EL SUR TAMBIÉN ASISTE (A LOS CONGRESOS)
Uno de los grandes potenciales de una revolución que parecía que iba a tomar tintes continentales, e incluso mundiales, fue la recurrencia a las reuniones científicas de escritores, políticos, historiadores, teóricos literarios, catedráticos e intelectuales del más variopinto pelaje. En ellas había discusiones acaloradas sobre el valor de la palabra frente al de los hechos o las armas, sobre el papel de la literatura en los procesos revolucionarios, sobre los autores que (con nombre y apellidos) estaban practicando o no una literatura acorde con la turbulencia política de los tiempos, etc. A principios de los sesenta, y con un carácter universal, tuvieron lugar una serie de reuniones en diversas partes del planeta que ya utilizaban el concepto de países del Tercer Mundo como base de los planteamientos para la acción política. En 1960, en un congreso de escritores americanos realizado en Chile, el primero de la década, donde participaron Gonzalo Rojas (el anfitrión), Ernesto Sábato, Sebastián Salazar Bondy y Allen Ginsberg, entre otros, se llegó a la conclusión de que los escritores no pueden ni deben olvidar la realidad urgente que marca la desdicha y, en muchos casos, explotación de los países dominados. De hecho, los puntos fundamentales de la sesión conclusiva fueron:
1) la rebelión hispanoamericana contra el superregionalismo;
2) la validez de la función social de la expresión literaria;
3) las relaciones entre literatura y vida en el proceso americano.
El discurso de la sesión inaugural, publicado en el número 380-381 de Atenea, enfatizaba: «No pretendemos imponer a nadie nuestro punto de vista; pero mucho, muchísimo de lo que leemos hoy y hemos leído antes, en nuestros escritores del continente, nos induce a pensar que, en la forja de una tradición genuina, la literatura debe ser considerada, hasta nueva orden, más que como producto cultural o fenómeno artístico, como un instrumento de construcción en Nuestra América». Evidentemente esa construcción tenía mucho que ver con los planteamientos políticos y sociales que había que llevar a cabo para el desarrollo de la zona. Tanto es así, que Salazar Bondy, homenajeado a su muerte por Mario Vargas Llosa como intelectual comprometido, llegó a preguntarse en esa reunión si no era más digno dejar de escribir poemas o novelas, para unirse a la lucha por la liberación de América Latina en una tarea militante (Gilman 2003: 108).
En 1961, nació la idea del tercermundismo en una reunión de países no alienados. También en ese año, pero en Belgrado, unos meses más tarde, hubo un congreso de países neutrales. Dos años después, en Tanganika, se celebró un encuentro de solidaridad afroasiática, donde una iniciativa singular puso en órbita al mundo latino, pues un nutrido colectivo de intelectuales de los cinco continentes propuso y acordó dedicar el día 17 de abril de 1963 a la solidaridad internacional con los países latinoamericanos (Gilman 2003: 45). Por esas fechas, se desarrolló, asimismo, un Congreso Continental de Solidaridad con Cuba, en Brasil, al que acudieron intelectuales de todos los países latinoamericanos. Nicolás Guillén, como presidente de la recién creada Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), fue una de las estrellas del evento.
