LAS NUPCIAS CATALANAS DEL BOOM:
EL PADRINO, LA MADRINA Y EL JUEZ
El «padrino» de ese matrimonio bien avenido del boom fue indudablemente el catalán Carlos Barral, que vivió en los sesenta y los setenta una etapa dorada como editor. El trabajo de apoyo y difusión de la editorial que capitaneó, Seix Barral, es unánimemente reconocido. La editorial protagonizó uno de los capítulos más interesantes de la historia cultural de nuestro país, y llegó a convertirse en un paradigma, un símbolo de la época. Vázquez Montalbán consignó este hecho: «Éramos conscientes de que, por primera vez en España, en muchos años, un instrumental editorial, una razón industrial, se empleaba como arma de combate al servicio de la cultura progresista» (Prats 1995: 123). Pero fue específicamente Carlos el que se alzó con el verdadero liderazgo de este nuevo período cultural iniciado en la Península, que fungió de caja de resonancia del continente latinoamericano:
Así era señalado, criticado, amado y odiado, acusado y aplaudido, adorado o despreciado; escuchado con suma atención e, incluso, seguido como si fuera un chamán oracular. Había descubierto a MVLL al publicar La ciudad y los perros, tenía cierta influencia y una gran relación personal con los más prestigiosos editores europeos, concedía el Biblioteca Breve, era antifranquista militante —y cotidiano— y «manejaba» la fuerza española en el Prix Formentor. Vivía en Barcelona, una ciudad industriosa y resistente.
(Armas 2002: 100)
Carlos Barral fue el primer editor de Vargas Llosa, pero también su gran amigo y defensor. Su relación con Gabo, en cambio, fue más incierta. No eran enemigos, pero tampoco se profesaban una gran adoración. Se sabe que Barral prefería a todas luces como novelista al peruano, pero su favoritismo no fue el causante de que rechazase el manuscrito de Cien años de soledad, enviado por García Márquez a la editorial. Sobre este episodio han corrido ríos de tinta, aunque Barral siempre sostuvo que nunca llegó a rechazarlo, que todo fue un malentendido y que estaba de vacaciones cuando el manuscrito llegó a la editorial, y que, por tanto, nunca lo leyó. Dasso Salvídar suscribe esta aseveración y señala que García Márquez también ha confirmado lo esgrimido por Barral: todo fue una «falsedad», un quimérico rumor proveniente de lenguas maledicentes. Sin embargo, Armas Marcelo apunta otra versión de los hechos: alguien cercano a Carlos Barral leyó el original, y en una vista rápida desdeñó la calidad de la novela. Saldívar no desestima esta hipótesis de la lectura por uno de los adláteres de Barral, aunque se reitera en la falta de intervención del prestigioso editor en el tema. Dasso aporta datos más concretos a este respecto: el poeta Gabriel Ferrater lo leyó —total o parcialmente— porque se enteró, a través de su novia que trabajaba en la agencia Balcells, de que Carmen estaba completamente fascinada por la obra:
La reacción de Ferrater fue inmediata: comentarle a Balcells que si la novela se presentaba al Premio Biblioteca Breve, de la editorial Seix-Barral, sería la ganadora con toda seguridad. La agente lo consultó con García Márquez, pero este rechazó la oferta no solo por el contrato que ya tenía firmado con la editorial argentina, sino porque no quería que su novela se editara bajo el rótulo de ningún premio, ni quería prestarse al jugoso juego de los premios a priori, pese a que Biblioteca Breve era el galardón más prestigioso en todo el ámbito de la lengua castellana.
(Saldívar 1997: 448)
No obstante, Carlos Barral no tiene empacho en declarar que Cien años de soledad no le parecía la mejor novela de su tiempo. Para él, García Márquez no era más que un «narrador oral del norte de África». Ciertamente, se inclinaba por Vargas Llosa, «no solo porque sabe muchísima literatura, sino que sabe hacerla mejor que nadie» (Armas 2002: 106). Pero en sus memorias da cuenta, de un modo un tanto cínico, al más propio estilo Barral, de sus encuentros con Gabo, de los veranos compartidos y de la participación del colombiano en los premios de su editorial:
No concurrió nunca al premio ni propuso manuscritos a la editorial, pero fue jurado del mismo y sus criterios y recomendaciones, mucho más sutiles y exigentes de lo que él quisiera aparentar, fueron muy tenidos en cuenta. También él, instalado en Barcelona, pasó durante algún tiempo sus salpicadas vacaciones en mi pueblo marinero, del que lastimosamente le expulsaron las «pavoserías», como él diría, de unos amabilísimos vecinos contiguos, quienes le saludaban con zalemas susceptibles de ser entendidas como terribles conjuros y que lo hacían tropezar con un jarrón lleno de plumas infaustas, pennae pavonis de brujería, que esa buena gente ostentaba como decoración del rellano de la escalera, de paso obligado para el escritor, lo cual le obligaba con demasiada frecuencia a purificarse con baños de agua de azulete y flores amarillas.
