UN JUEZ IMPLACABLE: LA CENSURA FRANQUISTA
Ante tal juez de la censura no solo tenían que comparecer los escritores peninsulares, sino también los hispanoamericanos. La forma en la que esta planeó fue distinta en uno y otro caso, ya que sobre los escritores de fuera no pesaba el mecanismo corrector de la autocensura. Aún las dificultades de la censura, como detalla Barral, fueron muchas y de muy distinta clase: «Las posibilidades de cada libro, las perspectivas del autor recién descubierto, dependerían del humor de funcionarios ignorantes cuya reacción era imprevisible, y ese era un hecho al que había que referirse también continuamente» (Barral 1982: 244). El catalán califica de «pesadilla doméstica» la insoslayable labor de la censura en la España de Franco, y se queja de todos los obstáculos que hubo de sortear para promocionar la literatura de vanguardia tanto en lengua española como en otras lenguas. Ciertamente, el trabajo de Barral fue admirable, ya que tuvo que lidiar con la estrecha vigilancia a la que había sido sometido, con detenciones policiales, y con idas y venidas a los tribunales. Y todo por la renovación del panorama literario en España.
Pero Franco y su maquinaria represora tenían que vigilar cada una de las publicaciones españolas a través de un organismo censor cuya actuación era inaceptable, además de absurda e injusta: «La ausencia de criterios, la arbitrariedad y el talante ridículo de las resoluciones, eran una escocedura constante de aquella sucia actividad censoria. A menudo, la naturaleza de los cortes, el orden en que se producían y su cadencia en el texto, definían un personaje y contaban una historia» (Barral 2001: 401-402). Había que incluir en muchas ocasiones «una humillante nota a pie de página» o simplemente conformarse, porque algunos veredictos eran «inapelables».
Por estas razones, «en 1960, doscientos cuarenta intelectuales españoles firmaron una carta dirigida a los ministros de Educación Nacional y de Información y Turismo, pidiendo una revisión y regulación de los mecanismos de la censura y criticando la arbitrariedad que propiciaba la legislación vigente, según la cual podían darse hechos como que una misma obra fuese prohibida para un determinado medio —libro— y aprobada para otro —revista—, o que se prohibiese un día lo que al siguiente se aprobaría. La primera de las arbitrariedades descritas no es tal, por cuanto los censores no solo juzgaban la conveniencia de la autorización ciñéndose al contenido de los escritos sino teniendo en cuenta —dependiendo del tipo de publicación— el medio de difusión, la tirada, el precio del ejemplar, si era para exportación, etc. Por lo que a veces se denegaba o autorizaba un texto según la repercusión pública que fuera a tener» (Prats 1995: 289-290).
Como la censura era más permisiva con los escritores latinoamericanos, algunos malintencionados críticos y escritores peninsulares sostuvieron que el éxito latinoamericano y su respaldo editorial se había producido solo como forma de evitar la censura, que era más leve con ellos que con los autóctonos. Porque «al recrear una sociedad y unas situaciones ajenas a la española, los censores, normalmente, pasaron por alto los ataques de estos escritores a sus respectivos regímenes. Pero la permisividad se anulaba en el momento en que hubiese cualquier referencia dudosa al régimen franquista, una crítica del “dogma” de la hispanidad, o simplemente una crítica a la actuación de los españoles en América desde el descubrimiento» (Prats 1995: 300). De hecho, diversas publicaciones latinoamericanas fueron denegadas: en 1955 se rechazó la edición de Pedro Páramo y en 1965, la de El túnel de Sábato; en 1971, Este domingo de Donoso y en 1973, El libro de Manuel de Cortázar. Pero el caso más curioso fue el de Ficciones de Borges, presentada por Edhasa y cuyos avatares con la censura no tienen desperdicio. En 1956 denegaron su edición dos censores distintos, pero luego se publicó —tras la insólita revisión de un teólogo— con muchas menos supresiones de las recomendadas por los primeros censores. Uno de los informes de los lectores reza así: «Un libro así caerá de las manos de los no estudiosos en tales materias y juzgo que ningún daño mayor podrá hacer ya a las cabezas ya tocadas de fantasmagorías alegóricas y alocadas. Con todo y por llevar esos escritos el sello de la teosofía —como otras obras de esta editorial—, si por el criterio de la Superioridad se autorizara su publicación —lo cual yo no propongo— juzgo indispensable se practiquen las tachaduras en la páginas arriba señaladas» (Prats 1995: 306-307).
