EL SUR TAMBIÉN EXISTE
La década de los sesenta es uno de los períodos más interesantes de la cultura e historia de Occidente. Los Beatles, los Rolling, la Primavera de Praga, el Concilio Vaticano II, la Teología de la Liberación, el Mayo del 68, la Revolución Cubana, el boom de la narrativa hispanoamericana, el progresismo político en las élites culturales, la llegada a la Luna, la esperanza en el triunfo de nuevos sistemas políticos, más equitativos, la Guerra de Vietnam, la rebelión antirracista en los Estados Unidos, etc., todo eso constituyó una densidad humana y pública que no ha vuelto a manifestarse hasta el día de hoy. Estos acontecimientos propusieron una serie de interrogantes al universo de la contemporaneidad, cuya respuesta está todavía, my friend, blowing in the wind, como diría Bob Dylan. Terminada la Guerra Mundial y dividido el mundo en dos grandes bloques, los roles de unos y otros parecían perfectamente definidos y delimitados, hasta que en esos años alguien echó una pastilla blanca, efervescente, en las aguas frías del Atlántico: Occidente se convirtió en una fiesta de la rebeldía donde las burbujas salpicaban, de norte a sur y de este a oeste, las costas europeas y americanas. En ese ambiente de euforia colectiva, el Este se transforma en un eje de reivindicación frente al Occidente capitalista, pero también el Sur, secularmente pobre y desplazado, sale de su invisibilidad. Mario Benedetti escribe un poema, «El Sur también existe», que describe esas inquietudes:
Con su ritual de acero
sus grandes chimeneas
sus sabios clandestinos
su canto de sirenas
con sus llaves del reino
el Norte es el que ordena,
pero aquí abajo, abajo
el hambre disponible
recurre al fruto amargo
de lo que otros deciden.
Con su esperanza dura
el Sur también existe.
Con sus predicadores
sus gases que envenenan
su escuela de Chicago
sus dueños de la tierra
con sus trapos de lujo
y su pobre osamenta
sus defensas gastadas
sus gastos de defensa.
Con su gesta invasora
el Norte es el que ordena.
Pero aquí abajo, abajo
cada uno en su escondite
hay hombres y mujeres
que saben a qué asirse
apartando lo inútil
y usando lo que sirve.
Con su fe veterana
el Sur también existe.
Con su corno francés
y su academia sueca
su salsa americana
y sus llaves inglesas
con todos sus misiles
y sus enciclopedias
con todos sus laureles
el Norte es el que ordena.
Pero aquí abajo, abajo
cerca de las raíces
es donde la memoria
ningún recuerdo omite
y hay quienes se desmueren
y hay quienes se desviven
y así entre todos logran
lo que era un imposible
que todo el mundo sepa
que el Sur también existe.
(Esteban y Gallego 2008: 1040-1042)
El Sur existe porque todo el mundo sabe, a partir de entonces, que ocupa un lugar en el mundo. En la esfera política, Cuba lo introducirá en el Este, para llegar al Norte, y en la literaria, los del boom convocarán a las nueve musas para decir: «aquí estamos» a los cinco continentes y a los cinco océanos. En 1985, cuando esa literatura ya tiene dos premios Nobel y las traducciones de sus obras capitales empapelan los aeropuertos de todo el mundo, Joan Manuel Serrat da a conocer un disco con letras de Benedetti, titulado precisamente «El Sur también existe», recordando a toda América Latina lo que había comenzado veinte años antes. Lo presenta en Santo Domingo, cuna de la Hispanidad, y desde allí realiza una gira por toda América Latina, que culmina a principios de 1986 con los recitales de Rosario y Mar del Plata (Argentina) y la apoteosis final de Montevideo, la patria chica de Benedetti, donde se congregan treinta mil personas. Asimismo, graba para Televisión Española un especial titulado como el disco y el poema del uruguayo (con guión de Manuel Vázquez Montalbán y la colaboración del periodista Fernando García Tola), donde se recogen, además, los momentos estelares de su paso por Madrid, Barcelona y Valencia.
¿Cómo empezó el Sur a hacerse Norte? Literariamente, cuando unos cuantos jóvenes latinoamericanos inventaron otro modo de decir las cosas. De entre ellos, dos figuras indiscutibles, Gabo y Mario, el poeta y el arquitecto, el mago de la palabra y el constructor de universos. Carlos Fuentes, amigo de ambos y sagaz crítico, ya se daba cuenta, en 1964, de que algo estaba cambiando radicalmente en el mundo, y que el protagonismo cultural iba a proceder, a partir de entonces, de ese continente mestizo, nuevo y casi virgen. En una carta a Mario Vargas Llosa fechada en el bisiesto 29 de febrero de 1964, le confesaba al amigo:
Acabo de terminar La ciudad y los perros, y me cuesta trabajo escribirte y saber por dónde empezar. Siento envidia, de la buena, ante una obra maestra que, de un golpe, lleva la novela latinoamericana a un nuevo nivel y resuelve más de un problema tradicional de nuestra narrativa. Hablaba con Cohen en Londres y coincidíamos en que el futuro de la novela está en América Latina, donde todo está por decirse, por nombrarse y donde, por fortuna, la literatura surge de una necesidad y no de un arreglo comercial o de una imposición política, como tan a menudo sucede en otras partes. Ahora, al leer una detrás de la otra El siglo de las luces, Rayuela, El coronel no tiene quien le escriba y La ciudad y los perros, me siento confirmado en este optimismo: creo que no hubo, el año pasado, otra comunidad cultural que produjera cuatro novelas de ese rango. El penoso ascenso narrativo a través de las novelas impersonales o documentales, de la selva y del río, la revolución y la moraleja ilustrada nos permitió llegar a un Carpentier que convierte esa materia documental en mito, y a través del mito lo americano en lo universal. Pero la plena personalización de la novela latinoamericana (en un doble sentido: personajes vivos vistos desde el punto de vista personal de un escritor) solo se alcanza, creo, en La ciudad y los perros. ¿Para qué te voy a decir todo lo que me ha impresionado en tu maravillosa obra?
