LAS DECLARACIONES POSTERIORES

Una vez que el fatídico incidente ocurrió y ninguno hizo ademán de intentar una reconciliación, lo único que conocemos son las declaraciones que se han cruzado en entrevistas. Nunca se han dirigido el uno al otro directamente a través de medios de comunicación, pero sí han contestado cuando un periodista les ha pedido una opinión. Pero esas respuestas, tanto del colombiano como del peruano, siempre han tenido un contenido literario, político o histórico, nunca personal, y mucho menos refiriéndose al suceso aciago. Lo más cercano que tienen los dos es la firma, por separado, de un ejemplar de un colombiano. ¿Recuerdan aquel diálogo de Mario y Gabo en 1967 en Lima sobre la novela? ¿Recuerdan que hubo una publicación, instigada por José Miguel Oviedo, en Milla Batres, copiosamente pirateada? Pues bien, un librero bogotano llamado Álvaro Castillo Granada, que tenía un ejemplar de una de las primeras ediciones del libro, consiguió que los dos se lo firmaran, claro está, en momentos diferentes. Primero lo hizo Mario, de esta forma:

Para Álvaro Castillo esta reliquia bibliográfica (y pirata). Cordialmente, Mario Vargas Llosa. 2000.

Un año más tarde pasó por allí Gabo y puso la siguiente dedicatoria:

Y con la adhesión de la contraparte.

(Zapata 2007: 127)

Cuando a Gabo le dieron el Premio Nobel, en 1982, Mario declaró que de haber estado en el jurado, «debo admitir que habría votado por Borges» (Zapata 2007: 121). Esta afirmación, en sí misma, y sin un contexto preciso, es la más lógica del mundo. Toda la comunidad cultural internacional es consciente del grave crimen que se le hizo a Borges, negándole el premio por razones políticas. Su viuda, María Kodama, nos ha contado en una entrevista personal que el año que Borges fue reconocido con un galardón en Chile, durante el gobierno de Pinochet, recibió una llamada de Artur Lundkvist —secretario permanente (hasta que murió; la parca no perdona ni a los secretarios del Nobel) de la Academia Sueca y, además, el único que sabía español y proponía a los candidatos de nuestra lengua cervantina—, coaccionándole para que no fuera a recibir la medalla, porque se trataba de una dictadura represiva, y amenazándole con no postularlo para el Nobel si lo hacía. Añade María Kodama que, si en algún momento Borges había albergado la posibilidad de no ir, en ese momento ya no tuvo duda. Llegó, vio, venció, pero se quedó sin Nobel.

Ahora bien, hacer esa declaración en el preciso momento en que Gabo está celebrando su Nobel, es señalarse, por un motivo personal, ajeno a esa magnífica noticia, cuando en otro tiempo, Mario había afirmado que Gabo era uno de los mejores escritores de nuestro tiempo, y le había dedicado un estudio elogioso y concienzudo sobre sus primeras obras. Poco antes, Vargas Llosa reconocía a Estrella Gutiérrez, periodista de Inter Press Service, que seguían distanciados, pero por razones políticas (Zapata 2007: 121), algo difícilmente creíble, a juzgar por todo lo expuesto hasta ahora. A Soler Serrano, en una entrevista del programa español A fondo, le dijo escuetamente: «hemos sido muy amigos. También fuimos vecinos en Barcelona durante cuatro años»; en cuanto al episodio del puñetazo, le explicó: «Bueno, los periodistas tienen a veces más imaginación que los propios novelistas», y agregaba: «Ha habido un incidente, efectivamente, pero que no tiene características literarias ni políticas, como han dicho los periódicos» (Zapata 2007: 122-123). Ahí se acercaría más a los motivos personales, pero siempre con la prudencia y el hermetismo que los dos han guardado en estos treinta y dos años. Y así hasta la fecha. De hecho, el 20 de junio de 2007, en el periódico de Quito Mienlace.com, que le había entrevistado con motivo de una conferencia impartida en ese país andino sentenció: «García Márquez y yo tenemos un pacto tácito que es: nosotros no hablamos de nosotros mismos para darle trabajo a los biógrafos, si es que merecemos tenerlos después», y luego agregó: «Que los biógrafos averigüen, que ellos descubran, que digan que pasó».

