LA TANQUEMAQUIA Y LOS VENTRÍLOCUOS
El 20 de agosto de 1968, dos mil trescientos tanques soviéticos y setecientos aviones invadieron Praga, con seiscientos mil soldados, poniendo fin al efímero período de apertura que se había llamado la «Primavera de Praga». El pueblo se manifestó contra la vuelta del estalinismo, y hubo decenas de muertes. El eslovaco Dubček, que había sido protagonista político de la «Primavera», fue llevado al Kremlin y obligado a firmar el compromiso de sumisión al nuevo orden. A su regreso, entre sollozos de impotencia y vergüenza, la radio emitió un discurso suyo donde recomendaba la claudicación para evitar un baño de sangre. Ante tal ignominia, voces del mundo entero se lanzaron en contra de los soviéticos: los partidos comunistas francés e italiano, el de Carrillo y la Pasionaria en el exilio, y en el mundo intelectual latinoamericano, la mayoría de sus protagonistas actuaron sensatamente en favor de la libertad de los checos.
Pero Fidel Castro que, como sabemos, en enero había apretado todavía más el cuello a los cubanos en el Congreso Cultural, y que luego castigó a Padilla y Arrufat, apoyó públicamente la invasión, como necesidad propia de un país que depende política y económicamente de la URSS. Desgraciadamente, ya no estaba el Che para contradecirlo. Pero no todo el bloque occidental era contrario a la invasión. Una carta de Cabrera Infante a Néstor Almendros, el 2 de octubre de 1968, demuestra cómo cierta prensa de izquierdas, Le Monde, coqueteaba frívolamente con algo que nunca aceptarían en su país: «Cosa curiosa, repite punto por punto los argumentos soviéticos según el noticiero ruso que vimos anoche en la tele, tratando de explicar con un maniqueísmo risible, si no fuera trágico, que la respuesta del pueblo checo a la presencia de los tanques y tropas rusos es cosa de delincuentes burgueses: y para demostrarlo procuraron fotografiar en lugares estratégicos a dos o tres pobres hippies de pacotilla, con pelo largo y pantalones estrechos: las obsesiones son debidas a las poluciones nocturnas de Brezhnev y de Fidela, que deben soñar cada noche que son asediadas por turbas de hippies y yippies que, reproducciones de Allan Ginsberg, quieren meterse en la cama de El Máximo. Pobres franceses, siempre atrapados entre las mentiras de la derecha de De Gaulle y las expurgaciones de izquierda de Le Monde, Sartre et al». (Princeton C.0272, II, Box 1).
Soledad Mendoza nos relataba que el mismo día de la invasión ella estaba en Praga, en una reunión de las juventudes comunistas, y que fueron desalojados todos inmediatamente. Ella viajó a París a reunirse con Carlos Fuentes, que por entonces vivía unos meses en un apartamento de un escritor americano, en plena isla de San Luis, y le enseñó el lujo en el que, por pura casualidad, podía vivir esos meses. Fuentes iba a ser crítico igualmente con la invasión, pero Gabo y Mario lo fueron con más contundencia. El mexicano, en su libro sobre la nueva novela hispanoamericana, cuenta un viaje muy peculiar: «Cuando, en diciembre de 1968, visitamos Checoslovaquia Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y yo, pudimos darnos cuenta de la profunda necesidad de democracia total en Checoslovaquia y de la función exacta y libre de la palabra en un sistema que, por primera vez, estaba a punto de realizar el gran sueño del marxismo. Que en nombre del comunismo, la burocracia y el ejército rusos hayan intentado asesinar ese sueño, es un crimen y es una tragedia» (Fuentes 1972: 92).
Pero el que mejor narra ese viaje es Gabo, homenajeando a Julio en su artículo «El argentino que se hizo querer por todos». Fueron en tren desde París, pues los tres eran «solidarios» en su miedo al avión. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntar cuándo, cómo y a través de quién se había introducido el piano en el jazz. Anota Gabo: «La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas increíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk, no solo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible» (García Márquez 1991: 517). Pero, yendo al grano, su opinión sobre lo que pasaba en Praga era muy crítica: «En septiembre de 1968, encendí medio dormido el receptor de radio de la mesa de noche, como obedeciendo a un presagio, y escuché la noticia: las tropas del Pacto de Varsovia estaban entrando en Checoslovaquia. Mi reacción, pienso ahora, fue la correcta: escribí una nota de repudio por la interrupción brutal de una tentativa de liberalización que merecía una suerte mejor» (García Márquez 1991: 206).