Un año antes se habían reunido en Chile nuevamente, y otra vez por iniciativa de Gonzalo Rojas, numerosos escritores latinoamericanos, bajo el lema «Imagen del hombre en América Latina», con Pablo Neruda, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, José Miguel Oviedo, José María Arguedas, José Donoso, Roberto Fernández Retamar, Mario Benedetti, Claribel Alegría, etc. Fuentes tomó el liderazgo del grupo y concluyó que el intelectual no solo tiene el derecho, sino también el deber de intervenir en la vida política, sobre todo si se trata de luchar contra el imperialismo, asunto en el que los tres continentes pobres (el «Sur» de América, África y Asia) se encuentran íntimamente involucrados. Entre el mexicano y Neruda derivaron el interés del encuentro hacia la causa cubana, y trataron de ganar para ella a todos los todavía indecisos o alejados del apoyo a la revolución. Queda patente, entonces, que declarar la vía comprometida para Latinoamérica significaba mayormente abrir un surco en la dirección del Caribe hacia su isla más preciada. Todo eso quedó corroborado en 1965, cuando coincidieron en Génova muchos de los participantes en los congresos de años anteriores. Fue un evento peculiar, organizado en el Colombianum, institución fundada por el sacerdote jesuita Angelo Arpa, el Cura rojo, en honor a Cristóbal Colón, el genovés que se encontró con el continente americano sin haberlo planeado, y dedicada al estudio y defensa de América Latina y, en general, del entorno del recién nombrado «Tercer Mundo». En los primeros sesenta, este jesuita italiano organizó festivales de cine, conferencias, congresos, etc. Por allí pasaron Fellini, Rossellini, Pasolini y algunos directores con apellidos menos italianos y más aragoneses, como Buñuel, que ganó el premio del festival de Sestri Levante en 1962 con El ángel exterminador. Leopoldo Zea guarda un magnífico recuerdo de su amistad con Arpa y del coloquio de 1965:
La actividad del Columbianum se multiplicaba. En 1965 esta institución convocó a una gran reunión sobre las culturas latinoamericana y africana. La doble reunión se realizó en su sede en Génova. ¡Era demasiado! Se montó una campaña en Europa y América Latina para desalentar la asistencia de los intelectuales invitados. Era una reunión comunista, organizada por comunistas, a la que asistirían solo comunistas. Pese a la campaña tuvo un gran éxito. Por su magnitud, el costo de la reunión rebasó el presupuesto de los organizadores. Se les ofreció un préstamo para resolver el problema. Bastaba la firma del padre Arpa para garantizarlo. Poco después de terminar la reunión se exigió el pago inmediato del préstamo. El padre Arpa se encontraba en México organizando una reunión de Premios Nobel contra el uso de la bomba atómica. El padre Arpa se enteró aquí, por la prensa, de que era acusado de ladrón en Italia y de que a su regreso sería encarcelado, a pesar de esta amenaza volvió y sufrió las consecuencias. El padre Arpa fue encarcelado en Roma y expulsado de la Compañía de Jesús. Federico Fellini, de quien el cura era amigo y confesor, tal como aparece su personaje en Ocho y medio, se movilizó de inmediato y logró la intervención del Papa Pablo VI que lo sacó de la cárcel y le dio un puesto en el Vaticano. Un colaborador suyo explicaba: «El padre Arpa es un santo que se comunica con Dios pero no sabe lo que sucede a sus pies». Después me encontré con él en Roma en la Via della Consolazione donde vivía. Me habló mucho de la época que vivió. Un día me dijo: «Su visita es providencial, he hablado con Berlinguer y vamos a resucitar el Columbianum». No fue así, no he vuelto a encontrarlo, sé que aún vive[2].
En realidad, el congreso contó con la asistencia de marxistas, católicos, conservadores, independientes de la izquierda, y en sus conclusiones se proclamó la existencia de América Latina como unidad, se consideró la Revolución Cubana como el acontecimiento más importante de los últimos tiempos y se propuso la lucha antiimperialista como una posición moral. Todo ello fue recogido en el número 30 de la revista cubana Casa de las Américas. Al abrigo de esa reunión, se creó la Asociación de Escritores Latinoamericanos, que procuró establecer un movimiento conjunto de los intelectuales para actuar políticamente de modo institucional.