Nosotros, evidentemente, sí pensamos que merece la pena que esos dos monstruos de la literatura mundial tengan biógrafos, y por eso hemos escrito este libro, y estamos seguros de que muchos miles de personas piensan lo mismo. Ahora bien, ¿qué se esconde debajo de esas evasivas? Probablemente, el pacto al que Mario acaba de hacer referencia. Por una información confidencial, cuyo responsable no quiere que se diga su nombre, sabemos que los dos genios de la literatura actual mantienen cierto contacto privado —eso sí, esporádico—, desde hace tiempo, pero eso no debe salir a la luz, quizá por la actitud de Mercedes. Lo más importante de todo esto es que, a pesar de que esa apasionante relación se perdió para siempre, los lectores no hemos perdido sus obras, y desde 1976 hemos podido leer casi veinte novelas, libros de cuentos y ensayos, entre las de uno y las del otro, y bastante más de veinte obras si contamos también los volúmenes maravillosos de material periodístico (reportajes, libros de viajes, periodismo de investigación, artículos de opinión), memorias, libros de crítica literaria, etc. Por eso, este episodio no dejará de ser una anécdota más entre las muchas que se cuentan de los próceres de la literatura universal.

Nos interesan, entonces, mucho más las declaraciones posteriores a 1976 que tienen que ver con la literatura o las ideas, y no tanto con los problemas personales, que deben ser parte de la intimidad de los protagonistas, y no tanto del aireamiento público. Lo que parece también estar claro es que, ya antes de 1976, ese distanciamiento se había empezado a producir. Cuenta Juancho Armas que ya era amigo de Mario desde mucho antes, y que un día quiso conocer a Gabo, cuando ambos eran vecinos en Barcelona. En un viaje que el periodista y escritor canario hizo a la Ciudad Condal en 1973, le sugirió que invitara a Gabo a su casa. En esa reunión iban a estar también el poeta Jorge Justo Padrón y el novelista León Barreto. Cuando llevaban los cuatro media hora en casa, llegó Gabo, sonriente, bromista, vestido con un mono azul que llevaba mucho por esa época, un poco estrambótico. Los tres invitados llevaban sendos ejemplares de Cien años de soledad para que el maestro los firmara. Narra Armas:

García Márquez tomó en sus manos cada ejemplar, lo observaba con cierto detalle y nos lo iba firmando a cada uno. Cuando Justo Jorge Padrón le dio el suyo, García Márquez le puso más atención que a los demás. «Este está virgen. Es recién comprado», dijo mirando el lomo del ejemplar que Jorge Padrón le había entregado. Efectivamente, el poeta había adquirido la novela media hora antes de llegar a la casa de MVLL. Y eso no se le pasó desapercibido a Gabriel García Márquez, un lince bragado en todos esos pequeños detalles.

(Armas 2002: 107)

Pero el detalle posterior fue lo que más le llamó la atención a Juancho. Dice que Mario, en esa reunión, hablaba poco, miraba con cierta distancia al colombiano y parecía que no le gustaban muchas de sus salidas y sus bromas, que eran continuas:

«Ahora me voy al cine», dijo García Márquez al despedirse. «¿Vestido así?», le pregunté un poco provocativamente. «Claro —me dijo—, es para asustar a los burgueses». Y MVLL volvió a mirarlos con desdén. Entonces reparé en que, además, García Márquez llevaba los calcetines de distinto color, como que no prestaba atención alguna a su indumentaria exterior.

