buscarán en la cómoda un retrato mío de pequeña con una de las puntas torcida para sustituir a la miniatura de farol, permanecen emocionados mirándome mientras bebo el agua, aparecen con un paquete de galletas en un segundo plato con una segunda servilleta de la que soplan una mota invisible
—¿Un poco más de agua, señorita, unos bizcochitos?
los tobillos de Lena hinchados, una aspereza en la respiración, se interrumpía para recobrar el aliento con los dedos abiertos en los collares tal como Maria da Boa Morte y Damião, tal como Luís Filipe las tardes en las que conseguía
—Mi cielo
en las que no me pedía disculpas después, el trabajo en la compañía mi cielo, la tensión de los negocios, el disgusto que me dio convencer a los franceses, si las cosas se arreglan pasaremos un fin de semana en Madrid o en Canarias a cuerpo de rey en un hotel simpático sin teléfono móvil, sin inquietudes, sin problemas, todo el tiempo el uno para el otro mi cielo, todo el tiempo para caricias y besos, vas a ver que soy mucho mejor de lo que parezco, me vuelvo un muchacho de veinte años, veinte años qué va, quince o doce para ser tu bebé, tu hijito, quién sabe si ésta no ha sido la última Navidad separados, la última en la que te he dejado sin mí, apaga los dibujos animados, coge el vestido y la pulsera que te regalé, pon el ramo en el florero, guarda el cheque en el bolso antes de que lo pierdas, siéntate en mi regazo y no llores, sobre todo no llores, no vale la pena llorar porque todos los martes y los sábados me tendrás durante dos horas cuidando de ti, conversando contigo, haciéndote compañía, qué puede querer, sinceramente, enjuga esas lágrimas, qué más puede querer una mujer en la vida.