En junio de 2008 tuvimos la fortuna de entrevistar a Teodoro Petkoff, líder venezolano del MAS, y amigo de Gabo desde los primeros setenta, que ahora dirige un periódico crítico con el gobierno de Chávez. De hecho, la edición de Tal Cual del 5 de junio de 2008 traía en la portada un fotograma ampliado de la película La vida de los otros, Oscar a la mejor película extranjera en 2006, donde se ve a Ulrich Mühe con los cascos puestos escuchando lo que se dice en casa del escritor sujeto a espionaje. Y el comentario tenía que ver con la reciente «ley de inteligencia» de Chávez, que no solo permite la escucha y delación anónima, sino que va a concluir en la contratación de abundantes funcionarios que se dediquen a velar por la «pureza del pensamiento y de la expresión» de los venezolanos en todo lo referente al gobierno y al «aprendiz de Castro». De hecho, el comentario de portada bromeaba con el estreno de la película en Cuba, donde muchos comentaban, a la salida de la emisión, que no se debería titular La vida de los otros, sino «La vida de nosotros». Petkoff, además de crítico con Chávez y comunista convencido, es un hombre honesto que, después de haber estado en los sesenta en la cárcel por actividades violentas revolucionarias, comprendió que la vía era otra, se desgajó del Partido Comunista para fundar el MAS y supo que la única forma de intentar que el comunismo triunfara era a través del juego democrático limpio.
El periodista y político venezolano nos contó que en el inicio de su amistad con Gabo estuvo la cuestión de Checoslovaquia. Él había publicado un libro después de los aciagos acontecimientos, Checoslovaquia, el socialismo como problema, por el que fue anatematizado por excolegas del Partido Comunista y por los mismos soviéticos, donde criticaba la opción rusa y se proclamaba partidario de un socialismo democrático y libre. Así las cosas, en 1970 recibió una carta, de manos de Soledad Mendoza, donde un escritor colombiano, al que Petkoff había leído en la cárcel, le decía que había devorado su libro, que estaba absolutamente de acuerdo con él y que pronto se verían las caras en Caracas. Un día de la Semana Santa de 1971, cuando Teodoro se encontraba de vacaciones en la playa, recibió de improviso la vista de Miguel Otero Silva, acompañado por un hombre de amplio bigote que se decía llamar Gabriel García Márquez, y desde ese momento se convirtieron en grandes amigos. Tanto que, interesado por el MAS y su fundador, dijo que es el único partido donde podría militar. Llegó incluso a entregar a Petkoff el dinero del Premio Rómulo Gallegos, en 1972, para que fundara el periódico del Partido, Punto. En una conversación reciente, en marzo de 2008, Gabo comentaba a Petkoff que Carlos Andrés Pérez, expresidente de Venezuela, estaba escribiendo sus memorias, y pidió a Gabo que le ayudara a reconstruir algunos momentos de los años setenta. Petkoff le recordaba entonces a Gabo que él ganó el Premio Rómulo Gallegos en 1972:
—Ah, ¿yo lo gané? —Bromeaba Gabo—. Ya no me acuerdo.
—Sí, y nos diste el dinero, en vez de comprarte un yate.
—¿De verdad? ¿Y quién más lo ganó? —Continuaba Gabo, provocador.
—Tu amigo Mario, jeje —Teodoro le seguía la corriente.
—Ah, caramba…
Las declaraciones de Gabo sobre la invasión fueron contundentes: «A mí —declara a Plinio A. Mendoza— se me cayó el mundo encima, pero ahora pienso que todos vamos así: comprobar, sin matices, que estamos entre dos imperialismos igualmente crueles y voraces, es en cierto modo una liberación de conciencia» (Mendoza 1984: 112). Gabo habla incluso de sus divergencias con Fidel en ese particular. Trata de comprenderlo, sin compartir sus opiniones: «[Mi postura] fue pública y de protesta, y volvería a ser la misma si las mismas cosas volvieran a ocurrir. La única diferencia entre la posición mía y la de Fidel Castro (que no tienen que coincidir por siempre y en todo) es que él terminó por justificar la intervención soviética, y yo nunca lo haré. Pero, el análisis que él hizo en su discurso sobre la situación interna de las democracias populares era mucho más crítico y dramático que el que yo hice en los artículos de viaje de que hablábamos hace un momento. En todo caso, el destino de América Latina no se jugó ni se jugará en Hungría, en Polonia ni Checoslovaquia, sino que se jugará en América Latina. Lo demás es una obsesión europea, de la cual no están a salvo algunas de tus preguntas políticas» (Mendoza 1984: 127).