(Armas 2002: 107-108)

Y lo que no ofrece dudas es que, aunque las diferencias políticas ya eran abismales, lo personal fue el arranque de la ruptura. En la entrevista con Setti, el periodista le pregunta sobre el caso y las diferencias políticas y personales, a lo que Mario contesta: «Mire, yo no me peleo con las personas porque discrepen políticamente de mí. Yo tengo grandes discrepancias con el escritor uruguayo Mario Benedetti. He tenido polémicas con él. Y sin embargo le tengo mucho aprecio… No nos vemos ahora hace mucho tiempo, pero le tengo mucho respeto, porque, además, es un hombre muy consecuente que trata de vivir de acuerdo con sus ideas. Yo tuve un distanciamiento personal con García Márquez por asuntos de los que no quiero hablar…». Y Setti continúa preguntando, sin ningún tipo de escrúpulo: «Además de la cuestión política…». A lo que Mario responde: «… una cuestión personal. Pero estoy en contra de las discrepancias políticas si se convierten en enemistades personales. Eso me parece una manifestación de barbarie» (Setti 1989: 17-35). Es decir, que la cuestión palpitante fue personal y no ideológica porque, de lo contrario, Vargas Llosa se consideraría a sí mismo un bárbaro. Y eso no es así.

Cuando se trata de hablar de literatura, la cosa cambia. En una entrevista de hace pocos años, ya entrado el nuevo milenio, le preguntan a Mario sobre la aportación del boom a la literatura contemporánea. En ningún momento se cita a sí mismo, pero asegura: «Creo que su valor no fue sociológico, ni histórico ni geográfico. Escritores como Borges, García Márquez o Cortázar fueron reconocidos porque eran grandes escritores, que hicieron una literatura atractiva y de una gran vitalidad en un momento en que la literatura en Europa se refugiaba en el formalismo y el experimentalismo» (Coaguila 2004: 266). Y, en concreto, de Gabo dice: «Quizá uno de los mayores éxitos de Cien años de soledad es que, siendo una literatura de gran calidad, ha logrado ser profundamente asequible para todos los públicos, llegar al lector más profano y tener, al mismo tiempo, todas las exquisiteces que demanda el más refinado» (Coaguila 2004: 267). Ciertamente es un gran elogio o, más bien, el reconocimiento de una genialidad que está al alcance de muy pocos narradores (incluido Mario Vargas Llosa, mucho más intelectualista y complicado en varias de sus novelas): escribir en varios niveles para que cada lector se sitúe en el sitio que le conviene para disfrutar a su modo la lectura de la novela.

También Gabo tiene palabras elogiosas para Vargas Llosa en el terreno literario. En un artículo del 15 de julio de 1981, titulado «¿Una entrevista? No, gracias», emite un juicio positivo sobre un juicio anterior de Mario Vargas Llosa elogiando Cien años de soledad. Dice:

Después de terminar la nota anterior me encontré con una entrevista a Mario Vargas Llosa publicada en la revista Cromos, de Bogotá, con el siguiente título: «Gabo publica las sobras de Cien años de soledad». La frase, entre comillas, quiere decir, además, que es una cita literal. Sin embargo, lo que Vargas Llosa dice en su respuesta es lo siguiente: «A mí me impresiona todavía un libro como Cien años de soledad, que es una suma literaria y vital. García Márquez no ha repetido semejante hazaña porque no es fácil repetirla. Todo lo que ha escrito después es una reminiscencia, son las sobras de ese inmenso mundo que él ideó. Pero creo que es injusto criticárselo. Es injusto decir que la Crónica no está bien porque no es como Cien años de soledad. Es imposible escribir un libro como ese todos los días». En realidad —ante una pregunta provocadora del entrevistador—, Vargas Llosa le dio una buena lección de cómo se debe entender la literatura. El titulador, por su parte, ha dado también una buena lección de cómo se puede hacer mal el periodismo.

(García Márquez 1991: 127-128)

Ciertamente el título engaña, pues parece que el contenido de la noticia va a ser crítico. Y, sin embargo, es un gran elogio a la obra cumbre del colombiano, a la vez que una defensa de la obra posterior de su examigo, que vive del mundo de Macondo, pero no tiene por qué ser una burda repetición del mismo. Asimismo, Gabo reconoce que ciertas frases de Mario no son solo brillantes, sino altamente certeras, y su propia experiencia no ha hecho sino corroborarlas. Por ejemplo, en un artículo del 9 de febrero de 1983, titulado «Está bien, hablemos de literatura», parte de una frase de Borges («Ahora, los escritores piensan en el fracaso y en el éxito»), a colación de ciertas actitudes que ha visto en escritores jóvenes, que se apresuran a terminar novelas sin trabajarlas bien, porque se cierra el plazo de un concurso. Y aquí viene la frase de Mario, citada por Gabo convenientemente y comentada por extenso:

Alguna vez le oí decir a Mario Vargas Llosa una frase que me desconcertó de entrada: «En el momento de sentarse a escribir, todo escritor decide si va a ser un buen escritor o un mal escritor». Sin embargo, varios años después llegó a mi casa de México un muchacho de veintitrés años, que había publicado su primera novela seis meses antes y aquella noche se sentía triunfante porque acababa de entregar al editor su segunda novela. Le expresé mi perplejidad por la prisa que llevaba en su prematura carrera, y él me contestó con un cinismo que todavía quiero recordar como involuntario: «Es que tú tienes que pensar mucho antes de escribir porque todo el mundo está pendiente de lo que escribes. En cambio, yo puedo escribir muy rápido, porque muy poca gente me lee». Entonces entendí, como una revelación deslumbrante, la frase de Vargas Llosa: aquel muchacho había decidido ser un mal escritor, como, en efecto, lo fue hasta que consiguió un buen empleo en una empresa de automóviles usados, y no volvió a perder el tiempo escribiendo.

(García Márquez 1991: 371)

Pero volvamos a marzo de 2007. Gabo está celebrando durante todo el mes su ochenta cumpleaños. Lo vemos en un tren amarillo parecido (dicen que era el mismo) al que lo llevó con su madre a vender «la casa». Luego lo vemos en La Habana, paseando con el patriarca en su ya largo otoño, vestido en chándal en lugar del traje verde olivo. También nos lo encontramos en la Casa de las Américas, entregándole a su amigo Pablo Milanés el Premio Haydée Santamaría, y declarando: «Es la primera vez en mi vida que condecoro a alguien menor que yo». Y el día 28, lo contemplamos divertido, contento, complaciente, con un montón de amigos, escritores, políticos y críticos literarios, en el marco de un Congreso de las Academias de la Lengua. Mario quien, por cierto, cumple ese día setenta y un años, no está en la fiesta, a pesar de que muchos medios aseguraron que iría. Ya hizo bastante con permitir esas dos publicaciones. Los dos han obviado tajantemente a quienes trataron de sonsacarles qué pasó el 12 de febrero bisiesto de 1976. El pacto entre caballeros de la mesa literaria, el Duque de Macondo y el Conde de la Casa Verde, sigue en pie. Elucubraciones: millones. Ahí están, inundando periódicos y publicaciones frívolas. Lo que hubiera entre ellos, sus amigos, sus posiciones políticas, sus mujeres, es cosa suya. Nadie tiene derecho a violar ese recinto sagrado. Y, aunque una hablara, sería una versión, que bien podría ser distinta a la del otro. Pero, descuiden, nadie lo va a hacer. Ni ellos ni sus biógrafos, que siempre encontrarán las mismas dificultades: nadie sabe lo que pasó, ni por qué pasó. Lo demás, ya es historia, la historia de dos genios de la literatura que fueron amigos, que fueron enemigos y que terminarán siendo sepa Dios qué. Ojalá este libro sirviera para que se diera el encuentro final, el de la reconciliación. Les propondríamos vivir otro verano igualito al de 1967. Como en la novela de Bioy Casares El sueño de los héroes (1954), donde el protagonista revive tres días enteros de un año especialmente importante para él, les montaríamos otro Premio Rómulo Gallegos, otra multitudinaria charla con firma de ejemplares en la librería de Marta Traba, otro bautizo de Gabriel Rodrigo Gonzalo y otra sesión doble en Lima sobre la novela latinoamericana actual, es decir, llena de putas tristes y niñas malas. Todo para que sean otra vez Gabo y Mario, los fundadores de la estirpe del boom: José Arcadio y Úrsula, Lennon y McCartney, Zipi y Zape, el turco y el indio, el poeta y el arquitecto.