Sin embargo, fue especialmente importante la siguiente actividad, la Conferencia de Solidaridad de los pueblos de Asia, África e Iberoamérica celebrada en la capital de Cuba, del 3 al 15 enero de 1966, más conocida como la Conferencia Tricontinental de La Habana. Asistieron representaciones de setenta países, con unos quinientos delegados que representaban a gobiernos, partidos legales y en la clandestinidad e, incluso, organizaciones guerrilleras. No es casual que el aparato que lideraba el proyecto, bajo la dirección de Elizabeth Burgos, residiera en la capital cubana. La organización se oponía frontalmente al neoliberalismo de los pueblos del Norte, y se fijaba como objetivos la realización de proyectos de cooperación al desarrollo económico y social de los pueblos subdesarrollados y en vías de desarrollo; la coordinación de grupos e individuos que trabajen en pro de la solidaridad con los pueblos de América Latina, África y Asia y la promoción de la paz y los derechos humanos entre los pueblos. Esa organización de solidaridad continuó reuniéndose en años posteriores y lo ha seguido haciendo en las últimas décadas. De hecho, en el verano de 1967 mantuvo otro encuentro la Organización Latinoamericana de la Solidaridad, recién creada, y presidida por Haydée Santamaría. Ese concilio fue especialmente polémico porque concluyó que la lucha armada era la única vía para la revolución, y que, en ese sentido, Cuba se declaraba como vanguardia del mundo latinoamericano y del Tercer Mundo en general, en su lucha contra el imperialismo. Pero, en esas mismas fechas, y para conmemorar el 26 de julio, Cuba vivió unos días de apoteosis colectiva, con la presencia de más de cien artistas entre escritores, pintores, músicos, etc. Hubo un encuentro de pintores europeos y americanos y un festival de canción protesta en Varadero, donde Silvio Rodríguez, aunque no participó, se fue dando a conocer como miembro de la Nueva Trova Cubana. En la isla, hasta los más escépticos aceptaban la idea de que Cuba era, en esos momentos, el núcleo cultural más efervescente y prolífico del mundo entero. Así da cuenta Lisandro Otero, el escritor cubano fallecido recientemente, en la crónica de un encuentro muy sugerente:
En 1968, tuvo lugar el importantísimo Congreso Cultural de La Habana, con la presencia de cuatrocientos ochenta y tres participantes extranjeros, entre los cuales se contaban figuras del relieve de Julio Cortázar, Roberto Matta, Jules Feiffer, Antonio Saura, Blas de Otero, Ives Lacoste, Michel Leiris, Edouard Pignon, André Pieyre de Mandiargues, Vasarely, Siné, Giulio Einaudi, Arnold Wesker, Luigi Nono, Giangiacomo Feltrinelli, Francesco Rossi, Aimée Cesaire, David Alfaro Siqueiros, Hans Magnus Enzensberger, Mario Benedetti, Roman Karmen, así como una cuantiosa representación de intelectuales asiáticos, africanos y de los entonces llamados países socialistas. Antes de ser inaugurado el congreso se realizó un seminario preparatorio en uno de balnearios del oeste de La Habana. Allí se comprobó que las tensiones y pugnas entre los diversos sectores de la cultura eran mayores que en los comienzos de la revolución. Hubo fuertes discusiones por el número de invitaciones al seminario: cada organización competía por una participación mayoritaria de los miembros de su clan. Subyacía una clara rivalidad por la hegemonía en la cultura. No obstante, fue muy útil para unir, por primera vez en varias décadas, a intelectuales de todo el mundo, para luchar juntos contra el imperialismo y el neocolonialismo.
El encuentro fue un terreno de conflictos. El legado más importante que dejó el congreso fue la nítida unidad de surrealistas, trotskistas, comunistas, católicos, guerrilleros, pacifistas, masones y freudianos para proclamar que el conflicto principal de nuestra época ocurre entre el Sur y el Norte, el llamado Tercer Mundo y el imperialismo de los países ricos, sobre todo los Estados Unidos. Estos hombres de pensamiento y de creación constituirían la nueva vanguardia que propiciaría una subversión contra las estructuras tradicionales y su sustitución por procedimientos innovadores. Pero la invasión de Checoslovaquia nubló esta alianza. La posición asumida por el gobierno cubano y su líder máximo precipitó la ruptura. El Congreso Cultural de La Habana murió a los pocos meses de nacido.
El evento no fue exiguo en incidentes pintorescos. Uno de ellos me hizo entablar amistad con uno de los grandes pintores latinoamericanos, David Alfaro Siqueiros. En una céntrica esquina del Vedado se inauguró un complejo cultural y el eminente pintor francés Pignon decoró el vestíbulo con un mural. La noche de la apertura los invitados se agolpaban ante la escalinata esperando que se abrieran las puertas cuando advertí que la poetisa franco-egipcia Joyce Mansour se acercaba a las primeras filas. Conocía a la Mansour, puesto que la había invitado personalmente en París por sugerencia de Jean Pierre Faye y el grupo de Tel-Quel. Me informaron que era inmensamente rica y prodigaba su fortuna entre auténticos creadores, así que su mecenazgo la hacía apreciable. Me pareció entonces un poco delirante, con desvaríos que bordeaban un surrealismo superado; al lado de ella el pintor Matta parecía un prodigio de razonable ecuanimidad.