(Princeton C.0641, III, Box 9)[1]
Es evidente que Fuentes, en un detalle de humildad, ha dejado fuera de ese grupo de novelas La muerte de Artemio Cruz, del mismo año, la cual, hoy por hoy, sigue siendo la obra cumbre del mexicano, y uno de los referentes más exquisitos del boom. Por lo demás, el juicio es acertadísimo, y digno de admiración. Ahora, después de casi cincuenta años, es muy fácil valorar lo que fueron esos momentos, pero solo una clarividencia como la de Fuentes es capaz de aventurar esa hipótesis en el mismo momento en que el proceso acaba de empezar a gestarse. Y Mario Benedetti, en 1967, se preguntaba, cuando quedaban ya pocas dudas sobre la importancia del grupo que armaría el boom: «¿Qué literatura puede exhibir hoy un conjunto de equivalente calidad a Los pasos perdidos, Pedro Páramo, El astillero, La muerte de Artemio Cruz, Hijo de hombre, Rayuela, La casa verde y Cien años de soledad?» (Benedetti 1967: 23). Por eso no es extraño que, en 1968, una revista tan ajena al ámbito latino como el suplemento literario de The Times asegurara, sin dudas, que la contribución más significativa a la literatura mundial estaba llegando en esos años de la América que escribe en español.
En lo político, el Sur comienza a acercarse al Norte a través del Este, como ya hemos anunciado. El hecho clave se sitúa el 1 de enero de 1959, justo hace medio siglo, en una isla del Caribe, cuando unos pocos barbudos bajan de una montaña y toman una república bananera hasta entonces ideada, dominada y explotada por los Estados Unidos. Todavía no hemos reflexionado lo suficiente sobre lo que supuso el triunfo del grupo de guerrilleros revolucionarios que cambiaron no solo la historia de Cuba, sino toda una idea de Tercer Mundo frente al imperio del capitalismo. Es difícil pensar qué habría pasado en la segunda mitad del siglo XX si Castro y sus colaboradores no hubieran situado Cuba en el punto estratégico de la alternativa colectivista, y no hubieran liderado un proyecto que comenzó localmente y pronto se convirtió en una realidad continental, que obtuvo réplicas importantes, al menos, en Europa y África. Y no solo esto: la revolución castrista inundó tanto el orbe político como el cultural: los intelectuales cerraron filas, con escasas excepciones, en torno a un proyecto que les atrajo profundamente. Por eso, hablar del boom de la literatura de los sesenta es también seguir la evolución de la vida política y cultural de la Cuba de esos años. Si el Sur existe, lo es en gran medida porque Cuba existe y Castro existe. Y son los años sesenta y primeros setenta, hasta el caso Padilla, los que marcarán el dominio de «lo cubano» en el área del Sur. Todavía en 1979 se hablaba de la huella que habían dejado los revolucionarios en el universo cultural latino desde 1959. Prueba de ello es la carta que Juancho Armas Marcelo le envía a Mario Vargas Llosa el 25 de julio de 1979, una vez terminado el Congreso sobre literatura latinoamericana que él mismo había organizado en las islas Canarias. En esta reunión hubo mucha polémica, sobre todo porque los cubanos quisieron controlarlo y politizarlo, como acostumbraban a hacerlo siempre:
El Congreso, y eso para mí es una gran experiencia, resultó una partida de ajedrez que pensé —en los primeros días— que estaba perdida. Vimos que no y que el cubacentrismo iba a desaparecer en esta reunión. Parece que es un efecto general: Cuba ya no manda subrepticiamente en las determinaciones culturales de América Latina y está, paulatinamente, empezando a ser cuestionada por las nuevas generaciones de escritores e intelectuales. El Gabo envió un telegrama para paliar la posible queja interior de los Padillas. Tenías que haber visto a Adriano (Glz. León) hecho una fiera venezolana: ¿Desde dónde carajo iba a enviarlo su familia desde La Habana? Y entre ironías sacar adelante unas conclusiones más o menos firmes o, al menos, perentorias.
La contestación interior, la mediocridad y la envidia de los anónimos escritores canarios, localmente internacionales (aunque no pasaron de 20) no se hizo esperar. Acusaciones ridículas marcadas por su propia frustración, como puedes imaginarte. Ahora, sí recordé una palabra que me dijiste en Lima, cuando la recepción del Embajador Tena: «Desagradable». Ese es el sentimiento que se acomodó en mí los días del Congreso, porque fue esa misma mediocridad que estaba en la reunión del Embajador, los «zorrillos» y «alejandros», los que también desde Canarias lanzaron su inútil proclama sobre el Congreso.
(Princeton C.0641, III, Box 2)