Fue, sin duda, Mario Vargas Llosa quien con más contundencia desaprobó el fin de la Primavera de Praga con los tanques soviéticos. En un artículo de la revista peruana Caretas, en la edición del 26 de septiembre al 10 de octubre de 1968, número 381, titulado «El socialismo y sus tanques», arremetía contra la invasión diciendo que «constituye una deshonra para la patria de Lenin, una estupidez política de dimensiones vertiginosas y un daño irreparable para la causa del socialismo en el mundo». Como ya hemos visto, Retamar lo criticó pública y privadamente, sobre todo en la carta que le dirige el 18 de enero de 1969, donde aparecen todos los temas de los que luego Mario se defiende en la suya del 1 de marzo del mismo año que ya hemos citado. Retamar le echa en cara «la condenación de la política exterior de la revolución en la revista Caretas de septiembre 26, 1968» (Princeton C.0641 III, Box 9). La respuesta de Mario sobre ese particular, en la carta del 1 de marzo, fue más que elocuente:
Discrepar de la actitud adoptada por Fidel en la cuestión de Checoslovaquia no significa, en modo alguno, haberse pasado al bando de los enemigos de Cuba, como no lo es tampoco enviar un telegrama opinando sobre un asunto cultural de la Revolución. Mi adhesión a Cuba es muy profunda, pero no es ni será la de un incondicional que hace suyas de manera automática todas las posiciones adoptadas en todos los asuntos por el poder revolucionario. Ese género de adhesión, que incluso en un funcionario me parece lastimosa, es inconcebible en un escritor, porque, como tú sabes, un escritor que renuncia a pensar por su cuenta, a disentir y opinar en alta voz ya no es un escritor sino un ventrílocuo. Con el enorme respeto que siento por Fidel y por lo que representa, sigo deplorando su apoyo a la intervención soviética en Checoslovaquia, porque creo que esa intervención no suprimió una contrarrevolución sino un movimiento de democratización interna del socialismo de un país que aspiraba a hacer de sí mismo algo semejante a lo que, precisamente, ha hecho de sí Cuba. Admito tu derecho a llamar mi protesta «risible» y «alharaca verbal», pero en cambio no entiendo por qué deduces del hecho de haber expresado yo esta opinión que me arrogo el papel de «custodio de las revoluciones del planeta» y de «juez de las revoluciones». No hay tal. No soy un político sino un escritor que tiene perfecta conciencia del escaso efecto que pueden tener sus opiniones políticas personales, pero que reclama el derecho de expresarlas libremente.
(Princeton C.0641, III, Box 9)
De qué manera más indirecta, pero clara, Mario ha llamado funcionario sin opinión propia y ventrílocuo a Retamar. No era para menos. La tanquemaquia no tenía sentido, si no es bajo la idea del imperialismo que Gabo ha llevado a colación en su inteligente entrevista con Plinio. El malestar era generalizado, pero solo Vargas Llosa fue blanco de las iras de casi todos. Y en algún momento también Cortázar. A Fuentes todavía no se le había hincado el diente. En una carta de José Miguel Oviedo a Mario, el 5 de abril de 1970, la situación parece casi dramática:
Esta es la parte brava de tu carta. Supe que habías llamado por teléfono a Lucho para pedirle unos artículos que ya daban la pista de lo que estaba pasando contigo y los cubanos: Checoslovaquia y el exilio. Mientras, leía en Marcha los venenosos dardos de Collazos (un escritorcito perfecto en su papel de testaferro) contra Julio que él, trabajosa y extensamente, contestó en dos números del semanario. En la nueva réplica a Cortázar, Collazos te ponía en feo cabe al pasar. Ignoro si la andanada ha seguido después de eso (aquí uno no se entera de nada) y si ya has merecido el honor de página aparte. También leí la extraviada y stalinista nota de Dalton sobre el artículo de Visión, en Casa, donde a todos les caía su regalito. ¿Qué está pasando? ¿Por qué ese ensañamiento con los novelistas, pero especialmente con ustedes dos, Cortázar y tú? (Porque a Fuentes, creo, lo han dejado descansar; ahora se ataca a los amigos inmediatos). No entiendo nada. ¿Les molesta el éxito? ¿O el exilio? […]. Me parece justísimo que te defiendas, y espero ver tu respuesta en Marcha. Lo que sí no te recomiendo es la carta de renuncia a Haydée, por lo menos antes de tener el último «acuse de recibo» de los cubanos. Mira, es difícil explicarte mis motivos pero creo que eso sería darles la razón; hacerles pensar (y decir): «Lo que este quería era renunciar, romper con Cuba, como ya lo anunciábamos con los artículos del compañero Collazos». No les des la yema del gusto: lo que están buscando es tu renuncia. Jódeles la vida: quédate dentro hasta que te boten, si pueden y si se atreven.
(Princeton C.0641, III, Box 16)
El boom y Cuba empezaban a echar chispas. Por todos lados. La terminología no podía ser más guerrera. El «boom» del boom, sin embargo, no llegaría hasta 1971, con el último round del caso P(es)adilla. Mientras tanto, ese mismo año, los ya amigos se intercambiarían ideas para una iniciativa muy ambiciosa, cómo no, de Carlos Fuentes, el entusiasta, el diplomático y relaciones públicas, el negociante, el de la nariz para el éxito.