(Barral 2001: 576)
Quizá Barral, con estas palabras no del todo inocentes, pretendía atemperar los ataques y acallar las bocas de muchos. Sea como fuere, García Márquez, ya en Barral editores, publicó un volumen de siete cuentos, La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada (1972); bien por el afecto de ambos, por la intercesión de Vargas o porque Barral no podía dejar de publicar, por cuestiones profesionales, económicas y éticas, a una de las plumas más gloriosas del pasado siglo XX. Aun así, tampoco tuvo que ser fácil el acuerdo editorial, porque Gabo era un escritor complicado para los editores, una auténtica bestia negra. Tenía una opinión nefanda del comercio literario, que le parecía abusivo, injusto y amoral. El colombiano, en una entrevista, hizo unas declaraciones reveladoras a este respecto:
Y es que hay más: fuera de la persecución de los periodistas, tengo ahora una que nunca pensé tener: la de los editores. Aquí llegó uno a pedirle a mi mujer mis cartas personales, y una muchacha se apareció con la buena idea de que yo le respondiera 250 preguntas, para publicar un libro llamado «250 preguntas a García Márquez». Me la llevé al café de aquí abajo, le expliqué que si yo respondía 250 preguntas el libro era mío, y que, sin embargo, el editor era el que se encargaba cargaba con la plata. Entonces me dijo que sí, que tenía razón, y como que se fue a pelear con el editor porque a ella también la estaba explotando. Pero eso no es nada: ayer vino un editor a proponerme un prólogo para el diario del Che en la Sierra Maestra, y me tocó decirle que con mucho gusto se lo hacía, pero que necesitaba ocho años para terminarlo porque quería entregarle una cosa bien hecha.
Si es que los tipos llegan a los extremos. Por ahí tengo la carta de un editor español que me ofrecía una quinta en Palma de Mallorca y mantenerme el tiempo que yo quisiera, a cambio de que le diera la próxima novela. Me tocó mandarle decir que posiblemente se había equivocado de barrio, porque yo no era una prostituta. Ese caso me hace recordar el de una vieja de Nueva York que me mandó una carta elogiando mis libros, en la cual, al final, me ofrecía enviarme, si yo quería, una foto suya de cuerpo entero. Mercedes la rompió furiosa. Voy a decirle una vaina, en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo.
(Vargas Llosa 2007: 180-181)
Pero el propio Carlos Barral también se vio atrapado en esta red del comercio editorial a gran escala, y en la competitividad despiadada, que le causó un rosario de problemas con la editorial por criterios fundamentalmente económicos. La empresa literaria se fue al traste cuando Víctor Seix murió en un trágico accidente: la llegada de otros miembros de la familia Seix rompió el equilibrio de la editorial y, en 1970, se produjo la separación definitiva. Seix Barral se quedó con el prestigioso nombre y con una mayor solvencia económica, pero los escritores se fueron con su mecenas, con el «padrino» del boom. En esta contienda participó activamente Vargas Llosa que, conciliador, intentó evitar esa ruptura por el beneficio de las letras hispánicas; y porque estaba profesionalmente vinculado a la editorial: sus libros habían aparecido todos bajo ese sello y desde hacía años participaba como jurado del Premio de Novela Biblioteca Breve. Vázquez Montalbán describió este duro proceso en un artículo publicado en Triunfo en 1970, y reseñó el hecho de que los intelectuales y escritores se posicionaran del lado de Carlos Barral: Marsé, García Hortelano y Vargas Llosa le comunicaron a los Seix su deseo de cancelar el contrato por títulos publicados o títulos futuros si Carlos Barral salía de la empresa. El peruano (y el resto) terminó tomando partido por Barral, al que ayudó y apoyó, asesorándole y recomendándole la publicación de los autores latinoamericanos más relevantes del momento. Así, el equipo de Carlos pasó a su nueva editorial, que se llamó Barral Editores. E incluso los miembros del jurado del premio Biblioteca Breve cambiaron de editorial para formar parte del premio, recién creado, de la nueva empresa de Carlos. Precisamente, Gabo narra su invitación a participar en este premio a Vargas en una carta:
Seix & Barral me ha pedido que te sustituya en el jurado del Biblioteca Breve. Les contesté que lo haría con mucho gusto si hacen una selección previa muy drástica y no tengo que leer más de cinco o seis originales. Lo hago sin mucha ilusión, convencido de que no habrá otro Vargas Llosa imprevisto en los próximos años, y que todo lo que viene al concurso es más o menos basura. Me consuela la idea de que por lo menos las reuniones del jurado sean divertidas.
(Princeton C.0641, III, Box 10)
Pero aunque el equipo de Barral en su nueva editorial se erigió sobre dos pilares vastísimos, Juan Ferraté y Pere Gimferrer, y evidenciaron su intención de seguir con la política editorial anterior y con los mismos focos de interés cultural, la empresa fracasó. La editorial fue perdiendo, lentamente, su autonomía y prestigio, hasta ser absorbida por Labor y desaparecer de forma definitiva.