Los principales ejes de actuación de la censura eran la moral sexual, las opiniones políticas, el cuidado del uso del lenguaje y la religión. El lenguaje y las cuestiones políticas fueron los puntos débiles de La ciudad y los perros ante ella. Las tachaduras y comentarios hechos a la novela eran inadmisibles para Vargas Llosa, por lo que decidió mantener una reunión con uno de los censores —Robles— para intentar llegar a un acuerdo. Carlos Barral puntualiza esta anécdota:
Vargas leyó con ritmo expresivo los largos párrafos incriminados, con inesperados efectos: todos los cortes aconsejados fueron suprimidos. Robles explicó finalmente que había una sola cosa que no podía conceder. El militar de más alta graduación que aparecía en el libro […] coronel-director del Colegio Leoncio Prado, aparecía motejado de cetáceo, lo cual, en un país «desgraciadamente» gobernado (comenzaba a transpirar el futuro) por el brazo militar, podía parecer alusivo y era inadmisible. Cetáceo era altamente insultante. ¿Cómo reaccionaría un ciudadano al que en las calles de Madrid se le interpelase con «so cetáceo»? Si dijese ballena sería tal vez diferente. Vargas explicó que todos los personajes del libro eran alguna vez, si no habitualmente, designados con epítetos animalescos y que cetáceo era una alusión de los cadetes a la tripa del coronel. Sí, pero ¿por qué no ballena? Bueno, ballena. El autor cedió, fue su única concesión.
(Barral 2001: 401)
Pero Nuria Prats pone en tela de juicio el testimonio de Barral y sugiere que sus memorias se revelan poco exactas. La verdad de los hechos, dice, fue otra:
La editorial Seix Barral pidió autorización para la publicación de la novela, bajo el nombre de Los impostores, el 16 de febrero de 1963. El 27 de ese mismo mes fue denegada. El 25 de marzo la editorial se acogió al recurso de nueva revisión del original. El resultado de esa petición no debió de ser favorable, ya que se vieron obligados a recurrir a la llamada «censura oficiosa», es decir, a la entrevista con Carlos Robles Piquer, a la sazón Director General de Cultura General y Espectáculos. De esa entrevista se obtiene la intención de la Administración de que se autoriza siempre y cuando se realicen una serie de modificaciones […] podemos comprobar que el número de correcciones que el autor debió realizar fue mayor y más sustancial que el solo cambio de adjetivo que Barral recordaba.
(Prats 1995: 311)
Por otro lado, el director general de Cultura Popular exigió a la editorial Seix Barral que la publicación de Vargas Llosa fuese acompañada de comentarios sobre la novela, firmados por autores populares. Barral acató y presentó unas líneas laudatorias de Salazar Bondy, Roger Callois, Alastair Reid, José María Valverde, Uff Harder y Julio Cortázar. La única que no fue autorizada para publicación fue la de Cortázar, que no se atenía al mero elogio de la innovación técnica, de la maestría en la estructuración y en el estilo, etc. Las palabras del argentino, con un sesgo ideológico y político muy concretos, eran susceptibles de ser «malinterpretadas» y tenían un tono subversivo: «Implacable testigo del infierno, su alucinante experiencia puede ser también fórmula de redención el día en que nuestros pueblos descubran la libertad profunda que espera su hora enterrada al pie de las estatuas ecuestres de las plazas». Quizás por todo este revuelo armado con la censura, y esta es la tesis más admisible, se tuvo que cambiar el título de Los impostores a La ciudad y los perros, ya que era común cambiar de rótulo cuando el manuscrito era denegado. Finalmente, la novela fue autorizada el 28 de septiembre de 1963, más de seis meses después y con el texto no íntegro, aunque, en realidad, los reparos del franquismo por las alusiones militares fueron poco relevantes.