La Mansour se situó detrás de Siqueiros y tomando impulso le propinó una fuerte patada mientras gritaba: «¡Esto es por Trotsky!», aludiendo al atentado frustrado en el que participara el pintor mexicano. Siqueiros se volvió sorprendido pero su estupor duró segundos. Habituado a todo tipo de escándalos y desafíos, de inmediato improvisó un mitin en el que acusó de provocación del imperialismo la agresión que sufría. Entre risas discretas y tímidas escapatorias de quienes no querían verse comprometidos en una vieja pendencia, el incidente se diluyó al comenzar el acto inaugural[3].
Ciertamente, ese Congreso marcó un hito en la historia de la intelectualidad latinoamericana porque allí acudieron personajes relevantes del mundo de la literatura y del arte de los cinco continentes, porque se abordaron temas que se venían de algún modo investigando durante toda la década y porque la postura sobre la invasión checoslovaca produjo escisiones que más tarde se harían más grandes e irreparables con el caso Padilla. Fue memorable el discurso final de Fidel Castro, donde daba su confianza a los intelectuales presentes en relación con las posibilidades reales de que la lucha revolucionaria continuara cosechando éxitos. Por esas fechas, todos los autores del boom habían manifestado su entusiasmo por Cuba. Pero esa homogeneidad duraría poco tiempo. Algunos sucesos como el caso Padilla, el conflicto entre las revistas Mundo Nuevo y Marcha, las alharacas del Mayo del 68, la confluencia de varios casos relevantes de exilio como el de Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros, Lino Novás Calvo o Severo Sarduy, que a finales de los sesenta ya eran unas voces muy asentadas en los países de acogida, etc., terminaron con los años felices. Sin embargo, lo que políticamente nunca llegaría a cuajar, como proyecto continental, se desbordó en el terreno literario. La mecha estaba encendida, y nunca más se apagaría.
Han pasado casi cincuenta años del estallido del boom latinoamericano, y algunos de sus protagonistas siguen vivos y coleando (unos colean más que otros, los años no perdonan), y todos los que han venido después nunca se han librado del peso de sus mayores. Las generaciones de fin de siglo, hasta la actualidad, se han definido desde el boom: a partir del 1975 ya se hablaba de un postboom, con escritores más jóvenes que comenzaban a sobresalir, como Alfredo Bryce Echenique, Antonio Skármeta, Reinaldo Arenas, Abel Posse, Isabel Allende y Luis Sepúlveda, que ofrecían una estética y una mirada distintas a las de sus padres, sin grandes pretensiones, sin novelas totalizantes, ajenos a las explicaciones universales y la construcción de mundos excesivamente complejos. Y ya en los últimos años del siglo pasado, cuando vio la luz una nueva hornada de buenos escritores jóvenes, que hacían recordar de algún modo el esplendor de los sesenta, se habló de un boomerang, es decir, una vuelta del primitivo boom latinoamericano arrasando en las listas de los más vendidos de España y América Latina. Finalmente, en los primeros años del presente siglo, una nueva generación, quizá más impetuosa y profesional que las anteriores, ha generado una presencia magnífica en el mundo editorial y cultural del Sur y del Norte, y se ha vuelto a recurrir al término imprescindible, esta vez bajo la forma de baby boom. La irrupción de plumas muy jóvenes como Andrés Neuman (argentino radicado en España, con más premios que libros), Santiago Roncagliolo (peruano afincado en Barcelona, ganador del Premio Alfaguara), Wendy Guerra, cubana entre dos aguas, Ronaldo Menéndez o Iván Thays son una buena muestra de ello.
¿Existe, pues, el Sur? Existe, pero también embiste, también insiste, también asiste. Gracias, quizá, a aquellos que lo hicieron visible, allá por los sesenta. De todo aquel grupo, dos puntas de lanza, los dos delimitadores de las primaveras, los dos que continúan vivos, el poeta y el arquitecto, Gabo y Mario, tanto monta, monta tanto.