ESPAÑA Y EL BOOM LATINOAMERICANO: UN PUENTE DE ALUMINIO
Sabemos que este fenómeno literario del boom, fruto de la sociedad de consumo y del crecimiento del público lector, aparece originariamente en México y Buenos Aires. El respaldo de las técnicas de publicidad y mercado (las editoriales incrementaron las tiradas por la demanda masiva de obras literarias) y el consenso crítico positivo, propiciaron este prodigio sociológico. El término, como también explicó Rama, proviene de la vida militar, «como onomatopeya de explosión, teniendo sus orígenes en la terminología del “marketing” moderno norteamericano para designar un alza brusca de las ventas de un determinado producto en las sociedades de consumo» (Rama 1984: 56). La gran sorpresa fue su aplicación al ámbito cultural, a los libros, que se pensaban fuera de estas lides. El nombre procede del campo periodístico (la revista Primera Plana lo sacó a la palestra) para designar el momento áureo de las letras hispanoamericanas, con obras como El siglo de las luces (1962) de Carpentier, La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, Rayuela (1963) de Cortázar, y La ciudad y los perros (1963) de Vargas Llosa. No se trató de un movimiento generacional, ni de una estética (aunque muchos lo equipararon al realismo mágico), ni de una mera treta comercial, aunque el nombre tenga ese origen publicitario. Porque hay que aclarar que los editores que favorecieron el surgimiento de esta nueva narrativa de América Latina fueron «casas oficiales o pequeñas empresas privadas», que Rama define como «culturales», verbigracia Seix Barral, amén de diferenciarlas de las empresas netamente comerciales. Y es que, a pesar de sus detractores, de las críticas y de las acusaciones de maniobra editorial, el boom sirvió para llamar la atención del lector, en especial del español, sobre autores de escaso público y con obras de elevada calidad literaria: como hiciera Borges con Macedonio Fernández, Vargas Llosa con Arguedas, o Cortázar con Lezama Lima o Felisberto Hernández, antes desconocidos en nuestro país. El boom, es claro, no solo lo hicieron los editores, sino los lectores de ambas orillas del Atlántico.
Los historiadores del boom se han devanado los sesos intentando explicar sus causas. José Miguel Oviedo sugiere una «notable conjunción de grandes novelas surgidas a mediados de los años sesenta» y de la «revalorización de otras, no menos importantes, que habían sido soslayadas o leídas en un distinto contexto» (Oviedo 2007: 55). Donoso habla de la internacionalización de la novela hispanoamericana y resalta la importancia cardinal de Vargas Llosa en el boom, debido a la publicación celebradísima de La ciudad y los perros en España. También afirma que Carlos Fuentes fue el «promotor intelectual» de este, el primer agente activo y consciente de la internacionalización de la novela hispanoamericana de la década de los años sesenta, ya que en La nueva novela hispanoamericana (1969) subrayó el carácter renovador de la prosa de Borges y destacó a Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez y Cortázar. Cada uno configuró su propia nómina del boom, pero los invariables eran siempre García Márquez y Vargas Llosa. Donoso, en su Historia personal del boom, establece una jerarquización donde encontramos «tronos», «serafines», «arcángeles», poniendo solo cuatro nombres a la diestra de Dios Padre Todopoderoso: «Si se acepta lo de las categorías, cuatro nombres componen, para el público, el gratin del famoso boom, el cogollito, y como supuestos capos de mafia, eran y siguen siendo los más exageradamente alabados y los más exageradamente criticados: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa» (Donoso 1999: 119-120). Barral, aunque con menos fundamento que el propio Donoso, incluye al chileno en el cogollito, cuando le preguntan por los nombres esenciales del boom: «Bueno, pienso claramente en Cortázar, pienso en Vargas Llosa, pienso en García Márquez, pienso en Fuentes, pienso en Donoso: los demás serían de segunda fila, ¿no?» (Centeno 2007: 41).
No todos los que vivieron esa época piensan que el boom existió. Por ejemplo, Alejo Carpentier sentenciaba: «Yo nunca he creído en la existencia del boom […]. El boom es lo pasajero, es bulla, es lo que suena… Luego, los que llamaron boom al éxito simultáneo y relativamente repentino de un cierto número se escritores latinoamericanos, les hicieron muy poco favor, porque el boom es lo que no dura» (Centeno 2007: 41). Otros, como Guillermo Cabrera Infante, que se benefició del impulso de la literatura latinoamericana en 1967, son muy irónicos con el proceso:
¡No formé parte del boom! Ellos fueron solamente un boom sónico, una estela. Pero si me presionan, confieso que tengo una deuda con Carlos Fuentes. Una vez entró en mi campo visual con una afeitadora eléctrica. Nunca había visto una sin cables y no podía esperar para comprármela. Cuando lo hice, cada vez que la usaba pensaba: «si Carlos me viera ahora». Esa es mi deuda con Fuentes.
(Centeno 2007: 33)
Donoso asegura que si la novela de los sesenta ha llegado a denominarse boom y a ser tan conocida, lo es sobre todo por sus detractores o los que se han dedicado a negarlo, y que es una «creación de la histeria, de la envidia y de la paranoia». Fueron los detractores, «aterrados ante el peligro de verse excluidos o de comprobar que su país no poseía nombres dignos de figurar en la lista de honor, los que lanzaron una sábana sobre el fantasma del miedo, y cubriéndolo definieron su forma fluctuante y espantosa» (Donoso 1999: 13-16). Donoso recoge hasta distintos tipos de detractores: por ejemplo, los «trottoir literarios», que se dedican a ganar su prestigio mediante artículos y conferencias hostiles; los «pedantes», que niegan originalidad a las obras de los que más suenan en el boom; los «peligrosos enemigos personales», que hacen extensivo su odio a todo el grupo; los «papanatas» quienes, después de ganar un vulgar premio local, se suman ellos mismos a la nómina del boom, y se pronuncian en nombre de un grupo que no existe; los «envidiosos y fracasados», algún «profesor que quiso ser novelista» y se hundió, algún «burócrata podrido» en su mediocre empleo; los «ingenuos» que lo creen todo, y lo alabaron cuando comenzó y lo negaron cuando empezó a haber voces críticas; los «deslumbrados» por un cierto glamour que dan los cheques, las invitaciones, los medios de comunicación, los hoteles de lujo, etc. (Donoso 1999: 17). Pero la peor parte se la lleva, para Donoso, un nombre que es toda una categoría de rencoroso: Miguel Ángel Asturias, «que al sentir que el musgo del tiempo comienza a sepultar su retórica de sangre-sudor-y-huesos, intenta defenderse aludiendo a plagios, y dictaminando que los novelistas actuales son meros productos de la publicidad» (Donoso 1999: 18).