Otro caso que llama la atención y que igualmente está ligado a la editorial Seix Barral es el del cubano Guillermo Cabrera Infante, que en 1964 obtuvo el Premio Biblioteca Breve con su novela Vista del amanecer en el trópico, rebautizado luego como Tres tristes tigres. La novela no se editó hasta 1967, tres años después, porque la censura había denegado tajantemente la autorización del original presentado al premio, lo que obligó al autor a realizar considerables modificaciones con el fin de poder ser aprobada y publicada. Hay una estupenda carta de Julio Cortázar al cubano del 8 de diciembre de 1966, cuando todavía eran amigos, en la que le hace un comentario acerca de lo que ocurrió con Vargas Llosa y lo que está viviendo Guillermo en sus propias carnes esos días:
Lo de la censura española no tiene desperdicio, y coincide exactamente con cosas que le pasaron a Mario Vargas Llosa, a quien por ejemplo le cambiaron «un general de vientre de cetáceo» por «un general de vientre de ballena» y cosas por el estilo. Me alegro con todo que tu libro (TTT) haya pasado el muro de la mierda y que pueda salir por fin; los cambios o cortes a que aludes no pueden tener importancia en una novela. Ojalá a mi vuelta de Cuba encuentre un ejemplar esperándome; y ojalá te encuentre también a ti, o yo pueda ir a Londres y pasarme unos días contigo.
(Princeton C.0272, II, A, Box 1)
Días más tarde, el 29 de diciembre de 1966, Cabrera Infante escribe una carta a Mario Vargas Llosa en la que le cuenta cómo su novela ha cambiado de nombre y ha sufrido muchos avatares, y ya le «pesa demasiado», debido al estado de las cosas en un país pobre, pacato y ayuno de libertad, al menos por lo que se refiere al ambiente de la capital:
Ya sé que Madrid te parece (con toda razón, ahora lo sé) el patio de un convento, y no muy rico convento, más bien miserable, donde todas las monjas tienen bigotes y la madre superiora hace tremendos fuelles hediondos cuando se sienta […]. Tengo una proposición para trabajar con la firma Cointreau en Barcelona, pero es cosa de posibilidades publicitarias y ya España empieza a llenarme los ojos de este polvo peninsular y africano, que cada vez me gusta menos […]. Aproveché tiempo para hacer cambios en el libro, quitar cosas […], volví al plan primitivo y reestructuré toda la parte final, añadiendo una porción de novela que tenía en borrador y que iba a formar parte del libro y le puse el título que yo quería antes, que quizá no te guste. Ahora se llama Tres tristes tigres […]. Vamos a ver qué pasa con este libro que ya me pesa demasiado.
(Princeton C.0641, III, Box 6)
¿Por qué el cubano corregía y corregía su obra? ¿Por un exclusivo rigor literario o por culpa de la censura, que lo volvía loco? Probablemente, por un poco de todo. Sabemos que Guillermo era obsesivo hasta la saciedad, y con su obra literaria mucho más. De hecho, su viuda nos ha hecho saber que existen tres novelas que él había terminado mucho antes de morir, y que se van a ir publicando poco a poco. Pero el problema es que no están del todo corregidas: tienen demasiadas páginas, y, como él mismo nos comentó en alguna entrevista, su método de corrección era siempre el de aligerar el peso de las novelas, desestimar lo que no sirve (Cremades y Esteban 2002: 156). Y en aquel año de 1966, además de su propia responsabilidad creativa, existía el problema de la censura española, en un país que no le acababa de convencer.
En la última entrevista que tuvimos con él, muy poco antes de morir, en su casa londinense de Gloucester Road, nos confesó que, cuando salió de Cuba, aparte de dejar «enterrado su corazón», como Luis Aguilé, pensó que España podía ser un buen lugar para instalarse, y pidió allí el asilo político, pero no se lo concedieron porque creían que era un espía de Castro, infiltrado mediante la treta de hacerse pasar por disidente. Y así es como terminó en Londres. Nos narraba también, acerca de su doble decepción con España (las suspicacias y el retraso cultural debido a la censura) una anécdota muy divertida, que le ocurrió precisamente el verano de ese año en el que estaba tratando de pelear con los censores la publicación de su obra premiada. Fue en Torremolinos, cuando comenzó el plan de promoción del turismo de aquella zona, que tanto juego ha dado al cine español desde entonces hasta ahora. De hecho, en ese año de 1966 se estrenó la película Amor a la española, donde los nacionales se dedican, en Torremolinos, a la caza de la extranjera. Más tarde, vendría Fin de semana al desnudo (1974) y un sinfín de películas rodadas en la misma población, hasta las comedias de los últimos años, cada vez peores, pero insistentes en los mismos tópicos, como Torremolinos 73 (2000), o Kárate a muerte en Torremolinos (2003).
Allí, en Torremolinos, Guillermo Cabrera se encontraba con Miriam, su esposa, pasando un tranquilo día de playa, en un lugar donde no había casi nadie. Al poco tiempo de llegar, unos guardias civiles, vestidos reglamentariamente de verde y sudando a chorros bajo un sol implacable de verano y un tricornio no menos implacable, se acercaron a la pareja para decirle que no podían estar así en la playa, porque la señora llevaba biquini, y eso estaba prohibido: se le veía demasiada carne. Los cubanos, que no querían tener problemas, agarraron sus bártulos y fueron a un lugar donde Miriam pudiera ponerse un bañador entero, de una pieza. Una vez realizada la operación, volvieron al mismo sitio, pero la parejita de verde se acercó de nuevo para decirles otra vez que la señora no podía estar así en la playa.
—¿Cómo «así»? —Preguntaron ellos—, sorprendidos nuevamente.
—Con un bañador de color carne, que da la impresión de estar desnuda.
Esta vez las carcajadas llegaron hasta Marbella. Pero tuvieron que marcharse, terminando antes de lo pensado su «tranquilo» día de playa en la España franquista.
Pero ahí no acabaron las historias de censuras para los latinoamericanos. La casa verde también tuvo que pasar por ella y de nuevo Vargas hubo de hacer supresiones, esta vez por ataques a la moral. En cambio, Conversación en La Catedral se editó por otra modalidad del mecanismo censor: el del «silencio administrativo», con el que salieron a la luz también Juntacadáveres de Onetti y El derecho de asilo de Carpentier. No obstante, y a pesar de todos estos impedimentos, la relación de los latinoamericanos del boom con la empresa editorial española era excepcional, y su deseo de celebrar sus nupcias, ante el padrino Barral y la madrina Balcells, en Barcelona no mermó por el franquismo. Sabían que el implacable juez de la censura también estaría presente, pero no fue óbice suficiente para impedir la celebración de su unión. Ahora bien, ninguno de nuestros protagonistas, Gabo y Mario, participaron de acto cultural alguno que estuviera auspiciado por el gobierno franquista. Así, cuando a comienzos de 1973 Luis Rosales y Félix Grande intentaron convencer a Vargas Llosa y García Márquez de que participaran en Cultura Hispánica, no lo lograron:
[…] se comunicaron con los dos «capos» de la novela latinoamericana en España para que asistieran a Cultura Hispánica, bien a través de algún curso organizado ad hoc, bien con la presencia de ambos, o de alguno de los dos, en esa institución que, por otra parte, realizó una buena labor en las relaciones culturales de América Latina y España durante el franquismo. García Márquez dejó en manos de MVLL la confirmación de la decisión que ambos, y no por haber tomado un común acuerdo, sino por convicción propia, mantenían desde hacía tiempo: con instituciones franquistas, aunque solo fueran «parapolíticas», no habría ninguna colaboración.
(Armas 2002: 4).
La cuestión es que ni el franquismo, ni su censura, ni las críticas viperinas de los peninsulares frenaron el boom de la literatura latinoamericana, ni la consagración de su unión con las editoriales españolas. La ceremonia se celebró en Barcelona, como hemos dicho, por todo lo alto, con madrina de lujo y padrino extraordinario, con unos invitados que formaban parte de esa nueva capa de lectores (el público universitario), ansiosa de nueva y buena literatura. Pero no hay que olvidar el trasfondo de la Revolución Cubana, la curiosidad que despertó en todo el mundo, que ayudó enormemente a la eclosión del boom de las letras de América Latina. Y es que el aluvión de traducciones de las narraciones latinoamericanas a otras lenguas, y en este plano sobresale Gregory Rabassa, no solo tiene que ver con la excelencia de los textos, sino con el interés internacional en la revolución socialista de Cuba. Por la revolución, esa unión se hizo más sólida y se consagró; por la revolución empezaron las desavenencias y la separación.